El policía que ríe (28 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

BOOK: El policía que ríe
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Birgersson no había cambiado. Quizá incluso parecía más apacible y considerado que dos semanas antes.

— ¿Qué quería usted decirme? —le preguntó Kollberg con brusquedad.

Birgersson sonrió.

— Parece una tontería. Pero esta misma tarde me vino a la cabeza una cosa que usted dijo. Usted me preguntó por lo de mi coche, mi Morris. Y…

— ¿Sí? ¿Y?

— Bueno, una vez que el subinspector Stenström y yo hicimos una pausa para comer, yo le conté una historia. Recuerdo que comimos codillo con puré de nabos. Es mi plato favorito, y ahora cuando nos han traído la comida navideña…

Kollberg contempló al individuo con enorme desaprobación:

— Una historia —dijo en tono inquisitivo.

— Más bien, quizá, un relato sobre mí mismo. De la época en que vivíamos en Roslagsgatan, mi…

Se interrumpió y dirigió una mirada vacilante a Åsa Torell. El guardia de prisiones bostezaba junto a la puerta.

— Sí, ya —dijo Kollberg—. Por favor, cuente.

— Mi mujer y yo, quiero decir. Sólo teníamos una habitación, y cuando estaba en casa me sentía enormemente nervioso e intranquilo, como si estuviera encerrado. También me costaba mucho conciliar el sueño.

— De acuerdo —dijo Kollberg.

Se notaba acalorado y un tanto confuso. Tenía mucha sed y, sobre todo, hambre. Además, el lugar le producía depresión y sentía un intenso deseo de volver a casa. Birgersson continuó hablando, de una forma tranquila pero circunstanciada.

— … así que por las tardes salía, sólo por largarme un rato de casa. De esto hace unos veinte años. Recorría las calles horas y horas, a veces durante toda la noche, pero nunca hablaba con nadie, simplemente daba vueltas por ahí, para estar tranquilo. Pasado un rato, una hora o así, empezaba a aplacarme. Pero en algo tenía que ocupar mis pensamientos, si no quería que lo otro empezara a torturarme; quiero decir, la casa, mi mujer y demás. Así que me inventaba cosas. Para distraerme de mí mismo, de mis propios pensamientos y cavilaciones.

Kollberg miró el reloj.

— Vale, de acuerdo. ¿Y qué hacía? ¿Coches?

— Sí. Recorría las calles y aparcamientos, mirando los coches. La verdad es que los coches no me interesaban, pero de esta manera llegué a conocer todos los modelos y marcas existentes. Pasado un tiempo, me los sabía todos. Y esto resultaba para mí una fuente de satisfacción. Uno sabía algo. Podía reconocer cualquier coche a una distancia de treinta o cuarenta metros, observado desde cualquier posición. Si me hubieran llevado a algún concurso de esos, «La pregunta de las diez mil coronas», o como se llame, creo que hubiera ganado. Lo mismo me daba por delante, por detrás o de lado.

— ¿Y qué hubiera pasado de haberlo visto desde arriba? —preguntó Åsa Torell.

Kollberg la miró asombrado. Birgersson se ensombreció un poco.

— Bueno, a eso no estaba acostumbrado. Quizá no me hubiera ido tan bien.

Se quedó pensativo un momento. Kollberg, resignado, se encogió de hombros.

— La verdad es que una ocupación tan simple como ésta puede resultar muy entretenida —continuó Birgersson—. Y excitante. A veces se encontraba uno coches realmente raros, como un Lagonda, un Zim o un EMW. Y daba mucha alegría.

— ¿Y esto fue lo que le contó usted al subinspector primero Stenström?

— Sí. Nunca antes se lo había contado a nadie.

— ¿Y qué dijo?

— Pues que le parecía interesante.

— De acuerdo. ¿Y para contarme esto me hace usted venir aquí? ¡A las nueve y media de la noche! ¡En Nochebuena!

Birgersson pareció ofendido.

— Sí —repuso—. Fue usted mismo quien dijo que si recordaba algo se lo comunicara…

— Sí, claro —replicó Kollberg cansado—. Muchas gracias.

Se levantó.

— Pero todavía no le he dicho lo más importante —murmuró el hombre—. Había una cosa que al señor subinspector pareció interesarle mucho. Me acordé de ello porque usted habló del Morris.

Kollberg volvió a tomar asiento.

— ¿Ah, sí? ¿Qué?

— Bueno, la verdad es que este hobby mío, si puedo llamarlo así, tenía también sus dificultades. Resultaba muy difícil distinguir ciertos modelos, vistos de noche y a larga distancia. Por ejemplo, un Moskvich y un Opel Kadett; o un DWK y un IFA.

Hizo una pausa y añadió pensativo:

— Muy, muy difícil. Sólo se distinguían en pequeños detalles.

— ¿Y qué tiene todo esto que ver con su Morris y con Stenström?

— No, no con mi Morris —repuso Bigersson—. Cuando el señor subinspector pareció interesarse mucho fue cuando le dije que una de las cosas más difíciles era distinguir entre un Morris Minor y un Renault CV—4, vistos por delante. No de lado o por detrás, en eso no hay ninguna dificultad. Pero directamente de frente o de refilón, no resulta nada sencillo. Yo aprendí a distinguirlos con el tiempo, y raramente me equivocaba. Pero alguna vez, sí.

— Espere un momento —le interrumpió Kollberg—. ¿Ha dicho usted un Morris Minor y un Renault CV—4?

— Sí. Y recuerdo que el señor subinspector primero dio un bote cuando se lo conté. Hasta ese momento, mientras yo hablaba, él se había limitado a permanecer sentado y asentir. Llegué a pensar que no me escuchaba. Pero cuando le conté eso mostró un enorme interés. Volvió a preguntarme por ello varias veces.

— ¿Por delante, dijo usted?

— Sí, eso mismo me preguntó él varias veces. Sí, por delante o de refilón resulta muy difícil.

De vuelta en el coche, Åsa Torell preguntó:

— ¿Qué significa todo esto?

— No lo sé muy bien. Pero puede tener una enorme importancia.

— ¿Para descubrir quién mató a Åke?

— No sé. En cualquier caso, esto explica por qué anotó el nombre del coche en su libreta.

— Yo también he recordado una cosa —intervino ella—. Algo que Åke comentó un par de semanas antes de ser asesinado. Dijo que tan pronto como tuviera un par de días libres se iría a Småland, a averiguar algo. A Eksjö, creo que era. ¿Te dice algo?

— Ni lo más mínimo —repuso Kollberg.

La ciudad estaba desierta, y los únicos signos de vida provenían de algún que otro Papá Noel, retrasado en el ejercicio de sus funciones y entorpecido en sus movimientos como consecuencia de un excesivo número de tragos dispensado en un excesivo número de hogares hospitalarios, además de dos ambulancias y un coche de policía. Pasado un rato, Kollberg dijo:

— Le he oído comentar a Gun que nos dejas en Año Nuevo.

— Sí, he cambiado mi piso por un apartamento en Kungsholms Strand. Estoy vendiendo todos los trastos y comprando cosas nuevas. También he pensado en buscar otro trabajo.

— ¿Dónde?

— Todavía no lo sé bien. Me lo estoy pensando.

Permaneció en silencio durante unos segundos. Luego preguntó:

— ¿Qué hay de la policía? ¿Hay plazas vacantes?

— Ya lo creo —respondió Kollberg ausente. Luego dio un respingo y añadió—: ¿No lo dirás en serio?

— Sí —respondió ella—. Lo digo en serio.

Åsa Torell se concentró en la conducción. Frunció las cejas y entornó los ojos mirando a la ventisca.

Cuando estuvieron de vuelta en Palandergatan, Bodil ya se había dormido, y Gun estaba sentada en un sillón, leyendo. Tenía lágrimas en los ojos.

— ¿Qué te pasa? —le preguntó Kollberg.

— La jodida comida. Se ha echado a perder.

— De eso nada. Con tu cara bonita y con mi hambre, me puedes servir un gato muerto y me harás feliz. Saca la manduca, anda.

— Y ha llamado el maldito Martin. Hace media hora.

— Vale —respondió Kollberg en tono afable—. Le daré un toque mientras vosotras recomponéis la mesa navideña.

Quitándose chaqueta y corbata, entró en el cuarto y llamó.

— Sí, aquí Beck.

— ¿Quién es ése que ríe? —preguntó Kollberg desconfiado.

— El policía que ríe.

— ¿Qué?

— Un disco de vinilo.

— Ah, sí, ahora le reconozco. Un viejo éxito de los tiempos del music-hall. Charles Penrose, ¿no? Se cantaba ya antes de la Primera Guerra Mundial.

Al fondo se oían tremendas carcajadas.

— No tiene importancia —dijo Martin Beck abúlicamente—. Te llamé tras recibir una llamada de Melander.

— Vaya. ¿Y qué quería?

— Dijo que por fin había recordado dónde había visto el nombre de Nils Erik Göransson.

— ¿Dónde?

— En el caso Teresa Camarão.

Kollberg se desató los zapatos. Meditó un instante. Luego dijo:

— Pues dile que por una vez se equivoca. Me he leído todo el mamotreto, palabra por palabra. Y es impensable que se me haya podido escapar una cosa semejante.

— ¿Tienes los papeles en casa?

— No, están en Västberga. Pero estoy seguro. Completamente seguro.

— Vale, te creo. ¿Y qué hacías en Långholmen?

— Conseguí un par de informaciones. Demasiado difusas y complicadas como para intentar explicártelo ahora, pero si son correctas…

— ¿Sí?

— Pueden mandar a tomar por saco definitivamente toda la investigación del caso Teresa. ¡Feliz Navidad!

Colgó.

— ¿Vas a volver a salir? —preguntó su mujer, desconfiada.

— Sí, pero no antes del miércoles. ¿Dónde está el aguardiente?

CAPÍTULO XXIX

Melander no era de los que se vienen abajo al primer envite, pero la mañana del día 27 parecía abatido y desconcertado hasta el punto de que el propio Gunvald Larsson creyó tener motivos para preguntarle:

— ¿Qué te pasa? ¿No has encontrado la almendra en el arroz con leche?

— Esa tradición la dejamos de hacer cuando nos casamos —contestó Melander—. Hace exactamente veintidós años. No, lo que pasa es que no suelo equivocarme.

— Bueno, alguna vez tenía que ser la primera —dijo Rönn en tono consolador.

— Sí, pero no logro entenderlo.

Martin Beck llamó a la puerta y, sin dar tiempo a nadie a reaccionar, entró en la habitación, alto, serio y tosiendo levemente.

— ¿Qué es lo que no logras entender?

— Lo de Göransson. ¿Cómo pude equivocarme?

— Acabo de llegar de Västberga. Y tengo un dato que quizá te anime.

— ¿A qué te refieres?

— Falta una hoja en la investigación del caso Teresa. El folio mil doscientos cuarenta y cuatro, para ser exactos.

A las tres de la tarde, Kollberg se hallaba ante un concesionario de coches en Södertälje. Ese día, había tenido ya bastante que hacer. Entre otras cosas, se había encargado de confirmar que los tres testigos que habían visto el coche junto al polideportivo de Stadshagen, dieciséis años y medio antes, lo contemplaron por delante o de refilón. Además, había supervisado grandes cantidades de material fotográfico y llevaba enrollada en el bolsillo interior de la chaqueta una imagen publicitaria, oscurecida y ligeramente retocada, de un Morris Minor modelo 1950. De los tres testigos, dos habían muerto ya: el agente de policía y el mecánico. Pero el auténtico experto, el contramaestre, estaba todavía vivito y coleando. Y trabajaba allí en Södertälje. Pero ya no trabajaba de contramaestre, sino que tenía un cargo más elevado y en estos momentos se hallaba sentado en una oficina de paredes acristaladas, hablando por teléfono. Cuando terminó la llamada, Kollberg entró en el despacho sin llamar a la puerta, sin identificarse en modo alguno y sin siquiera decir su nombre. Se limitó a poner la fotografía sobre la mesa, delante del hombre, y a decir:

— ¿Qué modelo de coche es éste?

— Un Renault CV—4. Un trasto viejo.

— ¿Estás seguro?

— Claro que estoy seguro. Nunca me equivoco.

— ¿Completamente seguro?

El hombre echó un vistazo al coche.

— Sí —dijo—. Es un CV—4. Un modelo antiguo.

— Gracias —dijo Kollberg, extendiendo la mano para coger la fotografía.

El hombre le lanzó una mirada desconcertada.

— Espera un momento, ¿no estarás intentando engañarme?

Volvió a examinar minuciosamente la foto. Transcurridos unos quince segundos dijo despacio:

— No. No es un Renault. Es un Morris. Un Morris Minor del modelo 1950 o 1951. Y algo le han hecho a la foto.

— Sí —dijo Kollberg—. Ha sido retocada y fijada un poco, para dar la impresión de que se tomó con poca luz y en tiempo lluvioso, por ejemplo una noche de verano.

El hombre se quedó mirando fijamente.

— Oiga, ¿y quién es usted? —preguntó.

— De la policía —respondió Kollberg.

— Debería haberme dado cuenta —dijo el hombre—. El otoño pasado vino por aquí un policía que…

Esa misma tarde, poco antes de las cinco y media, Martin Beck reunió a todos sus colaboradores más próximos en el centro de operaciones. Con el regreso de Nordin y Månsson, las fuerzas volvían a estar, por así decir, al completo. Sólo faltaba Hammar, que se había ido a pasar las fiestas fuera. Sabía lo poco que se había conseguido en cuarenta y cuatro días de investigación intensiva, y no consideraba que hubiera muchas probabilidades de que la investigación se reavivara entre Navidad y Año Nuevo, días en que tanto los cazadores como la caza se pasan la mayor parte del tiempo en casa, eructando y pensando cómo conseguir alargar el presupuesto hasta finales de enero.

— Así que falta una página —dijo Melander satisfecho—. ¿Y quién puede haberla cogido?

Martin Beck y Kollberg cruzaron una mirada rápida.

— ¿Alguno de vosotros es especialista en registros domiciliarios? —preguntó Martin Beck.

— Yo —respondió Månsson cansinamente desde el lugar que ocupaba junto a la ventana—. A mí se me da bien buscar. Si hay algo, lo encuentro.

— Bien —dijo Martin Beck—, pues entonces vas a encargarte de registrar el apartamento de Åke Stenström en Tjärhovsgatan.

— ¿Y qué tengo que buscar?

— Una hoja de un informe policial —respondió Kollberg—.

Tiene que llevar como número de página uno-dos-cuatro-cuatro, y es posible que el nombre Nils Erik Göransson aparezca en el texto.

— Mañana —dijo Månsson—. Es más fácil hacerlo a la luz del día.

— De acuerdo —asintió Martin Beck.

— Mañana temprano te daré las llaves —intervino Kollberg.

Las llaves se hallaban en su bolsillo, pero tenía la intención de hacer desaparecer ciertos testimonios de la actividad fotográfica de Stenström antes de dejar a Månsson vía libre.

A las dos de la tarde del día siguiente sonó el teléfono del escritorio de Martin Beck.

— Buenas, soy Per.

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