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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

El poder del perro (57 page)

BOOK: El poder del perro
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—Un acto criminal ha terminado con la vida de un hombre bueno, decente y generoso...

Y no puede continuar, porque alguien grita entre la multitud: —
¡Justicia!

Y otro le corea, y luego otro, y al cabo de unos segundos, miles de personas dentro de la catedral, y otros miles fuera, empiezan a cantar:

—Justicia, justicia, justicia...

... y el presidente retrocede del micrófono con una sonrisa de comprensión, mientras espera a que cesen los cánticos, pero no cesan...

—Justicia, justicia, justicia...

... cada vez con mayor fuerza...

—JUSTICIA, JUSTICIA, JUSTICIA...

... y entonces la policía secreta empieza a ponerse nerviosa, murmuran entre sí en sus pequeños micrófonos y auriculares, pero es difícil hacerse oír sobre el cántico de...

—JUSTICIA, JUSTICIA, JUSTICIA...

... que va creciendo de intensidad hasta que dos nerviosos policías alejan al presidente del micrófono y lo sacan por una puerta lateral de la catedral y lo meten en su limusina blindada, pero los gritos le siguen cuando el coche sale de la
plaza
...

—JUSTICIA, JUSTICIA, JUSTICIA...

Casi todos los funcionarios del gobierno ya se han marchado cuando Parada es enterrado en la catedral.

Art no se había sumado a los cánticos, sino que permaneció sentado, asombrado al ver a la gente de la iglesia anunciar que ya estaba harta de tanta corrupción, plantar cara al poderoso líder de su país y exigir justicia. Y pensó: Bien, la obtendréis si de mí depende.

Se levanta para sumarse a la cola que desfila ante el ataúd. Escoge con cuidado su sitio.

El pelo rubio de Nora Hayden está cubierto con un chal negro, su cuerpo envuelto en un vestido negro. Hasta así está hermosa. Se arrodilla a su lado, une las manos como si rezara y susurra:

—¿Reza por su alma y se acuesta con su asesino?

Ella no contesta.

—¿Cómo puede vivir con su conciencia? —pregunta Art, y luego se levanta.

Se aleja de sus quedos sollozos.

Por la mañana, el jefe nacional de todo el PJF, el general Rodolfo León, vuela a Tijuana con cincuenta agentes de élite especialmente seleccionados, y por la tarde ya se han dividido en escuadrones de seis agentes cada uno, armados hasta los dientes y preparados para combatir, que peinan las calles de Colonia Chapultepec en Suburbans y Dodge Rams blindados. Por la noche han irrumpido en seis pisos francos de los Barrera, incluida la residencia personal de Raúl en Caco Sur, donde han encontrado un alijo de AK-47, pistolas, granadas de fragmentación y dos mil cartuchos. En el enorme garaje descubren seis Suburbans negros blindados. Al terminar la semana han detenido a veinticinco socios de los Barrera, confiscado más de ochenta casas, almacenes y ranchos pertenecientes a los Barrera y a Güero Méndez, y detenido a diez policías de seguridad del aeropuerto que acompañaron a los Barrera cuando bajaron del vuelo 211.

En Guadalajara, un escuadrón auténtico de la policía estatal de Jalisco se topa con un camión de mudanzas lleno de policías de Jalisco falsos, y una persecución a través de la ciudad termina con dos de los polis falsos atrapados dentro de una casa, disparando contra más de cien policías de Jalisco toda la noche hasta bien entrada la mañana, cuando uno muere y el otro se rinde, pero no antes de que hayan conseguido abatir a dos policías auténticos y herido al jefe de la fuerza de policía estatal.

A la mañana siguiente, el
presidente
aparece ante las cámaras para proclamar su determinación de aplastar de una vez por todas a los cárteles de la droga, y para anunciar que han descubierto, detenido, expulsado y llevarán a juicio a más de setenta agentes corruptos del PJF, y que ofrece cinco millones de dólares de recompensa por cualquier información que conduzca a la captura de Adán y Raúl Barrera, así como de Güero Méndez, todos los cuales siguen en libertad y en paradero desconocido.

Porque ni siquiera con el ejército, los
federales
y todas las policías estatales que peinan el país son capaces de encontrar a Güero, a Raúl o a Adán.

Porque no están allí.

Güero ha cruzado la frontera de Guatemala.

Y los Barrera también han cruzado la frontera. De Estados Unidos.

Están viviendo en La Jolla.

Fabián descubre a Flaco y a Soñador viviendo bajo el puente de la calle Laurel en Balboa Parlk.

Los polis no los localizaron, pero Fabián recorrió de cabo a rabo el barrio y la gente le dijo cosas que no diría a la pasma. Se lo dicen porque saben que, si mienten a la policía, tal vez les darán la paliza y toda esa mierda, pero si mienten a Fabián, les dará por el culo, y esa es la cruda realidad.

Una noche en que Flaco y Soñador están dormitando bajo el puente, Flaco siente que un zapato se clava en sus costillas y pega un bote, pensando que es un poli o un marica, pero es Fabián.

Mira a Fabián con sus grandes ojos porque tiene miedo de que el
tiro
vaya a meterle una bala entre ceja y ceja, pero Fabián sonríe.

Y golpea su pecho con el puño.


Hermanitos
—dice—, es hora de demostrar que tenéis arrestos.

—¿Qué quieres que hagamos? —pregunta Flaco.

—Adán quiere que volváis a México —contesta Fabián.

Explica que a los Barrera les están atribuyendo toda la responsabilidad de la muerte de aquel cura, que los
federales
les están presionando, irrumpiendo en sus pisos francos, deteniendo a gente, y que la cosa no va a calmarse hasta que pillen a alguien implicado en el tiroteo.

—Vais y os detienen —dice Fabián—, y les decís la verdad, que íbamos a por Güero Méndez, que nos tendió una emboscada, y que Fabián confundió a Parada con Güero y le mató por accidente. Nadie quería hacer daño a Parada. Algo por el estilo.

—No sé, tío —dice Soñador.

—Escuchad —dice Fabián—, sois unos críos. No participasteis en el tiroteo. Solo os caerán unos años, y entretanto cuidaremos como reyes a vuestros familiares. Y cuando salgáis, encontraréis en el banco el respeto y el agradecimiento de Adán Barrera, acumulando intereses para vosotros. Flaco, tu madre trabaja de camarera en un hotel, ¿verdad?

—Sí.

—Dejará de hacerlo si demuestras tener arrestos —dice Fabián.

—No sé —dice Soñador—. La poli mexicana...

—Os diré una cosa. ¿Os acordáis de la recompensa por Güero? ¿Aquellos cincuenta mil? Os los dividís, nos decís a quién hay que entregarlo, y asunto concluido.

Ambos dicen que el dinero vaya a parar a sus madres.

Cuando se acercan a la frontera, las piernas de Flaco tiemblan tanto que tiene miedo de que Fabián se dé cuenta. Sus rodillas están entrechocando entre sí literalmente, tiene los ojos anegados en lágrimas y no puede impedir que se derramen. Está avergonzado, aunque oye a Soñador sorber por la nariz en el asiento de atrás.

Cuando están cerca del cruce, Fabián frena para que salgan.

—Tenéis arrestos —dice—. Sois guerreros.

Atraviesan Inmigración y Aduanas sin ningún problema y empiezan a caminar hacia el sur, hasta entrar en la ciudad. Apenas han recorrido dos manzanas cuando unos focos les iluminan, les deslumbran, y los
federales
gritan y les dicen que levanten las manos, y Flaco obedece. Entonces un poli le agarra, le tira al suelo y le esposa las manos a la espalda.

Flaco está tirado en el suelo, con la espalda arqueada de forma dolorosa, pero ese dolor no es nada comparado con el que experimenta después de que el
federal
le escupa en la cara y le dé una patada en la oreja con la punta de su bota de combate, como si le hubiera reventado el tímpano.

El dolor estalla como fuegos artificiales dentro de la cabeza de Flaco.

Después, desde muy lejos, oye una voz que le dice...

Esto solo es el principio,
mi hijo
.

Apenas ha empezado.

El teléfono de Nora suena y ella descuelga.

Es Adán.

—Quiero verte.

—Vete al infierno.

—Fue un accidente —dice él—. Una equivocación. Dame la oportunidad de explicártelo. Por favor.

Ella quiere colgar, se detesta por no hacerlo, y no lo hace. Accede a encontrarse con él aquella noche en la playa de La Jolla Shores, junto a la Torre Salvavidas 38.

Le ve acercarse bajo la tenue luz de la torre. Da la impresión de que Nora está sola.

—Sabes que he puesto mi vida en tus manos —dice Adán—. Si has llamado a la policía...

—Era tu cura —dice ella—. Tu amigo. Mi amigo. ¿Cómo pudiste...?

Él niega con la cabeza.

—Ni siquiera estaba allí. Estaba en un bautizo en Tijuana. Fue un accidente, se cruzó...

—Eso no es lo que dice la policía.

—Méndez es el dueño de la policía.

—Te odio, Adán.

—No digas eso, por favor.

Parece tan triste, piensa ella. Solo, desesperado. Quiere creerle.

—Júralo —dice—. Júrame que estás diciendo la verdad.

—Lo juro.

—Por la vida de tu hija.

No puede permitirse perderla.

Asiente.

—Lo juro.

Ella le estrecha en sus brazos.

—Dios, Adán, me siento tan mal.

—Lo sé.

—Le quería.

—Lo sé —dice Adán—. Yo también.

Y lo más triste, piensa, es que es verdad.

Debe de ser un vertedero, porque Flaco huele a basura.

Y debe de ser por la mañana, porque nota en la cara la tenue luz del sol, aunque a través de una capucha negra. Le han reventado un tímpano, pero puede oír las súplicas de Soñador.

—Por favor, por favor, no, no, por favor.

Suena un disparo y Flaco ya no oye a Soñador.

Después Flaco siente que un cañón de pistola roza su cabeza, junto a su oído bueno. Describe pequeños círculos, como si su poseedor quisiera asegurarse de que Flaco sabe lo que es, y entonces oye que el percusor chasquea.

Flaco chilla.

Un clic seco.

Flaco pierde el control. Su vejiga no aguanta más y siente la orina caliente que resbala por su pierna, las rodillas ceden y cae al suelo, retorciéndose como un gusano, intentando alejarse del cañón de la pistola, y entonces oye que el percutor retrocede de nuevo, otro clic seco, y una voz:

—Tal vez la siguiente, ¿eh, pequeño
pendejo
?

Clic.

Flaco se caga encima.

Los
federales
gritan de alegría.

—¡Dios, qué hedor! ¿Qué has estado comiendo,
mierdita
?

Flaco oye que el percutor retrocede de nuevo.

La pistola ruge.

Las balas se hunden en la tierra, al lado de su oído.

—Levantadle —ordena la voz.

Pero los
federales
no quieren tocar al chico cubierto de mugre. Encuentran por fin una solución: le quitan la capucha y la mordaza a Soñador y le obligan a despojar a Flaco de los pantalones y la ropa interior manchados, y le dan un paño mojado para que limpie la mierda de su amigo.

—Lo siento —murmura Flaco—. Lo siento.

—No pasa nada.

Después los meten en la parte posterior de una furgoneta y les conducen de vuelta a su celda. Les arrojan sobre un suelo de cemento desnudo, cierran la puerta con estrépito y les dejan a solas un rato.

Los dos chicos lloran tumbados en el suelo.

Una hora después, un
federal
regresa y Flaco se pone a temblar de manera incontrolada.

Pero el
federal
se limita a tirarles una libreta y un lápiz, y les dice que se pongan a escribir.

Su historia se publica en los periódicos al día siguiente.

Confirmación de las sospechas del PJF sobre lo sucedido en el caso Parada: el cardenal fue víctima de una equivocación de identidad, asesinado porque miembros de una banda norteamericana le confundieron con Güero Méndez.

El
presidente
vuelve a la televisión, con el general León a su lado, para anunciar que esta noticia no hace más que fortalecer la resolución de su administración de declarar una guerra sin cuartel contra los cárteles de la droga. No cesarán hasta castigar a esos asesinos y destruir a los
narcotraficantes
.

La lengua de Flaco cuelga de su boca.

Tiene la cara de un azul oscuro.

Cuelga del cuello de la tubería de vapor que corre a lo largo del techo de su celda.

Soñador cuelga a su lado.

El forense regresa con el veredicto de doble suicidio. Los jóvenes no podían soportar la culpa de haber asesinado al cardenal Parada. El forense nunca entró en detalles sobre los golpes con fractura de hueso recibidos en la nuca.

San Diego

Art espera en el lado norteamericano de la frontera.

El terreno aparece de un verde extraño en los prismáticos de visión nocturna. De todos modos, es un territorio extraño, piensa. Tierra de nadie, la desolada extensión de colinas polvorientas y profundos cañones que hay entre Tijuana y San Diego.

Cada noche se practica un juego siniestro aquí. Justo antes del ocaso, los aspirantes a
mojados
se congregan sobre el canal de drenaje seco que corre a lo largo de la frontera, a la espera de que oscurezca. Como si recibieran una señal, todos corren al unísono. Es un juego de cifras: los ilegales saben que la Patrulla de Fronteras solo puede detener a un número limitado, de modo que el resto cruzará para conseguir trabajos por debajo del salario mínimo, recogiendo fruta, lavando platos, trabajando en granjas.

Pero esta noche el jaleo ya ha terminado, y Art se ha asegurado de que la Patrulla de Fronteras esté lejos de este sector. Un desertor llega desde el otro lado, y si bien va a ser invitado del gobierno de Estados Unidos, no puede cruzar por ninguno de los puestos normales. Sería demasiado peligroso. Los Barrera tienen observadores que vigilan los puestos de control veinticuatro horas al día, siete días a la semana, y Art no puede correr el riesgo de que divisen a este hombre.

Consulta su reloj y no le gusta lo que ve. Es la una y diez, y su hombre lleva un retraso de diez minutos. Podría ser tan solo la dificultad de recorrer el traicionero terreno de noche. Su chico podría haberse extraviado en alguno de los numerosos cañones, o subido por la cresta equivocada, o...

Deja de engañarte, dice, Ramos le acompaña, y Ramos conoce este territorio como si fuera su patio trasero, porque lo es.

Tal vez Ramos no consiguió convencerle, y el tipo decidió seguir siendo fiel a los Barrera. Tal vez se ha acojonado, ha cambiado de opinión. O tal vez Ramos no logró llegar a tiempo, y ahora yace en una cuneta con una bala en la cabeza. O un disparo en la boca, lo más probable, como les suele pasar a los soplones.

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