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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Clásico, #Drama

El fantasma de la ópera (21 page)

BOOK: El fantasma de la ópera
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»¡Oh, Raoul, aquella cosa! ¿Cómo dejar de verla? Si mis oídos están llenos de sus gritos, mis ojos están hechizados por su rostro. ¡Qué imagen! ¿Cómo dejar de verla y cómo hacer que la vea?… Raoul, usted ha visto las calaveras cuando están secas por el paso de los siglos y si no fue víctima de una horrible pesadilla, vio también su calavera la noche de Perros. También ha visto pasearse durante el último baile de disfraces a la «Muerte roja». Pero todas esas calaveras permanecían inmóviles y su mudo horror ya no vivía. Pero imagine, si es capaz, la máscara de la Muerte reviviendo de repente para expresar, por los agujeros negros de sus ojos, su nariz y su boca, la ira desatada, el furor soberano de un demonio: imagine la ausencia de mirada en los agujeros de los ojos, ya que, como supe más tarde, no pueden verse sus ojos de brasa más que en la noche profunda… Yo debía ser, pegada a la pared, la viva imagen del Espanto, como él era la de la Repulsión.

»Entonces, acercó a mí el rechinar horrible de sus dientes sin labios y, mientras yo caía de rodillas, me susurró lleno de odio cosas insensatas, palabras interrumpidas, maldiciones, delirio… ¡Y no sé cuántas cosas más!…

»—¡Mira! —gritaba inclinado sobre mí—, ¡has querido ver, ve, pues! ¡Impregna tus ojos, embriaga tu alma con mi maldita fealdad! ¡Mira el rostro de Erik! ¡Ahora conoces el rostro de la Voz! ¿No te bastaba, dime, con escucharme? Has querido saber cómo estaba hecho. ¿Por qué sois tan curiosas las mujeres?

»Y se echaba a reír mientras repetía: “¡Sois tan curiosas las mujeres!”… con una risa atronadora, ronca, espumeante, terrible… Decía también cosas como éstas:

»—¿Estás contenta? Soy hermoso, ¿no?… Cuando una mujer me ha visto, como lo acabas de hacer tú, es mía ¡Me ama para siempre! Soy un tipo sólo comparable a Don Juan.

»Y alzándose con los puños en las caderas, balanceándose sobre los hombros aquella cosa repulsiva que le servía de cabeza, tronaba:

»—¡Mírame! Soy Don Juan triunfante.

»Al verme girar la cabeza pidiendo piedad, me cogió brutalmente por el pelo y me obligó a mirarlo. Sus dedos de muerte se enlazaron a mis cabellos».

—¡Basta, basta! —interrumpió Raoul—. ¡Lo mataré, lo mataré! ¡En el nombre del cielo, Christine, dime dónde está el comedor del lago! ¡Lo mataré!

—Calle Raoul, si quiere usted saberlo todo.

—¡Ah, sí! Quiero saber cómo y por qué volvió usted. Ese es el secreto, Christine, en realidad no hay otro. ¡Pero de todas formas, lo mataré!

—¡Oh Raoul mío, si quiere saber, escuche! Me arrastraba por el pelo y entonces…, y entonces… ¡Oh, esto es aún más horrible!

—Dilo ahora… —exclamó Raoul con aire amenazador—. ¡Dilo pronto!

—Entonces dijo entre silbidos:

»—¿Qué? ¿Te doy miedo? ¿Es posible?… Crees quizá que llevo aún una máscara, ¿no? ¿Y que esto… esto, mi cabeza, es una máscara? Pues bien, ¡arráncala como la otra! ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Otra vez! ¡Quiero que lo hagas! ¡Tus manos! ¡Tus manos!… Dame tus manos…

Si no te bastan, te prestaré las mías… y entre los dos arrancaremos la máscara.

»Me arrojé a sus pies, pero él me cogió las manos, Raoul, y las hundió en el horror de su cara… Con mis uñas se arrancó la carne, su horrible carne muerta.

»—¡Mira, mira!… —exclamaba desde el fondo de su garganta que bramaba como una fragua—. ¡Entérate de una vez de que estoy hecho con materia de muerte!… ¡De la cabeza a los pies!… ¡Y que es un cadáver el que te ama, te adora y no te dejará nunca, nunca!… Haré ensanchar el ataúd, Christine, para más tarde, cuando hayamos acabado nuestros amores… ¿Ves?, ya no río, lloro…, lloro por ti que me has arrancado la máscara y que por ella no podrás abandonarme jamás… Mientras podías creerme hermoso, Christine, podías volver… Sé que hubieras vuelto…, pero ahora que conoces mi monstruosidad huirás para siempre… ¡¡¡No te soltaré!!! ¿Por qué has querido verme? ¡Insensata, loca Christine, por qué has querido verme!… ¡Si mi padre no me ha visto jamás y mi madre, para no verme, me regaló llorando mi primera máscara!

»Por fin me había soltado, y yo me arrastraba por el parqué entre sollozos. Después, como un reptil, se arrastró, salió de la habitación y entró en la suya, cuya puerta se volvió a cerrar, y yo me quedé sola, entregada a mi horror y a mis pensamientos, libre de la visión de la cosa. Un inmenso silencio sepulcral había sucedido a aquella tormenta y pude reflexionar acerca de las terribles consecuencias del gesto que había hecho al arrancarle la máscara. Las últimas palabras del monstruo me habían informado de sobra. Yo misma me había aprisionado para siempre y mi curiosidad iba a ser la causa de todas mis desgracias. Me lo había advertido con frecuencia… Me había repetido que no correría ningún peligro mientras no tocase la máscara, y yo la había tocado. Maldije mi imprudencia, pero me di cuenta temblando de que el razonamiento del monstruo era lógico. Sí, habría vuelto si no le hubiera visto el rostro… Ya me había conmovido lo suficiente, interesado, incluso apiadado, mediante sus lágrimas enmascaradas, para que permaneciera impasible ante su ruego. Por último, yo no era una ingrata y su defecto no iba a hacerme olvidar que era la Voz y que me había reconfortado con su genio. ¡Habría vuelto! ¡Pero ahora, de encontrarme lejos de aquellas catacumbas, no volvería! ¡No se vuelve para encerrarse en una tumba con un cadáver que te ama!

»Por su manera excitada de actuar durante la escena, y de mirarme, o mejor dicho, de acercar a mí los dos agujeros negros de su mirada invisible, había podido darme cuenta de que su pasión 'no tenía limites. Para que no me tomara en sus brazos, en un momento en que no podía ofrecerle la menor resistencia, era preciso que aquel monstruo fuera a la vez un ángel y, quizás, a pesar de todo, lo era un poco: el Ángel de la música, y puede que lo hubiera sido del todo sí Dios le hubiera dado otro físico en lugar de vestirlo de podredumbre.

»Extraviada ante la idea del destino que me estaba reservado, presa del terror de ver volverse a abrir la puerta de la habitación del ataúd y de volver a ver el rostro del monstruo sin máscara, me había deslizado hasta mi propio cuarto y me había apoderado de las tijeras que podían poner término a mi espantoso destino…, cuando en ese momento oí las notas de un órgano…

»Entonces fue cuando empecé a entender las palabras de Erik acerca de lo que llamaba, con un desprecio que me había dejado estupefacta, la música de ópera, ya que lo que oía no tenía nada que ver con lo que me había fascinado hasta entonces. Su Don Juan Triunfante (ya que no me cabía la menor duda de que se había volcado en su obra maestra para olvidar el horror de lo que acababa de ocurrir), su Don Juan Triunfante no me pareció al principio más que un largo, horrible y magnífico sollozo en el que el pobre Erik había vertido toda su miseria maldita.

»Volvía a ver el cuaderno de notas rojas e imaginaba fácilmente que aquella música había sido escrita con sangre. Me paseaba con todo detalle a través del martirio; me hacía entrar en todos los rincones del abismo habitado por la fealdad humana; me mostraba a Erik golpeando atrozmente a su pobre cabeza repulsiva contra las paredes fúnebres de aquel infierno y rehuyendo, para no asustarlos, la mirada de los hombres. Asistía anonadada, jadeante, desesperada y vencida, a la eclosión de aquellos acordes maravillosos en los que se divinizaba el Dolor, después, los sonidos que subían del abismo se agruparon de repente en un vuelo prodigioso y amenazante; su tropa tornasolada pareció escalar el cielo al igual que el águila cuando sube hacia el sol; aquella sinfonía pareció abrazar el mundo y comprendí que la obra se había realizado por fin y que la Fealdad, elevada en alas del Amor, se había atrevido a mirar cara a cara a la Belleza. Me sentía como ebria; la puerta que me separaba de Erik cedió ante mis esfuerzos. Se había levantado al oírme, pero no se atrevió a volverse.

»—¡Erik! —exclamé—, enséñeme el rostro sin terror. Le juro que es usted el más desgraciado y sublime de los hombres y, si a partir de ahora Christine Daaé tiembla al mirarle, ¡es porque piensa en la grandeza de su genio!

»Entonces Erik se volvió. Había creído en mí y yo también, por desgracia… ¡y yo, ay, ay…, yo tenía fe en mí!… Elevó hacia el Destino sus manos descarnadas y se arrodilló ante mí con palabras de amor…

»… Con palabras de amor en su boca de muerte…, la música se había callado…

»Besaba el borde de mi falda, y no vio que yo cerraba los ojos.

»¿Qué más puedo decirle, Raoul? Ahora, ya conoce el drama… Durante quince días se repitió…, quince días durante los cuales le mentí. Mi mentira fue tan horrible como el monstruo al que iba dirigida; y a ese precio fue como pude conseguir la libertad. Quemé su máscara. Desempeñé tan bien mi papel que, cuando no cantaba, se atrevía a mendigar alguna de mis miradas, como un perro tímido que da vueltas alrededor de su amo. Se convirtió así como en un esclavo fiel y me rodeaba de mil cuidados. Poco a poco llegué a inspirarle tanta confianza que se atrevió a llevarme a las orillas del Lago Averno y a pasearme en barca por sus aguas de plomo; en los últimos días de mi cautiverio, por la noche, me hacía atravesar las verjas que encierran los subterráneos de la calle Scribe. Allí nos esperaba un carruaje que nos llevaba hasta la soledad del Bois.

»La noche en la que nos encontramos estuvo a punto de resultarme trágica, ya que siente hacia usted unos celos horribles; a los que no he podido combatir más que afirmando su próxima partida… Por fin, después de quince días de aquel abominable cautiverio, en el que me sentí unas veces transportada de piedad, otras de entusiasmo, de angustia y de horror, me creyó cuando le dije: ¡Volveré!».

—Y ha vuelto, Christine —gimió Raoul.

—Es cierto, Raoul, y debo decir que no fueron las espantosas amenazas con las que acompañó mi libertad las que me ayudaron a mantener mi palabra, sino el sollozo desesperado que lanzó en el umbral de su tumba.

»Sí, ese sollozo —repitió Christine moviendo dolorosamente la cabeza— me encadenó al desventurado monstruo más de lo que yo misma suponía en el momento de decirnos adiós. ¡Pobre Erik, pobre Erik!».

—Christine —dijo Raoul poniéndose de pie—, dice usted que me ama, pero pocas horas han transcurrido desde que ha recuperado recobrado su libertad que ya vuelve al lado de Erik… ¡Recuerde el baile de disfraces!

—Las cosas habían sido acordadas así… recuerde también que aquellas horas las pasé con usted, Raoul…, con peligro para los ambos…

—Durante aquellas horas dudé de que me amase.

—¿Aún lo duda, Raoul?… Sepa entonces que cada uno de mis viajes al lado de Erik ha aumentado mi horror hacia él, ya que cada uno de estos viajes, en lugar de calmarlo como yo esperaba, le vuelven aún más loco de amor… ¡y tengo miedo! ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!

—Tiene miedo… Pero, ¿me ama?… Si Erik no fuera como es, ¿me amaría, Christine?

—¡Desventurado! ¿Por qué tentar al destino? ¿Para qué preguntarme cosas que he ocultado en el fondo de mi conciencia como un pecado?

Se levantó a su vez, rodeó la cabeza del joven con sus bellos brazos y le dijo:

—¡Oh, mi prometido de un día! Si no le amase no le ofrecería mis labios, por primera y última vez.

Él los tomó, pero la oscuridad que les rodeaba se desgarró de tal manera que huyeron como si se acercara una tormenta, y sus ojos, en los que habitaba el temor de Erik, les reveló, antes de desaparecer en el fondo de los tejados, allá arriba, por encima de ellos, ¡un inmenso pájaro nocturno que les miraba con sus ojos de brasa, y que parecía aferrado a las cuerdas de la lira de Apolo!

CAPÍTULO XIV

UN GOLPE GENIAL DEL MAESTRO EN TRAMPILLAS

Raoul y Christine corrieron, corrieron. Ahora huían del tejado donde se encontraban los ojos de brasa, que sólo se ven en lo más profundo de la noche; y no se detuvieron hasta llegar al octavo piso.

Aquella noche no había función y los pasillos de la ópera estaban desiertos.

De pronto, una extraña silueta surgió ante los jóvenes, cortándoles el paso.

—¡No! ¡Por aquí no!

Y la silueta les indicó otro pasillo por el cual podían llegar entre los bastidores.

Raoul quería detenerse, pedir explicaciones.

—¡Vamos, vamos, aprisa! —ordenó aquella sombra vaga oculta en una especie de capa y cubierta con un bonete puntiagudo.

Pero ya Christine arrastraba a Raoul y le obligaba a seguir corriendo:

—¿Pero quién es? ¿Quién es ése? —preguntaba el joven.

—¡Es el Persa!… —contestaba Christine.

—¿Qué hace aquí?

—Nadie sabe nada de él… ¡Está siempre en la ópera!

—Lo que usted me obliga a hacer, Christine, es una cobardía —dijo Raoul, que estaba muy alterado—. Me hace huir. Es la primera vez en mi vida.

—¡Bah! —contestó Christine que empezaba a calmarse—. Creo que hemos huido de la sombra de nuestra imaginación.

—Si de verdad hemos visto a Erik, debería haberlo clavado a la lira de Apolo, como se clava a la lechuza en las tapias de nuestras granjas bretonas, y ya no hubiéramos tenido que ocupamos de él.

—Mi buen Raoul, primero habría tenido que subir a la lira de Apolo, y no es cosa fácil.

—Sin embargo, los ojos de brasa estaban allí.

—¡Bueno! Ya está usted como yo, dispuesto a verlo en todas partes, pero si se reflexiona, uno se dice: lo que he tomado por ojos de brasa no eran más que los clavos de oro de dos estrellas que contemplaban la ciudad a través de las cuerdas de la lira.

Y Christine bajó un piso más, seguida por Raoul.

—Ya que está decidida del todo a partir, Christine —dijo el joven—, vuelvo a insistir que valdría más huir ahora mismo. ¿Por qué esperar a mañana? ¡Quizá nos haya oído esta noche!…

—¡Imposible, imposible! Trabaja, repito, en su Don Juan Triunfante, y no se ocupa de nosotros.

—Está usted tan poco convencida que no deja de mirar hacia atrás.

—Vamos a mi camerino.

—Vámonos mejor fuera de la ópera.

—¡Jamás hasta el momento de huir! Nos expondríamos a alguna desgracia si no cumplo mi palabra. Le prometí no vernos más que aquí.

—Es un consuelo para mí que le permita esto. ¿Sabe —dijo Raoul con amargura— que has sido usted pero que muy audaz permitiéndome el juego del noviazgo?

—Pero, querido, él está al corriente. Me dijo: «Confío en ti, Christine. El señor de Chagny está enamorado de ti y debe irse. Antes de que se vaya, ¡que sea tan desventurado como yo!…».

—¿Y qué significa eso, por favor?

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