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Authors: Deborah Harkness

Tags: #Fantástico

El descubrimiento de las brujas (65 page)

BOOK: El descubrimiento de las brujas
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—Depende de quién sea al que se pregunta…, a los que realizan el
bundling
o a los que se les encierra para que lo practiquen. —Empezó a pasar su boca bajando de mi oreja hacia mis hombros—. Además, tengo otra parte de la ceremonia de bodas medieval sobre la que me gustaría hablar contigo.

—¿Ah, sí, esposo? —Le mordí con suavidad la oreja al pasar.

—No hagas eso —dijo, con falsa severidad—. Nada de morder en la cama. —De todos modos, lo hice otra vez—. A lo que me refería era a la parte de la ceremonia en la que la obediente esposa — continuó mirándome con doble intención— promete ser «hermosa y generosa en el lecho y en la comida». ¿Cómo piensas cumplir esa promesa? —Hundió su cara entre mis pechos como si pudiera encontrar en ellos la respuesta.

Después de varias horas más hablando de la liturgia medieval, yo tenía una nueva visión de las ceremonias en la iglesia así como de las costumbres folclóricas. Y estar con él de este modo resultaba más íntimo de lo que nunca había estado con ninguna otra criatura.

Relajada y a gusto, me acurruqué contra el cuerpo ya bien conocido de Matthew, de modo que mi cabeza descansara debajo de su corazón. Me acarició repetidamente el cabello hasta que me quedé dormida.

Fue justo antes del amanecer cuando me desperté con un sonido extraño que llegaba de la cama junto a mí, como grava que se mueve dentro de un tubo de metal.

Matthew estaba durmiendo… y roncando también. Se parecía todavía más a la efigie de un caballero sobre una lápida. Lo único que faltaba era el perro a sus pies y la espada ajustada a la cintura.

Lo cubrí con las mantas. No se movió. Le alisé el pelo hacia atrás, y él siguió respirando profundamente. Lo besé ligeramente en la boca y tampoco hubo reacción. Le sonreí a mi hermoso vampiro, que dormía como los muertos, y sentí que yo era la criatura más afortunada del planeta cuando me deslicé fuera de las mantas.

Fuera, las nubes todavía cubrían el cielo, pero en el horizonte eran lo suficientemente finas como para revelar pálidos rastros de rojo detrás de las capas grises. Podría ser en efecto un día claro, pensé estirándome ligeramente y volviéndome para mirar la silueta recostada de Matthew. Iba a estar inconsciente durante varias horas. Yo, por otro lado, me sentía inquieta y curiosamente rejuvenecida. Me vestí con rapidez, pues quería salir a los jardines y estar sola un rato.

Cuando terminé de vestirme, Matthew todavía estaba perdido en su extraño y tranquilo sueño.

—Estaré de vuelta antes de que te des cuenta —susurré al besarlo.

No había ninguna señal de Marthe ni de Ysabeau. En la cocina cogí una manzana del tazón preparado para los caballos y la mordí. La carne compacta de la manzana me dejó un gusto espléndido en la lengua.

Me deslicé hacia el jardín para pasear por los senderos de grava, absorbiendo los olores de las hierbas y las rosas blancas que brillaban a la luz de la primera hora de la mañana. Si no hubiera sido por mis ropas modernas, podría haber estado en el siglo XVI, con los ordenados arriates cuadrados y las cercas de sauce que se suponía que mantenían a raya a los conejos, aunque los vampiros habitantes del
château
eran indudablemente más efectivos que el insuficiente tejido de unas ramas entrelazadas para evitar que se acercaran.

Estiré la mano hacia abajo y pasé los dedos sobre las hierbas que crecían a mis pies. Una de ellas estaba en el té de Marthe. Ruda, me di cuenta con satisfacción, contenta de los conocimientos que había adquirido.

Una ráfaga del viento me envolvió y al pasar junto a mí soltó el mismo maldito mechón de pelo que no quería permanecer en su sitio. Lo arrastré de nuevo a su sitio, en el mismo momento en que un brazo me apartaba del suelo.

Con los oídos tapados, fui lanzada directamente al cielo.

El hormigueo apacible sobre mi piel me dijo lo que yo ya sabía: cuando mis ojos se abrieran, estaría mirando a una bruja.

Capítulo
29

L
os ojos de mi captora eran de color azul brillante, situados oblicuamente sobre pómulos altos y fuertes, con un mechón de pelo platino. Vestía un grueso jersey de cuello alto tejido a mano y un par de vaqueros ajustados. No llevaba un vestido negro ni una escoba, pero era, de manera inconfundible, una bruja.

Con un despectivo chasquido de sus dedos, detuvo el sonido de mi grito antes de que se iniciara. Su brazo se movió hacia la izquierda, lo que hizo que nos desplazáramos más en línea horizontal que vertical por primera vez desde que me había arrancado del jardín en Sept-Tours.

Matthew se despertaría para descubrir que yo no estaba. Nunca se iba a perdonar por haberse quedado dormido, ni a mí por salir al jardín. «Idiota», me dije a mí misma.

—Sí, eres una idiota, Diana Bishop —dijo la bruja con un extraño acento en la voz.

Cerré de golpe las puertas imaginarias detrás de mis ojos que siempre habían mantenido alejados los esfuerzos invasores de brujas y daimones.

Se rió. Fue un sonido cristalino que me heló los huesos. Asustada y a cientos de metros por encima de la Auvernia, vacié mi mente con la esperanza de no dejar nada que ella pudiera encontrar una vez que violara mis inadecuadas defensas. Entonces me dejó caer.

A medida que el suelo se acercaba, mis pensamientos se organizaron alrededor de una sola palabra: «Matthew».

La bruja me atrapó entre sus manos apenas comencé a oler la tierra.

—Eres demasiado ligera para ser alguien que no puede volar. ¿Por qué no vuelas? —me preguntó.

En silencio recité la lista de reyes y reinas de Inglaterra para mantener mi mente vacía.

La bruja suspiró.

—No soy tu enemiga, Diana. Ambas somos brujas.

Los vientos cambiaron mientras la bruja volaba al suroeste, alejándose de Sept-Tours. Rápidamente me fui desorientando. El gran brillo de luces en la distancia podría ser Lyon, pero no nos dirigíamos allí. En cambio, nos internábamos cada vez más en las montañas… y no se parecían a los picos que Matthew me había señalado antes.

Bajamos hacia algo que parecía un cráter separado del campo circundante por enormes barrancos y bosques espesos. Resultó ser las ruinas de un castillo medieval, con altas murallas y gruesos cimientos que se hundían muy profundamente en la tierra. Crecían árboles dentro de las cáscaras de los edificios abandonados hacía mucho tiempo, agrupados a la sombra de la fortaleza. El castillo no tenía una sola línea agradable ni nada que resultara atractivo. Había sólo una razón para su existencia: mantener alejado a cualquiera que deseara entrar. Los ignotos caminos de tierra que se extendían sobre las montañas eran el único lazo del castillo con el resto del mundo. Sentí que mi corazón se contraía.

La bruja movió sus pies para apuntar hacia abajo con los dedos del pie, y como yo no movía los míos, los obligó con otro chasquido de sus dedos. Los pequeños huesos se quejaron ante la fuerza invisible. Nos deslizamos por encima de lo que quedaba de los techos de tejas grises sin tocarlos y nos dirigimos hacia un pequeño patio central. De pronto mis pies se enderezaron y golpearon sobre el pavimento de piedra. El impacto vibró a través de mis piernas.

—Con el tiempo aprenderás a aterrizar más suavemente —dijo la bruja con total naturalidad.

Me resultaba imposible procesar el cambio en mis circunstancias. Hacía apenas unos momentos yo había estado acostada, somnolienta y satisfecha, en la cama con Matthew. Y de golpe estaba en un castillo frío y húmedo con una bruja extraña.

Cuando dos figuras pálidas salieron de las sombras, mi confusión se convirtió en terror. Uno era Domenico Michele. El otro personaje era desconocido para mí, pero el frío helado de su mirada me dijo que se trataba también de un vampiro. Una oleada de incienso y azufre lo identificó: se trataba de Gerberto de Aurillac, el papa vampiro.

Gerberto no era físicamente intimidante, pero el mal habitaba en su interior más profundo, lo cual hizo que instintivamente me encogiera. Indicios de esa oscuridad aparecían en sus ojos castaños, que miraban desde profundos huecos entre unos pómulos tan prominentes que la piel parecía estirada sobre ellos. La nariz era ligeramente aguileña y apuntaba a los finos labios que se curvaban en una sonrisa cruel. Con los ojos oscuros de ese vampiro fijos en mí, la amenaza que significaba Peter Knox perdía importancia.

—Gracias por indicarme este lugar, Gerberto —dijo la bruja amablemente mientras me mantenía junto a ella—. Tienes razón…, nadie me molestará aquí.

—Lo hago con placer, Satu. ¿Puedo examinar a tu bruja? —preguntó Gerberto en tono amable, dirigiéndose lentamente a derecha e izquierda como si estuviera buscando el mejor ángulo para observar un premio—. Es difícil, ya que ha estado con De Clermont, decir dónde empiezan los olores de ella y dónde terminan los de él.

Mi secuestradora lanzó una mirada de ira al oír el nombre de Matthew.

—Diana Bishop está ahora a mi cuidado. Ya no es necesaria tu presencia aquí.

La atención de Gerberto siguió fija en mí a medida que se aproximaba con pasos cortos y mesurados. Su exagerada lentitud no hacía más que agudizar su actitud amenazadora.

—Es un libro extraño, ¿verdad, Diana? Hace mil años, lo obtuve de un gran mago en Toledo. Cuando lo traje a Francia, ya estaba envuelto en capas y capas de hechizos.

—A pesar de tus conocimientos de la magia, no puedes desvelar sus secretos. —El desprecio en la voz de la bruja era inconfundible—. El manuscrito no está ahora menos hechizado que entonces. Deja eso en nuestras manos.

Él siguió avanzando.

—El nombre de mi bruja era similar al tuyo…: Meridiana. No quería ayudarme a revelar los secretos del manuscrito, por supuesto. Pero mi sangre la convertía en mi esclava. —Estaba tan cerca en ese momento que el frío que emanaba de su cuerpo me congeló—. Cada vez que yo bebía de ella, pequeños elementos de su magia y fragmentos de sus conocimientos pasaban a mí. Pero eran frustrantemente fugaces. Tuve que regresar en busca de más. Ella se debilitó y fue fácil de controlar. —El dedo de Gerberto me tocó la cara—. Los ojos de Meridiana eran más o menos como los tuyos. ¿Qué viste, Diana? ¿Me lo vas a contar?

—¡Basta, Gerberto! —La voz de Satu fue casi un grito de advertencia, y Domenico gruñó.

—No creas que ésta es la última vez que me verás, Diana. Primero las brujas te meterán en vereda. Luego la Congregación decidirá qué hacer contigo. —Gerberto perforó mis ojos con los suyos, y movió su dedo sobre mi mejilla como una caricia—. Después de eso, serás mía. Por ahora —dijo con una ligera reverencia dirigida a Satu— es tuya.

Los vampiros se retiraron. Domenico miró hacia atrás, pues no quería marcharse. Satu esperó, con la mirada vacía, hasta que el ruido del choque entre el metal, la madera y la piedra indicó que habían abandonado el castillo. Sus ojos azules volvieron a estar atentos y los fijó en mí. Con un pequeño ademán liberó el hechizo que me había mantenido callada.

—¿Quién eres? —exclamé cuando me fue posible formar palabras otra vez.

—Mi nombre es Satu Järvinen —dijo, y comenzó a andar lentamente en círculo alrededor de mí, arrastrando una mano detrás de sí. Provocó un profundo recuerdo de otra mano que se había movido como la suya. Una vez Sarah había recorrido un sendero similar en el jardín trasero, allá en Madison, tratando de dominar a un perro perdido, pero en mi mente las manos no eran suyas.

Los talentos de Sarah no eran nada comparados con los que poseía esta bruja. Ya había dejado claro que era poderosa por la manera en que volaba. Pero era igualmente buena con los hechizos. Incluso en ese momento me retenía dentro de finos hilos mágicos que se extendían por todo el patio sin haber pronunciado una sola palabra. Cualquier esperanza de una huida fácil desapareció.

—¿Por qué me has raptado? —pregunté, tratando de distraerla de su trabajo.

—Tratamos de hacerte ver lo peligroso que era Clairmont. Como brujas, no queríamos llegar a estos extremos, pero tú te negaste a escuchar. —Las palabras de Satu eran cordiales; su voz, cálida— . No te reuniste con nosotras en Mabon, ignoraste a Peter Knox. A medida que pasaban los días, ese vampiro se acercaba más. Pero ahora ya estás a salvo, fuera de su alcance.

Cada uno de mis instintos me advertía a gritos que había peligro.

—No es culpa tuya —continuó Satu, tocándome apenas en el hombro. Mi piel hormigueó y la bruja sonrió—. Los vampiros son tan seductores, tan simpáticos… Tú fuiste esclavizada por él, como Meridiana lo fue por Gerberto. No te culpamos por esto, Diana. Tuviste una infancia muy protegida. No era posible que lo vieras a él tal como es.

—No estoy esclavizada por Matthew —dije con firmeza. Más allá de la definición del diccionario, no tenía ni idea de qué podría significar eso, pero Satu lo hacía parecer como algo represivo.

—¿Estás segura? —preguntó amablemente—. ¿Nunca has probado una gota de su sangre?

—¡Por supuesto que no! —En mi infancia podría haber carecido de una gran instrucción en magia, pero no era una completa idiota. La sangre de vampiro es una sustancia poderosa y capaz de alterar la vida.

—¿No recuerdas ningún sabor a sal concentrada? ¿Ninguna fatiga anormal? ¿Nunca te has quedado profundamente dormida en su presencia, aunque no querías cerrar los ojos?

En el avión, viajando a Francia, Matthew se había tocado los labios con los dedos para luego rozar los míos. Había sentido sabor a sal entonces. Y cuando quise recordar, ya estábamos en Francia. Mi certeza vaciló.

—Ya veo. Entonces él sí te ha dado su sangre. —Satu sacudió la cabeza—. Eso no es bueno, Diana. Pensamos que podría sido así cuando nos enteramos de que te siguió de vuelta a la residencia universitaria en Mabon y trepó para entrar por tu ventana.

—¿De qué estás hablando? —La sangre se me congeló en las venas. Matthew nunca me daría su sangre. Ni tampoco iba a violar mi territorio. Si hubiera hecho esas cosas, seguramente habría habido una razón, y lo habría hablado conmigo.

—La noche en que os conocisteis, Clairmont te siguió hasta tus habitaciones. Se introdujo por una ventana abierta y estuvo allí varias horas. ¿No te despertaste? Si no lo hiciste, seguramente fue porque él usaría su sangre para mantenerte dormida. ¿De qué otra manera podemos explicarlo?

Mi boca se había llenado aquella noche del sabor a clavo. Cerré los ojos para evitar el recuerdo, y el dolor que lo acompañaba.

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