El hombre es un gran faisán en el mundo (6 page)

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Authors: Herta Müller

Tags: #Drama

BOOK: El hombre es un gran faisán en el mundo
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La mujer de Windisch reza y mira la mosca, siente un cosquilleo en torno a la uña. «Es la misma mosca que estaba bajo la oropéndola. La misma que se metió en el cedazo», piensa la mujer de Windisch.

La mujer de Windisch encuentra un pasaje conmovedor en su plegaria. Que la hace suspirar. Y al suspirar mueve las manos. Y la mosca siente el suspiro en la uña del dedo. Y echa a volar rozando casi su mejilla.

Bisbiseando suavemente con los labios, la mujer de Windisch murmura un «Ruega por nosotros».

La mosca vuela muy cerca del techo. Zumba una larga canción para el velatorio. Una canción sobre el agua de lluvia. Una canción sobre la tierra como tumba.

Mientras murmura su oración, la mujer de Windisch deja caer unas cuantas lágrimas pequeñas y acongojadas. Las deja deslizar por sus mejillas. Las deja adquirir un sabor salado en torno a su boca.

La flaca Wilma busca su pañuelo bajo las sillas. Busca entre los zapatos. Entre los arroyitos que bajan de los paraguas negros.

La flaca Wilma encuentra un rosario entre los zapatos. Su cara es pequeña y puntiaguda. «¿De quién es este rosario?», pregunta. Nadie la mira. Todos callan. «¿De quién será?», suspira. «¡Ya ha venido tanta gente!» Y guarda el rosario en el bolsillo de su larga falda negra.

La mosca se posa en la mejilla de la vieja Kroner. Es algo vivo sobre la piel muerta. La mosca zumba en la rígida comisura de sus labios. La mosca baila sobre su barbilla endurecida.

Tras la ventana murmura la lluvia. La mujer que dirige los rezos agita sus cortas pestañas como si la lluvia le cayera en la cara. Como si le barriera los ojos. Y las pestañas, rotas ya de tanto rezar. «Está cayendo un diluvio en todo el país», dice. Y ya al hablar cierra la boca, como si el agua fuera a entrarle en la garganta.

La flaca Wilma contempla a la difunta. «Sólo en el Banato», dice. «El mal tiempo nos viene de Austria, no de Bucarest.»

El agua reza en la calle. La mujer de Windisch aspira una última lagrimilla. «Los viejos dicen que si llueve sobre el ataúd, el difunto era una buena persona», dice en voz alta.

Sobre el ataúd de la vieja Kroner hay ramos de hortensias. Empiezan a marchitarse, pesadas y violetas. La muerte de huesos y pellejo que yace en el ataúd se las lleva. Y la plegaria de la lluvia se las lleva.

La mosca se pasea por los botones de hortensias sin perfume.

El cura aparece en el umbral. Camina pesadamente, como si tuviera el cuerpo lleno de agua. Le da el paraguas negro al monaguillo y dice: «Alabado sea Jesucristo». Las mujeres susurran, y la mosca zumba.

El carpintero trae la tapa del ataúd.

Un pétalo de hortensia tiembla. Medio violeta, medio muerto cae sobre las manos que rezan sujetas por el cordón blanco. El carpintero coloca la tapa sobre el ataúd. La fija con clavos negros y martillazos breves.

El coche fúnebre reluce. El caballo mira los árboles. El cochero extiende una manta gris sobre el lomo del caballo. «Puede coger frío», le dice al carpintero.

El monaguillo sostiene el paraguas grande sobre la cabeza del cura. El cura no tiene piernas. El dobladillo de su sotana negra repta sobre el lodo.

Windisch siente el agua gorgotear en sus zapatos. Conoce el clavo de la sacristía. Conoce el largo clavo del que cuelga la sotana. El carpintero mete el pie en un charco. Windisch ve cómo los cordones de sus zapatos se ahogan.

«Esa sotana negra ha visto muchas cosas», piensa Windisch. «Ha visto al cura buscar las partidas de bautismo con las mujeres sobre la cama de hierro.» El carpintero pregunta algo. Windisch oye su voz, pero no entiende lo que dice. Windisch oye el clarinete y el bombo detrás de él.

En el ala del sombrero, el guardián nocturno lleva una flocadura de hilos de lluvia. El paño mortuorio bate contra la carroza fúnebre. Los ramos de hortensias tiemblan en los baches. Van esparciendo pétalos por el fango, que centellea bajo las ruedas. La carroza fúnebre gira en el cristal de las charcas.

Los instrumentos de viento son fríos. El sonido del bombo es sordo y húmedo. Por encima del pueblo, los tejados se inclinan en dirección al agua.

El cementerio brilla en sus cruces de mármol blanco. La campana descuelga sobre el pueblo su lengua balbuceante. Windisch ve su propio sombrero atravesar una charca. «El estanque va a crecer», piensa. «Y la lluvia arrastrará al agua los sacos de harina del policía.»

Hay agua en la tumba. Un agua amarillenta, como té. «Ahora podrá beber la vieja Kroner», susurra la flaca Wilma.

La mujer que dirige los rezos pone el pie sobre una margarita en el sendero entre las tumbas. El monaguillo ladea un poco el paraguas. El humo del incienso penetra en la tierra.

El cura deja chorrear un puñado de barro sobre el ataúd. «Llévate, tierra, lo que es tuyo. Y que Dios se lleve lo que es suyo», dice. El monaguillo entona un largo y húmedo «amén». Windisch logra verle las muelas.

El agua del suelo devora los bordes del paño mortuorio. El guardián nocturno se pega el sombrero al pecho. Con los dedos estruja el ala. El sombrero se arruga. El sombrero se enrolla como una rosa negra.

El cura cierra su breviario. «Volveremos a encontrarnos en el más allá», dice.

El sepulturero es rumano. Apoya la pala contra su vientre. Se persigna. Escupe en sus manos. Empieza a llenar la tumba.

Los instrumentos de viento entonan un frío canto fúnebre. Un canto sin lindes. El aprendiz de sastre sopla su trompa. Tiene manchas blancas en sus dedos azulinos. Se va deslizando en la canción. El gran pabellón amarillo está junto a su oreja. Refulge como la bocina de un gramófono. El canto fúnebre se quiebra al caer del pabellón.

El bombo vibra. La manzana de Adán de la mujer que dirige los rezos cuelga entre las puntas de su pañuelo. La tumba se llena de tierra.

Windisch cierra los ojos. Le duelen de ver tantas cruces de mármol blanco mojadas. Le duelen de tanta lluvia.

La flaca Wilma se dirige hacia el portón del cementerio. Sobre la tumba de la vieja Kroner han quedado unos macizos de hortensias deshechos. De pie junto a la tumba de su madre, el carpintero llora.

La mujer de Windisch se ha parado sobre la margarita. «Ven, vámonos», dice. Windisch echa a andar a su lado bajo el paraguas negro. El paraguas es un gran sombrero negro. La mujer de Windisch lleva el sombrero atado a un asta.

El sepulturero se queda descalzo y solo en el cementerio. Con la pala limpia sus botas de goma.

El rey durmiente

A
ntes de la guerra, la banda de música del pueblo se reunió un día en la estación. Todos lucían su uniforme rojo oscuro. El hastial de la estación estaba enteramente recubierto de guirnaldas de lirios rojos, áster y hojas de acacia. La gente iba endomingada. Los niños llevaban medias blancas y sostenían pesados ramos de flores ante sus caras. Cuando el tren entró en la estación, la banda tocó una marcha. La gente aplaudió. Los niños lanzaron sus flores al aire.

El tren entró lentamente. Un joven sacó su brazo largo por la ventanilla. Estiró los dedos y exclamó: «Silencio. Su Majestad el rey está durmiendo».

Cuando el tren abandonó la estación, un rebaño de cabras blancas llegó de la dehesa. Las cabras avanzaron siguiendo los rieles y se comieron los ramos de flores.

Los músicos volvieron a sus casas con su marcha interrumpida. Los hombres y mujeres volvieron a sus casas con su saludo de bienvenida interrumpido. Los niños volvieron a sus casas con las manos vacías.

Una niña que debía recitarle un poema al rey cuando la marcha y los aplausos hubieran concluido, se quedó sola en la sala de espera y lloró hasta que las cabras acabaron de comerse todos los ramos de flores.

La gran casa

L
a señora de la limpieza sacude el polvo de la barandilla. Tiene una mancha negra en la mejilla y un párpado morado. Está llorando. «Me ha vuelto a pegar», dice.

Las perchas relucen vacías en las paredes del vestíbulo. Forman una corona de púas. Las pantuflas, pequeñas y muy gastadas, están perfectamente alineadas bajo los ganchos.

Cada niño trajo una calcomanía al jardín de infancia. Y Amalie pegó las figurillas debajo de los ganchos.

Cada niño busca cada mañana su coche, su perro, su muñeca, su flor, su pelota.

Udo entra en el vestíbulo. Busca su bandera. Es negra, roja y dorada. Udo cuelga su abrigo del gancho, encima de su bandera. Se quita los zapatos. Se pone las pantuflas rojas. Y deja sus zapatos debajo de su abrigo.

La madre de Udo trabaja en la fábrica de chocolate. Cada martes le trae azúcar, mantequilla, cacao y chocolate a Amalie. «Udo vendrá tres semanas más al jardín», le dijo ayer a Amalie. «Ya nos llegó el aviso del pasaporte.»

La dentista empuja a su hija por la puerta semiabierta. La boina blanca parece una mancha de nieve sobre el pelo de la niña. La niña busca su perro debajo del gancho. La dentista entrega a Amalie un ramo de claveles y una cajita. «Anca está resfriada», le dice. «Dele estas pastillas a las diez, por favor.»

La señora de la limpieza sacude su bayeta por la ventana. La acacia está amarilla. Como cada mañana, el viejo barre la acera frente a su casa. La acacia sopla sus hojas al viento.

Los niños lucen el uniforme de los Halcones. Camisas amarillas y pantalones o faldas plisadas azul marino. «Hoy es miércoles», piensa Amalie, «el día de los Halcones».

Se oye un traqueteo de sillares y un zumbido de grúas. Los indios marchan en columnas ante las manitas infantiles. Udo construye una fábrica. Las muñecas beben leche en los dedos de las niñas.

La frente de Anca está ardiendo.

Por el techo del aula llega el himno nacional. El gran grupo está cantando en el piso de arriba.

Los sillares reposan unos sobre otros. Las grúas enmudecen. La columna de indios se halla al borde de la mesa. La fábrica no tiene tejado. La muñeca del vestido de seda largo yace sobre la silla. Está durmiendo. Tiene la cara sonrosada.

Los niños forman un semicírculo frente al pupitre, alineados según su talla. Pegan la palma de la mano al muslo. Empinan la barbilla. Los ojos se les agrandan y humedecen. Cantan en voz alta.

Los chicos y las chicas son pequeños soldados. El himno tiene siete estrofas.

Amalie cuelga el mapa de Rumania en la pared.

«Todos los niños viven en bloques de viviendas o en casas», dice Amalie. «Cada casa tiene habitaciones. Y todas las casas juntas forman una gran casa. Esta gran casa es nuestro país. Nuestra patria.»

Amalie señala el mapa. «Esta es nuestra patria», dice. Y con la punta del dedo busca los puntos negros en el mapa. «Estas son las ciudades de nuestra patria», dice Amalie. «Las ciudades son las habitaciones de esta gran casa que es nuestro país. En nuestras casas viven nuestro padre y nuestra madre. Ellos son nuestros padres. Cada niño tiene sus padres. Y así como nuestro padre es el padre en la casa en que vivimos, el camarada Nicolae Ceausescu es el padre de nuestro país. Y así como nuestra madre es la madre en la casa en que vivimos, la camarada Elena Ceausescu es la madre de nuestro país. El camarada Nicolae Ceausescu es el padre de todos los niños. Y la camarada Elena Ceausescu es la madre de todos los niños. Todos los niños quieren al camarada y a la camarada, porque son sus padres.»

La señora de la limpieza pone una papelera vacía junto a la puerta. «Nuestra patria se llama la República Socialista de Rumania», dice Amalie. «El camarada Nicolae Ceausescu es el secretario general de nuestro país, la República Socialista de Rumania.»

Un niño se levanta. «Mi padre tiene un globo terráqueo en casa», dice. Y dibuja una esfera con las manos. Y se lleva por delante el florero. Los claveles quedan en el agua. La camisa de halcón se le moja.

Sobre la mesita que tiene delante hay trozos de vidrio. El chico se echa a llorar. Amalie aleja de él la mesita. No puede enfadarse. El padre de Claudiu es el administrador de la carnicería de la esquina.

Anca apoya la cara sobre la mesa. «¿A qué hora volvemos a casa?», pregunta en rumano. El alemán la aburre y no acaba de entrarle. Udo construye un tejado. «Mi padre es el secretario general de nuestra casa», dice.

Amalie mira las hojas amarillas de la acacia. Como todos los días, el viejo está asomado a la ventana abierta. «Dietmar va a comprar entradas para el cine», piensa Amalie.

Los indios marchan por el suelo. Anca toma sus pastillas.

Amalie se apoya en el marco de la ventana. «¿Quién quiere recitar una poesía?», pregunta.

«Yo conozco un país con una cordillera, / en cuyas cumbres la mañana reverbera, / y en cuyos bosques, cual mar proceloso, / resuena cálido el viento de primavera.»

Claudiu habla bien alemán. Claudiu alza la barbilla. Claudiu habla alemán con voz de adulto reducido.

Diez lei

L
a gitanilla del pueblo vecino exprime su delantal gris verdoso. De su mano chorrea agua. Del centro de la cabeza le cuelga una trenza sobre la espalda. En la trenza hay una cinta roja. Cuelga del extremo inferior como una lengua. La gitanilla se planta ante los tractoristas descalza y con los dedos de los pies cochambrosos.

Los tractoristas llevan sombreros pequeños y mojados. Sus manos negras reposan sobre la mesa. «Si me lo enseñas», le dice uno de ellos, «te doy diez lei». Y pone diez lei sobre la mesa. Los tractoristas se ríen. Los ojos les brillan. Tienen la cara roja. Sus miradas manosean la larga falda floreada. La gitana se la remanga. El tractorista vacía su vaso. La gitana recoge el billete de la mesa. Se enrosca la trenza alrededor del dedo y ríe.

Windisch siente el olor a aguardiente y a sudor de la mesa vecina. «No se quitan las zamarras de piel de oveja en todo el verano», dice el carpintero, en cuyo pulgar hay espuma de cerveza. Y sumerge el índice en el vaso. «El cerdo de al lado me ha soplado su ceniza en la cerveza», dice. Y mira al rumano que tiene a su espalda. El rumano sostiene el cigarrillo en la comisura de los labios. Lo ha empapado de saliva. Se ríe. «No más alemán», dice. Y añade, en rumano: «Estamos en Rumania».

El carpintero tiene una mirada ávida. Levanta su vaso y lo vacía. «Pronto estaréis libres de nosotros», exclama. Le hace una seña al tabernero, que está en la mesa de los tractoristas. «Otra cerveza», pide.

El carpintero se enjuga la boca con el dorso de la mano. «¿Ya has ido a ver al jardinero?», pregunta. «No», dice Windisch. «¿Sabes dónde queda?», pregunta el carpintero. Windisch asiente con la cabeza: «A la entrada de la ciudad». «En Fratelia, en la calle Enescu», dice el carpintero.

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