El Legado (30 page)

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Authors: Katherine Webb

BOOK: El Legado
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Eddie me hace un saludo militar y empieza a trotar de un lado para otro entre las hileras de lápidas. Beth cruza los brazos y me mira furiosa.

—¿Podemos dejar de buscar bebés muertos? —grita, y el viento amplifica su voz.

—¡Dame cinco minutos! —respondo.

—Tal vez deberíamos continuar el paseo, Erica —dice mamá, insegura.

—Cinco minutos —repito.

Recorro con la mirada las hileras de lápidas, en sentido contrario al que ha tomado Eddie, pero todas me parecen de tamaño normal.

—A veces hay un rincón reservado para las tumbas infantiles... —Mamá fija la mirada en el otro extremo del cementerio—. Prueba allá, bajo el haya, ¿lo ves?

Me acerco rápidamente hacia donde el viento sacude el haya pelada, sonando como el rugido del mar. Hay unas quince o veinte tumbas allí. En las más antiguas se ven pequeños querubines, con las facciones desdibujadas por el liquen, los brazos regordetes abrazando tristemente las lápidas. Un par más recientes, están talladas con osos; guardianes menos celestiales que parecen algo fuera de lugar. Pero de eso se trata, supongo. El cementerio no es lugar para un niño. Vidas que no han tenido oportunidad de empezar, pérdidas que dejan destrozados a los padres. Todos esos corazones rotos también están enterrados aquí, junto a los cuerpecitos que los rompieron. Es una imagen melancólica, y reviso rápidamente los nombres y las fechas, alejándome del triste grupo con un escalofrío.

Hasta ahora los cementerios nunca me habían parecido inquietantes o particularmente deprimentes. Me gustan las expresiones de cariño que se leen en las lápidas, las silenciosas declaraciones de personas que han existido, que han importado. Quién sabe qué sentimientos se esconden detrás de la lista tallada de descendientes, hermanos y consortes que los han sobrevivido..., o si los recuerdos que guardan de ellos son realmente afectuosos. Pero siempre está la esperanza de que cada vida fugaz signifique algo para los que se quedan atrás; que deje una vaporosa estela de influencia y emoción que se desvanecerá con los años.

—¿Has visto algo? —pregunto a Eddie.

—Nada. Hay un ángel allá, pero la señora tenía setenta y tres años y se llamaba Iris Bateman.

—¿Podemos irnos ya? —dice Beth con impaciencia—. Si tan desesperada estás por saber si tuvo un hijo, míralo en los registros de nacimientos, matrimonios y defunciones. Ahora se pueden consultar por Internet.

—Puede que se casara antes, en Estados Unidos —dice mamá, cogiéndome el brazo de forma conciliadora—. Tal vez el bebé de la foto murió allí, antes de que ella viniera.

Al norte del pueblo hay una red de caminos vecinales y senderos de herradura que serpentean a través de los tristes campos invernales. Tomamos una ruta circular a buen paso, yendo de dos en dos por los tramos estrechos. Eddie se rezaga para caminar a mi lado. Se irá más tarde hoy. Le miro la cara de facciones afiladas, el pelo despeinado, y siento un gran afecto. Experimento una sensación tan extraña y desesperada que me paro a pensar cómo debe de sentirse Beth. Como si me leyera el pensamiento, Eddie pregunta:

—¿Estará bien mamá? —Con el tono cuidadosamente neutral que ha aprendido a adoptar desde tan pequeño.

—Por supuesto que sí —digo, con toda la certeza que soy capaz de expresar.

—Es solo que... cuando papá vino a recogerme la última vez, antes de Navidad, parecía... realmente triste. Se está adelgazando de nuevo. Y hace un momento ha estado muy cortante contigo.

—Las hermanas siempre se pican entre sí, Eddie. ¡No es nada extraordinario! —Finjo una carcajada y Eddie me lanza una mirada acusadora. Abandono la pose—. Perdona. Escucha, solo es... difícil para tu madre volver a esta casa. ¿Te ha hablado del testamento de tu bisabuela, de que solo podemos quedarnos la casa si venimos a vivir las dos en ella? —Él asiente—. Bueno, pues por eso hemos venido, para ver si nos gustaría vivir aquí.

—¿Por qué la odia tanto? ¿Porque secuestraron a vuestro primo... y lo echa de menos?

—Es posible... que esté relacionado con Henry. Y el hecho de que, bueno, esta casa forma parte del pasado, y a veces parece una equivocación intentar vivir en el pasado. Si te soy sincera, no creo que vengamos a vivir aquí, pero voy a intentar que tu madre se quede un poco más al menos, aunque no quiera.

—Pero ¿por qué?

—Bueno... —Busco una forma de explicarlo—. ¿Recuerdas que se te puso el dedo del tamaño de una salchicha y te dolía tanto que no nos dejabas que te lo miráramos bien, pero como no sanaba al final te lo miramos y tenías una astilla de metal incrustada?

—Sí, me acuerdo. —Hace una mueca—. Era como si fuera a reventar.

—Una vez que lo arrancamos, se curó, ¿verdad? —Eddie asiente—. Bueno, creo que tu madre no... se cura porque tiene una astilla incrustada. No es de metal y no está en el dedo, pero tiene una especie de astilla dentro de ella y por eso no mejora. Voy a sacarle la astilla. Voy a... averiguar qué es y voy a deshacerme de ella.

Confío en parecer tranquila y confiada, cuando lo que siento es desesperación. Si creyera en Dios, estaría haciendo toda clase de tratos fervientes ahora mismo con él. Que Beth se ponga bien. Que sea feliz.

—¿Cómo? ¿Por qué tenéis que estar aquí para eso?

—Porque... creo que es aquí donde se le clavó la astilla.

Eddie reflexiona sobre ello en silencio, con la cara marcada por arrugas de preocupación que no soporto ver.

—Espero que lo consigas. Espero que averigües lo que es —dice por fin—. Lo harás, ¿verdad? ¿Y se pondrá mejor?

—Te lo prometo, Ed —digo.

Y esta vez no debo fallar. No puedo permitir que salgamos de aquí sin una resolución de alguna clase. El peso de mi promesa cae sobre mí como si fueran cadenas.

Nuestros padres se marchan poco después de comer, y hacia la hora del té Maxwell viene a recoger a Eddie. Está malhumorado, con erupciones en las mejillas fruto de los excesos. Parece evasivo. Pongo las bolsas de regalos en el maletero mientras Beth me observa con odio, como si estuviera confabulada en el secuestro de su hijo.

—Hasta pronto, Edderino —digo.

—Adiós, tía Rick —dice él, sentándose en el asiento trasero.

Está tranquilo, resignado. Va impasible de un lugar acogedor a otro; es práctico. Se deja transportar y finge no notar la angustia de Beth. Hay una pizca de crueldad en ello, como si quisiera decir: Vosotros habéis creado esta situación, ya os arreglaréis.

—¿Le has dicho a Harry que te ibas hoy? —pregunto, inclinándome hacia el coche.

—Sí, pero puede que tengas que decírselo de nuevo, si lo ves. No sé si estaba muy atento.

—De acuerdo. Llama a mamá luego —añado en voz baja.

—Claro —murmura, mirándose las manos.

Las luces de freno del coche se encienden al maniobrar por el camino de entrada. Vuelve a llover. Beth y yo nos quedamos diciendo adiós con la mano como idiotas hasta que el coche desaparece. Dejamos caer la mano casi al unísono. Ninguna de las dos quiere volver a la casa ahora que ha pasado la Navidad. Los preparativos de las fiestas, la comida, Eddie y nuestros padres... ¿Ahora qué? Ya no hay fecha tope ni horario. Nada que nos guíe más que nosotras mismas. Miro a Beth y veo pequeñas gotas en el pelo alrededor de su cara. No puedo preguntarle siquiera qué quiere comer, imponerle ese pequeño futuro. La casa está abarrotada de restos listos para ser consumidos.

—Eddie es fabuloso, Beth. Lo has hecho tan bien —digo para romper el silencio.

Pero en la mirada de Beth hay algo triste y frío.

—No estoy segura de cuánto se debe a mí.

—Lo mejor —digo, cogiéndole la mano y apretándosela.

Ella niega con la cabeza. Nos damos media vuelta y entramos de nuevo en la casa, solas.

Cuando está así de callada, pálida e inmóvil como una estatua, pienso en ella en el hospital. Al menos no la encontré yo. Solo tengo las descripciones de Eddie que crean imágenes en mi cabeza. Estaba en su habitación, tumbada de lado en la cama con el cuerpo doblado, como si hubiera estado sentada y se hubiese caído. Él no podía verle la cara, me dijo. Le había caído el pelo encima. Dice que no sabe cuánto tiempo estuvo allí antes de acercarse a ella, porque tenía demasiado miedo de apartarle el pelo y ver lo que había debajo. Su madre, o su madre muerta. No era necesario que la tocara, por supuesto. Podría haber llamado simplemente a una ambulancia. Pero era un niño, un niño pequeño. Quiso arreglarlo él solo. Quería tocarla y encontrarla dormida, nada más. Qué coraje había necesitado para hacer eso, para apartarle el pelo. Me siento tan orgullosa de él que me resulta doloroso.

Había tomado un montón de somníferos y luego había intentado cortarse las venas... con el cuchillo de hoja corta que yo le había visto utilizar más de una vez para pelar un plátano para los cereales de Eddie. Pero la conclusión a la que se llegó era que había titubeado. Había titubeado, tal vez porque el primer corte, lo bastante profundo para ser inquietante pero no lo suficiente para causar daños graves, le había dolido más de lo que esperaba. Y mientras titubeaba los somníferos le habían entrado en el torrente sanguíneo y se había desmayado. Se había cortado la muñeca en el sentido contrario; horizontalmente, a través de las venas y los tendones, en lugar de en paralelo, como cualquier suicida serio sabe hoy día que es mejor. Los médicos lo llamaron un grito de socorro en lugar de un intento genuino de suicidio, pero yo sabía más. Fui corriendo al hospital y esperé mientras le hacían un lavado de estómago. En el pasillo había una ventana, con la persiana abierta. Mi reflejo me sostuvo la mirada. A la luz verdosa parecía muerta. Pelo lacio, cara flácida. Metí monedas en una máquina, que expulsó un chocolate caliente aguado para Eddie. Luego vino Maxwell y se lo llevó.

Cuando se despertó entré a verla, y hasta que estuve a su lado no supe que estaba enfadada con ella. Muy enfadada, más de lo que había estado nunca.

—¿Qué pretendías? ¿Y Eddie? —Fueron mis primeras palabras. Cortantes como una trampa.

Una enfermera con el pelo color arena me miró ceñuda.

—Elizabeth necesita descansar —me reprendió, como si la conociera mejor que yo.

Beth tenía un cardenal en la barbilla, y huecos morados alrededor de los ojos y en las mejillas. ¿Y yo qué?, quise añadir. Dolida por que hubiera querido dejarme. La misma sensación que cuando se iba con Dinny, aumentada con los años. No me respondió. Se echó a llorar y el corazón se me rompió y dejé que saliera la rabia. Le cogí un mechón de pelo y empecé a deshacerle los nudos con las puntas de los dedos.

Hace mucho que no hablo con la tía Mary, y más que no la telefoneo. Sigo reacia a hacerlo, pero he empezado y no hay quien me pare. Estoy averiguando cosas, descubriendo secretos. Si sigo así tarde o temprano llegaré a los que estoy buscando. Cambio incómoda de postura mientras espero oír la voz de Mary. Siempre fue tímida, callada; tan mansa y dócil que la mayor parte del tiempo no advertíamos su presencia. Una mujer de piel rosada con el pelo y los ojos claros. Blusas pulcras, metidas en pulcras faldas. Fue un shock oírla gritar; oírla gritar, llorar y maldecir después de la desaparición de Henry. Cuando paró se volvió aún más callada que antes, como si hubiera agotado todos los sonidos que poseía en ese único estallido. Su voz es aflautada y suave, tan frágil como papel de seda mojado.

—Soy Mary Calcott, ¿dígame? —Tan asustadiza, como si no estuviera del todo segura.

—Hola, tía Mary. Soy Erica.

—¿Erica? Ah, hola, cariño. Feliz Navidad. Bueno, supongo que es un poco tarde para eso. Feliz Año Nuevo. —Hay poca conversación después de esas palabras. Me pregunto si nos odia por haber sobrevivido cuando Henry no lo hizo. Por seguir existiendo y recordarle a él.

—Igualmente. Espero que estés bien. No viniste con Clifford a recoger lo que querías de la casa.

—No, no. Bueno, estoy segura de que entenderás que Storton Manor es..., no es un lugar fácil para mí. No es la clase de lugar en el que me guste pensar mucho, o al que me apetezca volver —dice con delicadeza. No puedo simpatizar con ella. Expresar en esos términos tan pobres la pérdida de su hijo, como si fuera un incidente embarazoso. Sé que estoy siendo injusta. Sé que ya no es una persona entera.

—Por supuesto. —Intento seguir charlando pero no lo consigo—. Bueno, te llamaba, y espero que no te importe que te lo pida, para que hagas un poco de memoria y me hables de la investigación familiar que hiciste hace un par de años.

—¿Sí?

—Verás, he encontrado una foto de Caroline con fecha de 1904 que fue tomada en Nueva York...

—Bueno, eso es correcto. Llegó a Londres a finales de 1904. Es difícil saber la fecha con exactitud.

—Sí. El caso es que hay un niño con ella. Un niño que aparenta unos seis meses, y me preguntaba si tenías alguna idea de quién podría haber sido.

—¿Un niño? Bueno, no se me ocurre. No podía ser suyo.

—¿Estuvo casada antes en Estados Unidos? Por el modo en que sostiene el bebé... parece un retrato familiar. Se la ve tan orgullosa... Verás, me da la impresión de que es suyo.

—Oh, no, Erica. No puede ser. Deja que vaya a buscar el árbol, un momento. —Oigo pasos apresurados, la puerta de un armario crujiendo—. No, tengo una copia de su partida de matrimonio con sir Henry Calcott y en la columna de «estado civil» pone claramente que era soltera.

—¿Podría haberse... divorciado o algo así? —pregunto, dudosa.

—Dios mío, no. Era muy poco común en esa época, y desde luego no sin que se armara un revuelo. El niño no debía de ser suyo.

—Ya. Bueno, gracias...

—Aunque Caroline siempre fue muy reacia a hablar de sus primeros años en Estados Unidos. Todo lo que se sabía es que había crecido sin familia cercana y que al heredar su fortuna había venido a Inglaterra para empezar una nueva vida. Se casó con Henry Calcott al poco tiempo de conocerle; siempre he pensado que eso demuestra lo sola que estaba la pobre.

—Eso parece. Bueno, gracias por mirarlo, de todos modos.

—De nada, Erica. No sé si pedirte que me envíes esa foto, para añadirla a mis archivos. Hay tan pocas fotos de Caroline y de los de su generación.

—Bueno, mi madre me ha pedido todas las fotos que pueda encontrar. Pero estoy segura de que estará encantada de enviarte copias...

—Por supuesto. Se la pediré a Laura la próxima vez que la vea.

Se hace un silencio, y no me veo con fuerzas de decir adiós, de admitir que esa información era todo lo que quería y que no quiero hablar con ella. Hay tanto que decir, tanto que callar.

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