Authors: Anne Rice
Mas del Templo de Jerusalén yo no conocía medida alguna. Nada que me hubiera comentado Cleofás o Alfeo o José, ni siquiera Filo, me había preparado para lo que tenía ahora ante mis ojos.
Era un edificio tan grande, tan majestuoso y tan sólido, un edificio tan resplandeciente de oro y blancura, un edificio que se extendía de tal manera a derecha e izquierda, que barrió de mi mente todo cuanto yo había visto en Alejandría, y las maravillas de Egipto perdieron relevancia. Me quedé sin respiración, mudo de asombro.
Cleofás tenía ahora en brazos al pequeño Simeón para que pudiera ver, y la pequeña Salomé sostenía a Esther, que berreaba no sé por qué. Tía María tenía en brazos a Josías, mientras Alfeo se ocupaba de mi primo el pequeño Santiago.
En cuanto al otro Santiago, mi hermano, que tantas cosas sabía, él sí lo había visto. Siendo muy pequeño había estado allí con José, antes de nacer yo, pero incluso él parecía asombrado, y José permanecía en silencio como si se hubiera olvidado de nosotros y de cuantos nos rodeaban.
Mi madre estiró el brazo y me tocó la cadera. La miré y sonreí. Me pareció tan guapa como siempre, y tímida con el velo que le cubría gran parte de la cara. Estaba visiblemente contenta de estar aquí por fin, disfrutando de la vista del Templo.
Pese a la multitud allí reunida, pese a las idas y venidas, a los empujones y demás, observé que se imponía un silencio colectivo. La gente contemplaba el Templo admirándose de su tamaño y su belleza, como si tratara de fijar ese momento en la memoria, porque muchas de aquellas personas venían de muy lejos e incluso por primera vez.
Yo quería seguir adelante, entrar en el recinto sagrado —pensaba que lo íbamos a hacer—, pero no fue posible.
Marchábamos en aquella dirección pero pronto lo perdimos de vista, internándonos por estrechas y sinuosas callejuelas donde los edificios parecían juntarse sobre nuestras cabezas, apretujados entre la riada de gente. Los nuestros preguntaban por la sinagoga de los galileos, que era donde debíamos alojarnos.
Sabía que José estaba cansado. Después de todo, yo tenía ya siete años y él había cargado conmigo un buen rato. Le pedí que me bajara.
Cleofás tenía mucha fiebre, mas reía de dicha. Pidió agua. Dijo que quería bañarse pero tía María le dijo que no. Las mujeres aconsejaron acostarlo cuanto antes.
Mientras mi tía lo miraba al borde de las lágrimas, el pequeño Simeón empezó a berrear. Yo lo cogí en brazos, pero pesaba mucho para mí y fue Santiago quien se hizo cargo.
Y así seguimos avanzando por aquellas callejuelas, no muy diferentes de las de Alejandría pero mucho más atestadas. La pequeña Salomé y yo reímos al recordar que «el mundo entero estaba aquí», y por doquier se oía hablar, algunos en griego, unos pocos en hebreo, otros pocos en latín, y la mayoría en arameo como nosotros.
Cuando llegamos a la sinagoga, un gran edificio de tres plantas, ya no quedaba alojamiento, pero cuando nos disponíamos a intentarlo en la sinagoga de los alejandrinos, mi madre llamó a gritos a sus primos Zebedeo y su esposa, a quienes acompañaban sus hijos, y todos empezaron a abrazarse y besarse. Nos invitaron a compartir el sitio que tenían en el tejado, donde ya esperaban algunos primos más. Zebedeo se encargaría de todo.
La esposa de Zebedeo era María Alejandra, prima de mi madre y a la que siempre llamaban también María, lo mismo que a mi tía, la mujer de Cleofás, hermano de mi madre. Y cuando las tres se abrazaron y besaron, una de ellas exclamó: « ¡Las tres Marías!», y eso las puso muy contentas, como si nada más importara.
José estaba ocupado pagando el hospedaje y nosotros fuimos con Zebedeo y su clan. Zebedeo tenía hermanos casados y con hijos. Cruzamos un patio donde estaban alimentando a los burros, subimos una escalera y a continuación una escala hasta el tejado, los hombres transportando a Cleofás, que se reía todo el rato porque le daba vergüenza.
Una vez arriba, fuimos recibidos por un ejército de parientes.
Entre ellos destacaba una anciana que hizo ademán de abrazar a mi madre cuando ésta la llamó por su nombre.
—Isabel.
Era un nombre que yo conocía bien. Como el de su hijo, Juan.
Mi madre se lanzó en brazos de la anciana. Hubo llanto y abrazos y finalmente me pidieron que me acercara, a ella y a su hijo, un chico de mi edad que no abría la boca para nada.
Como digo, yo tenía noticias de la prima Isabel lo mismo que de muchos otros parientes, pues mi madre había enviado muchas cartas desde Egipto y recibido otras tantas de Judea y Galilea. Yo solía acompañarla cuando iba a casa del escriba de nuestro barrio para dictarle las cartas. Y cuando ella recibía alguna, la leíamos y releíamos muchas veces, de modo que cada nombre tenía una historia que yo conocía.
Me impresionó mucho Isabel, que era serena y atenta, y su rostro me resultó agradable de un modo que no fui capaz de definir con palabras. Era algo que me ocurría a menudo con los ancianos, encontraba fascinantes sus arrugas y el hecho de que sus ojos brillaran todavía bajo los pliegues de piel. Pero puesto que estoy narrando la historia desde el punto de vista del niño que yo era, lo dejaremos así.
También mi primo Juan tenía la delicadeza de su madre, aunque de hecho me hizo pensar en mi hermano Santiago. Como cabía esperar, los dos se vigilaban de cerca. Juan tenía el aspecto de un chico de la edad de Santiago, cosa que no era, y llevaba el pelo muy largo.
Juan e Isabel vestían prendas blancas muy limpias. Supe, por lo que mi madre y su prima hablaban, que Juan estaba dedicado al Señor desde su nacimiento. Nunca se cortaba el pelo y nunca compartía el vino de la cena.
Todo esto lo vi en cuestión de segundos, porque no cesaban los saludos, las lágrimas y los abrazos, la emoción general.
En el tejado ya no cabía nadie más. José iba encontrando primos y, puesto que él y María eran también primos, eso significaba doble alegría. Y mientras tanto, Cleofás se negaba a beber el agua que su esposa le había llevado, el pequeño Simeón lloraba, y la recién nacida Esther berreó hasta que su padre Simón la tomó en brazos.
Zebedeo y su mujer estaban haciendo sitio para nuestra manta, y la pequeña Salomé intentó levantar a la pequeña Esther. El pequeño Zoker se soltó e intentó escapar. La pequeña María berreaba también, y entre eso y todo cuanto sucedía alrededor de mí, era casi imposible prestar atención a nada.
Así pues, agarré de la mano a la pequeña Salomé y empecé a zigzaguear entre los mayores hasta llegar al borde del tejado. Había allí un murete lo bastante alto para ser seguro.
¡Se veía el Templo! Los tejados de la ciudad subían y bajaban a lomos de las colinas hasta los imponentes muros del Templo mismo.
Llegaba música de la calle y oí gente cantando. El humo de las fogatas olía apetitoso y por todas partes la gente charlaba sin cesar, y aquello era como oír un cántico sagrado.
—Nuestro Templo —dijo con orgullo la pequeña Salomé, y yo asentí con la cabeza—. El Señor que creó el cielo y la tierra vive allí.
—El Señor está en todas partes —dije.
Ella me miró.
—¡Pero en este momento se encuentra en el Templo! —exclamó—. Ya sé que el Señor está en todas partes, pero pensaremos que ahora está en el Templo. Hemos venido para ir allí.
—De acuerdo —dije.
—Para estar con los suyos, ahora el Señor está en el Templo —explicó ella.
—Así es. Y también en todas partes.
—Seguí contemplando el imponente edificio.
—¿Por qué insistes? —preguntó ella. Me encogí de hombros.
—Sabes que es verdad. El Señor está aquí, ahora mismo, contigo y conmigo. El Señor siempre está con nosotros.
Ella rió, y yo también.
Las fogatas creaban una bruma ante nuestros ojos, y todo aquel bullicio, paradójicamente, aclaró mis pensamientos: Dios está en todas partes y también en el Templo.
Mañana entraríamos al recinto. Mañana pisaríamos el patio interior. Mañana, y luego los hombres recibirían la primera rociada de la purificación mediante la sangre de la vaquilla como preparativo para el banquete de Pascua, que comeríamos todos juntos en Jerusalén para celebrar la salida de Egipto de nuestro pueblo hacía muchos, muchos años. Yo estaría con los niños y las mujeres, pero Santiago estaría con los hombres. Cada cual miraría desde su lugar, pero todos estaríamos dentro de los muros del Templo. Cerca del altar donde serían sacrificados los corderos pascuales; cerca del sagrario al que sólo tenía acceso el sumo sacerdote.
Supimos de la existencia del Templo desde que tuvimos edad para entender. Supimos de la existencia de la Ley de Moisés antes incluso de saber nada más. José, Alfeo y Cleofás nos la habían enseñado en casa, y luego el maestro en la escuela. Conocíamos la Ley de memoria.
Sentí una paz interior en medio de todo el bullicio de Jerusalén. La pequeña Salomé parecía sentirla también. Nos quedamos allí sin hablar ni movernos, y ni las risas ni las charlas ni los llantos de los bebés, ni la música siquiera, nos afectaron durante un largo rato.
Después, José vino a buscarnos y nos llevó de nuevo con la familia.
Las mujeres estaban regresando con comida que habían comprado. Era hora de reunirse todos y hora de rezar.
Por primera vez vi un gesto de preocupación en José cuando miró a Cleofás, que seguía discutiendo con su esposa por el agua, negándose a bebería. Lo miré y supe que Cleofás no sabía lo que decía. Su cabeza no funcionaba bien.
—¡Ven a sentarte a mi lado! —me llamó.
Así lo hice, a su derecha. Estábamos todos muy juntos. La pequeña Salomé se sentó a su izquierda.
Cleofás estaba enfadado, pero no con ninguno de los presentes. De repente preguntó cuándo llegaríamos a Jerusalén. ¿No se acordaba nadie de que íbamos a Jerusalén? Todo el mundo se asustó al oírlo.
Mi tía ya no pudo aguantar más y levantó las manos al cielo. La pequeña Salomé se quedó muy callada, observando a su padre.
Cleofás miró en derredor y se dio cuenta de que había dicho algo extraño. Y al punto volvió a ser el de siempre. Cogió el vaso y bebió el agua. Inspiró hondo y luego miró a su esposa, que se le acercó. Mi madre fue con ella y la rodeó con el brazo. Mi tía necesitaba dormir, eso estaba claro, pero no podía hacerlo ahora.
La salsa, recién sacada del brasero, estaba muy caliente, lo mismo que el pan. Yo me moría de hambre.
Era el momento de la bendición. La primera oración que decíamos juntos en Jerusalén. Incliné la cabeza. Zebedeo, que era el mayor de todos, dirigió la plegaria en nuestra lengua, y las palabras me sonaron un poco distintas.
Después, mi primo Juan, hijo de Zacarías, me miró como si estuviera pensando algo muy importante, pero no dijo nada.
Por fin empezamos a mojar el pan. Estaba muy sabroso; no sólo había salsa sino un espeso potaje de lentejas y alubias cocidas con pimiento y especias. Y había también higos secos para compensar su fuerte sabor, y a mí me encantó. No pensaba en otra cosa que en la comida. Cleofás se había animado a comer un poco, lo cual alegró a todos.
Era la primera cena buena desde que habíamos salido de Alejandría. Y era abundante. Comí hasta quedar ahíto.
Después, Cleofás quiso hablar conmigo e hizo que los demás se alejaran. Tía María volvió a gesticular su desespero y se fue a descansar un rato, mientras tía Salomé se ocupaba del pequeño Santiago y los otros niños. La pequeña Salomé ayudaba con la recién nacida Esther y el pequeño Zoker, a quienes quería mucho.
Mi madre se acercó a Cleofás.
—¿Qué quieres decirle? —le preguntó, sentándose a su izquierda, no muy pegada a él pero sí cerca—. ¿Por qué quieres que os dejemos solos?
—Lo dijo de un modo amable, pero algo la preocupaba.
—Tú vete —le dijo Cleofás. Parecía ebrio pero no lo estaba. Había bebido menos vino que nadie—. Jesús, acércate para que pueda hablarte al oído.
Mi madre se negó a irse.
—No lo tientes —le dijo.
—¿A qué viene eso?
—Repuso Cleofás—. ¿Crees que he venido a la Ciudad Santa para tentar a mi sobrino?
—Y me acercó tirando de mi brazo. Sus dedos quemaban—. Voy a decirte algo —empezó susurrándome—. Que no se te olvide. Llévalo en tu corazón junto con la Ley de Moisés, ¿me oyes? Cuando ella me contó que había venido el ángel, yo la creí. ¡Se le había aparecido un ángel!
El ángel, sí, el ángel que había bajado a Nazaret. Se le había aparecido a mi madre. Era lo que Cleofás había dicho en el barco. Pero ¿qué significaba?
Mi madre lo miró fijamente. La cara de Cleofás estaba húmeda y sus ojos desorbitados. Tenía fiebre.
—La creí—repitió—. Soy su hermano, ¿no? Ella tenía trece años y estaba prometida a José, y te aseguro que en ningún momento se alejó de la casa, nadie pudo haber estado con ella sin que lo viéramos, ya sabes a qué me refiero, hablo de un hombre. No había ninguna posibilidad, y yo soy su hermano. Recuerda mis palabras. Yo la creí.
—Se reclinó en la pila de ropa que había a su espalda—. Era una niña virgen, una muchacha al servicio del Templo de Jerusalén para tejer el gran velo con las otras elegidas, y luego en casa vigilada por nosotros.
Se estremeció. Miró a mi madre largamente. Ella apartó la vista y se alejó, pero no demasiado. Se quedó de espaldas a nosotros, cerca de nuestra prima Isabel que nos estaba observando. No supe si ella había oído algo.
Me quedé quieto y miré a Cleofás. Su pecho subía y bajaba con cada estertor, y volvió a estremecerse. Mi mente iba reuniendo todos los datos a fin de sacar algún sentido a lo que acababa de decir. Era la mente de un niño que había crecido durmiendo en la misma habitación con hombres y mujeres, a la que daban otras habitaciones, y que también había dormido en el patio al aire libre con los hombres y las mujeres en plena canícula, viviendo siempre cerca de ellos y ellas, oyendo y viendo muchas cosas. No cesaba de pensar, pero no conseguía entender lo que Cleofás me había dicho.
—Recuerda lo que acabo de decirte. ¡Yo la creí! —insistió.
—Pero no estás del todo seguro, ¿verdad? —pregunté en voz baja.
Abrió desmesuradamente los ojos y su expresión cambió, como si acabara de despertar de la fiebre.
—Y José tampoco lo está, ¿verdad? —añadí—. Y por eso nunca yace con ella.
Mis palabras se habían adelantado a mis pensamientos. Lo que dije me sorprendió a mí tanto como a él. Noté un súbito escalofrío y un escozor por todo el cuerpo. Pero no intenté retractarme de mis palabras.