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Authors: Patrick Graham

El evangelio del mal (18 page)

BOOK: El evangelio del mal
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—Dios…

—¿Comprende ahora?

—¿Y esto es todo lo que queda de ese… Janus?

—Es todo lo que pudimos salvar después de la matanza de las recoletas del Cervino encargadas de su custodia, junto con la del evangelio. Un inquisidor general de la época, encargado de investigar ese crimen, fue quien encontró este hueso en una chimenea del convento. Se cree que las recoletas tuvieron el tiempo justo de destruir el resto para que esas reliquias no cayeran en manos de los Ladrones de Almas. Excepto el cráneo de Janus, que la superiora de esa desdichada congregación logró llevarse en su huida junto con el evangelio de Satán.

—Supongo que habrá hecho datar este hueso.

—Varias veces.

—¿Y qué?

—No cabe ninguna duda: el individuo al que pertenece murió efectivamente en la misma época que Jesucristo.

—Eso no demuestra forzosamente que sea él.

El Papa agacha la cabeza y permanece un momento en silencio. Sus manos tiemblan.

—Santidad, ¿demuestra eso que este esqueleto es el de Jesucristo?

El Papa levanta lentamente la cabeza. Unas lágrimas titilan en el rabillo de sus ojos.

—Santidad, sea cual sea la gravedad de lo que tenga que revelarme, necesito saberlo.

Capítulo 58

Inclinado sobre el cadáver, Stanton practica una incisión en la pared del estómago y sumerge los dedos en el mejunje verdusco que llena la bolsa. Mide el pH con ayuda de una tira de papel indicador, toma unos gramos de materias descompuestas y los extiende sobre una lámina de microscopio.

—Procedemos ahora a realizar el examen de la bolsa estomacal del sujeto. Observamos la presencia de bayas y de raíces, así como de restos de carne magra y de tubérculos cocidos al fuego, prueba de una alimentación sencilla y primitiva. Observamos también la presencia de filamentos de tubérculos y de habas, así como restos de alimentos feculentos y de…

El rostro de Stanton se vuelve ceroso, mientras que la rueda del microscopio se inmoviliza entre sus dedos.

—¡Por todos los santos, Mancuzo, ven a ver esto!

Reemplazándolo en el microscopio, Mancuzo examina la muestra seleccionada por su colega. Su voz se tensa:

—Veo filamentos de proteínas degradadas y restos de ADN característicos. Lo confirmo: presencia de músculos y de vísceras humanos en el estómago del sujeto.

—¡Mierda, nuestro vegetariano era un asqueroso caníbal!

—Hay otra cosa.

—¿Qué?

Mancuzo coge unas pinzas y se vuelve para hurgar en el estómago abierto de Caleb. En vista de que no encuentra lo que busca, el oficial practica una incisión en el estómago hasta la entrada del esófago e inserta una cámara de fibra óptica en el conducto alimentario. Nada tampoco. El bisturí eléctrico de Mancuzo practica entonces otra incisión hasta el duodeno y lo que queda de la entrada del intestino grueso. Un hedor de cloaca se eleva entre sus dedos mientras las pinzas atrapan por fin algo duro. El instrumento sale y brilla débilmente cuando los dedos de Mancuzo exponen su botín a la luz de los tubos de neón: es un tubérculo oval y fibroso, cuya cabeza está recubierta por una cabellera de raíces.

—Mierda…

—¿Qué es?

—Tuberculis perenis,
una especie de raíz de los bosques que se cultivaba en grutas a resguardo de la luz y se cocía lentamente en vinagre y agua para ablandarla. Los romanos y los druidas afirmaban que este tubérculo curaba las heridas invisibles y protegía contra la peste.

—¿Y cuál es el problema?

—El problema es que este alimento no se cultiva desde el siglo XV y que los únicos especímenes de los que todavía se dispone, sometidos a un proceso de secado, se encuentran en los museos y los laboratorios de botánica. Ahora bien, este tubérculo está casi verde. Si añadimos a eso la ausencia de cuidados médicos que presenta el cadáver, los rastros de hollín en los pulmones y la visión nocturna, nos metemos de cabeza en un callejón sin salida.

—Es decir…

—Bien, si me limito a poner uno detrás de otro los elementos científicos que tengo ante los ojos, me veo obligado a concluir que nos hallamos en presencia de un sujeto que ha vivido la mayor parte de su vida entre mediados y finales de la Edad Media.

Stanton interrumpe la grabación y se quita los auriculares.

—Este jodido cadáver está empezando a tocarme los huevos.

—A mí también.

Una señal sonora. La centrifugadora acaba de terminar el ciclo de separación de la sangre de Caleb. Stanton coge un tubo y agita su contenido. A continuación extiende pequeñas cantidades de líquido sobre unas láminas de vidrio y las coloca una tras otra bajo los oculares de una batería de microscopios de fotones. Un silencio mortal se abate sobre la sala de autopsia mientras las lentes avanzan y retroceden por el tubo. El zumbido de los flujos de fotones invade la habitación y los artefactos empiezan a bombardear la sangre de Caleb para identificar sus componentes. Cuando la operación ha terminado, Mancuzo y Stanton vierten sobre cada lámina un compuesto químico destinado a aislar los elementos sanguíneos haciéndolos reaccionar por coloración.

Una señal sonora. Una impresora escupe un metro de papel que Mancuzo lee con expresión pensativa. Su micrófono chisporrotea mientras él dicta los resultados a la grabadora:

—Objeto: análisis sanguíneo del asesino de Hattiesburg. El líquido hemático está fuertemente descompuesto. Pocos azúcares o ninguno, restos de glóbulos rojos muy por debajo de la media, restos de glóbulos blancos en número elevado. Las muestras tomadas no presentan ningún rastro de medicamentos habituales tipo aspirina o antiinflamatorios, ningún rastro de tranquilizantes ni de calmantes centrales, ninguna molécula utilizada en los tratamientos psiquiátricos. Tal como permitían suponer los exámenes precedentes, la sangre del sujeto no presenta el menor rastro de anticuerpos resultantes de las vacunas habituales, lo que significa que el sujeto no está inmunizado contra ninguna enfermedad moderna. Detectamos, en cambio, una presencia de antígenos de tipo F1.

Stanton mira a Mancuzo como si este acabara de anunciar que el sujeto era primo lejano de la criatura de Roswell. Coloca una mano sobre su micrófono para que lo que va a decir no quede grabado:

—¿Estás de coña o qué?

Mancuzo, absorto en sus pensamientos, se sobresalta ligeramente.

—¿Hum? ¿Qué dices?

—Has anunciado la presencia de antígeno F1. ¿Has bebido o deliras?

—Ni lo uno ni lo otro. Antígeno F1. Lo confirmo.

Stanton coge la hoja que Mancuzo le tiende. La lee atentamente y a continuación graba lo siguiente:

—El doctor Stanton lo confirma: ningún rastro de contaminantes químicos modernos, ningún residuo de medicamentos, ninguna presencia de anticuerpos resultantes de cualquier vacuna. Con la excepción de antígenos F1, característicos de una exposición prolongada al bacilo de Yersin.

—En otras palabras, al bacilo de la peste.

Stanton, ahora febrilmente, prepara otra muestra sanguínea a la que añade una gota de precipitante químico. Nuevo silencio mientras los dos oficiales examinan el resultado. Voz de Stanton:

—Presencia del bacilo de Yersin confirmada. Bacilo activo. El sujeto es portador sano: inmunizado, pero muy contagioso.

Mientras Mancuzo centrifuga otras muestras, Stanton comprueba la estanquidad de su mascarilla de protección y prepara otra lámina sobre la que añade unas gotas de glicerina pura. Después se queda un momento en silencio mirando el resultado con ojos de asombro cada vez mayor a medida que el fenómeno que observa a través del microscopio adquiere relevancia.

—Reacción a H +30 segundos. Nos hallamos en presencia de una variedad de bacilo
Yersinia pestis
que provoca una fermentación acelerada del glicerol. Conclusión: peste de cepa continental, bacilo originario de Asia Central.

Con los ojos pegados al microscopio, Mancuzo, que acaba de añadir unas gotas de una solución de nitrato a otra muestra, anuncia con voz neutra:

—Fuerte reacción del nitrato en presencia del bacilo estudiado. Constatamos una degradación rápida del nitrato en nitrita con emisión de ácido nitroso acompañando la respiración del bacilo activo. Conclusión: peste de bacilo continental de cepa
Antiqua.
Lo que significa que nos encontramos en presencia de la peste bubónica romana que diezmó la cuenca mediterránea en el siglo VI después de Cristo.

—¿La qué?

—La primera gran epidemia de la historia, querida Parks. El azote de Justiniano, del que Procopio decía que estuvo a punto de acabar con el género humano.

Inclinado sobre la última muestra, Stanton interrumpe a Mancuzo con la voz temblando de agitación:

—Presencia de un segundo tipo de bacilo confirmado. ¡Joder, Mancuzo, es un Yersin 2! Bacilo continental con aparición de fermentación en el glicerol. Ninguna degradación del nitrato y ninguna reacción en presencia de una solución concentrada de melibiosa. Lo confirmo: segunda especie bacilar. Bacilo continental de tipo
Medievalis…

—Dios mío, la gran peste negra…

Dominada por el vértigo mientras Mancuzo saca su móvil para informar al director del FBI, Parks contempla a Caleb; su rostro parece sonreír bajo la luz artificial de los tubos de neón.

Capítulo 59

El Papa levanta su vaso y bebe un trago de agua. El sabor de tierra ha desaparecido. Cuando retoma la palabra, su voz parece rota por el cansancio.

—Unas horas después de que los discípulos de Janus hubieran robado el cadáver de Jesucristo, un hombre llamado José de Arimatea encontró al pie de la cruz uno de los clavos utilizados para infligir el suplicio, un clavo ensangrentado, y lo envolvió en un paño antes de guardarlo bajo su túnica.

Un silencio.

—Sabemos que José de Arimatea entregó ese paño a Pedro, el jefe de los apóstoles, que había recibido de Jesucristo el título de primer papa de la cristiandad. Fue así como el clavo llegó a Roma y, de papa en papa, ha perdurado durante siglos.

—Dios mío, ¿quiere decir que está en posesión de ese clavo?

—Se encuentra en un lugar seguro junto con otras reliquias secretas recuperadas por María y el apóstol Juan, que permanecieron al pie de la cruz durante la agonía de Cristo. Hicimos analizar con el mayor secreto el ADN que se encontraba en ese clavo. Unas fibras de carne solidificada y de sangre muy antigua. Después comparamos esos resultados con el ADN del esqueleto de Janus.

—¿Y qué?

—Pues que es el Jesucristo que los discípulos de la negación enterraron en las grutas del norte de Galilea.

—Señor… ¿Y el santo sudario de Turín? ¿Y los fragmentos de la verdadera Cruz? ¡Todas esas reliquias que hemos afirmado haber descubierto y que hemos expuesto en las iglesias y las catedrales!

—Y el Santo Grial también.

—¿Cómo?

—Dado que hemos llegado hasta aquí, le llevaré un día a visitar las salas secretas del Vaticano. Le sorprendería la cantidad de reliquias verdaderas y falsas que dormitan allí. Reliquias y vestigios arqueológicos.

—¿Vestigios arqueológicos?

—Desde los primeros tiempos de la evangelización de Asia, se encontraron huellas del paso de los misioneros de Janus por China y Asia Central. Hasta Siberia, donde su pista se pierde bruscamente.

—¿Qué tipo de huellas?

—Tablillas de arcilla, altares sagrados, frescos y templos dedicados a Janus. Se sabe que, en esa época, los misioneros tuvieron tiempo de evangelizar a numerosos pueblos nómadas, como los mongoles, y que estos difundieron también el mensaje de la negación como una epidemia mortal.

Otro silencio.

—Durante los siglos posteriores, los archivistas no dejaron de recorrer las regiones más recónditas para borrar esas huellas. Derribaron los templos, destruyeron los frescos de las paredes, rompieron los altares y se llevaron todos los objetos de culto que eran transportables para encerrarlos en las salas secretas del Vaticano. Fue un trabajo largo y fatigoso, pero creemos poder afirmar que no subsiste un solo vestigio del culto de Janus en esta parte del mundo. En cualquier caso, nada identificable.

—Pero…

—Pero, en el siglo XV, cuando los conquistadores del Nuevo Mundo se adentraron en los extensos territorios ocupados por los aztecas y los incas, encontraron… cosas. Cosas extrañas.

—¿Qué cosas, Santidad?

—Cruces de mármol, templos subterráneos y frescos dedicados a Janus.

—¡Señor todopoderoso y misericordioso! ¿Está diciéndome que los misioneros de Janus cruzaron el Atlántico?

—No. Creemos que hicieron lo mismo que anteriormente habían hecho los pueblos de Mongolia, antes de convertirse en los indios de América. Creemos que pasaron por los hielos del estrecho de Bering y bajaron por las costas del Pacífico hasta México. Es como una epidemia. Se extiende.

»Cuando el Papa y los inquisidores de Salamanca se enteraron de que los misioneros de la negación habían llegado al Nuevo Mundo mucho antes que las carabelas de Colón y de Vespucio, los reyes de España y Portugal enviaron cada vez más conquistadores y les dieron carta blanca para adentrarse en el territorio y recuperar las pruebas del culto de Janus. A cambio de esos servicios, estos últimos recibieron el derecho a reducir a la esclavitud a los pueblos vencidos y a conservar todos los tesoros que encontraran. Así fue como, a lo largo de los años, decenas de naves viajaron desde el Nuevo Mundo hasta Roma y España para llevar los vestigios de Janus. Durante ese tiempo, los conquistadores continuaron destruyendo los restos que no podían transportar y exterminaron, además de a los aztecas y a los incas, a todas las tribus que habían sido evangelizadas por los misioneros de la negación.

—¿Desaparecieron todos esos rastros?

—Permanecemos alerta y todavía en la actualidad financiamos numerosas excavaciones arqueológicas en todo el planeta para asegurarnos de que no subsiste nada del culto de Janus. No ha aparecido nada nuevo desde hace casi tres siglos. Pero las últimas grandes selvas vírgenes están retrocediendo, y ¿quién sabe lo que las excavadoras podrían descubrir un día bajo esos árboles milenarios?

Un silencio.

—Perdone, Santidad, pero todo eso no demuestra que Jesucristo no resucitara de entre los muertos. Y tampoco demuestra que renegara de Dios en la cruz.

—¿Con un evangelio datado y autentificado que afirma lo contrario y una calavera coronada de espinos que se encontró justo en el lugar que ese evangelio indica? ¿Va a contar eso a nuestros fieles? ¡Por todos los santos, Camano, despierte! ¡Escúchelos ahí fuera! ¿Qué cree que pasará si los cardenales de la cofradía del Humo Negro se apoderan de esas reliquias y revelan a los fieles del mundo entero que quizá la Iglesia les ha estado mintiendo desde hace más de veinte siglos?

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