La lágrima está en el armario. «Amalie no la ha llenado», piensa Windisch. «Amalie nunca está en casa cuando llueve. Siempre está en la ciudad.»
La acera se mueve bajo la luz. Los gansos despliegan velas. Tienen paños blancos en las alas. Las sandalias color de nieve de Amalie no caminan por la aldea.
La puerta del armario cruje. La botella gorgotea. Windisch tiene una bola de fuego húmeda en la lengua. La bola se desliza por su garganta. En las sienes de Windisch flamea un fuego. La bola se deshace. Teje una red de hilos calientes en la frente de Windisch. Traza entre sus cabellos crenchas zigzagueantes.
La gorra del policía gira al borde del espejo. Sus hombreras relucen. Los botones de su chaqueta azul crecen en medio del espejo. Sobre la chaqueta del policía emerge la cara de Windisch.
La cara de Windisch emerge una vez grande e imponente sobre la chaqueta. Dos veces apoya Windisch su cara pequeña y temerosa sobre las hombreras. El sargento se ríe entre las mejillas de la cara grande e imponente de Windisch. Con sus labios húmedos le dice: «No irás muy lejos con tu harina».
Windisch alza los puños. La chaqueta del policía vuela en mil pedazos. La cara grande e imponente de Windisch tiene una mancha de sangre. Windisch golpea las dos caras pequeñas y temerosas por encima de las hombreras y las mata.
La mujer de Windisch barre en silencio los restos del espejo roto.
A
malie está en la puerta. Sobre los trozos de cristal hay manchas rojas. La sangre de Windisch es más roja que el vestido de Amalie.
Un último resto de primavera irlandesa sube desde las pantorrillas de Amalie. El moretón de su cuello es más rojo que su vestido. Amalie se quita las sandalias blancas. «Ven a comer», le dice la mujer de Windisch.
La sopa humea. Amalie se sienta entre la niebla. Sostiene la cuchara con las puntas rojas de sus dedos. Mira la sopa. El vaho le hace mover los labios. Sopla. La mujer de Windisch se sienta suspirando en la nube gris que se eleva ante el plato.
Por la ventana llega un murmullo de hojas. «Vuelan hacia el patio», piensa Windisch. «Hay hojas como para vestir diez árboles y todas vuelan hacia el patio.»
Windisch desliza su mirada por la oreja de Amalie. Es una parte de lo que ve. Está rojiza y arrugada como un párpado.
Windisch deglute un tallarín blando y blanco. Se le pega en la garganta. Windisch pone la cuchara sobre la mesa y tose. Los ojos se le llenan de agua.
Windisch vomita su sopa en la sopa. Tiene un gusto acre en la boca. Y se le sube a la frente. La sopa del plato se enturbia con la sopa vomitada.
Windisch ve un patio muy ancho en la sopa del plato. Es una tarde de verano en ese patio.
L
a noche de aquel sábado, Windisch bailó con Barbara frente a la profunda bocina del gramófono hasta muy entrado el domingo. Hablaban de la guerra a ritmo de vals.
Bajo el membrillero, una lámpara de petróleo oscilaba sobre una silla.
Barbara tenía un cuello grácil. Windisch bailó con su cuello grácil. Barbara tenía una boca pálida. Windisch estaba pendiente de su aliento. Se bamboleaba. El bamboleo era una danza.
Una araña le cayó en el pelo a Barbara bajo el membrillero. Windisch no la vio. Se pegó a la oreja de Barbara. Oía la canción de la bocina a través de su gruesa trenza negra. Sintió su peineta dura.
Ante la lámpara de petróleo brillaban las hojas de trébol verdes en los pendientes de Barbara. Barbara daba vueltas y más vueltas. El girar era una danza.
Barbara sintió la araña en su oreja. Se asustó y gritó: «Voy a morir».
El peletero estaba bailando en la arena. Pasó junto a ellos. Se rió. Le quitó la araña de la oreja a Barbara. La tiró a la arena y la aplastó con el zapato. El aplastarla fue una danza.
Barbara se apoyó contra el membrillero. Windisch le sostenía la frente.
Barbara se llevó la mano a la oreja. La hoja de trébol verde había desaparecido. Barbara no la buscó. Dejó de bailar. Y se echó a llorar. «No lloro por el pendiente», dijo.
Más tarde, muchos días más tarde estaba Windisch sentado con Barbara en un banco del pueblo. Barbara tenía un cuello grácil. Una hoja de trébol verde brillaba. La otra oreja se perdía en la noche.
Windisch le preguntó tímidamente por el otro pendiente. Barbara lo miró. «¿Dónde hubiera podido buscarlo?», preguntó. «La araña se lo llevó a la guerra. Las arañas comen oro.»
Barbara siguió los pasos de la araña después de la guerra. La nieve, en Rusia, se la llevó al derretirse por segunda vez.
A
malie está chupando un hueso de pollo. La lechuga cruje en su boca. La mujer de Windisch sostiene un ala de pollo ante su boca. «Se ha bebido toda la botella de aguardiente», dice. Y añade, saboreando el pellejo dorado: «De pura pena».
Amalie hinca los dientes del tenedor en una hoja de lechuga. Sostiene la hoja ante su boca. La hace temblar con su voz. «Con tu harina no irás demasiado lejos», dice. Sus labios muerden firmemente la hoja como una oruga.
«Los hombres tienen que beber porque sufren mucho», dice la mujer de Windisch sonriendo. El sombreado de ojos de Amalie forma un pliegue azul encima de sus pestañas. «Y sufren mucho porque beben», añade Amalie con una risita. Mira a través de una hoja de lechuga.
El moretón crece en su cuello. Se ha vuelto azul, y se le mueve cuando deglute.
La mujer de Windisch chupa las pequeñas vértebras blancas. Se come los trocitos de carne del cuello. «Abre bien los ojos cuando te cases», dice. «La bebida es una enfermedad terrible.» Amalie se chupa la punta roja del dedo. «Y nada saludable», añade.
Windisch mira la araña negra. «Putear es más saludable», dice.
La mujer de Windisch da un manotazo sobre la mesa.
L
a mujer de Windisch estuvo cinco años en Rusia. Dormía en una barraca con camas de hierro en cuyos bordes chasqueaban los piojos. La habían pelado al rape. Tenía la cara gris. Y el cuero cabelludo rojo y carcomido.
Sobre las montañas se alzaba otra cadena montañosa de nubes y nieve a la deriva. Sobre el camión ardía el hielo. No todos se apeaban a la entrada de la mina. Cada mañana había hombres y mujeres que se quedaban sentados en los bancos. Con los ojos abiertos. Dejaban pasar a todos los demás. Se habían congelado. Estaban sentados en el más allá.
La mina era negra. La pala, fría. El carbón, pesado.
Cuando la nieve se fundió por primera vez, una hierba fina y puntiaguda empezó a brotar entre la rocalla de las hondonadas. Katharina había vendido su abrigo de invierno por diez rebanadas de pan. Su estómago era un erizo. Katharina recogía un manojo de hierbas cada día. La sopa de hierbas calentaba y era buena. El erizo ocultaba sus púas durante unas horas.
Luego llegó la segunda nevada. Katharina tenía una manta de lana. Era su abrigo durante el día. El erizo pinchaba.
Cuando oscurecía, Katharina seguía la luminosidad de la nieve. Agachada, se deslizaba junto a la sombra del guardián. Iba hasta la cama de hierro de un hombre. Un cocinero. Que la llamaba Käthe, la abrigaba y le regalaba patatas calientes y dulces. El erizo ocultaba sus púas durante unas horas.
Cuando la nieve se fundió por segunda vez, la sopa de hierbas empezó a brotar bajo los zapatos. Katharina vendió su manta de lana por diez rodajas de pan. El erizo volvió a ocultar sus púas durante unas horas.
Luego llegó la tercera nevada. La zamarra de piel de oveja era el abrigo de Katharina.
Cuando murió el cocinero, la luz de la nieve pasó a brillar en otra barraca. Katharina se deslizaba a la sombra de otro guardián. Hacia la cama de hierro de un hombre. Un médico. Que la llamaba Katyusha, la abrigaba y un día le dio una hojita de papel blanco. Debido a una enfermedad. Durante tres días, Katharina no tuvo necesidad de ir a la mina.
Cuando la nieve se fundió por tercera vez, Katharina vendió su zamarra de piel de oveja por un bol de azúcar. Katharina comió pan húmedo y espolvoreado con un poco de azúcar. El erizo volvió a ocultar sus púas durante unos días.
Luego llegó la cuarta nevada. Las medias de lana gris eran el abrigo de Katharina.
Cuando murió el médico, la luz de la nieve pasó a brillar sobre el patio del campo. Katharina se deslizaba a rastras frente al perro dormido. Iba hasta la cama de hierro de un hombre. Que era sepulturero. Y también enterraba a los rusos en el pueblo. La llamaba Katia, la abrigaba y le daba carne traída de algún banquete fúnebre en el pueblo.
Cuando la nieve se fundió por cuarta vez, Katharina vendió sus medias de lana gris por una escudilla de harina de maíz. La papilla de maíz era caliente. Y se hinchaba. El erizo ocultó sus púas durante unos días.
Luego llegó la quinta nevada. El vestido de tela marrón de Katharina fue su abrigo.
Cuando murió el sepulturero, Katharina se puso su abrigo. Una noche se deslizó por la nieve siguiendo la cerca. Hasta la casa de una anciana rusa que vivía sola en el pueblo. El sepulturero había enterrado a su marido. La anciana rusa reconoció el abrigo de Katharina. Había pertenecido a su esposo. Katharina se calentó en su casa. Empezó a ordeñar su cabra. La rusa la llamaba
diévochka
. Y le daba leche.
Cuando la nieve se fundió por quinta vez, florecieron panojas amarillas entre la hierba.
En la sopa de hierbas flotaba un polvo amarillento y dulce.
Una tarde entraron en el patio del campamento unos coches verdes. Aplastaron la hierba. Katharina estaba sentada en una piedra frente a la barraca. Vio las huellas fangosas de los neumáticos. Vio a los guardianes desconocidos.
Las mujeres subieron a los coches verdes. Las huellas fangosas no conducían a la mina. Los coches verdes se detuvieron frente a la pequeña estación.
Katharina subió al tren. Estaba llorando de alegría.
Aún tenía un resto de sopa de hierbas pegado a las manos cuando le dijeron que el tren la llevaría de vuelta a casa.
L
a mujer de Windisch enciende el televisor. La cantante está apoyada en la barandilla, frente al mar. El dobladillo de su falda ondea al viento. Sobre la rodilla de la cantante cuelga la orla de encaje de sus enaguas.
Una gaviota vuela sobre el agua. Vuela pegada al borde de la pantalla. Bate la punta de sus alas en la habitación.
«Nunca he estado en el mar», dice la mujer de Windisch. «Si el mar no estuviera tan lejos, las gaviotas vendrían al pueblo.» La gaviota se precipita al agua. Y devora un pez.
La cantante sonríe. Tiene cara de gaviota. Cierra y abre los ojos con la misma frecuencia que la boca. Canta una canción sobre las muchachas de Rumania. Su cabello quiere ser agua. Pequeñas olas se le encrespan en las sienes.
«Las muchachas de Rumania», canta la cantante, «son tiernas como las flores en las praderas de mayo». Sus manos señalan el mar. Un matorral arenoso tiembla junto a la orilla.
En el agua, un hombre nada siguiendo sus manos. Se aleja mar adentro. Está solo, y el cielo se acaba. Su cabeza va a la deriva. Las olas son oscuras. La gaviota es blanca.
La cara de la cantante es tierna. El viento señala la orla de encaje de sus enaguas.
La mujer de Windisch está de pie ante la pantalla. Con la punta del dedo señala la rodilla de la cantante. «¡Qué encaje más bonito!», dice, «seguro que no es de Rumania».
Amalie se instala ante la pantalla. «Como el del vestido de la bailarina del jarrón.»
La mujer de Windisch pone unos bizcochuelos en la mesa. Bajo la mesa está la escudilla de lata. El gato lame en ella la sopa vomitada.
La cantante se ríe. Cierra la boca. Detrás de su canción, el mar se rompe en la orilla. «Que tu padre te dé dinero para el jarrón», dice la mujer de Windisch.
«No», dice Amalie. «Tengo algo ahorrado. Yo misma lo pagaré.»
H
ace ya una semana que la lechuza joven está en el valle. La gente la ve cada tarde al volver de la ciudad. Un crepúsculo gris envuelve los rieles. Unos maizales negros, extraños, ondean al paso del tren. La lechuza joven se instala entre los cardos marchitos como si fueran nieve.
La gente se apea en la estación. Nadie habla. Hace una semana que el tren no pita. Todos llevan sus bolsos pegados al cuerpo. Vuelven a sus casas. Si se encuentran con alguien en el camino de vuelta, dicen: «Este es el último respiro. Mañana llegará la lechuza joven, y con ella, la muerte».
El cura manda al monaguillo a lo alto del campanario. La campana repica. Al cabo de un rato, el monaguillo vuelve a bajar a la iglesia totalmente pálido. «Yo no tiraba de la campana, sino ella de mí»? dice. «Si no me hubiera agarrado de la viga, hace rato que habría volado por los aires.»
El repique de las campanas confunde a la lechuza joven, que regresa al campo. Hacia el sur. Siguiendo el Danubio. Vuela hasta la zona de las cascadas, donde están los soldados.
En el sur, la llanura es caliente y no tiene árboles. La tierra quema. La lechuza joven enciende sus ojos entre los escaramujos rojos. Con las alas por encima de la alambrada va deseando alguna muerte.
Los soldados se han tumbado entre los matorrales, bajo el alba gris. Están de maniobras. Con sus manos, sus ojos y sus frentes están en plena guerra.
El oficial grita una orden.
Un soldado ve a la lechuza joven entre la maleza. Apoya el fusil en la hierba. Se levanta. La bala parte. Y da en el blanco.
El muerto es el hijo del sastre. El muerto es Dietmar.
El cura dice: «La lechuza joven ha visitado el Danubio y ha pensado en nuestro pueblo».
Windisch mira su bicicleta. Ha traído la noticia de la bala desde el pueblo hasta el patio de su casa. «Ya estamos otra vez como en la guerra», dice.
La mujer de Windisch arquea las cejas. «No es culpa de la lechuza», dice. «Ha sido un accidente.» Y arranca una hoja seca del manzano. Mira a Windisch desde la frente hasta los zapatos. Detiene largo rato su mirada en el bolsillo de la chaqueta que está sobre el pecho, allí donde palpita el corazón.
Windisch siente fuego en su boca. «¡Qué corta eres!», le grita. «La inteligencia no te llega ni siquiera de la frente a la boca.» La mujer de Windisch rompe a llorar y estruja la hoja seca.
Windisch siente que el grano de arena le presiona la frente. «Llora por ella», piensa. «No por el muerto. Las mujeres sólo lloran por ellas.»