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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Clásico, #Drama

El fantasma de la ópera (23 page)

BOOK: El fantasma de la ópera
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Por casualidad, se representaba Fausto. La concurrencia era de las más brillantes. El público de la ópera estaba maravillosamente representado. Por aquella época, los abonados no cedían, no alquilaban ni subalquilaban ni se compartían los palcos con financistas, comerciantes o extranjeros. Hoy en día podemos ver en el palco del marqués de cual, ya que sigue conservando su título, pues el marqués es por contrato su titular, pero en ese palco, decíamos, descansa Cómodamente un vendedor de tocino y su familia, y está en su derecho ya que paga el palco del marqués. Antaño, estas costumbres eran Prácticamente desconocidas. Los palcos de la ópera eran salones en los que se reunían los hombres de mundo quienes, a veces, les gustaba la música.

Toda esa concurrencia se conocía, sin que por ello se frecuentara Necesariamente. Pero llevaban los nombres en la cara y la fisionomía del conde de Chagny era conocida por todos.

La noticia aparecida por la mañana en L'Époque debía haber surtido su pequeño efecto, ya que todas las miradas se dirigían hacia el palo en el que el conde Philippe, con aspecto de absoluta indiferencia y aire despreocupado, se encontraba completamente solo. El elemento femenino de aquella esplendorosa asamblea parecía especialmente Intrigado y la ausencia del vizconde daba pie a cientos de cuchicheos detrás de los abanicos. Christine Daaé fue acogida con bastante frialdad. Aquel público distinguido no le perdonaba que mirara tan alto.

La diva notó la mala disposición de una parte de la sala y se sintió turbada.

Los asiduos, que pretendían estar al corriente de los amores del vizconde, no pudieron evitar sonreír en ciertos pasajes del papel de Margarita. Por eso se volvieron ostensiblemente hacia el palco de Philippe de Chagny cuando Christine cantó la frase: «Querría saber quién era aquel joven, si es un gran señor y cómo se llama».

Con el mentón apoyado en la mano, el conde no parecía preocuparse de aquellas manifestaciones. Fijaba los ojos en el escenario. Pero, ¿lo miraba? Parecía muy ausente…

Christine iba mostrándose cada vez más insegura. Temblaba. Se encaminaba hacia él desastre… Carolus Fonta se preguntó si se encontraba mal, si podría mantenerse en escena hasta el final del acto que era el del jardín. En la sala, la gente recordaba la desgracia ocurrida a la Carlotta el final de este acto, y el «cuac» histórico que por el momento había suspendido su carrera en París.

Precisamente entonces, la Carlotta hizo su entrada en un palco lateral, entrada sensacional. La pobre Christine levantó los ojos hacia aquel nuevo motivo de turbación. Reconoció a su rival. Le pareció verla sonreír irónicamente. Esto la salvó. Lo olvidó todo para triunfar una vez más.

A partir de este momento, cantó con toda su alma. Intentó superar todo lo que había hecho hasta entonces, y lo consiguió. En el último acto, cuando comenzó a invocar a los ángeles y a ascender del suelo, arrastró en un nuevo vuelo a toda la sala estremecida y todos creyeron tener alas.

Ante aquella llamada sobrehumana, un hombre se había levantado en el centro del anfiteatro y se mantenía de pie, de cara a la artista, como si con el mismo movimiento dejara también la tierra… Era Raoul:

¡Ángeles puros! ¡Ángeles radiantes! ¡Ángeles puros! ¡Ángeles radiantes!

Y Christine, con los brazos tendidos, la garganta inflamada, envuelta en la gloria de su cabellera desatada sobre sus hombros desnudos, lanzaba el clamor divino:

¡Llevad mi alma al seno de los cielos!

Fue entonces cuando una repentina oscuridad se hizo en el teatro. Todo fue tan rápido que los espectadores no tuvieron siquiera tiempo de lanzar un grito de estupor, ya que la luz volvió de nuevo a iluminar el escenario.

… ¡Pero Christine Daaé había desaparecido! ¿Qué había sido de ella?… ¿Qué milagro era aquél?… Todos se miraron sin entender y una gran emoción se apoderó de todos. El desasosiego no era menor en el escenario que en la sala. Desde los bastidores la gente se precipitaba hacia el lugar en el que, hacía un instante, Christine cantaba. El espectáculo se interrumpía en medio del mayor desorden.

¿Adónde, adónde había ido Christine? ¿Qué sortilegio la había arrebatado a millares de espectadores entusiasmados y los mismos brazos de Carolus Fonta? En realidad, podían preguntarse si, en virtud de su ruego inflamado, los ángeles no la habían llevado realmente «al seno de los cielos» en cuerpo y alma…

Raoul, siempre de pie en el anfiteatro, había lanzado un grito. El conde Philippe se había incorporado en su palco. Todos miraban el escenario, miraban al conde, miraban a Raoul, y se preguntaba si el curioso suceso no tenía nada que ver con la nota aparecida aquella misma mañana en el periódico. Pero Raoul abandonó a toda prisa su sitio, el conde desapareció de su palco y, mientras bajaba el telón, los abonados se precipitaron hacia la entrada de artistas. En medio de una indescriptible confusión y algarabía, el público esperaba un anuncio. Todos hablaban a la vez. Cada cual pretendía explicar cómo habían ocurrido las cosas. Unos decían: «Ha caído en una trampilla». Otros: «Ha sido elevada en las bambalinas. La pobre ha sido quizá sido víctima de un nuevo truco estrenado por la nueva dirección». Y otros aún: «Es una emboscada. La coincidencia de la oscuridad y la desaparición lo prueban sobradamente».

Por fin, se levantó el telón, y Carolus Fonta, avanzando hasta el estrado del director de orquesta, anunció con una voz grave y triste:

—¡Señoras y señores, algo inaudito, que nos sume en una profunda inquietud, acaba de producirse! ¡Nuestra compañera Christine Daaé ha desaparecido ante nuestros ojos sin que podamos saber cómo!

CAPÍTULO XV

SINGULAR ACTITUD DE UN IMPERDIBLE

En el escenario reina un desorden jamás visto. Artistas, tramoyistas, bailarinas, comparsas, figurantes, coristas, abonados, todos preguntan, gritan, se empujan. «¿Dónde está?». «¡La han hecho desaparecer!». «¡Es el vizconde de Chagny el que la ha raptado!». «¡No, es el conde!». «¡Ah, y la Carlotta! ¡La Carlotta es la quien ha dado el golpe!». «¡No, es el fantasma!».

Algunos se ríen, sobre todo después de que un atento examen de las trampillas y del suelo ha alejado cualquier sospecha de accidente.

En medio de esta masa excitada, tres personajes se hablan en voz baja y con gestos desesperados. Son Gabriel, el maestro de canto; Mercier, el administrador; y el secretario Rémy. Se han retirado a un rincón del tambor que comunica el escenario con el amplio pasillo del foyer de la danza. Allí, detrás de unos enormes accesorios, comentan:

—¡He llamado! ¡No me han contestado! Puede que no estén en su despacho. En todo caso es imposible saberlo, porque se han llevado las llaves.

Así se expresa el secretario Rémy y no cabe duda de que con estas palabras se refiere a los señores directores. Éstos han dado la orden, en el último entreacto, de no molestarlos bajo ningún pretexto. «No están para nadie».

—Sin embargo, ¡no se rapta a una cantante en el escenario todos los días! —exclama Gabriel.

—¿Les ha gritado usted eso? —pregunta Mercier.

—Ahora mismo vuelvo —dice Rémy y desaparece corriendo. En aquel momento aparece el regidor.

—Y bien, señor Mercier, ¿viene usted? ¿Qué hacen aquí ustedes dos? Lo necesitamos, señor administrador.

—No quiero hacer nada ni saber nada antes de que llegue el comisario —declara Mercier—. He mandado buscar a Mifroid. ¡Cuando llegue, ya veremos!

—Y yo le digo que hay que bajar inmediatamente al registro
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.

—No antes de que llegue el comisario…

—Yo ya he bajado al registro.

—¡Ah! ¿Y qué ha visto?

—¡Pues bien, no he visto a nadie! ¿Me entiende bien? ¡A nadie!

—¿Y qué quiere usted que haga yo allí?

—¡Evidentemente! —contesta el regidor, que se pasa frenéticamente las manos por un mechón rebelde—. ¡Evidentemente! Pero quizá si hubiera alguien en el registro, podría explicarnos cómo se han apagado tan de pronto las luces en el escenario. Y, Mauclair no está en ninguna parte, ¿entiende?

Mauclair era el jefe de iluminación, o sea el responsable del día y la noche en el escenario de la ópera.

—Mauclair no está por ningún lado —repite Mercier excitado—. Pero bueno, ¿y sus ayudantes?

—¡Ni Mauclair ni sus ayudantes! ¡Nadie en el cuarto de iluminación les digo! Como bien pueden imaginar —brama el regidor—, la Daaé no se habrá raptado a sí misma. ¡El golpe estaba preparado, y lo que hay que descubrir…! ¿Y los directores que no aparecen?… ¡He prohibido disminuir las luces y he puesto un bombero delante del nicho del registro! ¿Acaso no he hecho bien?

—Sí, sí, ha hecho usted bien… Y ahora esperemos que llegue el comisario.

El regidor se aleja, encogiéndose de hombros, rabioso, mascullando insultos a esos imbéciles que se quedan tranquilamente acurrucados en un rincón mientras todo el teatro está «patas arriba». Tranquilos, lo que se dice tranquilos, Gabriel y Mercier no lo estaban. Habían recibido una orden que les paralizaba. No podían molestar a los directores por ningún motivo. Rémy había infringido esa orden y no había pasado nada.

Precisamente en aquel instante vuelve de su nueva expedición.

Viene con una expresión más bien azorada.

—¿Y bien, ha hablado con ellos? —pregunta Mercier.

—Moncharmin ha acabado por abrirme la puerta —contesta Rémy—. Los ojos se le salían de las órbitas. Creí que iba a pegarme. No he podido decir una sola palabra, ¿saben lo que me ha dicho a gritos?

»—¿Tiene usted un imperdible?

»—No.

»—¡Entonces déjeme en paz!…

»Intento explicarle que en el teatro están ocurriendo cosas extrañas… y él me contesta:

»—¿Un imperdible? ¡Deme inmediatamente un imperdible!

»Un ordenanza que le había oído —gritaba como un sordo— llega con un imperdible, se lo da inmediatamente y Moncharmin me cierra la puerta en las narices. ¡Eso es todo!».

—¿Y no ha podido usted decirle que Christine Daaé…?

—¡Habría querido verlo en mi lugar!… ¡Echaba espuma por la boca!… No pensaba más que en su imperdible… Creo que, si no se lo hubieran traído en el acto, le hubiera dado un ataque. ¡Realmente, todo esto no es normal y nuestros directores se están volviendo locos!…

El señor secretario Rémy no está contento. Lo hace notar.

—¡Esto no puede seguir así! ¡No estoy acostumbrado a que me traten de esta forma!

De repente, Gabriel exclama:

—Es otro golpe del F. de la Ó.

Rémy se ríe sarcásticamente. Mercier suspira, parece dispuesto a soltar una confidencia… Pero, al mirar a Gabriel que le hace señas para que se calle, no dice nada.

Sin embargo, Mercier, que siente aumentar el peso de su responsabilidad a medida que transcurren los minutos sin que los directores aparezcan, no aguanta más.

—¡Bueno! Iré yo mismo a buscarlos —decide.

Gabriel, de repente muy sombrío y grave, le detiene.

—Piense en lo que hace, Mercier. ¡Si se quedan en su despacho quizá sea porque es necesario! ¡El F. de la Ó. tiene más de un truco en su haber!

Pero Mercier mueve la cabeza.

—¡Es igual! ¡Voy allá! Si me hubieran escuchado, hace ya mucho tiempo lo hubieran contado todo a la policía. Y se va.

—¿Qué es todo? —pregunta inmediatamente Rémy—. ¿Qué le habría que haber contado a la policía? ¿Por qué se calla, Gabriel?… ¡También está usted enterado del asunto! ¡Pues bien, más le vale informarme si quiere que no vaya por ahí diciendo que todos ustedes se están volviendo locos!… ¡Sí, locos, locos de remate!

Gabriel le mira con ojos estúpidos y simula no entender nada de aquella salida intempestiva del señor secretario.

—¿Qué asunto? —murmura—. No sé a qué se refiere. Rémy se exaspera.

—Esta noche, Richard y Moncharmin, aquí mismo, en los entreactos, parecían dos alienados.

—No lo he notado —gruñe Gabriel, muy incómodo.

—¡Será usted el único!… ¿Acaso cree que no les he visto?… ¿Y el señor Parabise, director del Crédit Central, tampoco se ha dado cuenta de nada?… ¿Cree que el señor embajador de la Borderie lleva los ojos en el bolsillo?… ¡Pero, señor maestro de canto, si todos los abonados señalaban con el dedo a nuestros directores!

—¿Qué hacían nuestros directores? —pregunta Gabriel con aire ingenuo.

—¿Qué hacían? ¡Pero si sabe usted mejor que nadie lo que hacían!… ¡Estaba usted allí!… ¡Y les observaban, usted y Mercier!… Y eran ustedes los únicos en no reírse…

—¡No le entiendo!

Muy frío, muy ensimismado, Gabriel extiende los brazos y los deja caer, gesto que significa evidentemente que se desentiende de la cuestión… Rémy continúa:

—¿Qué significa esta nueva manía?… ¿Es que ahora ya no quieren que nadie se acerque a ellos?

—¿Cómo? ¿Que no quieren que nadie se acerque a ellos?

—¿Por qué no quieren que nadie los toque?

—¿En verdad ha notado usted que no quieren que nadie los toque? ¡Esto sí que es extraño!

—¡Ah, con que lo reconoce! ¡Ya era hora! ¡Y caminan para atrás!

—¿Para atrás? ¿Ha notado usted que nuestros directores caminan para atrás? Creía que sólo los cangrejos caminaban para atrás.

—¡No ría usted, Gabriel! ¡No se ría!

—No me río —protesta Gabriel que está más serio que un papa.

—Por favor, Gabriel ¿podría explicarme, usted que es amigo íntimo de la dirección, por qué en el entreacto del «jardín», en el foyer, cuando yo avanzaba con la mano tendida hacia el señor Richard, oí al señor Moncharmin decirme precipitadamente en voz baja: «¡Aléjese! ¡Aléjese! ¡Y sobre todo no toque al señor director!…»? ¿Es que soy un apestado?

—¡Increíble!

—Y unos instantes más tarde, cuando el embajador de la Borderie se dirigió a su vez hacia el señor Richard, ¿no vio usted al señor Moncharmin interponerse y exclamar: «Señor embajador, se lo suplico, no toque al señor director»?

—¡Desconcertante!… ¿Y qué hacía Richard mientras tanto?

—¿Qué hacía? Lo ha visto perfectamente, daba media vuelta, saludaba hacia adelante sin que hubiera nadie delante de él y se retiraba caminando hacia atrás.

—¿Hacia atrás?

—Y Moncharmin, detrás de Richard, también había dado media vuelta, es decir que había efectuado un rápido semicírculo detrás de Richard, y se retiraba también caminando hacia atrás… Así llegaron hasta la escalera de la administración, caminando hacia atrás… ¡Hacia atrás!… En fin, si no están locos, ¡ya me explicará usted qué quiere decir esto!

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