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Authors: Patrick Graham

El evangelio del mal (25 page)

BOOK: El evangelio del mal
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En la vieja ciudad, donde el aliento ardiente de la selva se mezcla con la bruma del río Negro, el bochorno es tan pegajoso que las sandalias del padre Carzo dejan marcas en el asfalto. Su hábito está empapado de sudor y unas luciérnagas danzan ante sus ojos. Mientras se acerca a la catedral, tiene la impresión de que la luz está cambiando. En un cielo lechoso, el sol parece haber perdido brillo. Un sol frío.

Carzo aprieta el paso. Frente a él, la silueta de la catedral aumenta. De pronto toma conciencia del silencio que se ha adueñado de la ciudad, un silencio hecho de corrientes de aire y puntuado por ladridos de perros y chasquidos de contraventanas, como si el corazón de la urbe amazónica hubiera dejado de latir. Después se da cuenta de que la avenida que recorre se ha quedado sin transeúntes y de que las tiendas han bajado las persianas. En las aceras, los carritos de los vendedores de especias parecen abandonados. Solo algunas viejas mestizas harapientas continúan pasando por delante del padre, arrastrando tras de sí a niños medio desnudos. Carzo sujeta a una por la manga y le pregunta qué ocurre.

La vieja señala el cielo y responde susurrando que la tormenta se acerca. Luego, al ver la cruz que sobresale del hábito de Carzo, se arrodilla y le besa la mano. El sacerdote nota cómo las lágrimas de la mestiza se deslizan sobre su piel. La mujer parece aterrorizada.

—O Diabo! O Diabo entrou na igreja!

«El diablo ha entrado en la iglesia». La mestiza repite esas palabras mientras besa la mano del sacerdote con labios temblorosos. Carzo sigue con los ojos la dirección que ella indica y nota que se le ponen los pelos de punta. La escalera y el pórtico de la catedral han desaparecido bajo una marea de pájaros. Ese ejército de picos y de plumas multicolores parece proteger la entrada del edificio. Innumerables colibríes y papagayos vuelan a ras del asfalto y suben por la avenida arremolinándose en las corrientes de aire, como si obedecieran a una voz que les ordenase impedir el acceso a la catedral. Un viento helado congela las gotas de sudor en la frente de Carzo.

Se dispone a proseguir su camino cuando nota que la mano de la vieja se cierra alrededor de sus dedos con una fuerza sorprendente. Hace una mueca e intenta soltarse de ese puño; al no lograrlo, agarra de los cabellos a la vieja, que levanta la cabeza. Tiene los ojos blancos y la piel de su rostro se ha reblandecido como una máscara de cera expuesta a una llama. Una voz muerta sale de entre sus labios inmóviles:

—No entres ahí, Carzo. Te había dicho que permanecieras al margen de esto. Te había dicho que no te interpusieras en mi camino. Pero no me has hecho caso.

Carzo se estremece al reconocer la voz que sonó en el teléfono en San Francisco. La mestiza baja la cabeza. Suelta la mano del sacerdote y se queda de rodillas en medio de la avenida.

Apretando el amuleto para invocar a los dioses de la selva, el exorcista avanza hacia los pájaros; esa masa hormigueante se estrecha piando con furia. Los papagayos revolotean a unos centímetros de su cara. Cuando apoya el pie en el primer peldaño, el piar cesa de golpe. Sobre el edificio, el cielo se ha vuelto negro, y el viento que barre ahora la plaza levanta remolinos de polvo.

El exorcista examina la fachada de la catedral. Batiendo furiosamente las alas para mantenerse en equilibrio, los pájaros han invadido las torres y los tejados y sueltan una lluvia de excrementos sobre aquellos que permanecen en el pórtico. Se dispone a poner el pie en el segundo peldaño de la escalera cuando el tañido de la campana hace que una bandada de palomas eche a volar desde el campanario.

Carzo sube lentamente los últimos peldaños. A medida que avanza, los pájaros se apartan y vuelven a juntarse después de haber pasado él. El sacerdote se adentra por ese sendero movedizo; gruesas gotas de excrementos caen sobre sus hombros, sus cabellos y su rostro mientras camina en dirección a la puerta. Se limpia varias veces con la manga del hábito.

Capítulo 78

Marie Parks empezó a ver muertos unos días después de haber salido del coma. Todo comenzó con la vieja Hazel, que ocupaba la habitación 789, al final del pasillo. Parks se había detenido delante de su puerta y estaba echando un vistazo al interior. La anciana estaba atada a la cama, con tubos conectados a los brazos y al torso descarnado. A su lado, una máquina la ayudaba a respirar enviando a sus pulmones atascados por cuarenta años de tabaco unos centilitros de oxígeno, pero ese contacto ardiente le provocaba horribles accesos de tos. Tenía un carcinoma epidermoide, un curioso nombre para un jodido tumor que había alcanzado el tamaño de una pelota de golf y provocaba metástasis en todo su cuerpo. La vieja Hazel estaba en fase terminal.

Con los ojos muy abiertos, llenos de sufrimiento y de tristeza, Hazel le hizo una seña con la mano y Parks entró de puntillas. La habitación olía a formol. En una cama, al fondo, otra moribunda gemía mientras un tubo metido en su garganta aspiraba las secreciones que le obstruían los bronquios. Marie se acercó a la vieja Hazel. Tenía una mirada tan bondadosa y generosa que la joven se sentó en el borde de la cama y dejó que las manos de la moribunda estrecharan las suyas. Entonces notó que sus articulaciones crujían bajo la presión y un rictus de odio retorcía los labios de Hazel mientras una voz metálica escapaba de la cánula aplicada a su garganta.

—¿Quién eres tú, puta asquerosa, y por qué me ves? ¡No deberías verme! ¿Me oyes? ¡No puedes verme!

Parks luchaba con todas sus fuerzas para desasirse de las manos de la loca. Hasta que, de repente, Hazel la soltó y Parks huyó.

En el pasillo, se echó en brazos de una enfermera y empezó a contarle, sollozando, que la vieja loca de la habitación 789 había intentado matarla.

—¿Qué vieja loca?

—Hazel. Es el nombre que ponía encima de la curva de temperatura.

Se produjo un silencio durante el cual Marie notó que el ritmo cardíaco de la enfermera se aceleraba.

—¿Martha Hazel, de la habitación 789?

—Sí.

—Voy a llamar a un médico para que le prescriba un calmante. Mientras tanto, debe usted descansar.

Parks se apartó de la mujer.

—Pero ¡por el amor de Dios, le estoy diciendo que ha intentado matarme!

—Eso es imposible.

—¿Por qué?

—Porque murió hace más de una semana.

Marie negó con la cabeza. Después cogió de la mano a la enfermera y la llevó a la habitación.

Cuando Parks entró, la vieja Hazel estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la cama, desnuda. Sus pechos ajados colgaban y la maraña de su pubis aparecía entre sus muslos descarnados. Tenía un cigarrillo entre sus dedos manchados de nicotina y un hilo de humo escapaba de la cánula cada vez que daba una calada. Marie, horrorizada, permanecía inmóvil señalándola con el dedo.

—¿Lo ve? ¡Es lo que le decía! ¡Ha sido ella quien ha intentado matarme!

Pero por más que la enfermera mirase en la dirección que indicaba el dedo de la joven, la cama que Martha Hazel había ocupado estaba vacía, la máquina que la había ayudado a respirar había vuelto a la reserva del hospital y habían cubierto el colchón con una gruesa funda de plástico. La enfermera pasó un brazo por los hombros de Parks.

—Vamos, querida, tiene que dejar de torturarse. En esta cama no hay nadie. Le digo que está muerta y enterrada. Desde hace una semana.

Oyendo a duras penas la voz de la enfermera, Marie escondió las marcas violáceas de sus muñecas. Después fijó los ojos en los de Martha Hazel, que la contemplaba a través del humo del cigarrillo. La voz metálica surgió de nuevo del laringófono.

—No te esfuerces, Marie, esa cabrona no puede verme ni oírme. Tú has vuelto de entre los muertos. Tú has dejado trozos de ti allí. Por eso me ves. Pero yo también te veo a ti, asquerosa putita. Te veo borrosa, pero te veo.

Un acceso de tos hizo que la vieja se doblara por la cintura y un hilo de sangre resbaló por su barbilla y su cuello.

—¡Joder, es deprimente! Ya no le encuentro sabor al tabaco, pero sigo tosiendo a pesar de que estoy muerta. ¿No te parece increíble?

Entonces, frente a la sonrisa que Martha Hazel desplegó sobre una hilera de dientes cortantes, Parks se desmayó entre los brazos de la enfermera.

Mientras pisa el pedal del freno para dejar que una camioneta la adelante, Marie tiembla al recordar a la vieja Hazel: su primer muerto. Desde entonces, se ha encontrado con muchos más. Muertos deambulando por las calles, muertos inmóviles en terrazas de cafeterías, niños putrefactos saltando a la comba en patios de colegio, viejos vagando por cementerios y mujeres descompuestas con ropa de otra época bebiendo de copas polvorientas en medio de los comensales en grandes restaurantes. Muertos que no habían encontrado ni el descanso ni el paso hacia el más allá.

La joven sale de la Interestatal 70, toma Colfax Avenue y sigue por ella hasta el zoo de Denver mientras los copos empiezan a espolvorear el césped. Después gira en Stout Street y continúa hasta el cruce de Brighton, donde una camioneta tiene el detalle de dejarle una plaza doble de aparcamiento justo enfrente de las oficinas del FBI. Quita el contacto y consulta su reloj: las cinco de la tarde.

Capítulo 79

Al empujar la pesada puerta de la catedral, un fuerte olor de resina y de carne chamuscada se agarra a la garganta del padre Carzo. Una niebla de incienso flota en el aire y una multitud de cirios de todos los tamaños brilla en la bruma olorosa. Salvo por esas llamas amarillas, la catedral está sumida en una oscuridad casi total que la lejana luz del día solo traspasa a través de las vidrieras.

El exorcista se detiene. Un perfume dulzón y nauseabundo de violeta acaba de abrirse paso hasta sus fosas nasales. El olor del Diablo. Carzo permanece un momento inmóvil en el umbral de la puerta. Para un simple fiel, esos perfumes de la Edad Media no tienen ningún significado, pero para un exorcista sí. El incienso de Dios contra el hedor dulzón del Diablo. El padre Jacomino y sus jesuitas han dejado que penetre algo en la catedral.

Carzo aspira otra bocanada de perfume y lo analiza cuidadosamente. Deja escapar un suspiro de alivio. El incienso y el olor grasiento de los cirios prácticamente se han impuesto a la violeta y el tufo de carne, pero no del todo. Los jesuitas han ganado la primera manga. Desgraciadamente, si los olores maléficos resisten al de la santa resina, eso significa también que la Bestia continúa ahí, herida pero no derrotada.

Carzo avanza lentamente hacia el coro escuchando el sonido de sus pasos bajo la bóveda. A uno y otro lado de la nave central, los bancos y los reclinatorios están destrozados. Los trozos de madera y los cojines de terciopelo dispersos por el suelo atestiguan que han sido arrojados desde una gran altura.

Al oír un crujido de papel bajo la suela de sus zapatos, el sacerdote baja los ojos. También hay imágenes piadosas y páginas de misales desparramadas por el suelo. Observa asimismo cientos de bolas de boj esparcidas sobre el mármol como perlas de un gigantesco collar. Recoge una y la examina en el hueco de su mano: cuentas de rosario. Carzo cierra los ojos. Los fieles estaban rezando cuando la Bestia ha entrado y los rosarios enroscados alrededor de sus dedos han cedido bruscamente al poder maléfico que tomaba posesión de la catedral.

El exorcista avanza hasta una pila de agua bendita que descansa sobre un soporte. Un fuerte olor de azufre le hace retroceder cuando se inclina hacia el agua corrompida que todavía se mueve en el fondo de la pila. Con la nariz fruncida, la toca y retira bruscamente los dedos reprimiendo una maldición a causa del dolor: el agua antes bendita está ardiendo.

Mientras prosigue su avance hacia el coro, constata que, a ambos lados de la catedral, los confesionarios de madera maciza están partidos y que las cortinas parecen haberse consumido por la acción de un tremendo calor. Alza los ojos. Arriba, los ángeles de yeso que aguzan el oído para escuchar los pecados han explotado sobre su pedestal. Más lejos, unas imágenes han sido cubiertas con telas negras. Carzo retira la que cubre a la Virgen. Se queda petrificado. A la luz trémula de las velas, ve los delgados hilillos de sangre que brotan de los ojos de la imagen, unos regueros rojos que serpentean por las estrías de mármol y se extienden por el suelo.

Al llegar al final de la nave, se detiene. Otra señal acaba de alertar sus sentidos. A ambos lados del altar, las lamparillas rojas indicadoras de la presencia divina están apagadas. Los ojos de Carzo escrutan la oscuridad. Falta un olor en esa explosión de perfumes que asalta sus fosas nasales, un olor que debería imponerse a todos los demás, un olor tan bueno y generoso que cualquiera que lo percibe siente que su alma se abre como una flor: el olor de rosas que siempre acompaña la Sagrada Presencia. Allí, nada de eso, ni el menor rastro de las rosas de Dios ni del perfume ambarino de los arcángeles. Ni siquiera un ligero aroma de los santos o la lejana fragancia de azucena de la Virgen. Entonces comprende que, entregando a los jesuitas a la Bestia, Dios y su corte celeste han abandonado la catedral. Está a punto de dejarse llevar por la tristeza cuando un alarido lejano resuena desde los cimientos de la catedral. Carzo baja la vista y constata que se encuentra sobre una boca de ventilación; la reja traza arabescos de hierro forjado bajo sus sandalias. Se agacha y olfatea el fuerte olor de incienso y de violeta que emana de las entrañas del edificio. Otro alarido, amortiguado por la distancia, se abre paso a través de la reja: el combate prosigue en los sótanos.

Capítulo 80

Las oficinas del FBI están desiertas. Parks se acerca al cristal blindado que protege a la recepcionista. Le presenta su carnet y deja su arma reglamentaria en el cajón metálico que se abre ante ella. La ordenanza tira del cajón hacia ella, coge el arma y la guarda en un armario. Sin su Glock 9 mm, que solo ha utilizado un centenar de veces en once años de carrera, Marie se siente desnuda. La mujer de detrás del cristal le tiende un formulario para que lo firme.

—¿Dónde está el equipo de día?

—Tenemos cuatro agentes de guardia en los pisos. Los demás están investigando una serie de profanaciones que han tenido lugar últimamente. Parece que todos los adoradores de Satán desde Colorado hasta Wyoming se hayan pasado la consigna de desenterrar los muertos y degollar machos cabríos en los cementerios.

—¿Tienen muchos satanistas en la región?

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