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Authors: Katherine Howe

El Libro de los Hechizos (42 page)

BOOK: El Libro de los Hechizos
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Connie continuó trabajando sin mirarlo.

—En realidad —dijo —, creo que nunca hemos hablado de ello.

Chilton se echó a reír con una risa seca y áspera.

—Eso es algo bastante inusual en un hombre con mi historial —dijo, y Connie se distrajo como de costumbre por el acento de su tutor —. Yo creo en el trabajo duro por encima del talento innato. Técnica, Connie. ¿Sabe? —continuó, entusiasmado con el tema —, en cierto modo no creo que el talento innato exista. No. En ese sentido siempre he sido partidario de la meritocracia. Con suficiente estudio, técnica y atención al detalle, uno puede trascender, no importa cuáles hayan sido nuestras circunstancias pasadas. Ésos son los ingredientes necesarios para alcanzar el triunfo intelectual.

Ella sintió que la miraba de arriba abajo, esperando que expresara su aprobación. En su voz resonaba el timbre de un hombre que piensa que se ha convencido de una idea, pero enmascara su propia duda esforzándose por persuadir a los demás. Connie no dijo nada y simuló concentrarse en su trabajo. Sospechaba que el relato que Chilton se contaba a sí mismo acerca de su interés en la investigación alquímica difería drásticamente del relato que otros podían deducir de sus acciones. Como ella no respondió, él continuó:

—En este sentido, los antiguos alquimistas y yo vemos el mundo en términos notablemente similares. Esos hombres, ¡situados a horcajadas entre la Edad Media y la Ilustración en la misma cúspide entre la superstición vulgar y el método científico! Ellos creían en el poder de la ciencia para desenmascarar lo divino. A través de la manipulación del mundo físico, intentaban tocar la propia naturaleza de la verdad.

Sus ojos brillaban, y Connie recorrió más lentamente los lomos de los libros, rozándolos con un dedo cada vez, sin decir nada.

—La verdad —repitió Chilton con una pausa significativa —. En esta era de relativismo y disparates humanitarios de mala muerte. La hermenéutica de esto, el género de aquello, discursos de lo otro—. Profirió una risita sarcástica al tiempo que se acercaba aún más a ella —. ¿Qué precio pagaría para ser capaz de plantearse delante de sus colegas y decir: «Tengo en mi mano la clave para alcanzar las más profundas estructuras de la realidad y la percepción»?

Chilton expulsó el aire y ella pudo oler el tabaco en su aliento.

—Pensaba que la física de partículas tenía la clave sobre la verdadera naturaleza de la realidad… —arriesgó Connie, observándolo por el rabillo del ojo. Vio que las cejas de Chilton se unían en una nube de tormenta sobre su rostro.

—Ah, pero ahí es donde se equivoca —dijo Chilton con un tono de voz ligeramente alto para los estrechos límites de las estanterías —. La ciencia aún sabe cómo dudar, pero ha perdido la capacidad de creer. La fe es lo que distingue la mente alquímica de la puramente científica. Y ahí es donde reside el verdadero valor del conocimiento alquímico.

—No lo entiendo —dijo Connie —. ¿Qué clase de valor?

Había encontrado el número de catalogación que estaba buscando, pero dudó antes de apoyar la mano sobre el lomo delator. Sus nervios vibraban a causa de la tensión y ansiedad. En el fondo de su mente pendía el espectro de Sam y los tormentos que estaban destruyendo su cuerpo. «Cada hora que pasa», se repitió a sí misma, odiando que su tutor siguiera jugando con ella, exigiendo, esperando.

—Pero ¿es que aún no lo sabe? —preguntó él, desconcertado.

—¡No! —exclamó Connie —. Almanaques coloniales, libros de sombras… ¿Qué tiene eso que ver con nada? —preguntó ella, alentada por la visión del libro que buscaba.

Si era capaz de distraerlo, quizá pudiera encontrar alguna manera de que Chilton se marchase. Pero si la había seguido hasta la biblioteca, seguramente ya sabría qué números de catalogación habían llamado su atención. No podía mentirle simplemente. Connie sopesó varias estrategias para desviar la atención de Chilton del libro, pero las descartó una a una por imposibles.

—Pero, Connie —dijo el hombre en un tono tan burlón que le hizo dar un respingo —. Yo no soy sexista—. Rió con disimulo y ella lo miró con expresión confundida. Chilton advirtió su desconcierto y su sonrisa se hizo más amplia —. Han sido incontables los hombres (algunas de las mentes científicas más grandes de la historia de la humanidad) que han concentrado sus considerables poderes en la búsqueda de la piedra filosofal. Al igual que los puritanos elegidos, esas personas escogidas por Dios para un propósito más elevado, los adeptos a la alquimia eran hombres de una clase superior, merecedores de practicar la Gran Obra. Esa sustancia asombrosa podía transformar los materiales base en materiales puros con un simple toque y, al mismo tiempo, podía provocar profundos cambios en el cuerpo humano —añadió —. Aunque su color, su contenido y su estructura han sido objeto de debate desde hace siglos, no hay ninguna duda de que era real. La piedra filosofal es el producto más raro y espectacular del intelecto y el esfuerzo humanos: un medio de transmisión del poder de Dios, que actúa sobre la materia de la vida en la Tierra.

Mientras Chilton hablaba, un estremecimiento recorrió la columna vertebral de Connie. Vio que su mano, aunque ligeramente, estaba temblando.

—Todos ellos —continuó Chilton —, a pesar de su prodigiosa cultura y sabiduría, a pesar de ser las mentes más brillantes de su tiempo, al final no consiguieron el éxito. ¿Y por qué cree que ocurrió eso?

Connie lo miró desde debajo de sus pestañas y vio que él esperaba realmente una respuesta.

—Porque es un mito —susurró —. La piedra filosofal no es más que una alegoría. Representa todo aquello que el hombre desea y nunca puede tener.

Chilton echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

—¡Ah! ¡Qué vehemente es usted! —exclamó —. Era evidente que pensaría eso. Pero considere esto por un momento—. Hizo una pausa dramática al tiempo que alzaba un largo dedo para enfatizar sus palabras —.
Ninguno
de ellos se molestó en considerar las percepciones textuales que podrían ofrecerles los practicantes de la magia autóctona. Los alquimistas tenían los materiales y también el conocimiento, pero carecían de un elemento crucial de la técnica, ¡y no sabían cómo buscarlo! Porque, por supuesto, la mayoría de los practicantes de magia autóctona eran mujeres. En los primeros tiempos de la era moderna, los hombres instruidos jamás hubiesen consultado a esas mujeres, no importa cuán bien consideradas estuviesen, porque su rango social y su nivel de conocimiento habría sido drásticamente inferior al de ellos. En ese sentido, los alquimistas eran hombres brillantes pero estrechos de miras. Yo, sin embargo, como hombre de mi tiempo, no hago esas falsas interpretaciones prejuiciosas. Ahora bien, ¿hemos encontrado lo que estábamos buscando?

La sorpresa y el miedo atenazaron a Connie, tensando los músculos alrededor de su cuello. Su mente era un torbellino, asombrada de que Chilton realmente creyera que lo que estaba diciendo era verdad. Por teléfono le había dicho: «Me gustaría que esperaras a ver lo que tengo que ofrecer.» Chilton estaba buscando la fórmula de la piedra filosofal, y pensaba que estaba a punto de encontrarla. Esa idea le pareció absurda y, sin embargo, la sonrisa febril de Chilton le decía que debía de ser verdad.

No tenía sentido seguir retrasando la cuestión. Connie se arrodilló y apoyó una mano sobre el libro, sacándolo de su escondite en el estante y sosteniéndolo con un brazo protector. Alzó la vista hacia su tutor para comprobar si él esperaba que le entregase el libro directamente, pero Chilton estaba mirando hacia abajo, con ojos ansiosos, y ella leyó en su rostro la curiosidad y la pasión verdaderas que sustentaban su prodigiosa autoexaltación. En el fondo, Manning Chilton seguía siendo un erudito. Cualesquiera que fuesen la riqueza y la influencia a las que se aferrara, Chilton ambicionaba aún más el descubrimiento. Connie flexionó los dedos, cogió la esquina de la sencilla cubierta y la abrió. Comenzó a pasar las páginas y sintió que una pequeña sonrisa de triunfo le tensaba las comisuras de los labios.

—¿Quiere verlo? —preguntó, mirando a Chilton.

Él asintió, haciéndole un gesto con la mano para que le pasara el libro, de modo que se incorporó y se lo dio. El hombre lo cogió con avidez y, en su prisa, una delgada tira de la frágil encuadernación de piel se desprendió del lomo y cayó al suelo. Se humedeció el pulgar y pasó las páginas nuevamente hacia la portada. Connie retrocedió un paso para contemplar el daño que esa acción causaría, pero dejó que la sensación fluyera mientras observaba la reacción de Chilton.

—Pero ¿qué…? —comenzó a decir él, su voz apagándose lentamente mientras la excitación se desvanecía en su rostro en grandes oleadas cerúleas —. ¡Esto es sólo una tabla de mareas! —exclamó, volviendo una nueva página —. «Predicciones meteorológicas para enero de 1672» —leyó en voz alta, pasando otra —. «Instrucciones para el cultivo de maíz.» —Alzó la vista y la miró con el rostro desfigurado en una tensa máscara de ira —. ¿Qué es esto? —exigió.

—Es un almanaque —contestó Connie sin más. Echando un vistazo a las notas que había escrito en su borrador, aclaró —: Publicado de forma privada en Boston en la década de 1670, ningún autor registrado.

—¿Éste no es el libro de sombras? —preguntó él con voz furiosa.

—Me parece que no. —Connie se encogió de hombros —. Pensé que quizá lo fuese, pero todo sugiere que se trata del viejo diario de un granjero.

Un brillo aceitoso inundó los ojos de Chilton mientras le devolvía bruscamente el libro, esparciendo más trozos diminutos de encuadernación sobre el suelo del archivo.

—Esto es sumamente decepcionante, Connie —siseó con la mandíbula tensa, y se alejó de ella, recorriendo a grandes zancadas el estrecho pasillo hacia el corredor principal.

Cuando llegó allí, se volvió para mirarla otra vez.

—Debo advertirle —dijo con el dedo índice extendido —que tiene muchas razones para querer encontrar ese libro. Estoy seguro de que sabe muy bien a qué me refiero.

Connie lo miró sin decir nada.

—Y —continuó él mientras señalaba el temporizador que controlaba las luces —casi no le queda tiempo.

Un instante después, el temporizador emitió un leve clic y la oscuridad engulló a Connie.

En lo alto, los olmos que salpicaban el patio de Harvard rozaban sus frondosas ramas, llenando el aire con un murmullo silenciador que anunciaba una tormenta nocturna en alta mar. Connie caminaba, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza gacha, el bolso golpeando contra la cadera. Una brisa helada circulaba alrededor de los troncos de los árboles, arremolinándose entre sus piernas desnudas y poniéndole la carne de gallina. El cambio de estaciones siempre la cogía por sorpresa, incluso después de haber vivido toda la vida en Nueva Inglaterra. Se frotó las manos con fuerza sobre los antebrazos para entrar en calor. Muy pronto, el campus se llenaría de estudiantes otra vez, lanzando
frisbees
, moviendo la cabeza al ritmo de sus auriculares, haciendo crujir las hojas bajo sus pies. Cuando las estaciones empezaban a cambiar, Connie siempre sentía que el tiempo se escapaba de ella, como tierra que se le escurriera entre los dedos. No le gustaba esa sensación, ya que hacía que la embargara una vaga percepción de temor. El avance inexorable del tiempo acentuaba cuán pequeña era, cuán impotente.

Connie miró por encima del hombro; nadie la seguía. Supuso que Chilton había regresado al edificio de Historia, pero no podía estar segura. La amenaza que había proferido antes de dejarla sola en la biblioteca ahora rondaba por su cabeza, inquietante aunque imprecisa. Era evidente que la conferencia de la Asociación Colonial representaba para la investigación de Chilton alguna clase de fecha límite. Pero la oscuridad en sus ojos aludía a amenazas conminatorias. Después de que Chilton la hubo dejado sentada en la oscuridad en el archivo que reunía las colecciones especiales, pasaron varios minutos mientras trataba de decidir cuáles serían sus próximos pasos. Mientras Connie reflexionaba acerca de la alquimia, la piedra filosofal y las promesas que su descubrimiento parecía esconder, una idea comenzó a abrirse paso en el fondo de su mente.

«Yo no soy sexista», había dicho él, no sin cierto sarcasmo. Ahora, mientras atravesaba el patio de la facultad con los hombros encorvados, la idea echó raíces y creció, extendiéndose en su conciencia. Pasó junto a los edificios más antiguos del campus, construcciones bajas y sólidas de ladrillo cubiertas de enredaderas aferradas a los muros, y se detuvo ante el intenso tráfico que atravesaba Harvard Square.

Después de cruzar a grandes zancadas el ancho saturado de coches de Massachusetts Avenue, Connie volvió a concentrar sus pensamientos en Sam. Desde su experimento con el colador y las tijeras, su absorbente preocupación se había replegado sobre sí misma, creando un estridente bucle de retroalimentación que la seguía allí adonde fuera, porque sabía que sólo el libro de Deliverance podía liberar a Sam del horror en el que se encontraba sumido. Su comprensión del libro había cambiado una vez más; había pasado de ser una exquisita fuente primaria a lo único que podía salvar la vida de Sam. El texto aún conservaba su valor intelectual, por supuesto, pero había dejado de preocuparse por el libro en ese aspecto. Connie alzó la vista al pasar por delante del viejo cementerio de Cambridge, con sus lápidas inclinadas en peligrosos ángulos, su portón oxidado y cerrado con una cadena para impedir las incursiones de visitantes morbosos y aficionados al vandalismo, y sólo pensó en Sam.

Entonces sintió que se le tensaban los músculos de la mandíbula. La investigación no importaba. Chilton tampoco.

La idea que se había formado en la solitaria oscuridad de las estanterías de la biblioteca Widener golpeaba contra la parte posterior de los ojos de Connie, y ella sabía, con una dolorosa certeza, que finalmente estaba en lo cierto. Un libro considerado por Harvard en 1925 como un simple texto de mujeres habría sido relegado a la humilde biblioteca de la universidad hermana de Harvard, Radcliffe, que contaba con escasos fondos y que actualmente era una colección casi difunta de edificios con un pobre mantenimiento que sólo albergaban reliquias olvidadas y académicas feministas becadas. Giró a la izquierda al llegar a la esquina de Cambridge Common, apurando el paso mientras atravesaba las bulliciosas calles en dirección al Radcliffe Quadrangle.

El Volvo se detuvo en el extremo frondoso de Milk Street, con los pavos protestando con sus graznidos, y Connie bajó del coche. Empujó el portón oxidado y crujiente del jardín de su abuela y a punto estuvo de tropezar con
Arlo
, que estaba esperándola tendido debajo de un denso seto de romero junto al sendero de lajas. El perro trotó tras ella cuando Connie corrió hacia la casa, sin reparar apenas en el tenue brillo que bañaba el círculo quemado en la puerta y la herradura clavada encima. Cruzó el umbral a la carrera y levantó el auricular del teléfono, marcando a toda prisa la progresión de números que la comunicarían con Grace Goodwin en Santa Fe.

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