Read El mapa de la vida Online
Authors: Adolfo Garcia Ortega
Pero las mujeres no se detuvieron en el mero nombre, sino que, asido a él, iban los recuerdos. Entonces comenzaron a describirlos.
Taddeo era rubio y soñaba en alto; Luca era bueno y prudente y guardaba conejos; Jacopo discutía con su padre y sabía refranes; Nardo tenía los ojos verdes, cantaba canciones y acariciaba como nadie; a Steffano le gustaba la nieve; Andrea pegaba a su mujer y no tenía amigos; pero Oderisio amaba a sus hijas y le gustaba bañarse en el Arno; Bartolo había estado en dos guerras y por eso le faltaba un ojo; y el espigado Lambertuccio, que trabajó en San Miniato con Orcagna y Buffalmacco, era rudo con su madre y no la besó nunca, por timidez.
O todo era al revés, daba igual, porque aquellas mujeres estaban hablando de sus hombres por primera vez tal cual creyeron ellas que fueron. El dulce tal vez fuera amargo, y el barbado tal vez lampiño, y el antipático simpático, y el que pegaba era manso, y el friolero era templado, y el guapo feo y el listo tonto. Y el que no besaba, besaba.
Cuando acabaron de decir sus nombres, las
mogli da lastra di marmo
se fueron. Una puerta mal abierta se había cerrado bien, concluyó el pleno del Comune, satisfecho. Volvió así la calma a la ciudad. Las obras de la torre se reanudaron al día siguiente. En cuanto a las alas, Giotto guardó el secreto y se las regaló a Gabrielle. Abandonó su quimérico deseo de saltar con ellas, pues, si por viejo sabía hacer trampas, también por viejo no creía en milagros.
(Ada dejó de escribir.)
EVA. Decide no espiar más a Eva. Igual que lo ha empezado, lo acaba; no hay otro motivo, sencillamente deja de hacerlo. Esa última vez es un sábado a media mañana, y pasa de largo por delante del escaparate con cierto disimulo. Se arriesga a que ella o Karen lo vean, pero no le importa, no es tan grave. Incluso piensa en detenerse, pero no lo hace. Habría tenido que dar explicaciones de su presencia por la zona, saludos fríos e indeseados besos en las mejillas, pero tampoco sería nada extraño que él pudiera aparecer por allí: aquélla es una parte muy frecuentada de la ciudad y hay muchas tiendas de todo tipo. De reojo, mientras pasa, las ve atareadas, aunque más a Karen, con un traje crema; Eva, con jersey verde y rojo, examina un catálogo de la marca Shy. Hace como que se entretiene con los zapatos de ese catálogo, pero sólo pasa las hojas sin mirarlos.
Ya no se ve con Sayyid. ¿Se puede llamar ruptura a lo suyo, si sólo había un tímido deseo por su parte? Cuando se fija en ella al pasar por el escaparate le delata la expresión de su rostro, aunque sólo percibe mucha extrañeza. Eva esperaba que llegara ese día del final tanto como lo contrario: un amor apasionado y feliz; quizá, debido a ese estado de indecisión anímica, no hay en ella ni un ápice de ansiedad, se diría resignada. Por supuesto, lo ha llamado, ha tratado de dar con él, pero no le coge el teléfono ni responde a los mensajes. Fue hasta su casa en Sainz de Baranda y nadie la abrió, ni siquiera estaba Liddell, o si estaba, debía de estar durmiendo. Al fondo del portal la observaba un niño, quizá el vecino del que Sayyid le había hablado. «Mi mejor amigo es un niño», recordó Eva que le dijo una vez, sin emoción alguna. Preguntó también a Adrián, incluso a Cloe, pero ambos le manifestaron que mejor sería encajar la evidencia de que nunca podría avanzar por aquella relación si ella no hacía muchos cambios en su vida, demasiados cambios sin duda, y sobre todo demasiado radicales. Abrazar una fe nueva es para ella irreal e inconcebible. Tendría que convertirse en otra. Ser la impura, en el cerrado mundo de Gamal, es un prejuicio excesivamente grande e insuperable para él. Por otro lado, Eva sabe que Sayyid la utilizaba, aunque no alcanza a ver aún hasta qué punto ni para qué, pero ella también se aprovechaba de él, le gustaba sexualmente y no había pretendido ir más allá por el momento. Para cualquier otro aspecto de una vida con él, Eva ha evitado el amor o invadir un espacio sentimental. Recuerda que cuando estuvieron juntos en la piscina de la amiga de Karen, hubo un brevísimo instante, al aproximarse Sayyid al borde del agua, en que, contemplando su figura, Eva se dijo: «A su lado, sería un paso atrás.» Su objetivo hasta entonces había sido evitar la soledad; ahí paraba de pensar. Sin embargo, para Sayyid había llegado el momento de distanciarse, y lo hacía con brusquedad, sin mandar ningún aviso previniendo de su ausencia.
Pero de Eva, esa mañana Gabriel sabe un nuevo secreto; y, como siempre, se guarda ese veneno para sí. El origen está en el viejo Schmiechel. Muy temprano, antes de salir de casa, había abierto el correo electrónico y se había encontrado con un email de Paul. Era bastante largo e irritante. Comenzaba con una especie de encubierta reconciliación; le hablaba veladamente de un trabajo nuevo, sobre una atracción en un parque de Budapest, donde tenían un problema de velocidad en la llegada de las góndolas; Gabriel había resuelto para Disney un problema similar en otra ocasión y por eso Paul se preguntaba si querría volver a colaborar con Tawalthorn en este asunto tan concreto. «Hay que rediseñar la salida únicamente, te necesitamos, Gab, eres el mejor en eso», le escribía el Paul más zalamero. ¿Sólo en eso soy el mejor, Paul?, le habría replicado. Sin embargo, Schmiechel no le ponía en su email cuál era el problema ni de qué asunto se trataba. Quería saber tan sólo si le podía llamar.
En el párrafo siguiente venía lo peor, el auténtico motivo de su email: le hablaba de Eva. Comprendió enseguida que el asunto de verdad era ése, Eva, y lo de Budapest se trataba de una burda excusa para acercarse de nuevo a él. Pero ¿con qué intención? ¿Qué pretendía, qué buscaba, diciéndole lo que empezó a decirle? ¿Sonsacarle sobre ella? ¡Cómo podría pensar que después de leer su email lo llamaría o le descolgaría el teléfono! ¡No lo habría llamado nunca, en ningún caso! A lo sumo, lo que habría hecho sería tomar un avión hasta Zúrich y, nada más verlo, vaciar sobre su torso un hipotético cargador entero de una hipotética pistola. Reventarlo, eso habría hecho él. Su habitual cinismo, desplegado ante sus narices en la pantalla del ordenador, lo irritaba a cada palabra. Pulsaba en él en busca de respuestas. ¿Acaso no sabe, y muy bien, que Eva y él ya no están juntos en absoluto? ¿Por qué insiste en pedirle una especie de permiso para verla, con eso de «No querría que te ofendieras, Gab, si vuelvo a ver a Eva, aunque si no lo deseas, no lo haré»?
Y a continuación, se refería directamente a cuestiones íntimas de ella y con ella, como si las conociera muy bien y sobre las que se permitía aconsejarle y explicarle cómo era Eva, qué le gustaba, qué deseaba, ¡de igual a igual entre los dos, como dos ex maridos de una misma esposa! ¿Por qué de pronto ahora no imaginaba que podría causarle unos irracionales celos, aunque fuesen retrospectivos y ello fuese contradictorio con su vida actual? Aunque en eso Paul acertaba; Gabriel no era inmune a que los causara: Sayyid lo había logrado.
¿Busca, entonces, hacerle daño? Si no, ¿por qué lanza al final la noticia bomba de que le hace ahora su gran confesión revelándole que está enamorado de Eva desde que la conoció y que la última vez que estuvo en Madrid con ella se acostaron juntos? ¿Por qué se lo dice precisamente ahora, precisamente hoy, sábado, un día cualquiera de noviembre, como si desvelase un gran secreto de pasada, mientras le pide que le resuelva un problema menor de la montaña rusa de Budapest? Algo está planeando, algo va a ocurrir tarde o temprano, con Eva de protagonista principal. Y le avisa a su manera. ¡El cabrón de Paul, siempre con su estilete desenvainado acechando en un callejón oscuro!
Al decidir para sí que será la última vez que espíe a Eva, y aún con la imagen reciente de Paul en su cabeza, se pone a pensar en qué habría pasado si hubiera muerto en los trenes aquel 11 de marzo. ¿Qué habría hecho Eva? Habría ido a la iglesia, brindaría a solas por él, por todo lo que lo quiso, se sentiría desolada un tiempo, lamentaría todo lo que no se habían dicho todavía o no poder repetir las cosas buenas que se habían dicho alguna vez. Sería tierna. Actuaría como las viudas florentinas que describe Ada, aquellas mujeres que nombraban ante Giotto uno o dos rasgos de sus maridos muertos. ¿Y qué rasgos habría elegido Eva de él? Quizá habría dicho: «Era paciente y misterioso (siempre dijo que Gabriel era demasiado misterioso para ella, que sólo lo poseía, como mucho, un cincuenta por ciento), y su boca era hermosa y me gustaba acariciar una hondonada de su espalda.» ¿Cuánto habría tardado Paul en confesarle su amor por ella, su amor de todos esos años? ¿Un mes, dos como mucho? ¿Vivirían ahora juntos, incluso habría una foto suya enmarcada en algún estante de difícil acceso, en un mueble de su casa de campo, a las afueras de Zúrich? En el fondo no lo cree. Piensa más bien que Eva rechazaría al viejo y blando Paul, enamorada más de lo que se figura de ese enigmático médico egipcio llamado Sayyid, contra el que el propio Schmiechel la habrá prevenido con todo tipo de calumnias y mentiras, ya que, perdida la partida, se habrá dado el gusto de saltarse todas las reglas y aplicar el fétido recurso del todo vale. Pero también Gabriel se equivoca en esto: si él hubiera muerto, Eva ni siquiera habría conocido a Sayyid.
Se aleja de la Anna Magnani convencido de que tardará mucho tiempo en volver por allí; cruza varias calles entre el tráfico atascado y se mete en un bar. Pide cualquier cosa, un refresco. Busca una mesa y le escribe una carta a Eva, esta vez una carta definitiva. No tiene ni idea de lo que va a escribir en ella, sólo le quiere contar que la ha estado espiando y que no lo hará nunca más, pero que al espiarla ha encontrado un sentimiento que creía haber perdido, sin embargo no es amor, sino tal vez pesar y celos mezclados con un furioso deseo de ella como mujer y de volver a ser ambos quienes fueron y ya no son. Es, en cierto modo, una carta de despedida con retraso. La firma, la mete en un sobre y lo cierra. «Sé feliz», piensa.
SAYYID. ¿Y qué será de su recuerdo cuando muera? ÉL mismo se ha hecho esta pregunta alguna vez, después de haber hablado con Alí por teléfono; incluso, con rodeos, se lo ha expresado directamente a Alí por medio de palabras confusas. Alí trata siempre de despejar sus dudas; le confirma que es común su preocupación: «No te alarmes, no puedes evitarlo, es algo irreflexivo. Es normal, a todos les pasa.» ¿Será ese Alí quien piense en él, cuando haya muerto? Pero no sabe ni cómo se llama de verdad ese Alí, nunca le ha visto la cara, y si se han cruzado en algún sitio, jamás se identificó. ¿Será Eddin quien lo recuerde? A Eddin sí lo conoce de verdad. Sayyid ya no tiene familia, ni padres ni hermanos ni tíos. Sólo le quedan los hermanos del
tabligh
, la Causa. Sólo le queda el Profeta, con quien se reunirá pronto. A lo mejor se decidió por el martirio porque era alguien prescindible para todos, empezando por él mismo. Pero ¿no era esa anulación lo que había aceptado cuando le propusieron hacer lo que iba a hacer?
Alí se encarga de que no se esfuerce por figurarse cómo quedará después de la inmolación, y de que no se imagine su cuerpo como despedazado, fragmentado en varios metros a la redonda, sino cómo será en el Paraíso. «¿Y mi nombre desaparecerá?» Al contrario, le convence Alí, al día siguiente su nombre estará entre los nombres de los mártires, se aplaudirá su mención, será recitada en las
madrasas
y se escribirá bajo su retrato en miles de fotos suyas en las casas. ¿En qué casas y de qué país? ¿En la casa de Azza? ¿En la casa de Eva? ¿Azza sabrá lo que ha hecho? ¿Lo sabrá Eva? Pero a Sayyid no le importa nada Eva, y ya casi tampoco le importa mucho Azza. Va dejando de lado los amados recuerdos. Alí ha empezado a quitarle estas dudas, le da fuerzas para que su temple no flaquee en el último momento. «El nombre de Sayyid siempre será recordado», le repetirá en adelante cada vez que hablen por teléfono.
(T). El hombre con traje de payaso serio entró en el andén del Metro Tribunal por la boca de la derecha. Había salido como de la nada para los pasajeros que esperaban la llegada del convoy. Llevaba un traje con chaqueta de color vino que hacía brillos, unas solapas y puños de raso y una camisa blanca con corbata granate, también brillante. Los pantalones le estaban cortos. Era un traje usado, que había pertenecido a un actor. Un pasajero observó que no llevaba calcetines. Era un hombre muy blanco, con ojos azules, y en el bolsillo interior de su americana tenía un pasaporte moldavo. Todo el mundo se fijaba en él.
Se sentó en un banco central del andén y esperó. Nadie sabía qué podía esperar, porque pasaron varios convoyes sin que él se moviera del mismo banco. Rezaba. Olía bastante mal. Llevaba una bolsa de plástico negra, como las de basura. Por fin se levantó de su asiento cuando se detuvo uno de los convoyes. Esperó a que se abrieran las puertas. Salieron unas personas y entraron otras, pero él se interpuso entre las puertas con un pie en el andén y el otro en el convoy. Empezó a dar muestras de trastorno al carcajearse a gritos forzadamente y lanzar insultos contra el techo.
Como bloqueaba las puertas, la gente se enfadaba y le pedía que se quitara; hizo caso omiso y siguió sin moverse de allí. Desde un extremo del andén vinieron dos guardias de seguridad con sus manos pegadas a sus porras de goma. Uno era alto y el otro bajo y gordo. Pero el hombre sacó de la bolsa de basura una pistola de señales y salió del Metro.
Apuntó hacia la gente que estaba esperando en el andén, y también a la que estaba dentro del convoy, pero el conductor cerró las puertas y se puso en marcha a escape. La gente que iba dentro se tiraba al suelo a medida que el tren pasaba por donde estaba el hombre armado. No hicieron lo mismo las personas que continuaban en el andén sin dar un solo paso y cuyo número no dejaba de crecer, al incorporarse nuevos pasajeros que venían de la calle. Todos se quedaron paralizados, interponiendo sus brazos a la altura de la cara por temor a que el hombre disparase aquella extraña arma de cañón tan grueso y corto.
Los guardias de seguridad le hablaban, conminándolo a que dejase la pistola, pero seguía apuntando al azar, nerviosamente, a unos y a otros. Llegaron más guardias de seguridad, que acudían corriendo hasta pararse en seco a pocos metros del hombre vestido de payaso serio. Su acento no era español y le preguntaron de dónde era y qué pretendía. Él no dijo nada al respecto de ninguna de las dos cosas. Oía algunos gritos de fondo, también algunos pasos sordos de carreras de quienes huían de allí. En su locura, empezó a amenazar a todo el mundo. Decía que había venido a matar a todos los ricos que pudiera, porque estaba en un mundo de ricos, todos allí eran ricos, mucho más ricos que él, que no tenía nada de nada, sólo ese traje de actor y esa pistola que había robado a un
hooligan
borracho cerca de un estadio.