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Authors: Natalia Sanmartin Fenollera

Tags: #Relato

El despertar de la señorita Prim (7 page)

BOOK: El despertar de la señorita Prim
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Cuando la señorita Prim terminó de servirse su tercera taza de chocolate, la voz de Hortensia Oeillet se impuso sobre el jolgorio.

—¡Señoras, señoras, siéntense! Debemos iniciar la sesión, son casi las cinco y media.

Todas las invitadas, la bibliotecaria contó unas treinta, tomaron asiento y se dispusieron a escuchar a la presidenta, que con un papel en la mano comenzó a presentar el orden del día.

—El primer asunto que debemos abordar es la insostenible situación de nuestra querida Amelia y el juez Basett.

Un murmullo de asentimiento recorrió el salón. La mujer que estaba sentada al lado de la señorita Prim explicó a ésta en voz baja que la joven Amelia se hallaba en una situación de semiesclavitud en casa de un magistrado retirado al que ayudaba desde hacía seis años a terminar sus memorias.

—Figúrese, la chica trabaja más de ocho horas al día. Es anacrónico e intolerable.

Al escuchar estas palabras, la bibliotecaria cayó por primera vez en la cuenta de que ella misma, en casa del hombre del sillón, no prolongaba su jornada nunca más allá de cinco o seis horas diarias. En un principio había atribuido aquel horario relajado a las extravagancias de su jefe, pero ahora comenzaba a darse cuenta de que se trataba de un valor innegociable en San Ireneo.

—Nuestra amiga Amelia —decía en aquel momento Hortensia Oeillet— se ve obligada a cumplir un horario inaceptable para los principios que defendemos en San Ireneo. El juez ha sido varias veces advertido de este hecho, pero hace oídos sordos. Como sabéis, la chica va a celebrar su boda en abril del año que viene —otro murmullo, esta vez de felicitación, recorrió la sala— y es probable que no tarde mucho en convertirse en madre. Resulta, pues, urgente que hagamos lo posible para resolver esta situación.

Un aplauso acompañado de varios vítores coronó las palabras de la presidenta. A continuación, una mujer menuda, de ojos grandes y rostro extraordinariamente expresivo, se levantó y tomó la palabra.

—Es Herminia Treaumont —susurró a la señorita Prim su vecina de silla—. Es la directora de
La Gaceta de San Ireneo
. Antes de venir a vivir aquí dirigía una cátedra de poesía isabelina en la Universidad de Pensilvania.

Herminia Treaumont habló con voz alta, serena y bien modulada.

—Mis queridas amigas: creo que nuestra presidenta ha explicado con claridad la situación laboral de Amelia. Algunas de vosotras sabéis que a menudo he sido su confidente y que conozco muy de cerca las dificultades a las que se enfrenta en casa del juez, pese a que sé también que le aprecia mucho. No solo le está resultando imposible preparar cualquier clase de evento sujeta a ese horario, sino que lleva mucho tiempo sin poder dedicar horas al estudio y la lectura que, como sabéis, son dos de los pilares de nuestra pequeña comunidad.

La ponente hizo una pausa para beber un sorbo de agua e inmediatamente continuó.

—Cuando Amelia llegó aquí, seguro que muchas lo recordáis, era una jovencita con una alta opinión de sí misma y de su afición a la literatura. Todo ello cambió cuando a los pocos meses de vivir en este pueblo descubrió que lo que el
mundo
llamaba literatura, San Ireneo lo llamaba perder el tiempo. Todavía recuerdo la mañana en que entró en mi despacho con los ojos brillantes de emoción y una vieja antología de poemas de John Donne en la mano. Fue aquí donde descubrió que la inteligencia, ese maravilloso don, crece en el silencio y no en el ruido. Fue aquí también donde aprendió que la mente humana, verdaderamente humana, se nutre de tiempo, de trabajo y disciplina.

Otro aplauso, ruidoso y animado, sacudió el salón.

—Es maravillosa, ¿no cree? —comentó en un susurro la mujer sentada junto a la señorita Prim—. Yo nunca me pierdo su columna de los martes. No deje de leerla, le encantará.

—La propuesta que la dirección presenta a la Liga Feminista —continuó Herminia Treaumont— es la siguiente. Como sabéis, Amelia tiene un gusto extraordinario. Si se le entrega un viejo retal, una tetera, media docena de rosas y un espejo desconchado hace de ellos una obra de arte. Por eso hemos pensado que esta asociación podría realizar una colecta para ayudarla a abrir un pequeño negocio de decoración (en San Ireneo no hay nada parecido y creo que nos beneficiaría a todos que lo hubiese), y liberarla así de las limitaciones de todo asalariado. Me temo que su futuro marido está demostrando no tener mucho talento para la jardinería. No podrán vivir con un único sueldo, no por el momento.

—Pero ¿y quién ayudará al juez a terminar sus memorias? —objetó con tono preocupado una de las asistentes.

—¿Sus memorias? ¿Sus memorias? ¡Al diablo con sus memorias! —respondió con inesperada energía la ponente, secundada de inmediato por un coro de aplausos.

Una vez celebrada la votación, que respaldó por unanimidad la propuesta de realizar la colecta, la reunión continuó sin sobresaltos. El siguiente punto del día, presentado por Hortensia Oeillet, abordó la conveniencia de impulsar la creación de una compañía de teatro que completase la educación literaria de los pequeños del pueblo. Todas las asistentes estuvieron de acuerdo. No se podía estudiar a Shakespeare, a Racine o a Molière sin salir de las páginas de un libro, explicó con firmeza la presidenta. No se podía entender a Esquilo o a Sófocles sin moverse de las estrecheces de un pupitre (en este punto, la señorita Prim, absolutamente entusiasmada, no pudo evitar murmurar con pasión: «¿
Quién sabe si en el Hades mi acción se considera santa
?»). Era inimaginable poder llegar a amar a Corneille o a Schiller —continuó con energía Hortensia Oeillet— sin haber tenido la oportunidad de presenciar sobre las tablas la violenta belleza y el heroísmo de sus personajes.

—¡Bravo, bravo! —exclamó puesta en pie la bibliotecaria en medio de un estruendo de aplausos, taconeos y frenéticos golpes con cucharillas. Minutos después, la señorita Prim degustaba su cuarta taza de chocolate cuando una mujer regordeta y sonriente, que su vecina de silla identificó como Emma Giovanacci, se levantó para presentar el último punto del orden del día.

—La tercera y última propuesta de esta reunión se refiere a la conveniencia de buscar un esposo para nuestra nueva residente en San Ireneo, la joven señorita Prim.

La bibliotecaria se sobresaltó violentamente. Pálida y temblorosa, se puso en pie, dejó su taza sobre la mesa y buscó con la mirada a la presidenta de la reunión.

—Perdóneme, Hortensia —dijo con enojada frialdad—, pero no entiendo qué significa todo esto.

Un silencio espeso se adueñó de la habitación.

—Querida Emma, ¿cómo se te ocurre…? —balbuceó la presidenta mirando a la mujer que había leído el último punto del día—. ¿No ves que la señorita Prim está aquí,
aquí
, con nosotras?

Horrorizada, la ponente miró la hoja que tenía entre las manos.

—¡Pero si estaba en el orden del día! —gimió, tras ser informada de que la aludida era aquella joven bien parecida que había estado sentada durante toda la velada junto a la chimenea y que ahora buscaba con desesperación su bolso de mano.

Cuando encontró lo que buscaba, la bibliotecaria se dirigió precipitadamente a la puerta del salón dispuesta a abandonar aquel lugar sin esperar a ser escoltada por la sonrosada doncella de cofia blanca, que como muchas otras mujeres del pueblo ocupaba una silla en la reunión. De nada sirvieron las disculpas de Emma Giovanacci y los dolorosos ruegos de Hortensia Oeillet. De nada tampoco las palabras tranquilizadoras de Clarissa Waste, que explicó a la señorita Prim que la búsqueda de marido era una actividad habitual entre las damas feministas de San Ireneo.

—¿Y ustedes se llaman feministas? —exclamó indignada la bibliotecaria encarándose con ellas—. ¿Es que a estas alturas todavía creen que una mujer debe depender de un hombre?

—Pero, querida, mírese un momento. —La voz clara y suave de Herminia Treaumont paralizó a la señorita Prim—. Vive usted en casa de un hombre, trabaja toda una jornada sometida a las órdenes de un hombre y recibe un salario de ese mismo hombre que cada primero de mes paga puntualmente todos sus gastos. ¿De verdad se había hecho usted la ilusión de haberse librado de la dependencia masculina?

—Eso no es lo mismo y usted lo sabe —respondió con voz ronca la bibliotecaria.

—Naturalmente que no es lo mismo. La mayoría de las mujeres casadas de este pueblo no dependen ni remotamente de sus maridos en la medida en que usted depende de su jefe. Como dueñas de sus negocios, algunas de ellas son la primera fuente de ingresos de su hogar y muchas otras, su principal fuente de ahorro, ya que forman intelectualmente a sus hijos y transforman en renta disponible el presupuesto que el resto del mundo malgasta en colegios mediocres. Ninguna de ellas se ve obligada a pedir permiso si desea realizar alguna gestión personal, como me atrevo a adivinar que debe de hacer usted en su trabajo. Ninguna ha de guardarse sus opiniones, como estoy segura de que hace usted a menudo en las conversaciones con su jefe.

La señorita Prim abrió la boca para protestar, pero algo en la mirada de su oponente hizo que volviese a cerrarla.

—A ninguna —continuó Herminia Treaumont— se le ocurriría llevar un certificado médico cada vez que está enferma ni esperaría soportar miradas condescendientes cuando anuncia algo tan natural como un nacimiento. ¿Ve ese pequeño cuadro con una leyenda escrita sobre la chimenea?

La bibliotecaria dirigió a regañadientes la mirada hacia la pared.

—Lo escribió hace muchos años el hombre al que más gratitud debo en mi vida, después de mi mentor académico y de mi propio padre. Y lamentablemente, creo que es la mayor verdad que se ha dicho nunca sobre este asunto. Léalo, léalo bien y atrévase a decirme que no es cierto.

La señorita Prim leyó en silencio:

Diez mil mujeres desfilaron un día por las calles de Londres al grito de «¡No queremos que se nos dicte!» y poco después se convirtieron en mecanógrafas
.
[1]

—Créanme, señoras, si desease realmente un marido, yo misma buscaría un marido —dijo la bibliotecaria antes de salir de la habitación con un portazo y la nariz más elevada que nunca.

—Vamos, Prudencia, no se disguste tanto, realmente no vale la pena.

Horacio Delàs sirvió a la señorita Prim una humeante taza de tila que ella rechazó con suavidad.

—No puede imaginarse lo desagradable que ha sido para mí —murmuró—, no se imagina lo avergonzada que me sentí.

Tras su violenta y apresurada salida de la Liga Feminista, la bibliotecaria había acudido a la casa del único habitante masculino, fuera de su propio jefe, que conocía en el pueblo.

—Éste es un lugar extraño, lleno de gente rara —dijo con un suspiro.

—Espero que no me considere usted así, no olvide que soy uno de ellos —respondió su anfitrión mientras le ofrecía una copa de coñac que esta vez aceptó agradecida.

La señorita Prim le aseguró que no se refería a él. Desde su llegada a San Ireneo había intentado integrarse en el pueblo, pero sus esfuerzos habían sido inútiles. Había muchos, demasiados interrogantes pendientes de resolver; el primero de ellos, su propio jefe. ¿Quién era? ¿A qué se dedicaba? ¿Por qué iba siempre a la abadía de madrugada? ¿Por qué buceaba entre viejos libros durante días enteros sin reparar siquiera en que había llegado la hora del almuerzo o de la cena? ¿Era un eremita urbano? La señorita Prim había oído hablar de los eremitas urbanos. Locos dedicados a la oración, místicos que vivían en las ciudades en adoración constante al modo de los primeros ermitaños del desierto o de los misteriosos
staretz
rusos. ¿Era acaso el hombre del sillón un eremita urbano?

—Y que conste que no tengo nada en contra de los eremitas y mucho menos de los urbanos. Siempre he respetado todas las formas de espiritualidad —puntualizó.

—Por supuesto que sí, amiga mía. Pero, créame,
él
no es un eremita.

—Entonces ¿qué es? Porque no me negará que su celo religioso está por encima de la media.

—Claro que está por encima de la media. No puedo creer que sea usted tan poco perspicaz. ¿Es que no se ha dado cuenta de que trabaja a las órdenes de un converso?

—¿Un converso?

—Estaba convencido de que lo sabía.

—En absoluto. ¿Converso de qué?

—Del escepticismo, naturalmente. ¿De qué otra cosa podría ser? Convendrá usted en que de haber un dragón, ése es el único del que vale la pena huir.

Perpleja, la bibliotecaria se preguntó si no estaría empezando a marearse por el coñac.

—Al menos habrá advertido que no se trata de un hombre común —insistió su anfitrión.

La señorita Prim convino en que no era fácil considerar al hombre del sillón un hombre común.

—¿A qué se dedica? —preguntó antes de llevarse la copa de nuevo a los labios.

—Al estudio.

—Nadie puede vivir del estudio.

—También es profesor.

—De quince niños a los que no cobra ni siquiera la merienda.

—Cierto, pero es una de sus ocupaciones. Si lo que quiere preguntarme es cuál es su principal fuente de ingresos, le diré que tiene un gran prestigio como especialista en lenguas muertas, colabora en numerosas publicaciones y una o dos veces al año imparte ciclos de conferencias en distintas universidades. Además de todo eso, que proporciona más prestigio que dinero, administra una buena parte del patrimonio de su familia. En realidad, no necesita mucho para vivir. Es un hombre austero, como seguramente habrá podido comprobar.

—¿Ciclos de conferencias? No sabía que el latín y el griego diesen para tanto —comentó la señorita Prim con una risita.

Horacio Delàs la miró con una mezcla de sorpresa y consternación.

—¿Latín y griego, dice usted? Mi querida Prudencia, me deja otra vez sin habla. Su hombre del sillón domina alrededor de una veintena de lenguas, la mitad de ellas muertas. Y cuando digo muertas no me refiero simplemente al arameo o al sánscrito; me refiero al ugarítico, al sirocaldeo, al púnico cartaginés o a viejos dialectos del copto, como el sahídico y el fayúmico. Ya le he dicho que está usted a las órdenes de un individuo poco común. Le ve acudir a esa abadía cada mañana porque es un enamorado fiel de la vieja liturgia romana. Y vive atrincherado en este pequeño lugar, ocupado en vulgares deberes vecinales, porque fue él, bajo la inspiración de ese anciano que apenas sale ya de la abadía, quien impulsó esta especie de colonia.

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