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Authors: Katherine Howe

El Libro de los Hechizos (16 page)

BOOK: El Libro de los Hechizos
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—¡Mercy! —oyó que la llamaba su padre, el arco que describía el hacha momentáneamente suspendido.

La niña proyectó hacia adelante el labio inferior y supo que estaba atrapada.

—Mercy Dane, baja ahora mismo de ese árbol —dijo su padre, de pie cerca de la base del tronco.

La pequeña Mercy hizo pucheros durante un momento hasta que el rostro bronceado de su padre apareció finalmente entre las hojas directamente debajo de ella. La niña miró hacia abajo con expresión preocupada, esperando encontrar a su padre furioso con ella, pero tenía el rostro sonriente y a ambos lados de los ojos se le habían formado unas profundas arrugas. Ella le devolvió la sonrisa. Su padre la llamó por señas y Mercy obedeció, cogiéndose de la rama con ambas manos y balanceándose en un enredo de faldas y delantal. Finalmente se dejó caer al suelo, no muy lejos de los restos de la manzana.

—Hay que desgranar los guisantes, y tú te pasas todo el día holgazaneando en ese árbol —dijo él, meneando la cabeza con los brazos cruzados. Ella agachó la cabeza sin decir nada, las manos ocultas debajo del delantal —. ¿Qué pasaría si yo también me dedicase a holgazanear y no tuviésemos leña para cocinar? ¿Qué pasaría entonces?

La niña se encogió de hombros mientras trazaba un pequeño círculo en la tierra con el dedo gordo del pie.

—¿Mercy? —insistió su padre.

—Lo siento, papá —susurró ella.

—Muy bien, entonces —dijo él, apoyando una mano áspera sobre su hombro —. Ponte a ello.

Su padre señaló la cesta de mimbre que ella había dejado abandonada al pie del árbol unas horas antes y volvió al tajo para cortar leña, retirando el hacha de la madera. Un momento después, había vuelto al trabajo. Golpe seco, silbido, golpe seco…

Mercy regresó a la base del árbol, recogió la cesta y se alejó en dirección al huerto que había en la parte trasera de la casa. El día era caluroso, y sentía el vestido incómodamente pesado y caliente bajo la presión del sol. Arrancó una tras otra las vainas verdes de guisantes de la mata, dejándolos caer dentro de la cesta que había dejado en el suelo, mientras canturreaba en voz baja un himno disonante. Cuando se acercaba al final del surco se topó con una cola moteada, de color marrón, extendida en la tierra, que demostró estar unida a un perro pequeño que dormitaba tumbado de costado en la sombra que proyectaban las hojas de la planta.

—Hola,
Dog
.

Mercy se arrodilló para saludarlo y el perro respondió con un enorme bostezo al tiempo que estiraba sus cortas patas como si fuese un gato. Mercy pensó que estaría bien cambiarse con
Dog
; ella dormiría desnuda a la sombra de la planta mientras él pelaba guisantes con su madre en la sofocante cocina.

—¡Meeercy! —llamó una voz de mujer desde el interior de la casa.

—¡En el jardín, Livvy! —contestó su padre desde la pila de leña.

Mercy se puso rápidamente en pie, se limpió la nariz con la manga, recogió la incómoda cesta y se dirigió a la puerta trasera de la casa.

Entró en el salón y dejó la pesada cesta repleta de guisantes encima de la larga tabla que había en el centro de la habitación. El fuego para cocinar había estado ardiendo toda la mañana, y en la estancia hacía considerablemente más calor que fuera. Las tres ventanas estaban abiertas, pero eran tan pequeñas que apenas si pasaba el aire a través de ellas. Mercy parpadeó ante la atmósfera cerrada y llena de humo y se subió a una silla junto a la tabla con caballetes que hacía las veces de mesa para comenzar a desgranar los guisantes.

—¡Ah, aquí estás! —dijo la voz exasperada de una mujer en la puerta, y su madre entró en la habitación, secándose las manos en el delantal.

En las últimas semanas, su rostro cálido y franco se había vuelto más afilado, aunque Mercy no sabía por qué. Sus labios, normalmente de sonrisa fácil, ahora parecían apretados, y ella se mostraba más propensa a enfadarse. Como resultado de todo ello, Mercy había decidido pasar más tiempo escondida, subida a los árboles y detrás de los armarios, o en los maizales de los James en compañía de
Dog
.

—¡Estoy desgranando los guisantes, mamá! —se apresuró a decir la pequeña, rasgando una vaina con la uña del pulgar y extrayendo los guisantes frescos con los dedos.

Su madre la miró durante un momento.

—Sí, ya lo veo.

La mujer suspiró y luego volvió su atención a la hogaza de pan que estaba horneando en el hueco en forma de colmena que había en los ladrillos del hogar. Ambas trabajaron un rato en silencio, roto sólo por el «golpe seco, silbido, golpe seco» del hacha de Nathaniel Dane, que seguía cortando leña fuera, y por la pausada aparición de
Dog
a través de la puerta trasera, que luego se echó debajo de la mesa.

Finalmente, la puerta principal se abrió y la amplia silueta de una mujer atravesó el umbral y entró en el salón donde estaban trabajando.

—¡Que tenga buenas tardes, Livvy Dane! —tronó la mujer, quien llevaba un gran sombrero de paja sobre la cofia atada con un nudo. Se movió suavemente hasta la mesa y depositó sobre ella un bulto envuelto en tela junto a la cesta con los guisantes de Mercy. Deliverance se volvió desde el hogar y le sonrió a la mujer.

—Y usted también, Sarah.

Mercy sintió el afilado dedo índice de su madre que se clavaba entre sus omóplatos.

—Buenas tardes, señora Bartlett —chilló la pequeña.

Mercy siempre se había sentido un poco incómoda con Sarah Bartlett, aunque sabía que era una mujer amable. Su prodigioso tamaño hacía que la niña se sintiese muy pequeña. La mujer le sonrió y le dio unas palmaditas en la mano.

—¿Le apetece un poco de sidra? —preguntó Deliverance, pasándole una jarra de terracota a la mujer, quien estaba instalando su voluminoso cuerpo en un estrecho banco junto a la amplia mesa de trabajo —. Hoy hace un calor horroroso.

Sarah hizo un gesto con la mano rechazando la invitación.

—El calor no es problema —dijo, quitándose el sombrero —. Pero se lo agradezco.

—¿Cómo está su ternero? —preguntó Deliverance —. ¿Ha traído usted su orina?

—Ah —dijo Sarah, buscando algo en el bolsillo que llevaba atado alrededor de la cintura —. Sí. No quiere coger la teta. Obstinado bellaco… El señor Bartlett teme que lo perdamos. Pero es fuerte.

Sarah sacó del bolsillo una pequeña botella de vidrio taponada llena de un líquido de color amarillo y la colocó encima de la mesa. Deliverance cogió la botella y la sostuvo ante el delgado haz de luz que se filtraba a través de una de las ventanas. Luego la hizo girar a derecha e izquierda con el ceño fruncido. La botella brillaba bajo la luz del sol.

—Mira, Mercy —dijo Sarah mientras Deliverance estaba junto a la ventana —. ¿Qué me dices de lo que le he traído a tu madre?

La pequeña se encogió de hombros. Sarah desató el bulto que había dejado sobre la mesa y levantó una esquina de la tela para que ella echara un vistazo.

—¡Arándanos! —exclamó Mercy, aplaudiendo y meciéndose en la silla. A veces encontraba arbustos de arándanos durante sus excursiones con
Dog
, pero habitualmente los cuervos los habían limpiado. Ahora lamentaba su recelo inicial, y decidió que Sarah Bartlett debía de ser una de las mujeres más amables del pueblo, aunque era más ruidosa que la mayoría de ellas.

Deliverance dejó nuevamente la botella con la orina del ternero encima de la mesa y le sonrió a su hija.

—Ah, Sarah, los arándanos son sus preferidos. Muchas gracias. Y en cuanto a su ternero —continuó —, intentaremos otro remedio.

Deliverance sacó un libro grande y pesado del estante inferior de la alacena y lo abrió encima de la mesa. Se inclinó apoyada en uno de sus delgados brazos y hojeó el tomo, pasando el dedo por cada página y leyendo en silencio.

—Los recogió mi hijo —dijo Sarah —. Les envía recuerdos a usted y a Nathaniel.

La habitación volvió a quedarse en silencio mientras Deliverance examinaba el libro. Mercy golpeó los talones contra las patas de su silla y desgranó algunos guisantes más. Sarah echó un vistazo alrededor de la estancia en busca de algún tema de conversación.

—Qué desagradable todo ese asunto de Petford… —aventuró Sarah. Entonces Mercy vio que una oleada de tensión subía por la columna vertebral de su madre y, cuando se volvió nuevamente hacia la mesa, una nube negra se había instalado en sus ojos azules —. El señor Bartlett nunca ha tenido tratos con la mitad de los miembros del jurado. Mary Oliver, bueno… —Resopló de un modo que indicaba que uno ya sabía lo que podía esperar de todas las Mary Oliver que había en el mundo —. Y ese Peter Petford es un hombre tan rencoroso y descuidado…

Sarah agitó un grueso dedo en el aire para mostrar su seriedad.

Entonces Deliverance se incorporó y cruzó los brazos sobre el pecho.

—Ha perdido a su única hija —dijo sosegadamente —. Todos estamos desconcertados por las providencias de Dios.

Dejó caer unos cuantos alfileres dentro de la botella de vidrio, volvió a taparla y la arrojó al fuego que ardía en el hogar. Luego examinó las hierbas secas que colgaban encima de su cabeza, cogió el manojo que estaba buscando y lo arrojó también al fuego. Las hierbas explotaron en unas llamas humeantes y crujientes, llenando la habitación de un olor agrio y penetrante, como la parte inferior de un tronco podrido. Mientras hacía esto, Deliverance pronunció unas palabras inaudibles. Mercy sintió una punzada de excitación en el estómago, la misma punzada que siempre sentía cuando observaba a su madre haciendo su trabajo. Ella aún no sabía qué hierba había escogido su madre, pero se lo preguntaría una vez que la señora Bartlett se hubiese marchado.

—Tú no conocías a esa pobre Martha Petford, ¿verdad, Mercy? —comenzó a preguntar Sarah antes de que Deliverance la mirase fijamente y negara con la cabeza.

—Ah —tartamudeó Sarah —. Por cierto, ese remedio huele a rayos, Livvy. Entonces, usted cree que eso funcionará, ¿verdad?

Sarah dejó escapar una leve risita.

Deliverance exhibió una sonrisa tensa y envolvió un poco más de la misma hierba seca en la tela que Sarah había traído para cubrir los arándanos.

—Debe molerla hasta que quede reducida a polvo junto con un huevo crudo y un poco de agua, y luego hiérvala hasta que forme una pasta. A continuación, frote la ubre de la vaca con el linimento y el ternero comenzará a mamar de ella.

La cara redonda de Sarah mostró una expresión de alivio cuando cogió el pequeño bulto que le entregó Deliverance y lo guardó en el bolsillo.

—Por cierto —dijo —, yo sabía que tenía usted la solución. Se lo dije al señor Bartlett, lo hice: «De todas las personas astutas del condado, esa Livvy Dane es la que mejor sabe cómo usar los remedios.»

Volvió a reír otra vez visiblemente incómoda y se interrumpió al ver la ansiedad en el rostro de Deliverance.

Entonces Sarah recogió su sombrero y comenzó a moverse hacia la puerta.

—Todo el mundo lo sabe. Es cierto.

Hizo una pausa y luego apoyó una mano insegura sobre el hombro de Deliverance.

—Escuche, Livvy, no se atormente. Nadie cree que usted le haya hecho ningún daño a esa criatura. Todas esas habladurías sobre el mal no tardarán en aplacarse.

Sarah apretó ligeramente el hombro de Deliverance con sus grandes dedos para consolarla, saludó a Mercy con la cabeza y salió de la casa a la luminosidad del día.

En su lugar, en la entrada, apareció Nathaniel Dane con la camisa de lino empapada de sudor, los brazos y la cara sucios de tierra y con astillas de madera. Llevaba una pila de leños recién partidos, y rodeó la mesa para dejarlos cerca del fuego. Mercy sintió una oleada de nerviosismo ante la posibilidad de que le contase a Deliverance que había estado eludiendo su trabajo. Podía ver por las arrugas en la cara de su madre y el color blanco de sus nudillos que una niña que no se ha portado bien podría llegar a pasarlo muy mal. Desgranó de prisa unos cuantos guisantes más, exagerando su trabajo y su diligencia.

—¿Era la señora Bartlett la que he visto alejándose por el camino? —le preguntó a su esposa, dejando caer la leña ruidosamente y limpiándose las manos en las posaderas de sus pantalones.

—Era ella —dijo Deliverance —. Oh, Nathaniel.

La voz se le quebró en la garganta y reprimió un sollozo con el borde de su delantal. Nathaniel la abrazó y Deliverance escondió el rostro en el cuello de su esposo mientras sus hombros no dejaban de temblar. Él le acarició con una mano sucia la parte posterior de la cabeza cubierta con la cofia.

—Chis, chis —la reconfortó, y Mercy alzó la vista hacia sus padres y pensó que nunca había visto llorar a su madre.

Capítulo 7

Marblehead, Massachusetts

Mediados de junio

1991

E
l bolso que llevaba al hombro se deslizó al suelo con un sonido sordo mientras Connie examinaba la planta baja de la casa de su abuela desde la puerta de entrada. El sol del atardecer trepaba a través de las fisuras entre las densas hiedras de las ventanas, moteando con lunares de luz las anchas tablas de pino del suelo. La casa había absorbido el calor del verano mientras ella estaba ausente en el archivo, filtrándose a través de las capas de madera y yeso y aislamiento de crin de caballo hasta que el calor había llenado cada rincón de cada habitación. El calor parecía especialmente denso en la entrada cerca de la escalera, como si fuese una pared. Cruzar la puerta principal siempre le proporcionaba a Connie una medida de pausa, pero ahora una hipótesis zumbaba en su cabeza, y el calor hormigueante de la casa sobre su piel se fundía con la energía en sus nervios hasta que todo su ser se volvía alerta y vigilante. El lugar por donde era más lógico comenzar a buscar eran los libros del cuarto de estar. Al pasar junto a la escalera, Connie pateó un hongo, disfrutando del sonido húmedo de la carne cayendo sobre el suelo podrido.

Según los relatos esporádicos de Grace, Lemuel Goodwin había sido un hombre sencillo, poco dado a los libros, que no había continuado los estudios una vez acabado el instituto. Hijo de unos trabajadores de una fábrica de zapatos, había pasado toda su vida en Marblehead, y su mayor placer había sido la pesca de langostas los fines de semana frente a Cat Island, cerca de la bocana del puerto. En la repisa de la chimenea del cuarto de estar había una fotografía desteñida por el paso del tiempo: Lemuel, mirando a la cámara con los ojos entornados, el brazo apoyado orgullosamente alrededor de los hombros de su hija bajo un arco ornamentado que conducía a Radcliffe. Los guantes blancos y el pequeño sombrero de Grace fechaban la fotografía en 1962, el año en que se marchó de casa. Connie frotó el marco de la fotografía con la yema del pulgar, preguntándose por qué Grace había contado siempre tan pocas cosas sobre su padre. Ella ni siquiera estaba al corriente de cómo había muerto su abuelo; sólo sabía que había sido una muerte súbita, accidental. A menudo se preguntaba si el ignominioso final de la carrera universitaria de Grace estaba relacionado con la abrupta desaparición de Lemuel de la vida de ella y de la abuela, cuando el amortiguador entre ambas dejó de existir.

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