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Authors: Patrick Graham

El evangelio del mal (44 page)

BOOK: El evangelio del mal
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La inspectora examina los indicios que Ballestra dejó al salir de su habitación. Las sábanas están revueltas, y sus prendas de dormir, tiradas en el suelo al lado de las zapatillas, que se quitó a toda prisa. Se tomó el tiempo justo de ponerse una sotana y las sandalias. Valentina pasa la mano por el interior del lavabo. Ningún rastro de humedad. Lo mismo en lo que respecta a la boca del grifo y el cepillo de dientes, cuyas cerdas examina con el pulgar.

Levanta un pesado frasco de cristal y huele el perfume que despide: el mismo olor de agua de colonia ambarina e intensa que flota en la habitación. Monseñor Ballestra dedicó un segundo a rociarse la cara con su perfume favorito. Después salió sin acordarse de tapar el frasco.

Ve un teléfono inalámbrico sobre la mesa baja. Se sienta en el borde de la cama, pulsa la tecla «bis» y mira el número que aparece: 789—907. El último de la lista que le ha mandado el comisario Pazzi. Esa llamada, interna del Vaticano, se hizo a las cinco y media de la mañana, o sea, más de cuatro horas después de que Ballestra hubiera desaparecido en los Archivos. Valentina escucha varias veces el tono hasta que alguien descuelga:

—Archivos, dígame.

Un acento suizo cortante como un cuchillo. La inspectora corta la comunicación y deja el aparato sobre la mesa baja suspirando. Una de dos: o bien Ballestra había vuelto para hacer una llamada antes de morir —y en ese caso, ¿cómo era posible que nadie lo hubiera visto salir vivo de los Archivos?—, o bien otra persona había utilizado el teléfono de su habitación, alguien que sabía que Ballestra estaba muerto. Su asesino, por ejemplo.

Capítulo 132

En el momento en que pierden la esperanza de llegar al final del túnel, Parks y el padre Carzo chocan por fin contra una puerta de roble que cierra el antiguo refectorio del convento. Luchando mientras reciben mordeduras y arañazos, consiguen cruzarla y cerrar el batiente tras de sí ante la masa vociferante de murciélagos. No obstante, una decena de animales han entrado agarrándose a la espalda de los fugitivos. Dos de ellos han clavado sus colmillos en los brazos y el cuello de Carzo; Marie tiene que matarlos para que lo suelten. El resto echa a volar. Parks apunta como en los entrenamientos y les mete dos balas de 9mm en el abdomen. En el refectorio se hace el silencio.

Mientras el sacerdote enciende algunas antorchas, Parks cae de rodillas e inspecciona la habitación con la mirada. El refectorio de las recoletas está excavado en la montaña y mide más de doscientos pasos de largo y unos sesenta de ancho. Cuatro hileras de pesadas mesas colocadas a lo largo ocupan la sala. Allí es donde las recoletas de la Edad Media se reunían para compartir en silencio la bazofia de lentejas que constituía su comida cotidiana.

Al fondo de la sala, un estrado tapizado en rojo todavía sostiene un viejo sillón de madera misteriosamente salvado del deterioro del tiempo. A la derecha, un pupitre y un taburete cubierto con una sábana destacan entre el polvo y los excrementos de rata. La recoleta designada se sentaba allí para mascullar la lectura del día —epístolas terroríficas y fragmentos de Evangelios-entre la barahúnda de las escudillas y las bocas llenas de comistrajo.

Cerrando los ojos, Parks nota que esos viejos olores invaden poco a poco sus fosas nasales y que esos ruidos olvidados se graban en sus oídos. Los pasos del sacerdote se atenúan a medida que su mente se embota.

Cuando abre de nuevo los ojos, el padre Carzo ha desaparecido y una luz mortecina ha invadido el refectorio. Un fuerte olor de cera y de lámpara de aceite flota en el aire glacial. Reprime un grito de estupor al ver a las recoletas sentadas a la mesa. Oye cómo sus zuecos rascan el suelo y ve cómo sus manos se llevan a la boca el comistrajo, que sorben ruidosamente. Parks vuelve la mirada hacia el sillón, ocupado por una religiosa de edad indefinida, con los ojos cerrados. Parece dormir. Junto al estrado, la encargada de la lectura balbucea. Seguramente incomodada por la proximidad de sus hermanas, una religiosa profiere un gruñido animal al que las demás bocas llenas responden con un concierto de carcajadas, risas de locas que la fusta no logra acallar. Chillan, gruñen y barbotan ante los ojos de Marie, a quien se le hiela la sangre mientras en la torre suenan las campanas dando la alarma. Se sobresalta. La puerta del refectorio acaba de abrirse bruscamente y una recoleta entra corriendo. Las comensales dejan caer la cuchara y se vuelven hacia la madre superiora, que acaba de abrir los ojos. Entonces Parks comprende que se trata de la noche en que el convento fue atacado: el 14 de enero de 1348, justo después del primer oficio de la noche.

Parks se tapa la cara mientras las recoletas salen del refectorio gritando. Siente el contacto de todos esos cuerpos y todos esos olores. Se pone rígida. Una mano acaba de cerrarse sobre su hombro.

Capítulo 133

Valentina enfoca con la linterna el escritorio de monseñor Ballestra. Una luz roja parpadea bajo unos papeles. Aparta un montón de hojas y encuentra un contestador automático; la pantalla indica que hay dos mensajes grabados. El primero, a la 1:02 de la madrugada; el segundo, a las cinco y media, correspondiente a una llamada hecha desde allí a los Archivos. Valentina siente que la ansiedad la invade. Ballestra, despertado a media noche, debió de tardar en responder y por eso el contestador saltó antes de que descolgara. Falta averiguar por qué el contestador grabó también la llamada saliente de las cinco y media de la mañana. Seguramente a causa de un error en la manipulación del aparato. A no ser que el anciano archivista tuviera la costumbre de grabar todas sus conversaciones. Para volver a escucharlas o para anotar una cita después de haber colgado. O bien porque quizá desconfiaba de algo.

Valentina descuelga el teléfono y marca el número de la comisaría central. Un funcionario contesta.

—Diga…

Valentina sonríe al oír que el contestador se conecta automáticamente para grabar la conversación.

—Inspectora Graziano. ¿Algún mensaje?

—No, inspectora, pero el comisario Pazzi quiere que lo llame urgentemente.

Valentina cuelga. La pantalla del contestador indica ahora tres mensajes grabados. Borra el suyo y pulsa la tecla de lectura para reproducir el mensaje de la una de la madrugada, procedente de Denver. Una serie de bips. La voz metálica del archivista suena en el aparato.

La inspectora sigue la conversación hasta que la voz de Carzo se pierde entre los chisporroteos. Después, con los ojos cerrados, se queda un momento escuchando los latidos de su corazón. Si lo que acaba de oír no es fruto de su imaginación, el caso acaba de pasar de un simple crimen a un complot orquestado en el seno del Vaticano. Un billete de ida para el puesto de comisaría. O para el depósito de cadáveres.

La joven examina la telecopiadora. Con un poco de suerte, el archivista no sabía que los fax modernos conservan en la memoria los últimos mensajes recibidos. Valentina pulsa la tecla de reimpresión. De la impresora sale una hoja que la inspectora retira de la bandeja. Bingo. Siete citas correspondientes a siete manuscritos que hay que desplazar en la sala de los Archivos. Se guarda la lista en el bolsillo y pulsa otra tecla para pasar a la grabación automática de la llamada saliente de las cinco y media. El contestador se pone en marcha.

Un tono en el vacío. Un ruido de respiración en el aparato entre tono y tono. Fugazmente. Valentina espera que la voz que va a oír sea la de Ballestra; después recuerda su cadáver torturado bajo los flashes de los forenses en la basílica. Un último tono. Alguien descuelga.

—Archivos del Vaticano, dígame.

Valentina se sobresalta. El mismo acento suizo cortante como un cuchillo y la misma voz que le había respondido cuando ella había pulsado la tecla «bis» del teléfono. La voz del desconocido de las cinco y media de la mañana dice:

—Hecho.

Un silencio.

—¿Quién está al aparato?

—Yo.

—¿Usted?

—Sí.

—¿Desde dónde me llama?

—Desde su habitación.

—¿Se ha vuelto loco? Cuelgue inmediatamente y borre todas las huellas de su paso. ¿Ha encontrado la lista de citas?

—Estoy buscándola.

—Encuéntrela, por el amor de Dios, y váyase antes de que lo descubran.

Un clic. La voz de los Archivos ha colgado. Valentina saborea la deliciosa sensación de vértigo que se apodera de ella. Ballestra había caído en una trampa, pero antes había descubierto algo que firmaba su sentencia de muerte. Falta descubrir qué era ese algo. Para ello, tendrá que aventurarse en los Archivos del Vaticano.

Capítulo 134

—Despierte, Marie.

Cuando abre los ojos, Parks ve el rostro del padre Carzo inclinado sobre ella.

—No vuelva a cerrar los ojos antes de que se lo diga.

—¿Por qué?

—Porque fue en esta sala donde aquella noche torturaron a las recoletas hasta matarlas y porque este lugar no es seguro para quienes saben hacerlo revivir.

—Parecía un sueño.

—No lo era.

—Perdón…

—Marie, es muy importante que comprenda el peligro de muerte que corre durante esos trances. A causa de su don, no solo se traslada en el pensamiento, sino que está plenamente allí. Se halla en todo momento expuesta a quedarse bloqueada en sus visiones o a sufrir un gran daño.

Parks se acuerda del terrible dolor que siente cada vez que revive el suplicio de las víctimas de los asesinos en serie a los que investiga. El padre Carzo tiene razón: no se limita a asistir a su visión, forma parte de ella.

Guiada por el sacerdote, se dirige hacia el estrado y se sienta en el sillón, cuyo armazón carcomido gime bajo su peso. El padre Carzo abre una bolsita y llena una jeringuilla de un líquido transparente.

—¿Qué es eso?

El sacerdote aplica un torniquete alrededor del brazo de Marie y empuja el émbolo de la jeringuilla para expulsar las burbujas de aire.

—Una droga chamánica que actúa como relajante muscular. Es el producto que los brujos yanomami utilizan para ponerse en contacto con los espíritus del bosque. La ayudará a relajarse y a limitar el impacto que las visiones podrían tener en su mente.

Marie hace una mueca al notar que la aguja atraviesa su piel. El líquido que se propaga por sus venas quema tanto que casi puede seguir su avance mientras se diluye en su organismo. Luego la quemazón cesa y su mente comienza a flotar. Contempla al padre Carzo, cuyo rostro parece ahora rodeado por una aureola de un extraño resplandor azulado. Con la boca pastosa, pregunta:

—¿Y ahora qué?

—La anciana recoleta que huyó aquella noche con el evangelio de Satán era la madre Gabriella. Según los archivos que hemos podido recuperar, fue ella quien tomó el mando de la congregación después del suicidio de la madre Mahaud de Blois.

—¿La que se tiró desde lo alto de las murallas después de conocer el contenido del evangelio?

—Sí. Con toda probabilidad, la madre Gabriella estaba sentada en este sillón la noche en que los Ladrones de Almas atacaron el convento.

—La he visto.

—¿Cómo?

—Hace un momento, durante esa visión. Estaba aquí.

—Esto nos ayudará a establecer contacto con ella.

—¿Con ella?

—Quiero decir con su espíritu. O más bien con su recuerdo.

—No lo entiendo.

—En la superficie de la Tierra hay muchos lugares extraños que permanecen profundamente impregnados por los dramas de los que han sido testigos: casas encantadas, bosques malditos y conventos, como este, cuyos muros todavía recuerdan acontecimientos terribles que los hombres han olvidado.

—¿La memoria de las piedras?

—Algo así.

—Yo creía que quería ponerse en contacto con el inquisidor Landegaard.

—Después. Primero necesito saber qué ocurrió exactamente aquel día. Pero es muy importante que recuerde que la noche del 14 de enero de 1348 murieron todas las recoletas del Cervino con excepción de la madre Gabriella. Usted no debe en ningún caso influir en el curso de los acontecimientos que va a presenciar. Debe concentrarse únicamente en ella. Si modifica un solo detalle de lo que sucedió, la madre Gabriella podría morir. Y usted moriría con ella.

Silencio de Parks.

—¿Está preparada?

Con un nudo de angustia en la garganta, asiente con la cabeza.

—Cierre los ojos. Quiero que vacíe la mente. Quiero que la libere de todo asomo de miedo y de cólera.

La joven se esfuerza en soltar la tensión acumulada en sus músculos.

—Ahora quiero que únicamente escuche mi voz. A partir de este momento, no cuenta nada más. Mi voz es lo que la guiará por los meandros de su visión. A medida que vaya entrando en un estado de hipnosis cada vez más profundo, tendrá la impresión de que ya no la oye. Sin embargo, todas mis palabras continuarán grabándose en su subconsciente. Por eso es muy importante que se duerma escuchando mi voz. Porque ella y solo ella tendrá el poder de traerla de vuelta si la experiencia toma un mal giro.

Luchando cada vez con menos fuerza contra el embotamiento que la invade, Marie consigue articular las pocas palabras que todavía flotan en la superficie de su mente.

—¿Qué debo hacer si estoy en peligro?

—Chisss… No debe seguir hablando. Si se encuentra en peligro, no tendrá más que apretar los puños y yo la traeré de vuelta. Ahora quiero que concentre su atención en la madre Gabriella. Está sentada donde está usted. Sus manos están apoyadas donde usted ha apoyado las suyas. ¿Ya está?

Se ha levantado viento. La voz del padre Carzo va apagándose a la vez que Parks siente que su vientre aumenta de volumen y sus pechos se vuelven flácidos dentro del sujetador, que sus muslos se ablandan y la carne de los brazos le cuelga bajo la ropa. La tela áspera de un hábito sustituye el contacto de sus vaqueros y su anorak. Su cintura se ensancha y su sexo se estrecha. Nota que sus dientes se separan y se llenan de caries en su boca. Un olor ácido invade sus senos frontales. El mismo olor avinagrado que la despertó en el convento de Santa Cruz.

A medida que toma posesión del cuerpo de la madre Gabriella, Marie Parks empieza a oír de nuevo el ruido de las cucharas, el frotamiento de los zuecos y las risas contenidas de las recoletas sentadas a la mesa. Abre los ojos a la débil luz de las antorchas. 14 de enero de 1348, año de la gran peste negra… Aquella noche, acunada por la voz trémula de la recoleta que recitaba en su pupitre la letanía de los demonios, la madre Gabriella se había adormilado. Durante esos pocos segundos de relajación, soñó con gárgolas chorreantes de lluvia, cadáveres abandonados en los arroyos y perros vagabundos que frecuentaban las ciudades asoladas por la peste. También divisó a unos extraños jinetes vestidos con sayal y cogulla de monje, que llevaban teas y cabalgaban al galope hacia el convento. El ruido de la puerta del refectorio la despertó bruscamente. La religiosa que acababa de entrar gesticulaba señalando las tinieblas. Aquella noche, la madre Gabriella supo que los jinetes se acercaban.

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