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Authors: Hernán Casciari

Tags: #Humor

El pibe que arruinaba las fotos (12 page)

BOOK: El pibe que arruinaba las fotos
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Por lo general, la tarea resultaba agotadora y nos llevaba toda la tarde. La primera hora de trabajo debíamos abocarla a encontrar en el teclado la letra para escribir la palabra ‘vita®’ como dios manda y, eventualmente, sorprender a la clientela con nuestros conocimientos sobre código ascii. La segunda hora era puramente indagatoria:

—¿Trabajaste alguna vez, Estelita?

—No.

—¿Y entonces qué querés que ponga en el currículum?

—Poné algo, lo que se te ocurra.

Una vez que el cliente nos daba luz verde para mentir, la elaboración del currículum dejaba de ser un trabajo para convertirse en un placer. El amigo o la tetona ya no eran, a ojos del compositor, seres tangibles; se transformaban en personajes de ficción a los que había que dotar de un pasado.

Comenzaba entonces una sutil tarea psicológica en la que debíamos proveer al desocupado de una memoria laboral creíble, no tanto para su futuro empleador, sino para él mismo:

—¿Y esa vez que ayudaste a tu mamá en la mudanza cuando se separó de tu viejo?

—¿Eso es un trabajo?

—Claro, Estelita:
“transportista de bienes muebles”.

—Ay, Hernán, sos un amor.

—Es lo que tengo.

Indagando y rebuscando en el pasado del cliente, al cabo de hora y media lográbamos dos objetivos fundamentales: llenar dos páginas con mentiras piadosas y que Estelita nos empezara a ver de otra forma: con la inconfundible mirada de admiración que sólo irradian las tetonas sin trabajo estable.

Un compositor de currículum serio sabía muy bien que no hay en el mundo ser más desprotegido ni más necesitado de amor que una señorita que no llega a fin de mes. Por eso había que lograr que se sintiera cómoda, sentadita a nuestra derecha, mirando embobada un monitor en el que nosotros tecleábamos, con destreza, la esperanza de un futuro mejor.

Si el cliente no era una chica tetona sino un amigo íntimo no hacía falta ninguna floritura, ni mucho menos sentar al amigo cerca, ni alardear de conocimientos dactilográficos. Lo mejor era poner al amigo a escuchar discos de Led Zeppelin en la otra punta de la habitación y llamarlo al rato, cuando todo estuviera impreso y engrampado.

Incluso, muchas veces resultaba menos trabajoso darle al amigo, directamente, un empleo en nuestra propia oficina. Lo habitual era ponerlo a hacer fotocopias o mandarlo a los bancos por la mañana.

Estos favores directos (dar empleo) eran sólo para los amigos varones: jamás debía emplearse a una vecina o una chica faldicorta, puesto que las mujeres resultan mucho más agradecidas cuando les solucionamos una urgencia temporal que cuando les resolvemos la vida.

Había una cercanía muy erótica en las chicas que se sentaban detrás de uno a ver de qué forma escribíamos falsedades sobre sus másters en economía. Quizá fuese el aliento cercano, los roces sutiles al pasar el mate lavado o la fascinación que les producía saber que, sin esfuerzo y en diez segundos, habían aprendido
inglés a nivel conversación.
Sea por lo que fuere, lo cierto es que se ponían paulatinamente mimosas, y comenzaban a acariciarnos el pelo más o menos por la página cuatro.

En lo personal, la composición del currículum femenino llenaba mis dos únicos intereses vitales: escribir mentiras en un papel y tener tetonas en una habitación pequeña. A la vez, me ejercitaba en la acrobática tarea de narrar y excitar señoritas al mismo tiempo, que es un recurso fundamental para convertirse en un escritor de moda.

La llegada del ADSL y la proliferación de los ordenadores personales en casi todos los hogares de clase media, ha provocado que en la actualidad casi todo el mundo —incluida la mujer ingenua— esté aprendiendo a redactar su currículum sin la ayuda de compositores expertos. Esto, que a primera vista parece agradar a las feministas y a los fabricantes de la empresa Compaq, le hace un daño irreparable al amor.

Los jóvenes de hoy no sabrán nunca —ay, cúanto lo lamento— lo que sentíamos en las entrañas a principio de los noventa, cuando Estelita hojeaba su flamante currículum recién salido de la impresora, y lo palpaba sólido y justificado, lleno de frases falsas y fechas inauditas, sabiéndolo suyo para siempre, imaginándolo ya anillado y dentro de un sobre color madera, de camino al buzón de la esquina.

Estelita nos miraba entonces con la boca entreabierta sin saber de qué modo agradecer el tiempo invertido en ella, mientras en nuestra habitación comenzaba a oscurecer porque ya era tarde, y el protector de pantalla de la PC se llenaba de fugaces estrellas de colores, y sobrevolaba en el ambiente ese silencio sensual que precede a la paga en especies que las tetonas solían brindarme, a veces, a cambio de mis favores desinteresados.

Los noventa tuvieron esa ventaja, casi la única. Fue la época que más flaco estuve en la vida, o mejor, el único tiempo en que estuve flaco de verdad, y eso me ayudó bastante con las tetonas sin currículum. Yo no había hecho ningún esfuerzo por adelgazar: todo lo había logrado Alfonsín, él solito con su alma. Para mí los noventa llegaron un año antes, en el ochenta y nueve, justo en el momento que Spinetta cantaba
No seas fanática
en los jardines de ATC y la transmisión en directo se interrumpió para emitir discurso del ministro de economía, Juan Carlos Pugliese, dándole la bienvenida a una crisis espantosa. En ese instante, cuando se cortó una canción y empezó la otra, en casa dijimos:

—Cagamos, los noventa.

Me acuerdo patente. Vimos una especie de luz azul que entró por la claraboya y de repente mi hermana adolescente se quedó embarazada, yo empecé a tomar cocaína como un chancho, Roberto puso una cancha de paddle y Chichita se hizo los claritos.

En aquel tiempo yo era otro. En muchos sentidos. Era más joven, era más amable, era muchísimo más soltero y también más inteligente. Pero había una diferencia visible: era flaco. Yo estaba en los huesos en los noventa. Mis amigos de siempre me seguían apodando
El Gordo
por inercia, pero mis amigos temporales, los que me habían conocido flaco, no entendían por qué yo respondía al apodo histórico:

—Flaco, ¿por qué tus amigos te dicen
El Gordo?

Entonces yo mostraba con orgullo mi documento de identidad, cuya fotografía era la de un gordo precioso y sonriente, y todo el mundo se sorprendía del que había sido en los ochenta. Fue una época en la que disfruté del sobresalto ajeno: todas las personas que pasaban por mi vida se inquietaban al comprobar el desdoblamiento. Los históricos ponían su cara de incredulidad al verme tan angosto en directo, y los temporales se asombraban al descubrirme tan ancho en diferido.

Pero la delgadez me había quitado muchas mañas; sobre todo la gracia. Mis rutinas físicas ya no eran tan bien recibidas como antes, mis caras no parecían de goma, y mi forma chistosa de caminar no le resultaba hilarante a nadie. Me había convertido en un sujeto normal, y el mundo parecía no aceptar que un tipo flaco hiciera monerías de gordo.

La delgadez también me había acercado algunas ventajas: agilidad, seguridad, ropa elegante. Aquélla fue la única década de mi vida en que usé la camisa adentro del pantalón. Y también corbata, porque me dedicaba al periodismo económico en una revista de
management.
Creo que llegué a ser jefe de redacción, nunca estuvo claro.

Durante esos años —flaco y elegante— descubrí unas cuantas técnicas que el gordo roñoso que soy ahora (y que había sido antes) no conocerá nunca. La más importante ocurrió una mañana, y fue sin querer. Había pasado la noche drogado y me amaneció el hambre en la cabeza. Un hambre voraz y primitivo. Como ya era de día me vestí para ir a la redacción y de camino pasé por una panadería de la avenida Santa Fe. Yo estaba de punta en blanco, hermoso. ¡Ah, qué bien me quedaban los trajes en los noventa! Pedí media docena de medialunas y una empleada joven las empezó a poner en una bandeja.

Cuando la chica me dio la espalda descubrí unas masas finas, bañadas de chocolate, sobre el mostrador alto de vidrio. Me comí una con rapidez, porque mis dedos de entonces eran dedos ágiles. Levanté la vista para tragar, y desde la otra punta del local una cajera vieja me observaba, muy seria. Cabeceé en forma de saludo y sonreí. Ella no. Entonces me comí otra masa fina, esta vez sin disimular, para dejarle en claro que la primera no había sido un error. Y ella no dijo nada.

Creí entender lo que estaba pasando. Sospeché que a un flaco elegante nadie podía recriminarle nada, ni lo bueno ni lo malo. Para confirmar la teoría, me acerqué a la cajera vieja y, sin bajarle la vista, agarré dos sanguchitos de miga triples que había sobre el mostrador. Uno de atún y lechuga, y el otro de algo rosa con pedacitos de huevo duro. Los doblé, los aplasté y me los metí en la boca.

Mastiqué durante cuarenta segundos con la mirada en los ojos de la mujer. Me atraganté y la cara se me puso borravino. Respiré con la boca abierta para recuperar el aire y seguí masticando hasta tragar. La otra chica también me miraba.

—¿Algo más? —me preguntó la empleada, con las medialunas en un paquetito.

Dije que no con la boca llena. La cajera seguía muy seria y me extendió el ticket. En el recibo no figuraban los tentempiés espontáneos, sólo las medialunas originales, el primer y único pedido formal. Pagué, esperé el vuelto y dije que muchas gracias.

Antes de salir a la vereda, me paré en seco. Abrí una vitrina del fondo y me metí en el bolsillo del traje tres o cuatro cañoncitos de dulce de leche. Por las dudas, me volví para observarlos a todos, a ver si había sido claro. Y sí, todos me estaban viendo robar a la luz de la mañana, en pleno centro de Palermo. Me observaban sin chistar, maravillados. Salí a la calle y el sol me pegó en los ojos. Respiré todo el aire que pude por la nariz.

Los noventa fueron, para mí, esa mañana. Los puedo concentrar allí: muchísima gente gorda y roñosa encerrada por un rato en cuerpos de involuntarios flacos elegantes, atracando una panadería de la calle Santa Fe. Un montón de tipos con la camisa adentro y olor a perfume caro que, sin embargo, siguieron manteniendo la costumbre de comer lo que no era suyo con la boca abierta.

Yo mismo era eso. Fui eso durante un tiempo: un flaco elegante con un roñoso dentro. Y me pasaba algo todavía peor. Los roñosos, los de camisa afuera, los que antes era yo, me empezaban a caer mal. Frente a la redacción del diario donde yo trabajaba con mi traje, y mis zapatos lustrados, estaban construyendo un edificio, y desde temprano había cuatro albañiles subidos a algo, martillando o agujereando cosas. Como el ruido me molestaba y la redacción estaba esos días sin jefes, yo miraba mucho a los albañiles. Había uno gordo, uno joven, uno flaco y uno viejo. Los observaba con algún desdén, con cierta superioridad. Pero sobre todo me llamaban la atención cuando pasaban por allí las mujeres, que es siempre un momento cumbre en la vida del albañil.

Al divisar la presencia de una mujer por la vereda, los albañiles detenían el estruendo del cortafrío, o de la agujereadora, y se quedaban quietos. Si estaban almorzando, o descansaban del yugo, dejaban de masticar y de conversar y de reír. La mujer pasaba, entonces, y ellos se levantaban un poco el casco. En medio del silencio que ellos mismos habían provocado, miraban con desparpajo a la mujer y enseguida ocurría algo sorprendente.

Cuando la mujer estaba exactamente en el centro de sus miradas, entre el venir y el irse, justo entonces, uno de ellos la llamaba con un silbido largo. Se trataba de un sonido agudo, inútil y potente, como si alertaran a un perro sordo sobre la inminencia de una camioneta.

A veces también decían alguna cosa que comenzaba siempre con el verbo ‘venir’ en la segunda forma del imperativo. Vení mamita, por ejemplo. O vení que te voy a hacer tal cosa y tal otra. Pero esto sólo ocurría muy temprano, cuando no estaban agotados de cincelar y de martillar. Los días nublados utilizaban también la palabra baba, y diferentes combinaciones del verbo chupar. Pero a última hora de las tardes calurosas, cuando el sol les había pegado de lleno y ya tenían la garganta seca, sólo utilizan el silbido, que era —creía yo— una abreviatura de todo lo que querían decir y no podían.

Lo que quedaba claro, por lo menos a mí que los había observado días enteros durante la suplencia mortífera, es que el silbido era una invitación para que la mujer ingresara por la puerta de rejas verdes y pasara un rato junto a ellos, en la obra en construcción. El silbido era, sin dudas, una convocatoria.

Un viernes en el diario se cortó la luz y nos quedamos sin aire acondicionado y con poco trabajo que hacer. Me animé entonces a cruzar la calle y, con la desfachatez que en ese tiempo me daba el ser flaco y el tener traje, le pregunté a uno de los trabajadores, al más joven de los cuatro, qué haría él si por casualidad la mujer silbada, cualquier mujer entre las tantas que pasaban, en lugar de seguir su camino, indiferente al llamado, se diera la vuelta y, efectivamente, entrase a la obra.

No precisó meditarlo mucho el obrero, ni darle vueltas a la cuestión. Tenía la respuesta en la punta de la lengua:

—Le damos entre todos —dijo el albañil.

—¿Le dan qué? —quise saber.

—¡Qué va a ser! —exclamó, y complementó la idea con el gesto de fornicar el aire con las manos.

Los otros tres rieron.

—¿Los cuatro, le dan? —me sorprendí.

—Claro —certificó el albañil más gordo, uniéndose— ¡si entra, le damos! ¿O si no para qué entra?

Sospeché por un momento que me estaban tomando el pelo.

—A ver si entiendo —dije—. Ustedes llaman a una mujer que no conocen de nada, a una mujer que está pasando por aquí de casualidad. La llaman, además, por medio de un silbido.

—Correcto, señor.

—La mujer acude al llamado —continué—, traspasa aquella valla de protección, esquiva la mezcladora, se acerca sin temor para conocer el motivo de la llamada y entonces ustedes…

—Le damos —dijo el más gordo.

Éste no hizo el gesto de fornicar el aire, como el joven, sino que cerró el puño y lo movió varias veces, como si se estuviera clavando una escarpia en el pecho, o zamarreando de los pelos a una criatura invisible.

—¿La violan, quieren decir?

—Entre los cuatro, señor —puntualizó el más joven, que sí repitió el gesto corporal y provocó otra vez las risas.

—Violar, violar. Dicho así queda feo —matizó el albañil más viejo, que hasta entonces había permanecido al margen—. Usted en realidad les está haciendo a los muchachos una pregunta tramposa.

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