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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

El policía que ríe (20 page)

BOOK: El policía que ríe
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— Bueno. Lo primero que me interesa saber es qué quisiste decir antes con eso de «últimamente», cuando comentaste que «últimamente le gustaba ir armado».

— Calla —dijo Åsa.

Pasados diez segundos, añadió:

— Espera.

Levantó las piernas de tal forma que los pies, enfundados en sus calcetines gruesos, vinieron a posarse sobre el borde del sillón, luego se pasó los brazos por las canillas y se quedó completamente quieta.

Kollberg esperaba.

Para ser exactos, estuvo esperando quince minutos. Durante todo este tiempo, ella sólo le miró una vez. Los dos permanecieron callados. Luego, ella lo miró a los ojos y dijo:

— ¿Sí?

— ¿Cómo te sientes?

— Mejor no, pero sí algo distinta. Pregunta lo que quieras. Prometo responder. Acerca de lo que sea. Pero hay una cosa que quiero saber primero…

— ¿Sí?

— ¿Me lo has contado todo?

— No —respondió Kollberg—. Pero voy a hacerlo ahora. La razón por la que estoy aquí es que no me creo la versión oficial, según la cual Stenström tuvo la mala suerte de convertirse en víctima casual de un loco asesino en masa. Y, dejando de lado tu convicción de que no te engañaba o como quieras decirlo, así como las razones que puedas tener para creerlo, pienso que si estaba en el autobús no era en viaje de placer.

— ¿Qué piensas entonces?

— Que tenías razón desde el primer momento, cuando dijiste que estaba trabajando. Que se estaba ocupando de algo en su condición de policía pero que por una u otra razón no quería hablar de ello, ni contigo ni con nosotros. Es posible, por ejemplo, que llevase mucho tiempo siguiendo a alguien y que el individuo al que seguía finalmente perdiera los estribos y lo matara. Aunque personalmente no creo que esta teoría sea plausible.

Hizo una breve pausa.

— Åke era muy bueno haciendo seguimientos. Le gustaba.

— Sí, lo sé.

— Hay dos maneras de hacer un seguimiento —dijo Kollberg—. Una de ellas es seguir a un individuo de la forma más imperceptible posible, para descubrir qué se trae entre manos. La otra, hacerlo abiertamente, para provocar su desesperación y conseguir que dé un paso en falso o, de alguna manera, se quite la máscara. Stenström dominaba ambos procedimientos mejor que nadie que yo conozca.

— ¿Hay alguien más que piense como tú? —preguntó Åsa Torell.

— Sí, por lo menos Beck y Melander.

Se rascó el cuello y siguió:

— En cualquier caso, la argumentación tiene varios puntos débiles, aunque no es necesario que hablemos de ellos ahora.

Ella asintió.

— ¿Qué quieres saber?

— Ni yo mismo lo sé. Hablemos y a ver adonde llegamos. No estoy seguro de haber entendido qué quisiste decir antes con lo de: «últimamente llevaba una pistola encima porque le gustaba». ¿Qué quiere decir «últimamente»?

— Cuando conocí a Åke hace cuatro años era todavía un crío —dijo tranquilamente.

— ¿En qué sentido?

— Era tímido e infantil. En cambio, hace tres semanas, cuando lo mataron, era ya un hombre hecho y derecho. En lo fundamental, este proceso de maduración no se produjo en el trabajo, contigo y con Beck, sino aquí. La primera vez que estuvimos juntos, allí, en esa habitación y en esa cama, lo último que se quitó fue la pistola.

Kollberg arqueó un poco las cejas.

— Lo cierto es que se dejó la camisa puesta. Y la pistola la puso en la mesilla de noche. Yo me quedé a cuadros. La verdad es que esa vez ni siquiera sabía todavía que era policía, y me pregunté a qué clase de loco había metido en mi cama.

Miró a Kollberg muy seriamente.

— No nos enamoramos exactamente aquella vez, pero la siguiente sí. Y luego comprendí. Åke tenía veinticinco y yo acababa de cumplir veinte. Pero si de uno de nosotros podía decirse que era adulto o medianamente maduro, ésa era yo. Él iba por ahí con su pistola para hacerse el duro. En fin, era muy infantil y le excitaba enormemente verme tumbada desnuda, mirando embobada a un tipo que llevaba camisa y una funda de pistola colgada del hombro. Pronto lo superó, pero ya se había convertido en costumbre. Además, le gustaban las armas de fuego…

Se interrumpió y preguntó:

— ¿Tú tienes valor, quiero decir, valor físico?

— No especialmente.

— Åke era cobarde físicamente, a pesar de que hacía todo lo posible para superarlo. La pistola le daba una sensación de seguridad.

Kollberg hizo una objeción.

— Has dicho que al final se hizo un hombre. Pero lo cierto es que era policía y, desde el punto de vista profesional, dejarse tirotear por la espalda por el individuo al que uno está siguiendo no es precisamente un signo de madurez. Pero ya antes te dije que me cuesta trabajo creer este punto…

— Exacto —dijo Åsa Torell—. Y yo no lo creo en absoluto. Hay algo que no cuadra.

Kollberg reflexionó sobre esto. Pasado un rato dijo:

— Pero sigue siendo un hecho que se ocupaba de algo, y nadie sabe de qué. Yo no. Y tú tampoco. ¿Me equivoco?

— No.

— ¿Cambió de alguna manera? ¿Antes de que ocurriese esto? Ella no respondió. Alzó la mano izquierda y se pasó los dedos por el corto y oscuro cabello.

— Sí —dijo por fin.

— ¿En qué?

— No es fácil decirlo.

— ¿Tuvo ese cambio algo que ver con estas fotos?

— Sí —respondió—. Y en sumo grado.

Extendió la mano, cogió las fotografías y las miró.

— Hablar de esto con otra persona exige un grado de confianza que no estoy segura de tener contigo —dijo—. Pero, en todo caso, lo intentaré.

Las palmas de sus manos comenzaban a sudar, y Kollberg se las secó en las perneras del pantalón. Habían intercambiado los papeles. Ahora, ella estaba tranquila y él se ponía nervioso.

— Yo quería a Åke. Desde el primer momento. Pero la verdad es que no pegábamos mucho. Sexualmente, quiero decir. Nuestros ritmos eran distintos, y nuestros temperamentos también. Teníamos necesidades diferentes.

Åsa lo miró inquisitivamente.

— Pero, con todo, se puede ser feliz. Se puede aprender. ¿Lo sabías?

— No.

— Pues nosotros somos la prueba. Aprendimos. Creo que me entiendes.

Kollberg asintió.

— Beck no lo entendería. Y desde luego tampoco Rönn ni ningún otro de los que conozco.

Se encogió de hombros.

— Sea como sea, aprendimos. Nos amoldamos el uno al otro y salió bien.

Por un momento, Kollberg dejó de escuchar. Se trataba de una posibilidad que no había llegado a considerar en ningún momento.

— Es difícil. Pero tengo que explicártelo. Porque si no lo hago tampoco podré explicarte en qué sentido cambió Åke. Y aunque te dé un montón de detalles que definitivamente pertenecen a mi vida privada, no estoy segura de que vayas a entenderme. Pero espero que sí.

Tosió y luego reconoció:

— Estas últimas semanas he fumado demasiado.

Kollberg advirtió que estaba a punto de producirse un cambio. De repente, sonrió. Y Åsa Torell también sonrió. Con una pizca de amargura, pero se trataba de una sonrisa, al fin y al cabo.

— Bueno —dijo—. Acabemos con esto. Cuanto antes, mejor. Por desgracia, soy bastante tímida. Por raro que pueda parecer.

— No tiene nada de raro. Yo también soy tremendamente tímido. La timidez suele ir unida a la sensualidad.

— Antes de conocer a Åke, yo casi me consideraba ninfómana o loca —dijo apresuradamente—. Pero luego nos enamoramos y aprendimos a adaptarnos uno a otro. Yo lo tomé muy en serio. Åke también, por cierto, y el caso es que resultó. Salió bien, mejor de lo que yo hubiera soñado. Yo incluso olvidé que mi sexualidad era mucho más fuerte que la suya. Al principio, hablamos de esto un par de veces, pero luego dejamos de hablar de sexo. No hacía falta. Nos acostábamos cuando él tenía ganas, que solía ser unas dos o, como mucho, tres veces por semana. Nos iba muy bien y nunca nos hizo falta recurrir a nada más. Así que tampoco tuvimos necesidad de ser infieles, para utilizar tu inspirada expresión. Pero…

— … de repente, el pasado verano… —intervino Kollberg.

Ella le dirigió una mirada rápida, de asentimiento.

— Exacto. Por cierto, cuando me casé con un policía renuncié también a ir al teatro. Bueno, el caso es que el pasado verano nos fuimos de vacaciones a Mallorca. Durante ese tiempo tuvisteis aquí en la ciudad un caso abominable…

— Sí, los asesinatos en los parques.

— Eso es. Cuando nosotros volvimos, ya estaba solucionado. Åke se cabreó.

Se interrumpió para luego continuar pasados unos segundos, con idéntica rapidez y fluidez.

— Esto suena fatal, pero la verdad es que también suenan fatal muchas otras cosas que ya he dicho o me quedan por decir. El caso es que se cabreó por haberse perdido la investigación. Åke se había puesto grandes metas, era ambicioso, casi en exceso. Se pasaba la vida soñando que descubría algo, algo grande, que a los demás se les había pasado por alto. Además, era mucho más joven que vosotros y pensaba que en el trabajo no hacíais más que ponerle la zancadilla por lo menos al principio. Me consta que pensaba que tú precisamente eras uno de los que más se metía con él.

— Por desgracia, tenía razón.

— Tú no le hacías ninguna gracia. Le gustaban más, por ejemplo, Beck y Melander. A mí no, desde luego, pero esto no viene al caso. En algún momento a finales de julio o comienzos de agosto se produjo en él un cambio súbito, como he dicho, y sucedió de una manera que puso patas arriba toda nuestra vida en común. Fue entonces cuando hizo las fotos. Muchas más, por cierto, un montón de carretes. Como te he dicho, nuestra vida en común había dado lugar a una especie de rutina, que estaba bien. Pero de repente se vino abajo de golpe, y desde luego no fui yo quien la derribó, sino él. Estábamos… estábamos juntos…

— Os acostabais…

— Vale, nos acostábamos tantas veces al día como antes solíamos hacerlo en todo un mes. Muchos días ni siquiera me dejaba ir al trabajo. No tiene sentido negar que estaba encantada. Y muy sorprendida. ¡Teniendo en cuenta que llevábamos más de cuatro años viviendo juntos!, pero…

— Sigue —dijo Kollberg.

Ella inspiró profundamente.

— Por supuesto que me gustaba hacer la carretilla, o que me despertara a las cuatro de la madrugada y no me dejara ni dormir, ni vestirme ni ir al trabajo; que no me dejara en paz en la cocina y me abordara en la pila y en la bañera, por delante, por detrás, arriba, abajo y en cualquier silla que se terciase. Pero él mismo apenas había cambiado, y pasado un tiempo me dio por pensar que me estaba utilizando en algún tipo de experimento. Le preguntaba, pero él sólo se reía.

— ¿Se reía?

— Sí. Durante todo ese tiempo estuvo de muy buen humor. Hasta que… sí, hasta que lo mataron.

— ¿Por qué?

— Eso es lo que no sé. Pero una cosa sí que comprendí, al menos después del primer shock.

— ¿Qué?

— Que me utilizaba como una especie de conejillo de indias. La verdad es que sabía todo sobre mí. Él sabía que yo podía excitarme inmensamente si se esforzaba un poco. Pero yo también lo sabía todo sobre él. Por ejemplo, que en el fondo no tenía mucho interés, sólo de vez en cuando.

— ¿Cuánto tiempo siguió así?

— Hasta mediados de septiembre. Fue entonces cuando empezó a decir que tenía mucho trabajo, y a no aparecer por casa.

— Cosa que no es verdad —señaló Kollberg.

La contempló durante un buen rato. Finalmente dijo:

— Gracias. Eres una buena chica. Me caes muy bien.

Ella lo miró sorprendida y un tanto desconfiada.

— ¿Y no te dijo qué estaba haciendo?

Negó con la cabeza.

— ¿No insinuó absolutamente nada?

Nuevo gesto de negación.

— ¿Ni tú tampoco notaste nada especial?

— Pasaba mucho tiempo fuera. Quiero decir, en la calle. Eso se nota: volvía a casa calado y frío.

Kollberg asintió.

— Varias veces me despertó cuando llegaba a casa y se acostaba, frío como un témpano, muy tarde. Pero el último caso que me comentó fue uno sucedido la primera quincena de septiembre. Un individuo que había matado a su mujer. Creo que el tipo se llamaba Birgersson.

— Sí, me acuerdo —dijo Kollberg —. Un drama doméstico. La historia era de lo más sencilla y vulgar. Ni siquiera entiendo por qué tuvimos que intervenir nosotros. Parecía sacada de un manual: matrimonio fracasado, neurosis, broncas, mala situación económica. El hombre terminó por matar a su mujer, de forma más o menos fortuita. Luego pensó quitarse la vida, pero no tuvo fuerzas y se entregó a la policía. Pero es cierto, Stenström intervino en el asunto. Él se encargó del interrogatorio.

— Espera un momento. En el interrogatorio pasó algo…

— ¿Qué?

— No lo sé. Pero una tarde Åke volvió a casa muy excitado.

— Tenía poco de excitante. Una historia patética. Un crimen típico de la sociedad del bienestar. Un hombre aislado casado con una mujer obsesionada por el estatus social que continuamente le echaba la bronca porque no ganaba bastante dinero para comprarse una lancha motora, una casita de vacaciones y un coche tan bueno como el de los vecinos.

— Pero durante el interrogatorio ese hombre le dijo algo a Åke.

— ¿Qué?

— No lo sé. Pero fue algo que le pareció muy importante. Naturalmente, yo pregunté lo mismo que tú, pero él se limitó a reírse, y a decirme que pronto lo vería.

— ¿Dijo eso exactamente?

— «Pronto lo verás, Åsa querida». Exactamente eso fue lo que dijo. Parecía de muy buen humor.

— Curioso…

Permanecieron en silencio durante un rato. Luego, Kollberg se removió, tomó de la mesa el libro abierto y dijo:

— ¿Entiendes estos comentarios?

Åsa Torell se levantó, dio la vuelta a la mesa y puso la mano sobre su hombro, mientras contemplaba el libro:

— Wendel y Svensson escriben aquí que, a menudo, un asesino sádico es impotente y mediante la comisión del acto violento logra una satisfacción anormal. Al margen, Åke ha escrito: «O al revés».

Kollberg se encogió de hombros y dijo:

— Cierto. Quiere decir, obviamente, que a menudo lo que pasa es que el asesino tiene una sexualidad exagerada.

Ella se apresuró a retirar la mano. Kollberg la miró y descubrió, para su sorpresa, que se había puesto colorada.

— No, no es eso lo que quiere decir.

— ¿Qué quiere decir entonces?

— Exactamente lo contrario. Que la mujer, es decir, la víctima, puede llegar a poner en riesgo su vida precisamente porque ella tiene una sexualidad exagerada.

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