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Authors: Laura Gallego

Tags: #Aventuras, #Fantástico

El libro de los portales (19 page)

BOOK: El libro de los portales
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En la habitación de Caliandra, Tash contemplaba con incredulidad la cama que la joven pintora preparaba para ella. Se trataba de un jergón que había sacado de debajo de su propia cama pero, aun así, era más grande y cómoda que la que había tenido en casa de sus padres.

—¿Voy a dormir aquí? —quiso asegurarse—. ¿Yo solo?

Caliandra se detuvo y la miró con fijeza.

—Quiero decir… sola —se corrigió Tash; se pasó la mano por el pelo rubio, encrespándolo, y confesó—. He fingido que era un chico desde que puedo recordar. No estoy acostumbrada a… ¡eh!, ¿se puede saber qué estás haciendo? —protestó cuando Caliandra se acercó a ella para palparle el pecho. Retrocedió, alarmada, pero la estudiante asintió, satisfecha, y retomó su tarea sin inmutarse.

—Comprende que tenía que asegurarme —dijo—. Pero, dime, ¿de dónde vienes? ¿Y por qué pareces un chico?

Tash se sentó con cuidado en la cama que Caliandra le ofrecía, casi como si temiera ensuciarla o estropearla.

—Me llamo Tash… Tashia, en realidad —dijo—. Trabajaba en una de vuestras minas.

Caliandra la contempló, estupefacta.

—¿En una mina de bodarita? ¿En serio?

Tash asintió con la cabeza. Su anfitriona siguió mirándola con fijeza y después asintió, despacio.

—Comprendo. Yo me llamo Caliandra, pero puedes llamarme Cali —añadió, brindándole una amplia sonrisa.

Tash no se la devolvió. No podía olvidar que aquella chica era una de los
granates
que regentaban la explotación en la que había nacido.

—¿Comprendes? ¿De verdad? ¿Has estado alguna vez en una mina?

—No —reconoció Caliandra—, pero he estudiado cómo funcionan, y cómo se realiza la extracción de bodarita. Escogí Mineralogía como optativa en tercero. No me interesaba mucho el tema, en realidad, pero es que me encajaba muy bien en el horario. En resumen —concluyó—, que conozco la ubicación de todas las explotaciones, y también sus normas. Confieso que no me las estudié al pie de la letra, pero sí recuerdo que está prohibido que las mujeres sean mineras.

—Aun así —dijo Tash—, no puedes comprenderlo.

—Probablemente no.

Hubo un breve silencio entre las dos. Entonces, Tash dijo:

—Dices que sabes cosas sobre las minas y el mineral de los portales. ¿Crees que podrías ayudarme a vender esto? ¿Te parece que algún
granate
estará interesado en comprármelo?

Y le mostró los fragmentos de mineral azul. Cali los miró con fijeza, y Tash temió que pretendiera arrebatárselos. Pero la pintora de portales alzó de pronto la cabeza y preguntó:

—¿Esto ha salido de tu mina?

—Sí, pero aún no saben si es vuestro mineral o no. Por el color, ¿sabes? Bueno, dime, ¿cuánto pagaríais por estas piedras? Tengo que saberlo; necesito conseguir dinero cuanto antes.

—¿Tienes mucha prisa por marcharte de aquí? —preguntó Cali a su vez.

Tash iba a contestar que pretendía partir al día siguiente, pero la curiosidad fue más fuerte. Respondió con otra pregunta:

—¿Por qué?

—Porque conozco a alguien que estaría muy interesado en consultarte sobre esa bodarita azul y sobre tu experiencia en la mina en general. Si nos ayudas con nuestro proyecto —añadió, emocionada—, podrás quedarte aquí unos días. Te ofrezco alojamiento y comida, y probablemente también te consiga algo de dinero por esas piedras.

—¿Y no tendría que pagar nada a cambio?

Cali negó con la cabeza.

—Sin embargo —añadió con una sonrisa—, podría meterme en problemas si los maeses piensan que escondo a un chico en mi habitación. Va contra las normas, ¿sabes? Así que tendrás que parecer más… una chica.

Tash pareció desolada de pronto.

—Eso sí que va a ser difícil —opinó.

Una queja formal

«Corre, corre, no mires atrás

o el Invisible vendrá

y en su saco te echará.

Corre, corre, o su sombra verás

a través del portal.»

Canción infantil darusiana

Rodak se levantó aquella mañana antes de que saliera el sol. Su madre ya lo estaba esperando, casi tan emocionada como él, y ambos compartieron un desayuno en medio de un silencio preñado de ilusión.

—Bueno, pues… llegó el gran día —dijo ella finalmente, cuando el muchacho terminó sus gachas. Habló en voz baja, porque su suegro, el abuelo de Rodak, aún estaba durmiendo.

—Sí —respondió él. No añadió nada más. No era un joven muy locuaz.

Sin embargo, a ella, que lo conocía bien, le bastó con eso. Se levantó de su asiento y lo besó en la frente.

—Ponte en pie, vamos, que te vea a la luz.

El chico obedeció. Tenía solo dieciséis años, pero era más alto y robusto que muchos hombres. Igual que su padre, pensó la mujer con emoción apenas contenida, y su hermano mayor… antes de que el mar se los llevara para siempre.

Cerró los ojos un instante al recordar aquel aciago día. Habían pasado ya casi diez años, pero aún le dolía en el alma. Y al mismo tiempo agradecía a los dioses del océano que, al menos, hubieran tenido a bien conservar a su hijo pequeño, darle una nueva oportunidad…

En Serena, en una familia tradicionalmente pescadora como había sido la de Rodak, no había muchas otras cosas que un niño pudiese hacer para ganarse la vida. Los hombres salían a faenar, las mujeres y los viejos vendían el pescado en la lonja. Parecía claro que Rodak estaba destinado a aprender el oficio de su padre. Y tal vez a obtener a cambio, como él, una sepultura en el fondo del mar.

Y entonces su abuelo había dicho que no iba a consentirlo. Que ya había entregado demasiado a aquellas traidoras aguas. Que su nieto encontraría un futuro en la Academia de los Portales.

No como maese, por supuesto. La familia no tenía dinero para pagarle los estudios. Y el chico no era tonto, pero tampoco lo bastante brillante como para ganar una plaza en la Academia por méritos propios.

Sin embargo, el abuelo de Rodak había trabajado casi toda su vida como guardián de portales. Y le dijo al niño que, si se preparaba bien, en un futuro podría aspirar a ocupar su puesto como vigilante del portal de la lonja de Serena.

No parecía un futuro muy prometedor para un chico de ocho años, pero Rodak aceptó, porque siempre había admirado la callada dignidad con que su abuelo guardaba su puesto, y porque, en el fondo, temía al mar que se había llevado, de un solo golpe, a su padre y a su hermano mayor.

—Llegó el gran día —repitió la madre de Rodak, contemplándolo con una mezcla de cariño y orgullo maternal, admirando la planta que presentaba con su uniforme nuevo—. Te queda muy bien —comentó.

Rodak se permitió esbozar una tímida sonrisa. Él era así, un gigantón tranquilo y callado, y muchos opinaban que el trabajo de guardián cuadraba perfectamente con su complexión y su carácter. Sería bien capaz de quedarse junto al portal todo el día, calmado y en silencio, y al mismo tiempo reprimir, con su sola e imponente presencia, buena parte de las disputas y altercados que pudieran producirse en relación a su uso.

El muchacho estiró su ropa nueva, aún algo cohibido. Se trataba de un blusón del mismo color granate que los hábitos de los maeses, pero mucho más corto. Le llegaba por encima de la rodilla y se ceñía al talle con un cinturón de cuero. Completaban el atuendo unos pantalones oscuros y unas botas de media caña.

—Seguro que a tu abuelo le encantará verte así —dijo ella—. Voy a despertarlo.

—No —replicó Rodak, reteniéndola por el brazo.

Su madre comprendió sin necesidad de más palabras, y asintió.

—Tienes razón —dijo—. Lleva demasiado tiempo haciendo el turno de noche. Ya te verá después, cuando vuelvas por la tarde, o si se acerca a la lonja para verte. —Y volvió a sonreír con orgullo.

Rodak sonrió a su vez. Echó un vistazo por la ventana y vio que se le hacía tarde. Recogió la bolsa con el almuerzo y el saquillo de polvo de bodarita, y se despidió con un simple:

—Adiós, madre.

Después, salió de casa sin mirar atrás.

Rodak no era muy hablador, pero pensaba mucho. Se había preparado con esfuerzo y tesón para obtener aquel puesto, y su abuelo lo había defendido fervientemente ante la asamblea de maeses que lo había evaluado. En realidad, los requisitos para ser guardián no eran difíciles de alcanzar; aun así, los méritos de Rodak habían pulverizado los de los otros aspirantes.

Desde la muerte de su padre y su hermano, Rodak había pasado mucho tiempo con su abuelo. Lo había acompañado durante las largas y aburridas horas de vigilancia junto al portal del Gremio de Pescadores y Pescaderos, y lo había escuchado contar todo tipo de historias acerca de los portales, los maeses que los pintaban y la Academia en la que se preparaban. Sin embargo, lo que más le gustaba a Rodak era ver pasar a la gente. El portal que estaba a cargo de su abuelo no tenía mucho misterio: los pescaderos lo empleaban casi a diario para llevar cargamentos hasta el mercado de Maradia. Sin embargo, la Plaza de los Portales de Serena era otra cosa muy distinta. Allí había más de una docena de portales, entre públicos y privados, que conducían a diferentes lugares de la geografía darusiana. Viajeros de todo tipo confluían en la plaza: mercaderes, campesinos, artesanos, terratenientes, maeses… Algunos solo estaban de paso, de portal en portal; otros, sin embargo, tenían Serena como destino final. Desde que su abuelo había decidido convertirlo en su sucesor, Rodak había tenido ocasión de hablar con muchos otros guardianes, y de escuchar sus relatos. La vida de los pescadores se le antojaba muy monótona y, sobre todo, muy peligrosa; la de los guardianes, por el contrario, le parecía segura y al mismo tiempo emocionante, no porque corriesen grandes aventuras, sino porque eran testigos privilegiados de algunos retazos de la vida de los demás.

Aquel día, por fin, iba a convertirse en uno de ellos. Empezaría, además, en el turno de día, el más animado. Sabía perfectamente qué palabras debía recitar (en voz baja, eso sí) para que el portal se abriera, y podía trazar el símbolo secreto sobre la tabla con los ojos cerrados. También conocía personalmente a la mayoría de los miembros del Gremio con derecho a utilizar el portal, y podía recitar de memoria los nombres de aquellos que no le habían presentado. Había visto a su abuelo realizar aquel trabajo durante años. Rodak esperaba hacerlo tan dignamente como él.

Nada podía salir mal.

Entró pues, en la lonja, tranquilo y seguro de sí mismo.

El lugar estaba casi desierto. Casi todos los pescadores de Serena salían a faenar al alba, y no regresaban con su cargamento hasta bien entrado el mediodía, como muy pronto. Por tal motivo, la lonja solía estar más activa por la tarde. Sin embargo, había algunos barcos, no demasiados, que se atrevían a hacerse a la mar por la noche. Estos regresaban a puerto al amanecer, justo cuando los demás partían. Por ello había ya en el mercado un par de pescaderas, preparando sus puestos para la llegada del género más madrugador. Rodak las saludó con la mano y ellas le devolvieron el saludo con una amplia sonrisa.

—¡Que te vaya bien en tu primer día! —le deseó la más joven, lanzándole un beso.

Rodak sonrió con cortesía, pero no contestó; se dirigió a la pared del fondo, donde solía estar apoyada la silla de su abuelo, junto al portal del Gremio de Pescadores y Pescaderos.

Pero se detuvo en seco antes de llegar.

Porque el portal ya no estaba allí.

Se restregó los ojos, creyendo ser víctima de algún tipo de alucinación o problema óptico. Después, al comprobar que su vista no lo engañaba, el corazón le dio un vuelco y se sintió desfallecer. A sus espaldas, las pescaderas seguían limpiando sus puestos, inmersas en una alegre charla, ajenas al drama que estaba viviendo Rodak.

El joven cerró un momento los ojos y respiró lentamente, tratando de conjurar el pánico y de calmar los alocados latidos de su corazón. «Esto no está pasando en realidad», se dijo. «Son los nervios, que me han jugado una mala pasada.»

Abrió los ojos de nuevo y miró con ansiedad. Pero el portal seguía sin estar allí. ¿Cómo era posible? Quizá se hubiera equivocado de lugar, o tal vez alguien le había gastado una broma pesada. Con las piernas aún temblando, recorrió en tres zancadas el trecho que lo separaba del muro y examinó su superficie con atención, tratando de comprender qué había sucedido.

No, el portal no estaba. No se había equivocado de sitio, eso lo tenía claro; no solo porque Rodak conocía la lonja como la palma de su mano, sino también porque la mancha de humedad en la pared era claramente visible, y tenía exactamente la misma forma y tamaño que el portal desaparecido.

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