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Authors: Patrick Graham

El evangelio del mal (29 page)

BOOK: El evangelio del mal
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Parks circula ahora en dirección sur sobre un grueso manto blanco. Solo ha parado una vez para tomar una taza de café y fumar un cigarrillo. Cuando llega por fin a Holy Cross City está anocheciendo. Desde que la luz del día ha empezado a desaparecer, los faros del 4x4 iluminan un verdadero muro de copos que los limpiaparabrisas tienen dificultades para apartar hacia los lados.

Después de poner el climatizador al máximo para desempañar el parabrisas, Parks distingue a lo lejos los faros giratorios de una columna de quitanieves que despejan las calles empujando enormes montones de nieve hacia las aceras. Al llegar a un cruce, tres vehículos se separan de la columna y giran a la derecha por la carretera que lleva al convento de Santa Cruz. Será el último paso de las excavadoras antes de que llegue lo peor de la tormenta. Con sus treinta toneladas de chatarra montadas sobre orugas y sus parachoques reforzados, más vale esperar a que bajen para emprender la subida.

La joven ve un bar de camioneros; los tubos de neón parpadean en el aire glacial. Aparca en batería entre dos coches cubiertos de nieve. Con el motor y los limpiaparabrisas en marcha, apoya la nuca en el reposacabezas y contempla los números azules del reloj en el salpicadero. 20.07. Debería dormir un poco antes de subir al convento, solamente unos minutos. Lucha un momento contra esa deliciosa tentación, intenta concentrarse en el soplo templado de la calefacción que acaricia su rostro, se aferra al ruido de cadenas que hace un coche al pasar. Luego cede y cae en un profundo sueño.

Capítulo 89

Un sobresalto. Parks abre los ojos y consulta los números luminosos del salpicadero. 20:32. Ha dormido menos de media hora, pero tiene la garganta tan seca que le parece que han sido horas. Se abrocha el abrigo y se pone los guantes. Después abre la portezuela y no puede evitar una mueca al sentir la mordedura del frío que penetra en el vehículo.

Parks se dirige hacia el bar oyendo el crujido de sus botas al pisar la nieve. El aire huele a mentol y a corteza helada; el olor del frío. Empuja la puerta del bar. En el interior apesta a fritura y a café. Es uno de esos establecimientos alargados, con una barra de plástico cubierta de expositores de sándwiches y salpicada de envases de plástico con diferentes salsas. Contra los ventanales se alinean unos asientos tapizados en escay y unas mesas de formica estropeada por la base ardiente de las cafeteras. Unos clientes agotados comen hamburguesas grasientas acompañadas de café en vasos de plástico. En el fondo del bar, una vieja máquina de discos reproduce una pieza de country-góspel. Parecen Ben Harper y los Blind Boys of Alabama, si es que la ventisca no le ha helado a Marie los oídos.

Parks se acomoda en un asiento y busca con los ojos a la camarera. Una corriente de aire le roza la nuca, una estela de perfume… Marie vuelve la cabeza hacia la chica que acaba de sentarse a su mesa. Pelo castaño, bonitos ojos grises, una piel muy blanca y unos dientes deslumbrantes entre unos labios de un precioso rosa claro.

—¿Desea algo?

—Cenar con usted. Odio comer sola.

La voz de la chica casa con el encanto con que mueve el cuerpo. Suave y decidido. Sin haber sido invitada a hacerlo, se quita el anorak y deja a la vista un jersey de lana que ciñe sus formas. Una fina cadena de oro y una cruz brillan sobre su cuello.

—Me llamo Marie. Marie Parks.

La joven le estrecha la mano y Parks hace una ligera mueca al notar su contacto; la piel de la desconocida está helada, como si hubiera andado sin guantes bajo la ventisca.

—¿Y usted?

—Soy religiosa. Trabajo para la Congregación de los Milagros en el Vaticano. Investigo los asesinatos de recoletas y llevo siguiéndola desde Boston para protegerla.

La mano de Parks se crispa entre los dedos de la joven religiosa.

—¿Protegerme de qué?

—En primer lugar, de sí misma. Y después, de las recoletas. Usted no lo sabe, Marie Parks, pero corre peligro.

—¿Qué espera exactamente de mí?

—Tiene muy pocas posibilidades de entrar en el convento de las recoletas de Santa Cruz sin ser religiosa y sin conocer los códigos que rigen en ese tipo de lugares.

—Que son…

—Las recoletas de esta orden no son unas religiosas como las demás. La suya es una orden muy antigua, que fue fundada en Europa a principios de la Edad Media y que importó sus costumbres cuando se instaló en Estados Unidos a mediados del siglo XIX. Esas guardianas de los manuscritos prohibidos de la Iglesia profesan un culto secreto que usted no puede entender. Desde la noche de los tiempos, han aprendido a desconfiar de todo el mundo y detestan que cualquiera husmee en sus asuntos.

—¿Quiere decir que las recoletas estarían dispuestas a matar para preservar su secreto?

—Digamos que, durante su estancia allí, dependerá totalmente de ellas. Serán ellas quienes la curarán si tiene un accidente, ellas las que pedirán socorro si está en peligro de muerte. Debe comprender que los conventos de las recoletas son antiguos claustros de cimientos profundos y oscuros. Conventos sin electricidad ni agua corriente, donde viven tan retiradas como lo hacían en la Edad Media. Para ellas, el mundo exterior y sus leyes no tienen ningún significado. No conocen la televisión, los periódicos o internet. Créame, Marie Parks, todo puede suceder en esos lugares.

—¿Qué me aconseja?

—No salga nunca de su celda después de la puesta de sol, porque las recoletas no duermen nunca. Espere a los oficios para entrar en la biblioteca prohibida y busque las obras que la recoleta asesinada estaba estudiando justo antes de morir. Están en una sala secreta que llaman el Infierno. En esos manuscritos encontrará la clave del enigma.

—¿Qué enigma?

—Tras una larga y difícil investigación, hemos llegado a la conclusión de que desde hace siglos la Iglesia intenta a toda costa ocultar una mentira. Algo que se produjo durante la tercera cruzada. Una mentira tan enorme que el cristianismo se vendría abajo si llegara a ser descubierta. Esa es la verdadera misión de las recoletas: ocultar la gran mentira e impedir que los Ladrones de Almas se apoderen de ella.

—¿Los Ladrones de Almas?

—Cuando, hace unas semanas, mis hermanas y yo investigamos en el convento de Santa Cruz, descubrimos varios pasajes del evangelio de Satán en los que la recoleta que ha muerto estaba trabajando. Unos pergaminos que datan de la Edad Media y que esta orden secretísima estudia desde hace siglos para intentar llegar al manuscrito original. Por eso la cosa que nos asesinó en Hattiesburg mataba a las recoletas.

Un miedo atroz se adueña de Parks.

—¿Qué acaba de decir?

—Perdón…

—Acaba de decir que esa cosa la asesinó en Hattiesburg.

—Vamos, Marie, ¿todavía no lo ha entendido?

Parks se vuelve hacia el ventanal y ve su propio reflejo contemplándola. Frente a ella, el asiento está vacío. Con la boca seca, la joven se vuelve hacia la desconocida, que continúa sonriéndole. De repente, recuerda esa cara morena que vio mientras hojeaba el expediente de las desaparecidas de Hattiesburg… y esa misma cara consumida y putrefacta en la cruz, entre las tinieblas de la cripta… La cara de sor Mary-Jane Barko.

—Dios mío, es imposible…

La sonrisa de la joven religiosa empieza a acartonarse mientras su rostro y sus labios se cubren de grietas. Cuando vuelve a hablar, Marie advierte que su voz está cambiando.

—¿Imposible? Agente especial Marie Parks, usted no tiene la facultad de ver cosas que no existen. Usted tiene la facultad de ver cosas que los demás no pueden ver. ¿Comprende la diferencia?

—Déjese de gilipolleces, Barko o quien quiera que sea. Me estrellé contra un parabrisas a ciento cuarenta por hora y desde entonces tengo visiones. Veo muertos y niñas destripadas en sótanos. Así que no pretenda darme lecciones con sus teorías sobre lo visible y lo invisible. Usted es una visión más, y cuando la descarga eléctrica que la ha hecho nacer se disipe en mi cerebro, desaparecerá.

—Solo una pregunta, Marie: ¿de dónde viene, en su opinión, la corriente de aire que le cosquillea la cara mientras hablamos?

—¿Cómo?

—Esa ligera corriente de aire que agita sus bonitos cabellos castaños, en su opinión, ¿de dónde viene?

Parks toma súbitamente conciencia del soplo de aire caliente que le envuelve el rostro. Busca con los ojos el climatizador. No hay. Cuando la religiosa toma de nuevo la palabra, Marie tiene la impresión de que su voz procede del interior de su cráneo.

—Ahora, mire en dirección al aparcamiento. Acaba de llegar hace un momento.

Parks se vuelve de nuevo hacia el ventanal y frunce los ojos para distinguir su 4x4 a través de la cortina de copos. Un penacho de humo blanco se eleva desde el tubo de escape. A través de los limpiaparabrisas que barren el cristal, Marie se ve adormilada contra el reposacabezas, con la cara iluminada por la luz blanca del interior del coche.

—Está dormida, Marie. Y la corriente de aire que nota y que hace ondear sus cabellos es la climatización del coche. Ahora debe despertarse y no perder ni un instante. Porque la tormenta se acerca.

Con la nuca apoyada en el reposacabezas, Parks se despierta sobresaltada y agarra el volante de su 4x4. Fuera, la nieve continúa cayendo en silencio. A través de los ventanales del bar, ve a las camareras trajinando y a los clientes terminando de cenar. Reprime un sollozo de terror mientras olfatea el ligero olor de rosas que flota en el habitáculo. Mira por el retrovisor interior. Nadie.

«Señor, ¿qué me pasa?»

Capítulo 90

La subida hacia el convento de Santa Cruz es lenta y difícil. Agarrada al volante para contrarrestar las ráfagas de viento que zarandean el vehículo, Parks consulta el GPS; la pantalla difunde una luz tranquilizadora en medio de toda esa blancura. Según el aparato, está a tan solo tres kilómetros del convento. Unos pocos virajes más al borde del barranco y habrá llegado.

Sin apartar los ojos de la carretera, Parks enciende un cigarrillo y repasa mentalmente lo que sabe de las recoletas. Su jornada empieza a medianoche con el oficio de maitines, seguido de un rato de estudio y de reflexión antes del oficio de laudes. Entonces tienen derecho a un bol de sopa y a un trozo de pan duro. A continuación se sumergen en la lectura y la restauración de los manuscritos prohibidos de la Iglesia, ejercicios interrumpidos por los oficios de prima y tercia, que marcan la primera y la tercera hora después del alba. Hacia las diez reanudan sus estudios y solo vuelven a distraerse para sexta, nona, vísperas y completas, unos oficios extenuantes que acompañan el declive del sol y las tinieblas de la noche. El mismo ceremonial trescientos sesenta y cinco días al año, sin descanso ni tregua, sin vacaciones ni esperanza de un día distinto. Las recoletas han hecho voto de silencio absoluto. No hablan jamás entre ellas, no se miran, no intercambian ningún sentimiento ni ninguna muestra de afecto. Fantasmas que van de aquí para allá en silencio en unos conventos tan viejos como el mundo. Con semejante régimen, no es de extrañar que algunas de ellas se vuelvan locas a fuerza de oír aullar el viento en su celda. Según los rumores, en tales casos las trasladan a las profundidades del convento y las encierran en celdas acolchadas donde sus gritos quedan ahogados por gruesos muros.

Otras recoletas, que además han hecho voto de tinieblas, viven en los sótanos, donde nunca llega ninguna luz. Cuarenta años en la oscuridad sin ver la luz de una vela. Dicen que, a fuerza de verse privadas de luz, sus ojos de confinadas se vuelven tan blancos como su piel. Viejas mujeres flacas y mugrientas que esperan pacientemente su último suspiro en la oscuridad de un cuartucho. Parks siente una punzada de angustia en el estómago: ahí es donde ella se dirige.

Capítulo 91

El GPS emite unos bips para indicarle que ha llegado a su destino. Parks observa que la carretera termina allí. Aparca el Cadillac y contempla la puerta que se recorta a la luz de los faros: un pesado portón de madera, enmarcado por un porche de piedra que parece haber sido tallado en la pared de la montaña. La joven levanta los ojos hacía la cima y distingue unas murallas a través de las ráfagas de nieve. El portón debe de dar a una escalera que hay que subir para llegar al convento. Una puerta con una ventanilla enrejada, única abertura a un mundo al que las recoletas han renunciado. Al otro lado empieza la Edad Media.

Parks apaga los faros. La oscuridad envuelve el coche. El silencio de la nieve, el silbido del viento… Enciende la radio y pasa las emisoras en busca de una voz. Los altavoces chisporrotean a medida que el escáner recorre las ondas. Ni una sola responde; ni siquiera los potentes emisores de Denver o de Fort Collins. Como sí las grandes ciudades estuvieran muertas, sepultadas bajo la tempestad de nieve.

Marie coge su teléfono móvil y mira la pantalla. El último indicador de emisión parpadea y se apaga. No hay cobertura, sin duda debido a la altitud y a la tormenta. Apaga la radio y, tras comprobar el cargador de su arma, la mete en el bolso. Después se abrocha el abrigo y sale al exterior.

Hay cuarenta metros hasta el porche. Mientras avanza por la nieve, Parks tiene la desagradable impresión de que las recoletas la contemplan a través de la mirilla. No, más bien tiene la certeza de que es el convento entero el que mira cómo se acerca; un poder maléfico que la luz de sus faros ha despertado y que hará lo imposible para impedirle entrar. O salir.

«Deja de desbarrar, Marie. Aunque te estén mirando, no son más que unas amables ancianitas que se dedican a bordar mientras comen galletas y beben infusiones».

Parks ha llegado al porche. Ya no puede dar marcha atrás. El portón está provisto de una pesada anilla con una cabeza de bronce que reposa sobre un soporte de metal. Hace una mueca al notar la mordedura del frío en la palma de la mano; da cuatro golpes con el picaporte y pega la oreja a la puerta para oír cómo se pierden en las profundidades del convento. Espera unos segundos antes de llamar de nuevo. Al tercer golpe, la puertecilla de madera se abre con un ruido seco y deja pasar la claridad oscilante de una antorcha. Dos ojos negros contemplan a Parks, que muestra el carnet del FBI a través de la rejilla y levanta la voz para que el estruendo del viento no la cubra:

—Soy la agente especial Marie Parks, hermana. Estoy encargada de investigar el asesinato que tuvo lugar en su congregación. Vengo de Boston.

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