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Authors: Natalia Sanmartin Fenollera

Tags: #Relato

El despertar de la señorita Prim (8 page)

BOOK: El despertar de la señorita Prim
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—¿Colonia? ¿Qué quiere decir con eso?

Por segunda vez, Horacio Delàs contempló a su invitada con estupor.

—Pero, Prudencia, ¿me va a decir ahora que ignora que San Ireneo es un pequeño reducto para exiliados de la confusión y agitación modernas? ¡Pero si precisamente es eso lo que atrae aquí a gente tan diversa y de tantos lugares! Empiezo a pensar que aceptó usted esa oferta de trabajo absolutamente a ciegas. ¿No me dirá que no había notado nada inusual hasta ahora en nuestro estilo de vida?

Animada por los efectos del coñac, la señorita Prim confesó que algo había notado. Llevaba ya el suficiente tiempo allí como para haberse hecho una composición de lugar, un juicio, un retrato, aunque se tratase de una obra impresionista. Pero si era sincera consigo misma, tenía que admitir que apenas había logrado elaborar un boceto. Había advertido, sin embargo, alguna que otra peculiaridad. En aquella recóndita población se asentaban familias de muy diversos orígenes. Todas ellas contaban con una vivienda propia, un pequeño negocio o un terreno de cultivo. Los bienes primarios se producían en el pueblo y daban lugar a un floreciente y próspero comercio local. No había reparado en ello al principio, entre otras cosas porque no había necesitado comprar demasiados objetos. Cuando le hacían falta medias, zapatos o cualquier otro producto de uso personal, lo anotaba en una pequeña libreta a la espera de su visita quincenal a la ciudad, donde satisfacía todas sus necesidades. Ventilaba su piso, regaba sus plantas, hablaba con su madre, tomaba café con sus amigos, iba de compras y al anochecer regresaba.

Poco a poco, sin embargo, fue cayendo en la cuenta de que allí había algo oculto. En los alrededores de San Ireneo de Arnois no existían industrias, grandes empresas u oficinas. Todos los establecimientos vendían productos de gran calidad elaborados artesanalmente en diminutas granjas y talleres de la comarca. La ropa llevaba la firma de tres o cuatro sastres; el calzado, la de otros tantos zapateros; la pequeña papelería tenía el encanto del producto hecho a medida; las tiendas de comestibles eran acogedores establecimientos repletos de productos frescos, conservas caseras, leche del día y pan recién hecho en la panadería de la esquina. Pese a que la señorita Prim juzgó aquello al principio como una muestra de fervor ecologista, muy pronto cayó en la cuenta de su error. Fuese lo que fuese lo que nutría aquella aldea, estaba lejos de tener color verde. Una tranquila y pacífica comunidad de propietarios, de eso se trataba. La escala de vida en San Ireneo resultaba muy pequeña y la señorita Prim reconoció para sí que también extrañamente armónica.

—¿Son una especie de distributistas?

—Lo son, además de otras muchas cosas. Realmente me sorprende, Prudencia. Pensé que se habría informado antes de venirse aquí —insistió su anfitrión.

—Pero ¿aún existe gente que defiende eso? Creía que esas viejas ideas de volver a una economía tradicional, simple y familiar habían desaparecido hace mucho tiempo.

—Desde luego que existen, está usted en el lugar en el que viven casi todos en este país. Y no solo de este país, ¿o es que tampoco ha notado la sugerente variedad de apellidos que tenemos aquí?

—Lo que me extraña es que usted sea uno de ellos. No imaginaba que fuese amigo de las utopías.

Su anfitrión bebió un largo sorbo de coñac y después la miró con afecto.

—Utopía sería pensar que el mundo puede dar marcha atrás y reorganizarse de nuevo en su totalidad. Pero no hay nada de utopía en este pequeño pueblo, Prudencia, lo que hay es un enorme privilegio. Hoy en día para vivir de una forma tranquila y sencilla hay que refugiarse en una pequeña comunidad, en una aldea, en un pueblecito adonde no lleguen el estruendo y la hostilidad de esas urbes desmesuradas. En un rincón como éste, donde uno sabe que a doscientos kilómetros de distancia respira por si acaso —sonrió— una vigorosa y exuberante urbe desmesurada.

La señorita Prim, pensativa, dejó la copa vacía sobre la mesa.

—Lo cierto es que parece un lugar muy próspero.

—Lo es, en todos los sentidos.

—Supongo que se puede decir que han huido ustedes de la ciudad. Son una especie de forajidos románticos, ¿no es cierto?

—Hemos huido de la ciudad, en eso tiene razón, pero no todos lo hemos hecho por los mismos motivos. Algunos, como el viejo juez Basett y yo, tomamos la decisión después de haber sacado todo el jugo posible a la vida, porque sabemos bien que encontrar un ambiente tranquilo y cultivado como el que se ha formado aquí es un raro privilegio. Otros, como Herminia Treaumont, son reformistas, ni más ni menos. Han llegado a la conclusión de que el estilo de vida actual desgasta a las mujeres, desnaturaliza a las familias y pulveriza la capacidad de reflexión humana, y desean probar otras fórmulas. Y hay un tercer grupo, al que pertenece su hombre del sillón, cuyo objetivo es huir, literalmente, del dragón. Quieren proteger a sus hijos del influjo del mundo, volver a la pureza de costumbres, recuperar el esplendor de la vieja cultura.

Horacio Delàs hizo una pausa para servirse otra copa.

—A ver si entiende lo que trato de decirle, Prudencia: uno no puede construirse un mundo a medida, pero lo que sí puede hacer es construirse un pueblo. Aquí todos pertenecemos, por decirlo así, a un club de refugiados. Su patrón es uno de los escasos habitantes que tiene raíces familiares en San Ireneo. Él volvió aquí hace unos años y puso en marcha la idea. No sé si sabrá que su familia paterna ha vivido en este lugar durante siglos.

La señorita Prim, que había escuchado con mucha atención la explicación de su amigo, suspiró con resignación.

—Dígame, Horacio… ¿hay algo más que yo debiera saber sobre este pueblo?

—Desde luego que lo hay, querida —contestó él con un guiño mientras se disponía a apurar su bebida—. Pero no pienso decírselo.

6

—¿Y bien? ¿Por qué se decidió a aceptar este trabajo? —preguntó días después el hombre del sillón a la señorita Prim al tiempo que devoraba despreocupadamente una porción de piña.

La bibliotecaria no contestó. Afanada como estaba en limpiar y etiquetar una edición en cinco tomos de la
Historia eclesiástica del pueblo de los anglos
de Beda el Venerable, hizo como si no hubiera oído la pregunta. Hacía un día luminoso y los rayos del sol resaltaban la gruesa capa de polvo que recubría los libros y los suaves tonos color miel de su cabello.

—Vamos, Prudencia, me ha oído perfectamente. Dígame, ¿por qué una mujer con su preparación decidió aceptar un oscuro trabajo como éste?

La señorita Prim levantó la cabeza consciente de que no iba a poder eludir el diálogo. No había vuelto a hablar con su jefe desde el incidente que ambos mantuvieran el día de su cumpleaños en la cocina, exceptuando lo imprescindible para llevar a cabo sus tareas de bibliotecaria. No quería hablar con él, no deseaba hacerlo, sentía en su interior el firme convencimiento de que no debía hacerlo. Por alguna razón se ponía absurdamente nerviosa y apenas era capaz de disimular su irritación cuando ambos coincidían en alguna habitación o se cruzaban en medio de un pasillo. La bibliotecaria le observó a hurtadillas mientras comía fruta tranquilamente bajo el sol de noviembre. Después bajó los ojos y se decidió a responder a su pregunta.

—Creo que fue para huir del ruido.

El hombre del sillón no pudo disimular una sonrisa.

—Señorita Prim, desde que la conozco jamás me ha defraudado con una respuesta. Es maravilloso interrogarla, no hay ni rastro de conversación de ascensor en usted. Así que fue el ruido… ¿Se refiere al ruido de la ciudad?

La bibliotecaria, todavía con la obra de san Beda entre las manos, le miró con compasión.

—Me refiero al ruido de la mente, al fragor.

Él la observó interesado.

—¿Al fragor?

—Eso es.

—¿Podría ser tan amable y precisar algo más? —preguntó mientras le ofrecía una rodaja de piña.

La señorita Prim se desató el delantal, dejó el tomo y el plumero y aceptó el trozo de fruta. Entretanto, el hombre del sillón acercó dos viejas butacas a una de las ventanas de la biblioteca y solicitó cortésmente que se sentara.

—Hábleme del fragor, señorita Prim. Nunca habría imaginado que una cabeza tan pulcra y delicada como la suya albergase una tormenta, créame.

—¿Nunca ha sentido esa especie de ruido interior?

Antes de contestar, él cortó con cuidado otro trozo de fruta, lo dividió en dos y le ofreció uno.

—Lo he oído casi durante toda mi vida, si he de serle sincero.

La bibliotecaria dejó de comer sorprendida.

—¿De verdad? Pero usted no parece
ese
tipo de persona. ¿Cómo ha conseguido apagarlo?

Cegado por la claridad del sol, el hombre del sillón cerró los ojos y apoyó los pies en una vieja maceta.

—No lo he conseguido.

—Entonces ¿sigue oyéndolo?

—Yo no he dicho eso. He dicho solo que
yo
no lo he conseguido.

—Pero si no lo ha conseguido es que sigue oyéndolo —insistió la señorita Prim desconcertada.

—Digamos que he dejado de oírlo en buena medida, pero que no es una hazaña que pueda atribuir a mi esfuerzo. Una mujer tan instruida como usted debería saber de qué clase de distinción estoy hablando.

—Aprovecha usted todas las ocasiones que se le presentan para criticar mi formación, ¿no es cierto? —repuso ella con aspereza—. ¿Por qué lo hace?

Él giró la cabeza y la contempló un momento antes de contestar.

—¿No lo adivina? Es usted un perfecto producto del sistema educativo moderno, Prudencia, y para alguien en permanente guerra con ese sistema, como es mi caso, resulta una provocación irresistible. Además —añadió burlonamente—, le recuerdo que soy bastante mayor que usted.

La señorita Prim cogió otro trozo de piña y miró maliciosamente el rostro del hombre que tenía a su lado.

—Calculo que debe de tener, por lo menos, la edad de Beda el Venerable.

—Pongamos que le llevo a usted unos cuantos años de ventaja.

—Pongamos que me lleva cinco años y seis meses de ventaja, para ser exactos.

El hombre del sillón abrió los ojos justo a tiempo de ver a la bibliotecaria levantarse atropelladamente de la silla y dirigirse de nuevo al interior de la habitación. Allí la siguió, con media piña en una mano y el cuchillo en la otra.

—Hábleme del ruido, señorita Prim.

—¿Por qué habría de hacerlo? —protestó ella acalorada.

—Porque quiero conocerla. Lleva aquí casi dos meses y apenas sé nada de usted.

La bibliotecaria le dio la espalda, se subió a una vieja escalera de madera y comenzó a colocar la
Historia eclesiástica del pueblo de los anglos
de Beda el Venerable en una de las estanterías.

—No creo que pueda decirle mucho.

—Puede al menos intentar decirme algo.

—Pero si lo hago, ¿me dejará seguir trabajando en paz?

—Tiene usted mi palabra.

Tras exhalar un suspiro, la señorita Prim se dio la vuelta y se sentó con cuidado en el tercer peldaño de la escalera.

—Le advierto que no sé cómo explicarlo del todo —comenzó—. Digamos que hay días, aunque afortunadamente son pocos, en que tengo la sensación de que el interior de mi cabeza se mueve como una centrifugadora. No soy una compañera muy agradable entonces, tampoco duermo demasiado bien. Siento como si hubiese un hueco en el centro de mi cabeza, un hueco donde debería haber
algo
, pero donde no hay
nada
, absolutamente nada, excepto un ruido ensordecedor. —Hizo una pausa, miró el rostro preocupado de su jefe y sonrió con una suave mueca—. No ponga esa cara, no es nada grave; le pasa a mucha gente, se doma con pastillas. Pero si usted dice haberlo sentido, debería saber lo que es.

—¿Por qué cree que no desaparece?

—No lo sé.

—¿No lo sabe?

La bibliotecaria se recogió el pelo cuidadosamente en la nuca antes de volver a hablar.

—A veces he pensado que tiene que ver con la pérdida.

Al llegar a ese punto vaciló, pero la expresión seriamente interesada del rostro de él la decidió a continuar.

—Veamos cómo se lo explico. En cierto sentido siempre me he considerado a mí misma una mujer moderna; una mujer libre, independiente, llena de títulos académicos. Usted lo sabe y ambos sabemos que me desprecia por ello. —El hombre del sillón esbozó un gesto de educada protesta que fue ignorado con displicencia—. Pero tengo que reconocer que, al mismo tiempo, cargo siempre con una pesada sensación de nostalgia sobre los hombros, con un deseo de parar el paso del tiempo, de recuperar cosas perdidas. Con la conciencia de que todo, absolutamente todo, es parte de un sendero que no tiene vuelta atrás.

—¿Qué significa para usted
todo
?

—Lo mismo que para usted, supongo. La vida entera, la belleza, el amor, la amistad, incluso la infancia; sobre todo la infancia. Antes, no hace demasiado tiempo, solía pensar que tenía una sensibilidad propia de otro siglo, estaba convencida de que había nacido en el momento equivocado y de que por eso me molestaba tanto la vulgaridad, la fealdad, la falta de delicadeza. Creía que esa nostalgia tenía que ver con el anhelo de una belleza que ya no existe, de una época que un buen día nos dijo adiós y desapareció.

—¿Y ahora?

—Ahora trabajo para alguien que efectivamente vive inmerso en otro siglo y he podido constatar que
ése
no es mi problema.

El hombre del sillón soltó una carcajada alegre y contagiosa que hizo a la bibliotecaria ruborizarse de satisfacción.

—Debería despedirla por eso. Sabía lo que hacía cuando le advertí que tendría que perdonarla en más de una ocasión.

La señorita Prim se levantó sonriendo y comenzó a limpiar cuidadosamente una deteriorada edición del
Monologio
de Anselmo de Canterbury.

—Ahora le toca a usted —dijo—. ¿Por qué lo escuchaba usted?

Él tardó unos instantes en hablar.

—Por lo mismo que todos, supongo. Es el sonido de una guerra.

—Ésa es una metáfora muy pero que muy típica de usted —le interrumpió ella riéndose—. ¿Pero qué desencadenaba su guerra? Tiene que reconocer que siempre hay un motivo. A veces es un carácter indómito o una personalidad inestable. Puede ser la enfermedad, una debilidad moral, el miedo a la muerte, al paso del tiempo… ¿Cuál es su excusa?

—Se equivoca, Prudencia, no son muchas cosas, solo es una. En realidad lo que desencadena la guerra no es tanto algo como la ausencia de algo, es la falta de una pieza. Y cuando falta una pieza (en un puzle, por ejemplo), cuando falta la pieza maestra, nada funciona. ¿Le gustan los puzles?

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