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Authors: Laura Gallego

Tags: #Aventuras, #Fantástico

El libro de los portales (17 page)

BOOK: El libro de los portales
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—¡Bien, bien, pues esto es todo por ahora! Os ofrecería algo más, maese, una infusión, o algo de queso o fruta tal vez, pero me temo que mi despensa no está tan bien surtida como yo desearía. Sin embargo, espero que la cena haya sido de vuestro agrado.

—Oh, sí, muchas gracias —respondió Tabit, aún con la boca llena; se apresuró a tragar lo que le quedaba del pastelillo antes de añadir—: en realidad, no necesito…

—Eso está bien —prosiguió el terrateniente—, porque, dado que no vais a quedaros a dormir, tampoco era mi intención entreteneros más de lo necesario. Sé que los maeses viajáis muy deprisa, pero, aun así, seguro que querréis llegar a la Academia a una hora razonable. —Y soltó una risita que a Tabit le pareció bastante fuera de lugar.

El joven no tuvo ocasión de responder, porque Darmod se levantó de golpe, y a él no le quedó más remedio que levantarse a su vez.

—Ah, bien, bien, ahí está Beron. Si me disculpáis, maese, mi mayordomo os acompañará hasta el portal. Os escoltaría yo mismo, pero aún me espera trabajo en mi despacho antes de ir a dormir. —Y disimuló un bostezo.

A Tabit le había quedado claro que el terrateniente quería librarse de él de forma inmediata. No discutió; aunque le sorprendía el repentino cambio de actitud de su anfitrión, lo cierto era que tampoco él tenía un especial interés en permanecer allí, sobre todo ahora que ya había cenado y descansado. De modo que se despidió del terrateniente, aún algo desconcertado por la brusquedad con que lo había despachado, y siguió a Beron escaleras arriba.

Pero, justo cuando entraban en la habitación que albergaba el portal, Tabit recordó que había dejado su capa de viaje y sus calcetines secándose en el vestidor, al calor de la chimenea. Podía reemplazar los calcetines, pero no estaba dispuesto a renunciar a su capa, de modo que detuvo al mayordomo:

—Un momento. Creo que voy a tener que bajar de nuevo, porque…

Lo interrumpió un súbito estruendo de cacharros rotos, unos gritos y ruido de lucha que procedía del piso de abajo.

Tash se había quedado sola otra vez. La cocinera había regresado para decirle que ya tenía preparado un rincón con paja limpia en el establo, pero entonces había llegado el mayordomo para anunciar que el amo había cambiado de idea y que podía dormir en las habitaciones del servicio. De modo que Samia se había ido a preparar un cuarto; Tash se había ofrecido a acompañarla, pero la mujer había dicho que prefería que se quedase en la cocina. El mayordomo había salido también, y aún no había regresado.

Tash estaba ya muerta de sueño. Le daba igual dormir en el establo o en cualquier otra parte, con tal de que la dejaran echarse de una vez. Así que, cuando se abrió la puerta tras ella, se dio la vuelta enseguida, dispuesta a decirle al mayordomo, a la cocinera o a quien fuera, que no se molestaran en preparar una habitación, porque no iba a esperar más.

Pero se quedó con la palabra en la boca. Ante ella estaba un hombre alto y desgarbado, vestido con ropas que antaño habían sido elegantes, pero que el tiempo y la dejadez habían estropeado. Tenía el cabello ya gris, y empezaba a escasearle en la coronilla. Con todo, lo que menos le gustó a Tash fue la forma en que la miraba.

—Así que tú eres el pilluelo —dijo, con una desagradable sonrisa.

—Sí —respondió ella con insolencia—. ¿Y quién eres tú?

El hombre entornó los ojos sin dejar de mirarla.

—Soy el dueño de esta casa.

Tash iba a replicar de malos modos; pero luego pensó que fuera seguía lloviendo, y que le habían prometido una cama.

—Ah, pues… gracias por dejarme dormir aquí y todo eso —se limitó a contestar—. No voy a causar problemas. Mañana me iré y…

Se detuvo al ver, alarmada, que el hombre se movía hacia ella como un ave de presa.

—Pero ¿a qué viene tanta prisa? —dijo, con una risita repulsiva—. Me voy a encargar de que estés muy a gusto aquí, jovencita…

Tash se quedó helada. «Lo sabe», pensó. Aquel maldito mayordomo la había descubierto y se las había arreglado para fingir que no había visto nada antes de ir con el cuento a su amo.

El terrateniente seguía acercándose. Tash retrocedió, aún sin entender qué pretendía. Echó un vistazo a la puerta de servicio, pero estaba demasiado lejos. Intentó alcanzarla, sin embargo, y el hombre la agarró del brazo con rudeza y la retuvo junto a él.

—No tan deprisa, jovencita —la reconvino—. Estábamos hablando de lo agradecida que estás por dejarte dormir en mi casa. Podemos concretar cómo me lo vas a agradecer exactamente.

Tash sintió pánico, asco y furia, todo a la vez. Se desasió de la garra del terrateniente y lo empujó con todas sus fuerzas. El hombre trastabilló y cayó hacia atrás. Tropezó con la mesa y derribó una pila de platos que cayeron al suelo y se rompieron en pedazos con estrépito.

—Estúpida —masculló Darmod, rojo de ira—. ¿Cómo te atreves? No eres más que una sucia mujerzuela; no eres digna de alguien de rancio abolengo como yo. Deberías suplicarme de rodillas que te dejara meterte en mi cama.

Se puso en pie y se abalanzó sobre ella; pero la chica lo golpeó con todas sus fuerzas.

Quizá no pudiera competir en fortaleza con otros muchachos de la mina, pero había trabajado en los túneles toda su vida y tenía músculos de acero, con los que era perfectamente capaz de aventajar a cualquier chico de ciudad y a no pocos aldeanos. No había muchos oficios que requirieran la dureza y resistencia que exigía la mina. Y Tash siempre había sabido estar a la altura.

Además, allí también había aprendido a pelear. El terrateniente encajó el golpe, sorprendido, y cayó al suelo de nuevo, aturdido.

—¡Tú… tú…! —chilló, pero no fue capaz de encadenar más palabras.

En aquel momento entró la cocinera por la entrada de servicio y lanzó un grito ahogado.

Tabit asomó un instante después por la puerta que conducía al salón; tras él se arrastraba el mayordomo, resollando.

—¿Qué… qué pasa aquí? —balbuceó el joven, desconcertado.

El terrateniente yacía en el suelo y sangraba por la nariz. De pie ante él se encontraba su agresor, un muchacho escuálido que vestía ropas demasiado grandes para él. Tabit había visto a muchos de su clase; parecían poca cosa, pero eran duros y peleaban con fiereza por su supervivencia. También solían ser precavidos, pero a menudo la desesperación los llevaba a meterse donde no debían. El estudiante dedujo que el muchacho había entrado en el palacete a robar, y por eso las palabras que pronunció a continuación lo descolocaron completamente.

—¡Él ha intentado tocarme! —acusó el chico, señalando con un dedo al terrateniente Darmod.

—¡Maldita ramera! —aulló él—. ¡Me las vas a pagar todas juntas!

Se puso en pie a duras penas, pero se palpó la nariz y se lo pensó dos veces antes de avanzar.

—¿Cómo…? —empezó Tabit, aún más perplejo que antes—. ¿Eres una chica?

Tash no se molestó en responder. No había quitado ojo al dueño de la casa, que también la miraba amenazadoramente, rechinando los dientes.

—Oh, no, otra vez no —gimió el mayordomo.

Algo en su tono de voz hizo intuir a Tabit que la denuncia de la muchacha era legítima. Y que, posiblemente, no era la primera vez que Darmod trataba de abusar de una jovencita a quien considerara socialmente inferior a él. Contempló el rostro horrorizado de la cocinera, que no apartaba los ojos de Tash, probablemente preguntándose si era hombre o mujer en realidad.

—Bueno, ¿qué pasa? —ladró entonces el terrateniente—. Aquí no hay nada que ver. Maese, creía que ya os habíais marchado.

Tabit se esforzó por centrarse.

—Oímos ruidos y bajamos a ver si había problemas —dijo con lentitud.

—Pues ya veis que no los hay —resopló Darmod—. Nada de lo que yo no pueda ocuparme.

Tabit pensó entonces que, en realidad, no era asunto suyo, y que Darmod tenía ya dos sirvientes que se encargarían de cualquier conflicto que pudiera producirse en la casa. Sin embargo, antes de darse la vuelta, contempló de nuevo la escena y los rostros de las personas que se encontraban en la cocina. La chica que parecía un chico se mostraba muy capaz de defenderse ella sola, pero Tabit no pudo evitar preguntarse qué podría hacer en aquella casa aislada, sin ningún lugar a donde ir. Probablemente Darmod no intentaría volver a acercarse a ella, al menos no aquella noche. Pero… ¿y si lo hacía? ¿Y si la presencia de los dos criados no lo detenía? ¿Hasta qué punto eran ellos cómplices de las correrías de su señor?

La cocinera seguía contemplando a la chica como si fuese una aparición, y el mayordomo se mostraba turbado y avergonzado. Probablemente no aprobaba el comportamiento del terrateniente, pero Tabit no podía estar seguro.

Respiró hondo, cerró los ojos un momento y supo que en el futuro se arrepentiría profundamente de las palabras que iba a pronunciar a continuación.

—Me marcho, terrateniente Darmod —anunció—, pero la chica se viene conmigo.

—¿¡Qué!? —exclamó él—. ¿Quién te crees que eres, niñato engreído? ¡En mi casa mando yo!

Tabit no le hizo caso. Cruzó una mirada con el mayordomo y leyó en sus ojos que le suplicaba que cumpliese su palabra.

—La chica se viene conmigo —repitió Tabit—, y no se hable más. De lo contrario, Darmod, comunicaré en la Academia que estáis haciendo un mal uso de vuestro portal, y el Consejo enviará a alguien a eliminarlo para siempre.

Por el rostro de Darmod cruzó una breve expresión de pánico. En realidad, hacía falta mucho más que la queja de un estudiante para que la Academia hiciese desaparecer un portal, pero el terrateniente no lo sabía; y, pese a que apenas utilizaba el suyo, era muy consciente de que el simple hecho de tenerlo lo mantenía todavía en relación con el mundo civilizado. Si perdía su portal, Darmod terminaría de languidecer en aquella tierra perdida, olvidado por todos.

—No… no podéis hacer eso… —balbuceó.

—¿Y si yo no quiero irme contigo,
granate
? —dijo entonces la chica con tono agresivo.

—¿Prefieres quedarte? —le preguntó Tabit a su vez.

Ambos cruzaron una mirada. Los ojos verdes de Tash estudiaron atentamente el gesto serio y sincero del pintor de portales.

—¿A dónde pretendes llevarme?

Tabit sonrió.

—Muy lejos de aquí —respondió.

—¿Hacia el norte? —siguió indagando Tash; al ver que él asentía, decidió—: muy bien. Nos largamos. Gracias por la cena —le dijo a Samia antes de salir por la puerta—. Y en cuanto a ti… —añadió, volviéndose hacia el terrateniente y lanzándole un escupitajo que le acertó en plena frente—. Eso es lo que mereces.

Tabit se contuvo para no sonreír.

Los dos salieron de la cocina sin prestar atención a las imprecaciones de Darmod. El mayordomo no hizo nada por impedirlo; Tabit habría jurado, de hecho, que les sonreía fugazmente cuando pasaron por su lado.

Cruzaron el salón a paso ligero. Pero Tash se detuvo cuando Tabit empezó a subir las escaleras.

—Por ahí no se sale —le advirtió—, a no ser que quieras lanzarte al vacío desde el tejado. Si es así, yo no te sigo, ¿eh?

—Confía en mí —se limitó a responder él.

La condujo hasta la salita del portal, que relucía misteriosamente desde la pared del fondo. Tash contuvo el aliento, impresionada.

—Es mucho más bonito que el de la mina —comentó.

—Me alegro de que te guste —dijo Tabit mientras escribía la contraseña en la tabla—, porque vamos a atravesarlo.

—¿Qué? No, espera un momento. No voy a…

Se detuvo para cubrirse los ojos cuando el portal se activó. Lo siguiente que sintió fue que Tabit la agarraba del brazo y la empujaba al interior.

Tash gritó, aterrada, cuando todo se volvió blanco a su alrededor y sus tripas parecieron retorcerse de mil maneras distintas.

Y entonces…

… Entonces, de pronto, dio un paso al frente y la luz se apagó.

Cuando se acostumbró de nuevo a la penumbra descubrió que estaba en una sala más pequeña que la que acababan de abandonar, y mucho más desangelada. Parecía pertenecer a una casa deshabitada, porque ni siquiera había muebles en la habitación. Aún aturdida, Tash se dejó guiar por el pasillo y luego hasta el nivel inferior. Salieron a la calle sin llegar a cruzarse con nadie, y Tash se preguntó si vivía alguien allí en realidad.

Sin embargo, pronto se olvidó de ello, porque constató, boquiabierta, que se encontraba en una ciudad desconocida que olía de forma rara. Allí, además, no llovía; el cielo nocturno estaba cuajado de estrellas y no había ni un solo charco en el suelo.

—¿Dónde estamos? —se atrevió a preguntar.

—En Serena —respondió Tabit, apretando el paso. Echaba de menos su capa; hacía frío y no estaba dispuesto a quedarse a la intemperie más tiempo del necesario.

Tash lo siguió, pese a no saber dónde se dirigía; se sentía perdida y no quería quedarse sola.

—¿Tan lejos? —dijo.

Había oído hablar de Serena, una ciudad donde había mar, barcos y otras cosas extrañas que ella no había visto nunca. Tampoco sabía exactamente dónde quedaba eso; solo que era un lugar lo bastante remoto como para que ella no pudiera llegar jamás hasta él.

O eso había creído… hasta esa noche.

—Yo voy más lejos aún —dijo entonces el pintor—. Voy a usar otro portal para ir hasta Maradia. ¿Quieres acompañarme o prefieres quedarte aquí?

Tash reflexionó. En realidad, tampoco sabía dónde estaba Maradia, pero, dado que era allí adonde enviaban el mineral extraído de los túneles, le sonaba más cercano, más familiar.

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