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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

El libro de las ilusiones (38 page)

BOOK: El libro de las ilusiones
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buen sitio para pensar cosas sombrías. Algo que hice hasta el amanecer, torturándome con imaginarios accidentes de coche, fuegos, urgencias médicas, caídas mortales por las escaleras. En un momento dado, los pájaros se despertaron y empezaron a cantar en las ramas de los árboles cercanos. No mucho después, inesperadamente, me quedé dormido.

Nunca se me ocurrió que Frieda haría a Alma lo mismo que me había hecho a mí. Hector quería que me quedara en el rancho y viera sus películas; luego se murió, y Frieda se ocupó de que eso no sucediera. Hector quería que Alma escribiera su biografía. Ahora que estaba muerto, ¿por qué no había caído yo en la cuenta de que Frieda se encargaría de impedir la publicación del libro? Las situaciones eran casi idénticas y, sin embargo, no había visto la semejanza, se me había escapado absolutamente la similitud entre ambas. Quizá porque los números no guardaban proporción alguna. Ver las películas no me habría llevado más de cuatro o cinco días; Alma llevaba trabajando en el libro cerca de siete años. Nunca se me pasó por la cabeza que nadie pudiera ser lo bastante cruel para adueñarse del trabajo de nadie y hacerlo trizas. Sencillamente carecía de valor para imaginar una cosa así.

Si hubiera visto lo que se avecinaba, no habría dejado a Alma sola en el rancho. La habría obligado primero a hacer un paquete con el manuscrito, y luego la habría metido en la furgoneta y me la habría llevado al aeropuerto aquella misma mañana. Y aunque no hubiera hecho nada en aquel momento, siempre podría haber reaccionado antes de que hubiese sido demasiado tarde. Habíamos mantenido cuatro conversaciones telefónicas desde mi vuelta a Vermont, y el nombre de Frieda surgía en todas y cada una de ellas. Pero yo no quería hablar de Frieda. Esa parte de la historia era agua pasada, a mí sólo me interesaba el futuro. Hablaba incesantemente a Alma de la casa, del cuarto que le estaba preparando, de los muebles que había encargado. Debí haberle hecho preguntas, insistiendo en que me diera detalles sobre el estado de ánimo de Frieda, pero a Alma parecía gustarle que le hablara de esos asuntos domésticos. Se encontraba en las primeras fases de la mudanza —guardando la ropa en cajas de cartón, decidiendo qué llevarse y qué no, preguntándome por los libros de mi biblioteca para ver cuáles coincidían con los suyos—, y lo último que esperaba eran problemas.

Tres horas después de mi marcha al aeropuerto, Alma y Frieda fueron a la funeraria de Albuquerque a recoger la urna. Más tarde, en un rincón del jardín abrigado del viento, esparcieron las cenizas de Hector entre rosales y macizos de tulipanes. Era el mismo sitio donde a Taddy le picó la abeja, y Frieda no dejó de temblar durante toda la ceremonia, manteniéndose firme durante unos minutos para luego sumirse en prolongados accesos de llanto silencioso. Cuando hablamos aquella noche, me dijo que nunca había visto tan vulnerable a Frieda, tan peligrosamente cerca de venirse abajo. Sin embargo, a la mañana siguiente, temprano, fue a la casa grande y descubrió que Frieda ya se había levantado; sentada en el suelo del estudio de Hector, rebuscaba entre montañas de papeles, fotografías y dibujos desplegados en círculo a su alrededor. Ahora venían los guiones, le dijo a Alma, y después iba a realizar una búsqueda sistemática de todos y cada uno de los documentos relacionados con la producción de las películas:

dibujos y fotografías de secuencias, bocetos de vestuario, planos de decorados, diagramas de iluminación, notas para los actores. Todo tiene que quemarse, declaró, no podía salvarse ni un solo papel.

Ya entonces, sólo un día después de mi marcha del rancho, los límites de la destrucción habían cambiado, extendiéndose para dar cabida a una interpretación más amplia de la última voluntad de Hector. Ya no eran sólo las películas, sino hasta la más mínima prueba que pudiera demostrar la existencia de aquellas películas.

Hubo hogueras los dos días siguientes, pero Alma no participó, dejando que la ayudaran Juan y Conchita mientras ella se dedicaba a sus cosas. Al tercer día, sacaron a rastras los decorados de los almacenes del estudio de sonido y los quemaron. Prendieron fuego a la utilería, las prendas de los vestuarios, los diarios de Hector. Quemaron hasta el cuaderno que leí en casa de Alma, pero seguimos siendo incapaces de adivinar hasta dónde podían llegar las cosas. Aquel cuaderno se escribió a principios de los años treinta, mucho antes de que Hector volviera a hacer cine. Su único valor residía en ser una fuente de información para la biografía de Alma. Si se destruía aquella fuente, aunque llegara a publicarse el libro, la historia que contaba ya no tendría credibilidad. Tuvimos que comprenderlo, pero cuando hablamos por teléfono aquella noche, Alma sólo lo mencionó de pasada. La gran noticia de la jornada se refería a las películas mudas de Hector. Ya circulaban copias de aquellos films, desde luego, pero a Frieda le preocupaba que si las descubrían en el rancho, alguien podría establecer la relación entre Hector Spelling y Hector Mann, de manera que decidió quemarlos también. Era una tarea horripilante, dijo Alma citando a Frieda, pero tenía que hacerse a conciencia. Si una parte del trabajo quedaba incompleta, el resto no tendría sentido.

Quedamos en hablarnos de nuevo al día siguiente a las nueve (las siete para ella). Alma iba a pasar en Sorocco gran parte de la tarde —comprando en el supermercado, haciendo gestiones de carácter personal—, pero aunque se tardaba hora y media en volver a Tierra del Sueño, calculamos que estaría de vuelta en su casa sobre las seis. Al no recibir su llamada, mi imaginación empezó inmediatamente a rellenar los espacios en blanco, y cuando me tumbé en el sofá a la una de la mañana, estaba convencido de que Alma no había llegado a su casa, de que le había pasado algo monstruoso.

Resultó que tenía razón y a la vez estaba equivocado.

Equivocado porque sí había vuelto a casa, y acertado en todo lo demás; aunque no de la manera en que me lo había imaginado. Alma paró el coche delante de su casa unos minutos después de las seis. Nunca cerraba la puerta con llave, de modo que no se preocupó demasiado al ver la casa abierta, pero salía humo de la chimenea y eso le pareció extraño, absolutamente incomprensible. Era un día caluroso de mediados de julio, y aunque Juan y Conchita hubieran ido a llevar ropa limpia o sacar la basura, ¿por qué demonios habrían encendido la chimenea? Alma dejó las bolsas de la compra en la parte de atrás del coche y entró directamente en la casa. En el cuarto de estar, en cuclillas frente a la chimenea, Frieda arrugaba hojas de papel y las echaba al fuego. Gesto a gesto era una reconstrucción de la escena final de
Martin Frost
.: Norbert Steinhaus quemando el manuscrito de su relato en un intento desesperado de volver a la vida a la madre de Alma. Por la habitación flotaban trozos de papel quemado, revoloteando en torno a Frieda como negras mariposas heridas. El borde de las alas relucía un instante con un destello anaranjado, convirtiéndose luego en un gris blanquecino. La viuda de Hector estaba tan absorta en su labor, tan concentrada en terminar la tarea que había empezado, que no levantó la cabeza cuando Alma entró por la puerta. Tenía las hojas sin quemar esparcidas sobre las rodillas, un pequeño montón de holandesas, unas veinte o treinta, quizá cuarenta. Si era todo lo que quedaba, entonces las otras seiscientas páginas ya habían desaparecido.

Según sus propias palabras, Alma se puso
frenética, y empezó a lanzar una rabiosa invectiva, chillando y dando gritos demenciales
. Entró como una furia en el cuarto de estar, y cuando Frieda se puso en pie para defenderse, Alma la apartó de un empujón. Eso es todo lo que recordaba, dijo. Un violento empujón, y ya estaba más allá de Frieda, corriendo hacia el estudio y el ordenador al fondo de la casa. El manuscrito quemado sólo era una impresión. El libro estaba en el ordenador, y si Frieda no había manipulado el disco duro ni encontrado los discos de salvaguardia, entonces no se habría perdido nada.

Un instante de esperanza, una breve oleada de optimismo al cruzar el umbral de la habitación, y luego nada.

Alma entró en el estudio, y lo primero que vio fue un espacio vacío donde había estado el ordenador. El escritorio estaba limpio: ni pantalla, ni teclado, ni impresora, ni caja azul de plástico con los veintiún disquetes etiquetados y los cincuenta y tres ficheros de documentación. Frieda se lo había llevado todo. Sin duda había contado con la ayuda de Juan, y si Alma comprendía bien la situación, ya era demasiado tarde para remediarlo. El ordenador debía de estar aplastado; los discos, cortados en trocitos. Y aunque eso no hubiera pasado todavía, ¿por dónde empezar a buscarlos? El rancho tenía una extensión de más de ciento sesenta hectáreas. Lo único que había que hacer era elegir un sitio cualquiera, cavar un agujero, y el libro desaparecería para siempre.

No sabía cuánto tiempo permaneció en el estudio. Varios minutos, pensaba, pero podía haber sido más, quizá hasta un cuarto de hora. Recordaba haberse sentado frente al escritorio con el rostro entre las manos. Tenía ganas de llorar, confesó, dejarse llevar por un prolongado ataque de gritos y sollozos, pero seguía estando demasiado perpleja para llorar, de manera que no hizo otra cosa que quedarse allí sentada, oyendo cómo se le escapaba la respiración entre las manos. En un momento dado, empezó a notar lo silenciosa que se había quedado la casa. Supuso que eso significaba que Frieda se había marchado, que simplemente había salido y vuelto a la otra casa. Tanto mejor, pensó Alma, Por más que discutieran, por más explicaciones que recibiera no se iba a arreglar lo que le había hecho, y el caso era que no quería volver a hablar con Frieda nunca más. ¿Era cierto eso? Sí, decidió, era verdad.

En ese caso, había llegado el momento de marcharse de allí. Podía hacer la maleta, subir al coche y parar en cualquier motel cerca del aeropuerto. A primera hora de la mañana, estaría en el avión de Boston.

Fue entonces cuando Alma se levantó del escritorio y salió del estudio. Todavía no eran las siete, pero me conocía lo bastante para saber que estaría en casa, andando alrededor del teléfono, en la cocina, y sirviéndome un tequila mientras esperaba su llamada. No esperaría hasta la hora convenida. Acababan de robarle años de su vida, el mundo le estallaba en la cabeza, y tenía que hablar conmigo ya, le hacía falta hablar con alguien antes de que irrumpieran las lágrimas y ya fuera incapaz de articular palabra. El teléfono estaba en el dormitorio, la habitación contigua al estudio. Lo único que tenía que hacer era torcer a la derecha al salir por la puerta, y diez segundos después, sentada en la cama, estaría marcando mi número.

Cuando cruzó el umbral del estudio, sin embargo, titubeó un momento y torció a la izquierda. Habían saltado chispas por todo el cuarto de estar, y antes de entablar una larga conversación conmigo, debía asegurarse de que el fuego estaba apagado. Era una decisión lógica, lo más conveniente dadas las circunstancias. De manera que dio un rodeo hacia el otro lado de la casa, y un momento después la historia de aquella noche se convirtió en una historia diferente, la noche se transformó en una noche diferente. Ése es el horror para mí: no sólo haber sido incapaz de impedir lo que pasó, sino saber que si Alma me hubiera llamado primero, eso no habría ocurrido. Frieda habría seguido muerta en el suelo del cuarto de estar, pero ninguna de las reacciones de Alma habría sido la misma, ninguna de las cosas que ocurrieron después del descubrimiento del cadáver habría sucedido de aquella manera.

Tras hablar conmigo se habría sentido con más fuerzas, un poco menos desesperada, algo más preparada para encajar el golpe. Si me hubiera contado lo del empujón, por ejemplo, describiéndome cómo había apartado a Frieda de su camino dándole con la palma de la mano en el pecho antes de precipitarse hacia el estudio, yo habría podido advertirle de las posibles consecuencias. Hay gente que pierde el equilibrio, le habría dicho, tropieza, cae hacia atrás y se da un golpe en la cabeza contra algún objeto duro. Ve al cuarto de estar y mira a ver si Frieda sigue allí.

Y Alma habría ido al cuarto de estar sin colgar el teléfono.

Habría podido hablar conmigo inmediatamente después de descubrir el cadáver, y entonces yo la habría calmado, dándole ocasión de verlo todo con más claridad, de pensarlo dos veces y no seguir adelante con la horrible cosa que se proponía hacer. Pero Alma titubeó en el umbral, torció a la izquierda en vez de a la derecha, y cuando encontró el cuerpo de Frieda hecho un guiñapo en el suelo, se olvidó de llamarme. No, no creo que se olvidara, no quiero sugerir que se olvidó; pero la idea ya cobraba forma en su cabeza, y no se decidía a coger el teléfono. En cambio, se dirigió a la cocina, se sentó frente a una botella de tequila y un bolígrafo, y pasó el resto de la noche escribiéndome una carta.

Yo estaba dormido en el sofá cuando el fax empezó a llegar. En Vermont eran las seis de la mañana, pero en Nuevo México aún era de noche, y el aparato me despertó después de sonar tres o cuatro veces. Llevaba durmiendo menos de una hora, sumido en un coma de puro agotamiento, y no me enteré de cuándo empezó a sonar, aunque los timbrazos alteraron el sueño que estaba teniendo en aquel momento: una pesadilla sobre despertadores y plazos límite y tener que levantarme para dar una conferencia titulada «Las metáforas del amor». No suelo recordar mis sueños, pero sí me acuerdo de aquél, igual que recuerdo todo lo que me ocurrió desde el momento en que abrí los ojos. Me incorporé dándome cuenta ya de que el ruido no provenía del despertador de mi cuarto. El teléfono estaba sonando en la cocina, pero cuando me puse en pie y crucé tambaleante el cuarto de estar, dejó de sonar. Oí un ruidito metálico en el aparato, que indicaba el inicio de la transmisión de un fax, y cuando finalmente llegué a la cocina, la primera parte de la carta se iba enrollando al salir por la ranura. En 1988 aún no había aparatos de fax con papel corriente. Se utilizaban rollos de papel —muy fino, tratado con un revestimiento electrónico especial— y cuando se recibía un mensaje parecía algo remitido desde un pasado remoto: media Torah, o una misiva enviada de algún campo de batalla etrusco. Alma había tardado más de ocho horas en redactar la carta, deteniéndose y volviendo a empezar de manera intermitente, cogiendo el bolígrafo y dejándolo de nuevo, cada vez más borracha a medida que avanzaba la noche, y la acumulación final superaba las veinte páginas. Las leí de pie, tirando del rollo según iba saliendo del aparato. La primera parte contaba las cosas que acabo de resumir: la quema del libro de Alma, la desaparición del ordenador, el descubrimiento del cadáver de Frieda en el cuarto de estar. La última parte concluía con los siguientes párrafos:

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