El mapa de la vida (16 page)

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Authors: Adolfo Garcia Ortega

BOOK: El mapa de la vida
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—No.

—Es la primera vez que tengo esta amargura dentro.

Ada sintió una enorme tristeza por su marido. Lo había querido de veras en algún tiempo pasado. Revivió escenas divertidas y escenas trágicas con él. Revivió de golpe toda la amistad y la unión profunda que los muchos años dejan en un matrimonio. Pero por encima de todo le vino la imagen de cuando dio a luz a Paula, de lo dulce y enamorado que estuvo Santiago ese día, y de las lágrimas emocionadas que compartieron los dos en la soledad de la habitación, con el bebé dormido en su regazo.

—¿Te acuerdas de cuando nació Paula?

—Claro —contestó—. Me acuerdo de todo lo que ocurrió ese día, el parto, tu cara, la mirada de Paula. Fue maravilloso, como tantas otras cosas...

—¡Me equivoqué! Me equivoqué al no decirte nada cuando ya no sentía amor por ti. Me equivoqué hace mucho tiempo, Santiago. No pensé en ti ni en tu dolor. Pero te quiero, te quiero todavía, eres el padre de mis hijos, hemos compartido la vida hasta aquí.

—Creo que no te he amado lo bastante, que podría haberte amado más. Y tú tampoco me amaste del todo, tampoco me amaste hasta el final.

—Santiago, eso es una tontería. Nos amamos mucho, todo lo que sabíamos y dábamos de nosotros mismos —dijo Ada—. Lo que es cierto es que la cerámica se rompe en mil pedazos. Quien te lo dijo, acertó, te dijo una gran verdad.

—Ahora no seré bueno, sólo pienso en las cuentas no saldadas del matrimonio. Ésas siempre son de una pieza, y no caducan nunca. Pienso cobrármelas. Tengo mucho rencor...

—Adiós, Santiago. Cuídate. Ya no te oigo.

Ada colgó antes de que Santiago pudiera decir nada más y de que volviera a su acritud dolida y a sus amenazas. Se quedó pensativa en el interior del Fiat. Se miró por el retrovisor. Parecía que ya hubiese entrado la noche; había luces por la calle en las que antes no había reparado. Entonces se acordó de Gabriel mientras las lágrimas empezaban a rodarle por las mejillas. Se las apartaba a la altura del pómulo pasando los dedos con un gesto extremadamente indefenso y desangelado. Cogió otra vez el móvil que había dejado en el asiento del copiloto, fue a Borradores y le mandó en ese momento el mensaje que había escrito antes: «Es habitable la noche si estás tú.»

GABRIEL. Transcurrió un mes en un abrir y cerrar de ojos. A finales de aquel mes, una tarde, Ada y Gabriel llegaron en el Fiat hasta la gran y solitaria plaza de la Villa de París; metieron el coche en el
parking
junto a Riofrío e iniciaron un lento paseo frente al Palacio de Justicia. En la plaza sólo había policías de la Audiencia con chalecos antibalas de vigilancia junto a sus coches y niños correteando entre los bancos.

Desembocaron enseguida en las Salesas; cruzaron hacia la calle Conde de Xiquena y se detuvieron en una librería de viajes, donde les fascinó un mapa de Madrid a vista de pájaro. Para hacer tiempo, permanecieron unos minutos identificando los lugares que conocían de la ciudad. Él puso el dedo sobre la pequeñísima raya del Viaducto y Ada lo puso sobre el dedo de Gabriel; luego extendió la caricia a lo largo del brazo. Como la dependienta les dijo que ya era tarde y estaban a punto de cerrar, salieron de la librería. Entonces se dirigieron hasta el Finnegans, donde estaban citados; ya era la hora. Entraron por la doble puerta lateral. Allí estaban sus amigos.

Majestuoso, el alto y rubio Adrián Mastronardi se plantó erguido frente a la entrada, delante de la barra de madera llena de iniciales y letras grabadas toscamente. Lo acompañaban tres hombres que lo escuchaban con atención. Parecía un sacerdote que estuviera oficiando un rito pagano a sus acólitos. Gabriel aún no conocía a esas personas que Adrián les iba a presentar. Para eso les había llamado. Sin duda eran los que lo flanqueaban; se trataba de amigos suyos de quienes alguna vez quizá le hubiera hablado; puede que hasta se los hubiera descrito con algún detalle; no recordaba sus nombres, sólo recordaba brumosamente que se los había dicho sin que él prestara demasiada atención, porque los olvidó.

Las víctimas como él, de golpe, se aíslan. ¿Cuándo se pierde todo? ¿Será hoy el momento en que empezará a perderlo todo? ¿O ya lo perdió
cuando entonces
? Éstas son las preguntas que una víctima que ha sobrevivido a un atentado se hace, a su manera, antes de salir de casa, todos los días, y antes de decidirse a hablar como si tal cosa con el amigo de siempre, o con el amigo nuevo; las nuevas amistades, los conocidos ocasionales, son un obstáculo incómodo para las víctimas; llegan cargados de una brutal curiosidad casi obscena y exigen que se les cuente todo otra vez, desde el principio. Lo hacen sin querer, con su sola cara de perplejidad silenciosa. Parece que miran y dicen: «Bueno, ¿y qué fue lo que ocurrió? Cuéntalo, qué estás esperando.» La víctima, en cambio, piensa: «No, no lo haré; lo perdí todo entonces y ahora lo perderé una vez más, seguro que lo perderé, si vuelvo a oírme contar otra vez quién soy y qué me pasó.» Conocer a alguien, pensaba Gabriel, era el ticket para una representación en la que él, actor principal, tenía que revivir lo que más ansiaba olvidar. Pero, como dijo Ada, quien tampoco quería conocer a nadie, nunca se pierden las cosas, ni a las personas, ni los deseos, ni las oportunidades. Sólo se abandonan. O somos abandonados por ellas. Basta con ir a recuperarlas. Por eso estaban en el Finnegans. Sabía que Mastronardi no les defraudaría.

El bar tenía colgadas en las paredes muchas fotos de lugares antiguos de Dublín. A los pies de cada foto se indicaba el sitio al que pertenecía la instantánea. Algunos de esos sitios él los conocía por un viaje que hizo con Eva en los años ochenta, aunque las fotos eran de los años veinte del siglo pasado. Puente O’Connell, Trinity College, Playa de Sandycove, Lincoln Place, Great Brunswick Street, Grafton Street, Bajos de Eccles Street, Las aguas del Liffey con la Aduana al fondo. En todas las fotos había alguien entrando o saliendo por la puerta de algún comercio o taberna, eran fotos que hablaban de actividad en las tiendas y de cotidianidad.

Bebían martinis. Eso era lo que Adrián y sus acólitos hacían a esas horas. Martinis secos. Cuando los vio entrar, su cara se transfiguró en una sorpresa alegre.

—Hacía semanas que me preguntaba qué sería de mi hermano el constructor de toboganes. Y de su amada, por supuesto —dijo con la ironía engolada de un actor antiguo, y parodió una reverencia.

—Y yo estaba seguro de que por aquí cerca olía al cadáver de un imitador de joyas baratas —repuso Gabriel, y con la mano en su cuello imitó a un ahorcado.

Se dieron un abrazo entre risas y saludos; Adrián besó a Ada, a quien ya conocía de una noche en que lo invitaron a cenar al apartamento. Lo habían hecho porque él quiso que Ada conociera a su amigo, y sobre todo para que Adrián la conociera a ella. También pensó que era justo que Ada tuviera una versión de Eva diferente de la suya, y Adrián era muy amigo de Eva, una especie de nexo tolerado. Pero en la cena, aunque Gabriel lo intentó, Adrián sólo se limitó a contar vaguedades sobre Eva; eludía tener que referirse a ella; en cambio, una y otra vez rebuscaba en su historia común de vieja amistad anécdotas donde él quedaba ridículo y Adrián lucía su ingenio. Fue una velada entrecortada por las risas y los apagones que hubo en la parte norte de la ciudad, lo que hizo que se echara a perder la cena en el horno. Bebieron champán con el auxilio de unas cuantas latas de conserva.

Adrián hizo las presentaciones.

—El de la gorra es Fred Liddell, norteamericano. Es cámara de cine. O fotógrafo de cine, como él prefiere decir.

El norteamericano se llevó la mano a la gorra.

—Hola. Sí, mejor fotógrafo —dijo Liddell con timidez—, pero respondo sobre todo a Fred.

A su lado había un hombre alto, apuesto, con una
kefiya
palestina al cuello por el frío, aunque en el Finnegans no hacía frío; por el contrario, la camarera había encendido unos calefactores eléctricos. Adrián dijo su nombre. Se llamaba Gamal Ahmed Sayyid, muy moreno, casi negro. Era un médico egipcio. Les saludó con un movimiento de cabeza y una sincera sonrisa que le abría toda la cara de facciones dulces y mirada sombría.

—Éste es Archie —dijo Adrián señalando al tercero.

Archie Souza era un brasileño de mediana estatura, con una barba corta bien delineada, gafas de borde dorado y rastas. Debajo de la americana llevaba una camiseta negra en la que ponía, con letras metalizadas,
All you need is love.
Trabajaba en el zoo como psicólogo de focas.

—Nunca había oído tu profesión. Es extraña —dijo Ada.

Ada se había quitado el abrigo. Llevaba su blusa celeste de Hermès que hacía evidente la prótesis de su seno izquierdo, algo más pequeño que el verdadero de la derecha. A ella eso no le importaba; a él le producía ternura y admiración. Las sentía desde la primera vez que la vio desnuda sin el pecho izquierdo. Un cuerpo humano único. A Gabriel le resultó insospechadamente erótico.

—Pues sí, de verdad es extraña. Lo de psicólogo es un eufemismo de domador de focas —dijo Archie Souza—. Pero las focas son muy complicadas. Hay que entenderlas, antes de obligarlas a hacer piruetas con una pelota en el hocico y un aro en la cola.

—¿Se deprimen las focas? —preguntó Sayyid.

—Sí, sí. O algo parecido a la depresión. Hay muchos estudios sobre ello. Entran en un estado de apatía, ponen la cabeza a ras de suelo y dejan de comer.

—Como toda depresión. Una foca con complejo de Edipo —se burló Adrián.

—Sí. También me preguntan si tengo un diván para focas —dijo Souza sonriendo—. Eso son tonterías. Pero la verdad es que impresiona mucho ver a una foca deprimida.

—¿Y se llama depresión a lo que les pasa? —preguntó Ada.

—Sí, depresión. Muchos animales la tienen. Cambian sus latidos, rebajan el instinto de supervivencia, se hacen vulnerables a los peligros. Es como si ya no les importasen.

El brasileño torció los labios y por un instante se puso serio, borrando la sonrisa.

—Ya sé que es insólito —añadió Souza—, pero lo cierto es que las focas, que siempre les parecen a los niños unos animales tan torpes y graciosos, adquieren comportamientos autodestructivos muy acusados. Incluso violentos: agreden a otras focas cuando están en esa fase. Una lucha de focas es siempre una lucha a muerte. Muchas focas pretenden que la foca contraria las mate.

—¿Luchan para morir, en lugar de para matar?

—¡Exacto! Un suicidio por la lucha. Les sucede lo mismo a los leones marinos y a las morsas.

Sonaba
She doesn’t live here anymore
, una balada de Jay-Jay Johanson que a Gabriel le gustaba. El bar se había llenado en pocos minutos y crecía el humo tanto como el ruido. Había gente que venía de un teatro cercano. Oyó que hablaban de una obra de Beckett, muy famosa.

—¿Conoces El Cairo? —preguntó Sayyid a Ada.

—No, nunca he estado.

—Hay un baile allí que suena parecido a esta canción. Pero es un baile de fiesta.

—Me encantan las fiestas. Pero no bailo muy bien.

—Yo sí he estado —dijo Liddell—. Es una ciudad bulliciosa y melancólica. Me recordó a Madrid.

—Se parecen en el caos superficial —dijo Sayyid.

—¿Superficial? ¡Y una mierda! —exclamó Adrián.

—¿Por qué no me enseñas el baile? Aprovechemos esta música parecida —le pidió Ada.

Ella y Sayyid se pusieron a bailar. Él parecía no querer tocarla; la hacía girar manteniendo su brazo en alto y con la muñeca hacia abajo, desde donde sujetaba la mano de Ada; ella se alzaba de puntillas y, después de cuatro pasos, bajaba los pies, acompasadamente, mientras la cintura oscilaba al mismo ritmo que los hombros. La gente que venía del teatro se quedaba mirando.

El calzado negro de Gamal Sayyid brillaba mucho. Gabriel reparó en que las personas serias e introvertidas, como parecía ser Sayyid, siempre tenían el calzado archilimpio. Los ojos del egipcio eran también oscuros y brillantes, velados de una humedad rojiza, pero mantenían un aire risueño en su expresión, de inocencia y fatalidad. Algo que no podían saber era que Sayyid tenía sueños espantosos desde que estaba en España; sueños en los que se desesperaba por limpiar su atuendo, que siempre veía decepcionantemente sucio; frotaba las manchas de la ropa o del calzado hasta hacerse sangre. Mientras bailaba no dijo nada de eso, ni habló de sus sueños. Sólo lo recordó cuando Ada dejó la huella de su suela sobre el zapato de él, al pisarlo levemente. Ada sacudió la cabeza admitiendo con fastidio que no conseguía aprender los pasos. La empezó a molestar sentirse observada; por eso se detuvo.

—Tengo sed. Pediré otra cerveza. ¿Tú quieres? ¿Alguien quiere? —se dirigió primero a Sayyid y luego a todos los demás.

La camarera sirvió otra ronda de martinis y cervezas.

—Tengo mucho sueño y el martini lo hará todo más fácil esta noche —dijo Sayyid en un mal español.

—¿Hablas de un sueño? —creyó entender Ada.

—¿O hablas en sueños? —también malinterpretó Souza.

Hubo algunas risas.

—No, digo que dormí mal. Me caigo de sueño.

—Invéntate un sueño. Así te conoceremos mejor —dijo Adrián.

Sayyid era amigo de Adrián desde hacía pocos meses. Estaba de prácticas en el hospital al que Adrián tuvo que ir a hacerse un reconocimiento periódico. Aquel egipcio de mirada amigable sustituía temporalmente al médico de la consulta. Se cayeron bien. A las pocas semanas, un sábado por la noche, lo llamó para tomar unas copas con sus otros amigos. Acabaron saliendo los cuatro todas las noches que podían, aunque Sayyid los acompañaba de tarde en tarde y casi nunca bebía alcohol. Hoy era una excepción. Les unía, casualmente, la misma edad. No era lo único que les unía, había otros aspectos circunstanciales que trenzaban una red de pequeños favores y diversiones comunes: Liddell y Sayyid compartían un piso en Alcalde Sainz de Baranda, y Souza y Adrián habían buceado juntos en vacaciones. Sayyid, por su parte, le proporcionaba a Liddell ansiolíticos sin receta.

—No vale la pena. Mis sueños son como los de los demás. Cambiar el mundo, hacer el bien, y fundar una familia. Y ser recto conmigo mismo y las enseñanzas aprendidas.

—No, no, las utopías de la vida no, por favor —dijo Adrián—. Ya hemos dejado las drogas atrás hace mucho tiempo. Me refiero a los sueños nocturnos, a las cavernas de Freud.

—¡Ah, esos sueños! Esos sueños son obsesiones, claro. Como en todas las personas. Siempre revelan algo más profundo, al interpretarlos. Y son privados, ¿no te parece?

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