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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

El libro de las ilusiones (37 page)

BOOK: El libro de las ilusiones
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Y también recuerdo que, habiéndola ya secado, me quitó la camisa húmeda y me desabrochó el cinturón que me ceñía los pantalones. Puedo ver cómo lo hace, y también me veo a mí mismo besándola de nuevo, veo que los dos nos echamos al suelo y hacemos el amor sobre un montón de toallas.

Cuando salimos del baño la casa estaba a oscuras.

Unos destellos de luz en las ventanas delanteras, una tenue nube de reflejos cobrizos estirándose por el horizonte, residuos del crepúsculo. Nos pusimos la ropa, bebimos un par de copas de tequila en el cuarto de estar, y luego nos dirigimos a la cocina para preparar algo de cena. Tacos congelados, guisantes congelados, puré de patatas: otro menú improvisado, arreglándonos con lo que había. No importaba. La cena desapareció en nueve minutos, y luego volvimos al cuarto de estar y nos servimos otras copas.

A partir de ese momento, Alma y yo sólo hablamos del futuro, y a las diez, cuando nos acostamos, seguíamos haciendo planes, hablando de cómo sería nuestra vida cuando ella viniera a mi pequeña montaña de Vermont. No sabíamos cuándo podría estar allí, pero calculábamos que no tardaría más de un par de semanas en arreglar las cosas en el rancho, tres como mucho. Entretanto, hablaríamos por teléfono, y cuando fuese muy tarde o muy temprano para llamar, nos mandaríamos un fax. Pasara lo que pasase, estaríamos en contacto todos los días.

Me marché de Nuevo México sin volver a ver a Frieda. Alma esperaba que vendría a la casa pequeña para despedirse de mí, pero yo no contaba con eso. Ya me había tachado de su lista, y dada la temprana hora de mi marcha (la furgoneta iba a venir a las cinco y media), parecía improbable que se tomara la molestia de privarse de sueño por mi causa. Cuando no se presentó, Alma echó la culpa a la pastilla que se había tomado antes de acostarse.

Esa manera de verlo me pareció más bien optimista. Según interpretaba yo la situación, Frieda no se habría presentado bajo ninguna circunstancia; ni aunque la furgoneta hubiera venido a mediodía.

En aquellos momentos, nada de eso pareció tremendamente importante. El despertador sonó a las cinco, y con sólo media hora para arreglarme y salir a la puerta, no habría pensado en Frieda una sola vez si no se hubiera mencionado su nombre. Lo importante para mí aquella mañana era despertarme al lado de Alma, tomar café con ella en el porche de la casa, poder tocarla otra vez. Totalmente grogui, despeinado, absolutamente estúpido de felicidad, completamente atontado de tanto hacer el amor, de tanta piel, de tantas ideas sobre mi nueva vida. Si hubiera estado más despierto, habría comprendido de lo que me estaba alejando, pero me pesaba demasiado el cansancio y tenía demasiada prisa para otra cosa que no fueran los gestos más simples: un ultimo abrazo, un último beso, y entonces la furgoneta se detuvo frente a la casa y era hora de marcharme. Entramos de nuevo en la casa para coger mi bolsa, y al salir Alma recogió un libro de una mesa cerca de la puerta y me lo dio (para que lo mires en el avión, me dijo), y luego hubo el abrazo último y final, el beso último y final, y emprendí camino al aeropuerto.

Sólo a mitad del trayecto me di cuenta de que Alma se había olvidado de darme el Xanax.

De haber sido otras las circunstancias, habría dicho al conductor que diera media vuelta y volviera al rancho.

Estuve a punto de hacerlo, pero después de pensar en las humillaciones que supondría aquella decisión —perder el avión, poner en evidencia mi cobardía, reafirmar mi condición de alfeñique neurótico—, logré dominar el pánico.

Ya había volado sin pastillas una vez con Alma, Ahora se trataba de ver si podía hacerlo solo. En la medida en que me hacían falta distracciones, el libro que me había dado resultó ser de gran ayuda. Tenía más de seiscientas páginas, pesaba casi quilo y medio y me hizo compañía durante todo el tiempo que estuve en el aire. Compendio de flores silvestres con el título, serio y rotundo, de Flores del Oeste, era una recopilación de siete autores (a seis de los cuales se calificaba como investigadores especialistas en flora silvestre; el séptimo era el conservador de un herbario de Wyoming) publicada, muy apropiadamente, por la Sociedad Botánica Occidental, en colaboración con cierto instituto de investigación subvencionado por una cooperativa de universidades del Oeste de los Estados Unidos.

En general, no me interesa mucho la botánica. No podría haber nombrado más de unas docenas de plantas y árboles, pero aquel libro de consulta, con sus novecientas fotografías en color y sus descripciones en una prosa precisa del hábitat y las características de más de cuatrocientas especies, mantuvo mi atención durante varias horas. No sé por qué lo encontré tan absorbente, aunque quizá fuese porque acababa de marcharme de aquella tierra de vegetación espinosa, sedienta, y quería ver más, no había tenido bastante. Habían tomado la mayoría de las fotos en primerísimo plano, sin más fondo que el limpio cielo. A veces, la imagen incluía algunas hierbas circundantes, un poco de tierra, o, más raramente aún, una peña o montaña lejana. La gente, la menor alusión a alguna actividad humana, brillaba por su ausencia. Nuevo México estaba habitado desde hacía miles de años, pero mirando las fotos de aquel libro se tenía la impresión de que allí nunca había pasado nada, de que habían borrado toda su historia. Nada de antiguos habitantes de los acantilados en la edad de piedra, nada de ruinas arqueológicas, nada de conquistadores españoles, nada de sacerdotes jesuitas, nada de Pat Garrett y Billy el Niño, nada de pueblos indios, nada de constructores de la bomba atómica. Sólo había el suelo y lo que cubría el suelo, la precaria vegetación de tallos, pedúnculos y florecillas espinosas que brotaban de la tierra cuarteada: una civilización reducida a un muestrario de hierbas silvestres. En sí mismas, las plantas no eran gran cosa de ver, pero sus nombres tenían una música impresionante, y después de examinar las fotografías y leer las descripciones que las acompañaban (
Hoja de contorno ovalado o lanceolado... Los nuculos son aplanados, estriados y rugosos, con un apéndice de segmentos foliares capilares
), hice una breve pausa para escribir algunos nombres en el cuaderno. Empecé en un reverso limpio, inmediatamente después de las páginas que había utilizado para anotar los extractos del diario de Hector que, a su vez, venían a continuación de las descripciones de
La vida interior de Martin Frost
. En inglés, las palabras tenían una consistente densidad sajona, y me agradó pronunciarlas en voz alta, sentir en la lengua su resonancia firme y metálica. Cuando ahora miro la lista, me parece casi un galimatías, una aleatoria colección de sílabas de un idioma desaparecido; quizá del lenguaje que antiguamente hablaban en Marte.

Perifollo. Apocino. Asclepia. Plantago. Boja. Junquillos. Cardo de toro. Cártamo silvestre. Hierba de caballo.

Crepis de los prados. Zuzón. Hierba cana. Viborana. Bardana menor. Sésamo bastardo. Tanaceto. Gabarro. Mastuerzo montesino. Colleja. Celedonia. Cuscuta. Euforbia.

Orozuz falso. Arvejo cantudo. Junco de los sapos. Ortiga muerta abrazante. Ortiga muerta purpúrea. Epílobe. Heno lanoso. Bromo erguido. Panicoide. Festuca. Linaria. Verónica. Burladora.

Vermont me pareció diferente a la vuelta. Sólo había estado fuera tres días y dos noches, pero todo se había empequeñecido en mi ausencia: encerrado en sí mismo, sombrío, húmedo. El verdor de los bosques que rodeaban mi casa parecía antinatural, una exuberancia imposible en comparación con los cobrizos y dorados del desierto. El aire estaba cargado de humedad, el suelo se hundía bajo los pies, y en cualquier dirección a que mirase me encontraba con una desenfrenada proliferación de vida vegetal, sorprendentes ejemplos de descomposición: ramitas y fragmentos de corteza empapados de humedad pudriéndose en los caminos, escaleras de hongos en el tronco de los árboles, manchas de moho en las paredes de la casa. Al cabo de un tiempo, comprendí que miraba esas cosas con los ojos de Alma, tratando de verlo todo con una luz nueva a fin de prepararme para el día en que viniera a vivir conmigo. El vuelo a Boston había ido bien, mucho mejor de lo que me había atrevido a esperar, y salí del avión con la sensación de haber conseguido algo importante. Dentro del orden universal de las cosas, probablemente no era mucho, pero en el orden de lo particular, en el lugar microscópico donde se ganan y se pierden las batallas privadas, contaba como una victoria singular Me sentía con más fuerzas que en ningún momento de los tres últimos años. Casi entero, decía para mis adentros, casi preparado para volver a ser real.

Durante los días siguientes, me dediqué a hacer cosas sin parar, en varios frentes a la vez. Trabajé en la traducción de Chateaubriand, llevé al taller la baqueteada camioneta para que arreglaran la carrocería, y limpié la casa hasta dejarla irreconocible: fregué los suelos, di cera a los muebles, quité el polvo a los libros. Sabía que nada podría disimular la fealdad esencial de su arquitectura, pero al menos podía dejar las habitaciones presentables, darles un lustre que antes no tenían. La única dificultad consistió en decidir qué hacer con las cajas que había en el cuarto desocupado, que yo tenía intención de transformar en estudio para Alma. Necesitaría un sitio para terminar el libro, un lugar adonde retirarse cuando quisiera estar sola, y aquel cuarto era el único disponible. Pero en el resto de la casa el espacio para guardar cosas era limitado, y sin desván ni garaje, lo único que se me ocurría era el sótano.

El problema con esa solución era el suelo de tierra. Cada vez que llovía, el sótano se llenaba de agua, y las cajas de cartón que se dejaran allí se empaparían sin lugar a dudas.

Para evitar esa calamidad, compre noventa y seis bloques de hormigón ligero y ocho grandes rectángulos de contrachapado. Apilando los bloques de tres en tres, logré armar una plataforma mucho más alta que el nivel de la peor inundación que había tenido. Para mayor protección contra los efectos de la humedad, envolví las cajas en bolsas de basura de plástico grueso, cerrándolas con cinta aislante. Con eso tendría que haber bastado, pero tardé otros dos días en armarme de valor para bajarlas al sótano.

Todo lo que quedaba de mi familia estaba en aquellas cajas. Los vestidos y las faldas de Helen. Su cepillo del pelo, sus medias. Su grueso abrigo con capucha de piel. El guante de béisbol y los tebeos de Todd. Los rompecabezas y los soldaditos de plástico de Marco. La polvera dorada con el espejo cuarteado. Hooty Tooty, el oso de peluche.

La insignia de la campaña de Walter Mondale. Esas cosas ya no servían para nada, pero nunca había sido capaz de tirarlas, nunca había pensando en entregarlas a una organización de beneficencia. No quería que otra mujer llevase la ropa de Helen, y tampoco me apetecía que las gorras de los Red Sox de los chicos anduvieran en la cabeza de otros niños. Llevar todo aquello al sótano era como enterrarlo bajo tierra. No era el final, quizá, pero sí el principio del fin, el primer jalón en el camino hacia el olvido.

Difícil de hacer, pero no tanto como lo había sido subir a aquel avión con destino a Boston. Cuando terminé de vaciar el cuarto, fui a Brattleboro a buscar muebles para Alma. Le compré un escritorio de caoba, una butaca de cuero que se balanceaba hacia atrás y hacia delante cuando se apretaba un botón debajo del asiento, un archivador de roble y una bonita alfombra multicolor. Era lo mejor que tenían en la tienda, equipo de oficina de primerísima calidad. La factura ascendía a más de tres mil dólares, que pagué a tocateja.

La echaba de menos. Por impetuosos que hubieran sido nuestros planes, nunca albergué dudas ni lo pensé dos veces. Seguí adelante en un estado de ciega felicidad, esperando el momento en que finalmente pudiera venir al Este, y siempre que empezaba a añorarla demasiado, abría la nevera y miraba el revólver. El arma era la prueba de que Alma ya había estado allí, y si ya había venido una vez, no había motivo para pensar que no iba a volver. Al principio, no pensé demasiado en el hecho de que el revólver seguía estando cargado, pero al cabo de dos o tres días empecé a preocuparme. No lo había tocado en todo ese tiempo, pero una tarde, para quedarme tranquilo, lo cogí de la nevera y me lo llevé al bosque, donde disparé las seis balas al suelo. Hicieron un ruido como el de una ristra de petardos, como estallidos de bolsas de papel. De vuelta en casa, guardé el revólver en el cajón superior de la mesita de noche. Ya no podía matar a nadie, pero eso no significaba que fuese menos poderoso, menos peligroso. Encarnaba el poder de una idea, y cada vez que lo miraba, recordaba lo cerca que esa idea había estado de destruirme.

El teléfono de la casa de Alma era caprichoso, y no siempre que llamaba podía hablar con ella. Instalación defectuosa, me había dicho, alguna conexión suelta en el tendido, lo que significaba que incluso después de marcar su número y oír los rápidos chasquidos y pitidos que sugerían que se establecía la comunicación, el aparato no sonaba necesariamente en su casa. La mayoría de las veces, en cambio, se podía contar con su teléfono para las llamadas hacia el exterior. El día que volví a Vermont, hice varios intentos fallidos de comunicar con ella, y cuando Alma finalmente me llamó a las once (las nueve, hora de la montaña), decidimos seguir esa pauta en el futuro. Me llamaría ella, y no al contrario. A partir de entonces, cada vez que hablábamos, al final de la conversación fijábamos la hora de la siguiente llamada, y durante tres noches consecutivas el método funcionó como un truco en un espectáculo de magia. Decíamos que a las siete, por ejemplo, y a las siete menos diez me dirigía a la cocina, me servía una copa de tequila puro (seguíamos bebiendo tequila juntos, incluso a distancia), y a las siete en punto, justo cuando el segundero del reloj de pared se lanzaba a dar la hora, sonaba el teléfono. Llegué a depender de la exactitud de aquellas llamadas. La puntualidad de Alma era un signo de fe, un compromiso con el principio de que, aunque estuvieran en dos partes diferentes del mundo, dos personas podían sintonizar con respecto a casi todo.

Entonces, a la cuarta noche (la quinta después de mi marcha de Tierra del Sueño), Alma no llamó. Supuse que tendría problemas con el teléfono, y por tanto no reaccioné inmediatamente. Seguí sentado en mi sitio, esperando pacientemente a que sonara el teléfono. Pero cuando el silencio se prolongó otros veinte minutos, y luego treinta, empecé a preocuparme. Si el teléfono no funcionaba, me habría enviado un fax para explicarme por qué no había tenido noticias suyas. Su fax estaba conectado a otra línea y nunca había habido problemas técnicos con ese número. Sabía que era inútil, pero cogí el teléfono y la llamé de todos modos, esperando un resultado negativo. Luego, pensando que estaría haciendo alguna gestión con Frieda, llamé al número de la casa grande, pero con el mismo resultado. Volví a llamar, sólo para ver si había marcado correctamente, pero tampoco hubo respuesta. Como último recurso, envié una nota por fax.
¿Dónde estás, Alma? ¿Va todo bien? Estoy preocupado. Por favor, escribe (fax) si no funciona el teléfono. Te quiero, David.
En mi casa sólo había un teléfono, y estaba en la cocina. Si subía a la habitación, temía que no lo oyera si Alma llamaba más tarde; o si lo oía, que no bajara las escaleras a tiempo para contestar. No sabía qué hacer. Permanecí varias horas en la cocina, esperando que pasara algo, y por último, cuando ya era más de la una de la mañana, me fui al salón y me tumbé en el sofá. Era el mismo conjunto de muelles y cojines, lleno de bultos, que transformé en cama improvisada para Alma la primera noche que estuvimos juntos:

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