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Authors: Katherine Howe

El Libro de los Hechizos (37 page)

BOOK: El Libro de los Hechizos
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—No es habitual que la epilepsia se manifieste por primera vez en la edad adulta —continuó explicando el médico —. El síndrome suele aparecer en los últimos años de la infancia o durante la adolescencia. Además, aún no tengo una explicación para los vómitos, un hecho que parece producirse independientemente de los sucesos neurológicos. Sin embargo —en este punto, el médico sonrió, aunque Connie pudo percibir que la ansiedad apuntalaba su muestra de seguridad —, mi sincera esperanza es que, mañana a esta hora, dispondremos de un plan de tratamiento más concreto.

Acto seguido, el médico estrechó las manos de todos los presentes de un modo rápido y formal. Mientras Connie observaba la bata blanca del doctor que desaparecía a través de la puerta de la habitación, el miedo en su estómago se calcificó en un bulto duro y frío.

Porque ella percibió, tan claramente como si estuviese mirando una brillante fotografía en color, que el médico no tenía la más remota idea de lo que debía hacer.

Interludio

Salem, Massachusetts

Finales de febrero

1692

El vientre del huevo se partió con un súbito crujido y derramó su escurridizo contenido en la mano que esperaba. Los dedos se separaron ligeramente, permitiendo que la viscosa clara cayese dentro de un grueso vaso de agua que había debajo, reteniendo sin embargo el globo redondo de la yema. Mercy Dane olisqueó la yema anidada en su mano, haciéndola girar bajo el pulgar. Sus membranas cedieron un poco pero se mantuvieron unidas, suaves y calientes, y su color era de un anaranjado saludable e intenso. Olía a limpio y a tierra, alimentado con trigo y semillas de maíz secas. Dejó escurrir la yema entre sus dedos dentro de un pequeño cazo de barro, donde ya había otras cuatro o cinco, brillando bajo la luz trémula de la habitación. La boca de Mercy se hizo agua mientras pensaba en las natillas que prepararía más tarde con las yemas sobrantes. Un poco de leche, harina de centeno, algunas grosellas —había apartado algunas la semana anterior —y melaza. Deslizó la lengua sobre los dientes, detrás de los labios, imaginando el aroma de la cocción del inminente budín mientras se limpiaba los restos de huevo que habían quedado en sus manos.

Entretanto, las claras habían formado una nube brumosa en el vaso, y la cansada mano de su madre se estiró para cogerlo, sosteniéndolo en el aire para hacerlo girar hacia uno y otro lado. Oyó que Deliverance musitaba una frase y volvía a dejar el vaso sobre la gastada tabla de madera sobre caballetes que servía de mesa.

—¿Y bien? —preguntó la voz ansiosa de una joven.

Mercy se afanó en el hogar, utilizando un largo gancho de hierro para hacer girar un pequeño y humeante caldero hacia el lugar donde el fuego ardía con más intensidad. Estaba autorizada a ayudar a su madre en su trabajo siempre que se guardase sus opiniones para sí y no interrumpiera las conversaciones. El gancho de hierro resonó contra los ladrillos del hogar cuando Mercy atizó el fuego, arrojando un montón de chispas impacientes hacia arriba y alrededor de la base del caldero. Aunque estaba de espaldas a las dos mujeres sentadas a la mesa, Mercy podía sentir la penetrante mirada de su madre sobre ella. Un vistazo por encima del hombro le confirmó su presunción cuando sus ojos se encontraron con la mirada airada de Deliverance. Mercy le devolvió la mirada con malhumor y se encontró de nuevo en las verduras que hervían sobre el fuego. No podía soportar a esa Mary Sibley. «¿Por qué madre la atiende? No es más que una chismosa entrometida», rumió Mercy. Cuando ella se hiciera cargo del oficio, evitaría encontrarse con esa Mary. Por supuesto que lo haría.

Deliverance Dane suspiró al tiempo que decía:

—No puedo decirlo, Mary. Éste, además, no es un buen vaso para ver el futuro.

La joven ama de casa sentada a la mesa del salón estrujó el pañuelo entre las manos.

—Pero ¡Livvy! ¡Tiene que verlo! Ya hace tres semanas que las niñas están enfermas. Casquemos otro huevo.

La mujer buscó otro huevo en el cesto que tenía al alcance de la mano, ofreciendo un ejemplar suave y moteado. Deliverance alzó una mano y cogió al vuelo el huevo que Mary Sibley le lanzó.

—¿Está usted segura de que estos huevos proceden del granero de Parris? —preguntó Deliverance, mirando fijamente a la señora Sibley.

—Eso me dijeron —contestó Mary, sus ojos apartándose una fracción de donde Deliverance los había mantenido.

—¿Cómo es que los tiene usted? —preguntó Deliverance con voz cansada —. No creo que el reverendo Parris quisiera que sus huevos fuesen utilizados para la adivinación.

—Usted no ha visto a su Betty, entonces —susurró Mary, mirando a derecha e izquierda —. Está afectada por ataques violentos y palabras incomprensibles, y también su criada, Abigail Williams. El reverendo no tiene tiempo de atender a sus feligreses, y se pasa los días en piadosa meditación.

—Entonces, con la bendición de Dios, esas chicas pronto recuperarán el juicio —dijo Deliverance poniéndose en pie —. ¿Cómo van esas verduras, Mercy? —preguntó, acercándose al hogar.

Cogió un trapo y lo utilizó para levantar la tapa de hierro del caldero, oliendo su burbujeante contenido. Mientras lo hacía, una fría ráfaga de viento se coló por la chimenea y arremolinó las cenizas alrededor de los pies de las mujeres. Mercy y Deliverance se sacudieron las faldas para desprenderse del tizne y que ningún rescoldo pudiese prender fuego a sus ropas.

—¡Livvy! —exclamó Mary Sibley cuando hubo pasado la conmoción, poniéndose de pie y con las manos apoyadas en la mesa —. ¡El reverendo ha llamado a William Griggs!

—¿Oh? —dijo Deliverance con indiferencia —. El señor Griggs es un buen médico, eso es lo que me han dicho.

Mary rodeó la mesa y se acercó a ellas rápidamente, con las manos en las caderas. Su rostro quedó a centímetros del de Deliverance, y hasta Mary pudo percibir su aliento caliente.

—El señor Griggs ha dicho que ve la «mano del diablo» en todo esto —dijo Mary con los dientes apretados —. ¿Podemos volver a mirar? —Sostuvo el huevo en la mano, pero Deliverance lo rechazó.

Mercy miró a su madre, luego miró a Mary y nuevamente a Deliverance. No era propio de su madre fingir de esa manera.

—No puedo ver nada, señora Sibley. Quizá el diablo nuble mi visión —repuso Deliverance. Se volvió para mirar a Mary, que tenía la mandíbula tensa y los ojos brillando de ira —. Debemos depositar nuestra confianza en Dios —concluyó Deliverance mientras cruzaba los brazos sobre el pecho —. Que su milagrosa Providencia devuelva la salud a esas niñas. Estoy segura de que muy pronto todo esto habrá pasado.

Mary golpeó el suelo con el pie en un claro gesto de frustración y Mercy se apartó, apoyando la espalda contra la pared mientras la joven matrona pasaba junto a ella en dirección a la puerta. Deliverance, impasible, la miró marcharse. Cuando llegó a la puerta, Mary Sibley se volvió, manoseando torpemente su pesada capa de lana mientras hablaba:

—Es tan seguro que esas niñas están embrujadas como que yo estoy parada aquí —dijo —. Si usted no puede hacer nada para ayudarlas, yo misma prepararé un pastel. ¡No se necesita ninguna habilidad especial para eso!

Con una expresiva muestra de desprecio, Mary Sibley se ajustó la capa debajo de la barbilla, abrió de par en par la puerta y salió a la pared de frío que se alzaba fuera, cerrando con violencia tras ella. Una leve ráfaga de copos de nieve sopló a sus espaldas, congregándose sobre las tablas de madera de la entrada. Cuando Mary se hubo marchado, Deliverance se acercó a la silla de tres patas que había en un extremo de la mesa y se instaló en ella, apoyando la cabeza en las manos. Las puntas de sus dedos golpeaban ligeramente la parte posterior de la cofia.

Mercy simulaba revolver las verduras en el caldero y controlar el progreso de la hogaza de pan que se cocía en el horno de ladrillo que había en el hogar, pero su atención estaba concentrada en su madre. Esperó.

Deliverance suspiró y se llevó los dedos a las sienes mientras apoyaba los codos sobre la mesa. Mercy la observó por el rabillo del ojo y vio que su madre tenía los ojos cerrados.

—Como si su pastel pudiera hacer algún bien… —dijo Deliverance para sí, sin abrir los ojos.

Mercy interpretó ese comentario como una oportunidad y colgó el gancho de hierro junto con otros utensilios de cocina junto al fuego y se sentó a la mesa. Acercó el cazo con las yemas de huevo para comenzar a mezclar las natillas. Cuando se sentó, sus pies toparon debajo de la mesa con un bulto caliente que protestó ante el contacto de sus zapatos. La mayoría de los inviernos encontraba a
Dog
durmiendo debajo de la mesa, casi invisible en la oscuridad.

Madre e hija permanecieron sentadas en silencio durante un momento mientras Mercy deshacía las yemas con una cuchara de madera y añadía una cucharada de melaza. Al cabo de unos minutos se decidió a hablar:

—¿Por qué le dijiste a la señora Sibley que no podías ver nada, madre? —preguntó —. Tú siempre ves cosas en el agua con huevo.

Deliverance abrió los ojos y miró a su hija. Cuando su madre la miraba de esa manera, Mercy siempre tenía la sensación de que Deliverance podía ver a través de ella, como si fuese sólo una clara de huevo suspendida en un vaso con agua. Ella evitó su mirada, pero los ojos de su madre no se movieron.

—¿Cuánto hace que lavamos esa ropa? —preguntó Deliverance, estirando un dedo para tocar el cuello de la camisa de lino de Mercy —. Tengo una vieja camisa en el baúl. Mañana la ventilaremos.

Mercy dejó a un lado la cuchara de madera y se volvió para mirar a Deliverance. En el último año había crecido hasta superar a su madre en altura, y también estaba un poco más gruesa que ella. Pero aún no se le había otorgado ninguna autoridad en esa casa, a pesar de que ahora era ella quien prácticamente la llevaba.

—¿Por qué, madre? —insistió Mercy con creciente impaciencia —. ¡Conseguiré que me respondas!

—Oh, ¿lo harás? —dijo Deliverance, acompañando sus palabras con una sonrisa triste —. ¿Y qué es lo que quieres que diga, Mercy Dane? —Se levantó y se acercó a la ventana, frotando la escarcha del cristal. El aire era más frío allí, y el aliento de Deliverance se escapaba formando una visible película de vapor que volvió a fijarse en el cristal —. ¿Debo decir que esas niñas están fingiendo? —preguntó con tono frío —. ¿Que invocan la influencia diabólica para traer un poco de entretenimiento a sus aburridos días? Entonces estaré impugnando a la hija del pastor. La llamaré embustera y quedaré expuesta a la acusación de calumnia si estoy equivocada.

» ¿O —se volvió para mirar a Mercy de nuevo con los brazos cruzados sobre el pecho —debo decir que Mary Sibley está en lo cierto y las niñas están embrujadas? ¿Y entonces, qué?

Deliverance atravesó la habitación y se acercó a donde Mercy estaba sentada junto al fuego. Alargó la mano y cogió un mechón de pelo de su hija que colgaba sobre su hombro, frotando entre los dedos las hebras de color rubio pajizo.

—¿A quién crees que dirigirán sus miradas los habitantes del pueblo? —preguntó con voz suave —. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que sus terneros curados, y sus utensilios de peltre encontrados y sus plantas florecidas en el momento preciso se esfumen en su urgencia por encontrar a alguien a quien culpar?

—Pero, madre… —susurró Mercy, sus ojos azules muy abiertos, captando el brillo trémulo de las llamas —. Mentir es un pecado mortal.

Deliverance sonrió a la joven que estaba sentada a su mesa, con sus piernas largas y el rostro pecoso.

— Mi alma inmortal sólo pertenece a Jesucristo —dijo, acomodando nuevamente el pelo de Mercy —. Debo hacer Su voluntad. Si soy salvada, sólo es por la misericordia de Su gracia. Y si soy condenada —hizo una pausa, sin dejar de sonreír, y Mercy sintió que la oscuridad se concentraba en su pecho —, entonces ahorraré a mi hija en esta vida los tormentos que debo sufrir en la siguiente.

Los días siguientes transcurrieron como la mayoría de los días invernales en la casa de los Dane. Las dos mujeres se mantenían cerca del fuego del hogar, horneando pan, hirviendo harina de maíz, forzando la vista para remendar ropa a la luz del candil mientras
Dog
roncaba debajo de la mesa. Por las tardes, Deliverance sacaba su libro para que Mercy lo estudiase, colocando primero una hierba seca y luego otra sobre la mesa delante de la joven, pidiéndole que recitase sus nombres, sus propiedades y sus aplicaciones en el mismo y preciso tono en que recitaba su catecismo. Fuera, la nieve se amontonaba contra la casa de dos habitaciones en un montículo blanco e inclinado, presionando contra los cristales de las ventanas, soplando por la chimenea y arrastrándose por la hendidura debajo de la puerta. Recibían pocas visitas, sólo vecinos que se habían quedado escasos de víveres y buscaban hacer un trueque. Mercy reprimía la monotonía, sus dedos se volvían impacientes con cada día que pasaba, deseando enterarse de las habladurías que corrían por el pueblo.

—Iré a los muelles —anunció la tarde en que comenzaba marzo y el frío aún no cedía.

Fuera, el mundo era una continua nube de color blanco. Mercy comenzó a ponerse su pesado abrigo y buscó uno de los viejos sombreros de fieltro de Nathaniel en el baúl que había a los pies de la cama en el cuarto situado junto a la cocina. Había conservado la mayor parte de la ropa de Nathaniel cuando éste había muerto el año anterior, salvo las prendas que llevaba cuando sufrió el accidente. A veces, en su imaginación, seguía viendo el brillante charco rojo en el camino, seguía oyendo el crujido de la rueda del carromato. Se frotó los ojos y apartó ese recuerdo ingrato. Mercy descubrió que rescataba sus viejos sombreros y sus camisas para usarlos cuando se sentía más miserable. Y aparentemente se sentía así cada vez más a menudo.

—¿Para qué? —preguntó Deliverance desde la puerta.

Mercy se irguió en toda su estatura, esperando conseguir alguna apariencia de nobleza en lugar del color azul de sus labios.

—Espero noticias de Farms —dijo, utilizando el nombre antiguo de la aldea de Salem.

La ciudad de Salem, donde vivían en su pequeña casa, a escasa distancia de la zona de los muelles, había crecido a un ritmo sostenido durante las últimas décadas y, algún tiempo antes, había establecido una región fronteriza llamada Salem Farms para canalizar los alimentos que llegaban hacia la pujante ciudad. La región de Farms obtuvo, poco a poco, cierto grado de autonomía, y cambió su nombre por el de Salem Village. Incluso la cultura de esa zona era diferente: los habitantes eran gente de campo, recelosos y leales a su familia. No eran gente de mar. A pesar de su creciente estatura, Mercy aún se sentía bastante pequeña por dentro, abrumada por la presión de los nuevos rostros que la rodeaban. Llegaban a la ciudad desde «el este», la frontera con Maine, donde los asentamientos de colonos se habían visto obligados a retroceder debido a los ataques de los indios, y descendían de los barcos que llegaban desde Inglaterra. Todos los días, nuevas oleadas de extranjeros llenaban las calles de Salem, ocupando cada rincón de la experiencia de Mercy: en el mercado, en la reunión del domingo, a veces incluso en su andrajoso vestíbulo, en busca de los diversos servicios que prestaba Deliverance. En los últimos tiempos, en un débil esfuerzo por hacer notar su presencia, Mercy había adquirido el hábito de emplear términos anticuados para las áreas y plazas que la rodeaban. Se ponía de malhumor cada vez que se sorprendía a sí misma haciéndolo. Cruzó los brazos sobre el pecho.

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