Adelante, entre la gente del conde de Valdárez, se estaba preparando un infanzón que llevaba un peto adornado con tela, al estilo moro, y una cinta alrededor del yelmo, ambos de un azul claro tan llamativo que parecía como si el hombre lo llevara para distinguirse de todos los demás. El infanzón salió a galope corto hacia el jinete enemigo, y cuando enristró su lanza, todo el ejército rompió en un grito; los hombres se pusieron a golpear sus escudos, como tambores, y a agitar entusiasmados sus armas. Era como si se hubiese roto un dique, como si toda la tensión acumulada durante ese día infinitamente largo se hubiera descargado en un único grito.
El hombre del pendón blanco hizo dar media vuelta a su caballo, avanzó un trecho hacia su propia gente y regresó trazando un amplio semicírculo, hasta quedar exactamente frente al hombre de Valdárez. El griterío de las primeras filas se había atenuado, pero continuó mientras los dos jinetes empezaban a girar lentamente el uno sobre el otro, manteniendo siempre la misma distancia, dando al contrario el lado del escudo. Intercambiaron rugidos sin que pudiera entenderse lo que decían. Trazaron todo un círculo, gritándose el uno al otro y levantando amenazadoramente las lanzas. Toda la tropa, como llevada por la resaca, avanzó un tanto, arrastrando consigo también a Lope y al hijo del conde: sus caballos simplemente siguieron a los otros.
Entonces, bajo el griterío de la multitud, el hombre de azul claro espoleó su caballo, y en ese mismo instante arremetió también su adversario, ambos al galope, pero con llamativa lentitud, como si el suelo empantanado les impidiera acometer a toda rienda. Hundieron las lanzas al mismo tiempo y pudo verse claramente que el pendón blanco tremolaba alrededor del asta, como una serpentina; los jinetes golpearon y pasaron de largo, como si nada hubiera ocurrido. Pero los hombres de las primeras filas levantaron los brazos y poco después se oyeron gritos de júbilo, y luego también los que se encontraban detrás lo vieron: el hombre de azul todavía tenía la lanza en la mano; la de su adversario se había roto, ya no tenía el pendón blanco. Vieron que el hombre del rey dejaba caer el asta de su lanza, se echaba el escudo a la espalda y, levantándose en los estribos, azuzaba a su caballo de regreso a sus propias líneas. El de Valdárez intentó cortarle el paso, saliendo tras él como el perro tras la liebre. La persecución los llevó hasta el flanco izquierdo, y ya casi podía preverse el instante en que se encontrarían, pues el de azul claro era ostensiblemente más rápido, cuando de repente un montón de piedras se interpuso en el camino de éste y su caballo no pudo esquivarlo. Las patas delanteras del animal, tras intentar saltar el obstáculo, cayeron en medio del escarpado terraplén de piedra, dobló las rodillas y rodó por tierra, quedando un instante en equilibrio sobre la cabeza, para luego seguir rodando y acabar enterrando bajo su peso al jinete. De pronto se había hecho tal silencio que oyeron el golpe, un ruido sordo y retumbante, como el de un árbol talado al chocar contra el suelo.
El caballo se levantó rápidamente, vacilante, con la cabeza baja, como si el jinete aún estuviera sujetando las riendas. Este yacía en el suelo, a un lado del montón de piedras. No podían verlo bien, no se movía. El otro había dado media vuelta con su cabalgadura, había desmontado y se había acercado lentamente al lugar donde yacía el de azul claro. Tenía la espada en la mano, y vieron cómo se inclinaba sobre su adversario caído y volvía a incorporarse, levantando la espada hacia su gente. Entonces oyeron el rugido que se levantó al otro lado, y vieron que las líneas enemigas se ponían en movimiento y se acercaban dando patadas contra el suelo y gritando.
El caballero que había ganado el duelo de manera tan deshonrosa ya sólo estaba a un escaso tiro de flecha de sus líneas. Había levantado por las axilas el cuerpo inerte de su adversario y ahora estaba intentando subirlo a su caballo, pero el animal seguía receloso, y el hombre se tambaleó por el peso y cayó de rodillas. En ese mismo instante brotaron de entre las primeras líneas de los condes un grito y una señal de cuerno. El portaestandartes del conde de Valdárez levantó la lanza con el pendón aurirrojo y toda la tropa del conde salió a la carga, una formación de setenta hombres, cerrando filas en un cúmulo de lodo y trozos de tierra removida. Los hombres de Braganza los siguieron en seguida, sólo el conde de Guarda vacilaba aún. Este se enderezó en su silla de montar y echó una mirada hacia el flanco derecho, donde se encontraba don Nuño Méndez con el grueso de la caballería. El conde de Portocale aún no había dado la señal para atacar; en ese lado todo estaba en calma, como si no hubieran presenciado lo que acababa de ocurrir.
Lope vio que el conde hacía la señal de la cruz y luego, titubeando, levantaba la mano. Intuyó que el conde emprendía el ataque contra su voluntad. El conde de Valdárez había arremetido demasiado pronto y contra el objetivo equivocado. Era evidente. Las filas atacantes de don García ya se habían separado, a pesar de que apenas habían cubierto una cuarta parte de la distancia que separaba a ambos ejércitos. Los del centro habían avanzado; los de los flancos se mantenían atrás. Si el conde no se hubiera precipitado tanto, habría podido cargar sobre esa brecha; en lugar de eso, arremetió contra el flanco, donde se encontraban los arqueros. Era un suicidio cabalgar por ese terreno impracticable contra arqueros parapetados en el lindero del bosque. Era absurdo atacar con el único objetivo de arrebatar al enemigo el cadáver de un hombre. El duelista de don García hacía mucho que ya había escapado con el caballo del de azul claro.
Adelante arremetieron los primeros jinetes de Valdárez, y los que venían detrás se metieron entre éstos como cuñas, con lo que todo el ataque se congestionó en la linde del bosque. La tropa del conde intentó desplazarse hacia la derecha para esquivar la montonera, pero se movió demasiado hacia el centro y también desde allí fue atacada por una lluvia de flechas. Las filas del rey se habían detenido para volver a cerrar las brechas. Sus hombres estaban ahora codo con codo en varias hileras, inatacables para cualquier tropa de jinetes.
Algunos hombres del conde cayeron a tierra, y dos caballos sin jinete huyeron a todo galope hacia el flanco derecho. Allí todo seguía quieto. Pero, de pronto, tras las filas enemigas aparecieron también los jinetes de don García, formando un amplio frente ofensivo. Arremetieron contra la tropa del conde, que había retrocedido para ponerse fuera del alcance de las flechas, y que estaba demasiado apretada como para poder organizar un contraataque. Por unos momentos todavía se vio, muy adelante, el pendón aurirrojo del conde de Valdárez; luego empezaron a huir los primeros jinetes.
Lope miró a su alrededor. Sólo un pequeño grupo se había mantenido atrás: la condesa de Braganza y su hijo, el hermano menor del conde de Valdárez, los infanzones que el conde había emplazado para que cubrieran a su hijo. No más de dos docenas de caballos. Tenían que retirarse, si no querían ser atropellados por los hombres puestos en fuga.
Atravesaron los sembrados hacia el flanco derecho, deteniéndose a unos cien pasos de distancia de las líneas de las tropas de a pie. De pronto se oyeron señales y un creciente clamor, que se fue propagando a lo largo de las hileras de hombres y finalmente llegó hasta ellos, y vieron a don Nuño Méndez y sus hombres y a toda la tropa de Portocale pasar a todo galope frente a sus propias líneas, una atronadora cabalgata de la que sólo se veían las cabezas de caballos y jinetes, las puntas de las lanzas y los pendones. Era una visión tan sobrecogedora que, sin darse cuenta, contuvieron el aliento. Dios santo, el conde de Portocale había esperado el momento preciso. Si los jinetes de don García no se dispersaban, les caería encima por el flanco, y daría a los hombres puestos en fuga en el ala izquierda el tiempo suficiente para volver a formar. Con ese ataque podía recuperar todo lo que el conde de Valdárez había desperdiciado.
Lope y los otros cabalgaron hasta las líneas posteriores y todavía vieron pasar como exhalaciones, a los últimos jinetes de Portocale. No llegaban a ver lo que había pasado entretanto en el ala izquierda, pues una ligera elevación del terreno les obstruía la vista. Sólo oían los gritos de los hombres y un retumbar de cascos cada vez más lejano.
La lluvia había cesado sin que lo notaran. El cielo estaba despejándose al oeste y, por unos momentos, el sol asomó con un brillo cegador. La condesa envió dos de sus hombres a la elevación de terreno que les estorbaba la visibilidad. Los dos hombres apenas habían partido cuando unos cuantos jinetes se acercaron por el ala izquierda, por el mismo camino que había recorrido antes el grupito de Lope. No alcanzaban a distinguir si eran amigos o enemigos. Eran cada vez más, quince, veinte caballos. Se dirigían hacia ellos trazando un amplio arco. Debían de ser amigos, pero Lope no pudo confirmarlo hasta que estuvieron a sólo cien pasos, cuando reconoció el pendón del castellán de Sabugal.
El castellán tenía consigo a toda su tropa, sus caballos de reemplazo y todo lo demás. No faltaba ni un solo hombre, no había ni uno solo herido. Él cabalgaba al frente, en línea recta hacia Lope. Detuvo su caballo junto al del hijo del conde.
—¡Él viene conmigo! —dijo sin dar explicaciones y disponiéndose a coger las riendas.
Lope se le adelantó, apartando el caballo del muchacho del alcance del castellán.
—Don Muño nos lo ha confiado a nosotros —dijo Lope.
—¡Órdenes del conde! —respondió parcamente el castellán.
—¿Quién da fe de ello? —preguntó Lope.
—Todos mis hombres pueden hacerlo —dijo el castellán.
—Eso no basta —respondió ásperamente Lope.
El castellán encajó la afrenta sin hacer un solo gesto. Estaba tieso en su silla de montar, sólo sus ojos se movían de un lado a otro.
La condesa de Braganza se abrió paso hacia él.
—¿Qué estás haciendo aquí, infanzón? —preguntó la condesa—. ¿Qué está pasando? ¿Cómo se está desarrollando la batalla?
El castellán esbozó una reverencia.
—Todavía no se ha decidido, dueña —dijo, y se marchó sin decir una palabra más, seguido por sus hombres, como por una jauría de perros bien adiestrados.
—¿Quién era ése? —preguntó la condesa.
—Don Álvar Pérez, castellán de Sabugal —dijo Lope.
—¿Qué hacía aquí? ¡Su gente no tiene aspecto de haber entrado en la batalla! —preguntó con recelo. Pero en ese mismo instante estalló de repente un clamor en el ala derecha de las tropas de a pie del rey, y vieron que sus filas ya estaban en movimiento y se acercaban dando gritos, en un desordenado ataque. Momentos después, en la cima de la pequeña elevación de terreno apareció una hilera de jinetes en retirada, y en la retaguardia de sus propias tropas de a pie, emplazadas frente al grupo de Lope, algunos hombres echaron a correr, arrojando sus escudos. Pronto toda la formación se había dispersado, y aquello se transformó en una huida general. Lope y los suyos espolearon sus caballos y consiguieron alejarse justo antes de que los fugitivos los alcanzaran y pudieran derribarlos de sus caballos.
El sol volvió a asomar por un breve instante. Un sol deslumbrante pero frío, cuyos rayos no calentaban. Llegaron al camino, donde los caballos por fin volvieron a encontrar tierra firme bajo sus pezuñas. Los jinetes de su derecha, de quienes no sabían si estaban huyendo o si estaban atacando, se retiraron rápidamente. A su izquierda aparecieron arqueros de Badajoz montados a caballo, que también intentaban alcanzar el camino para huir hacia el campamento.
Lope hizo una señal al hijo del conde y se echó hacia atrás. Los infanzones de Guarda con él. Una media milla antes de llegar al campamento tomaron un camino secundario y lo rodearon manteniéndose fuera del alcance de la vista. Luego siguieron una media hora por el camino principal, hasta llegar a las ruinas de una antigua iglesia. Era el punto de encuentro acordado con el conde en caso de una derrota.
El conde de Guarda llegó una hora después de que cayera la noche. Llegó con veinte hombres, algunos gravemente marcados por el combate, todos abatidos y extenuados.
Escucharon en silencio el informe del conde:
—El maldito hijo de puta ya estaba vencido. Teníamos atenazados a sus jinetes, a toda su caballería. Dios no lo quiso. Nuño Méndez emprendió un buen ataque, nunca he visto un ataque tan valeroso, que el Señor comparta con él su grandeza. No lo venció ningún enemigo. Le acertaron a su caballo, y los otros estaban demasiado cerca de él. Su propia gente le pasó por encima. Dios sabe que merecía una muerte mejor.
Desmontó y abrazó a su hijo, apretándolo contra su pecho.
—¡Ve con Dios, hijo mío! —dijo en voz baja—. Que nuestro Señor Jesucristo pose su mano sobre ti. —Luego hizo una señal a Lope y a los dos infanzones de la escolta y se apartó un par de pasos con ellos—. Vosotros sois responsables de la vida de mi hijo. Llevadlo a Sevilla. Tiene que estar lejos de aquí cuando García exija que envíe un rehén a su corte. Hemos perdido una batalla, pero aún no la libertad. El rey se dirigirá primero a Braga, así que tenemos algo de tiempo. —Los miró a los ojos, uno por uno, y continuó con voz más penetrante—: En Guarda mi camarero os dará una carta para el príncipe de Sevilla. Esperad en Guarda a los jinetes de Badajoz, los enviaré de regreso hoy mismo o mañana, para que se unan a vosotros. Pero no vayáis con ellos a Badajoz si os lo piden. El señor de Badajoz podría sentirse tentado de emplear a mi hijo como prenda para tener un buen comienzo con García, cuando se entere de su victoria. Id por Alcántara. Pedid escolta al emir de Mérida, que está obligado conmigo. No os detengáis en ningún sitio hasta llegar a Sevilla. Y quedaos allí hasta que os envíe un mensaje.
El conde se volvió hacia Lope.
—Y tú, hazme llegar noticias a través de ese judío que conoces.
Lope le prometió que así lo haría.
—¿Es seguro el camino a Guarda? —preguntó uno de los infanzones.
—Ya nada será seguro cuando se conozca la noticia de nuestra derrota —contestó amargamente el conde—. Dos castellanes del conde de Portocale ya se han pasado al bando de García, y Dios también me ha castigado a mí con un traidor.
El conde se quedó inmóvil un instante, mirando con ojos vacíos algún punto más allá de sus hombres. Luego posó las manos sobre los hombros de Lope y se despidió del mismo modo de los dos infanzones.
—Llevad a mi hijo sano y salvo a Sevilla —dijo con voz sofocada—.¡Os lo agradeceré siempre!