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Authors: Kate Morton

Tags: #Intriga, #Drama

El cumpleaños secreto (25 page)

BOOK: El cumpleaños secreto
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—De Gerry —dijo su madre—. Un regalo de cumpleaños.

Era el regalo perfecto para Dorothy Nicolson, la patrona de todos los viejos desechos, lo cual era típico de Gerry. Justo cuando parecía ajeno por completo al mundo y a todos sus habitantes, mostraba una lucidez asombrosa. Laurel sintió una punzada al pensar en su hermano: le había dejado un mensaje en el buzón de voz de la universidad (tres, de hecho), desde que tomó la decisión de irse de Londres. En el más reciente, a última hora de la noche, tras tomarse media botella de tinto, habló con más claridad, se temía, que en los anteriores. Le dijo que estaba en casa, en Greenacres, decidida a averiguar qué sucedió «cuando éramos niños», que las otras hermanas no lo sabían todavía y que necesitaba su ayuda. Parecía una buena idea en ese momento, pero no había recibido respuesta alguna.

Laurel se puso las gafas de lectura para observar de cerca la fotografía de tonos sepia.

—Una boda —dijo, fijándose en la disposición de unos desconocidos de atuendos formales detrás del cristal moteado—. No conocemos a nadie, ¿verdad?

Su madre no respondió, no exactamente.

—Qué cosa tan preciosa —dijo, negando con la cabeza, con una tristeza parsimoniosa—. Una tienda de la beneficencia, ahí es donde la encontró. Esas personas… deberían estar en la pared de una casa, no al fondo de una caja de cosas tiradas… Es terrible, ¿verdad, Laurel?, cómo apartamos a la gente.

Laurel mostró su acuerdo.

—Es una foto preciosa, ¿verdad? —dijo, pasando un dedo por el cristal—. Eran tiempos de guerra, por el tipo de ropa, aunque él no lleva uniforme.

—No todo el mundo llevaba uniforme.

—¿Haraganes, quieres decir?

—Había otros motivos. —Dorothy tomó de nuevo la fotografía. La estudió una vez más, tras lo cual extendió una mano temblorosa para dejarla junto a la fotografía enmarcada de su propia boda, tan austera.

Al mencionar la guerra, Laurel sintió, ante la oportunidad que se presentaba, el vértigo de la expectativa. No iba a encontrar otro momento mejor para charlar sobre el pasado de su madre.

—¿Qué hiciste en la guerra, mamá? —preguntó con una despreocupación estudiada.

—Estuve en el Servicio Voluntario de Mujeres.

Así, sin más. Ni rastro de duda, ni reticencia, ni nada que sugiriese que era la primera vez que madre e hija abordaban el tema. Laurel se agarró con ímpetu a ese hilo de la conversación.

—Es decir, ¿tejías calcetines y servías comida a los soldados?

Su madre asintió.

—Teníamos una cantina en una cripta. Servíamos sopa… A veces íbamos en una cantina móvil.

—¿Qué? ¿Por las calles, esquivando las bombas?

Otro ligero gesto con la cabeza.

—Mamá… —Laurel no encontraba palabras. Una respuesta, había recibido una respuesta—. Qué valiente eras.

—No —dijo Dorothy, con un tono sorprendentemente cortante. Le temblaron los labios—. Había personas mucho más valientes que yo.

—Nunca habías hablado de esto.

—No.

¿Por qué no?, quiso indagar Laurel.
Dime
. ¿Por qué era todo un gran secreto? Henry Jenkins y Vivien, la infancia de su madre en Coventry, los años de guerra antes de conocer a papá… ¿Qué había sucedido para que su madre se aferrase a esa segunda oportunidad con todas sus fuerzas, para convertirla en una persona capaz de matar al hombre que amenazaba con revivir su pasado? En vez de ello, Laurel dijo:

—Ojalá te hubiese conocido entonces.

Dorothy sonrió débilmente.

—Habría sido difícil.

—Ya sabes lo que quiero decir.

Su madre cambió de postura en la silla. El malestar se reflejó en las líneas de su frente acartonada.

—No creo que te hubiese caído muy bien.

—¿Qué quieres decir? ¿Por qué no?

La boca de Dorothy se retorció, como si las palabras se negasen a salir.

—¿Por qué no, mamá?

Dorothy se obligó a sonreír, pero una sombra, en su voz y en sus ojos, desmentía esa sonrisa.

—Las personas cambian a medida que van envejeciendo… Se vuelven más sabias, toman decisiones mejores… Yo soy muy vieja, Laurel. Para alguien que ha vivido tanto como yo, es imposible no arrepentirse de… cosas que hizo en el pasado…, cosas que le habría gustado hacer de otro modo.

El pasado, el arrepentimiento, las personas que cambian… Laurel sintió la emoción de haber llegado al fin. Procuró hablar con ligereza, como una hija cariñosa que pregunta a su anciana madre acerca de su vida.

—¿Qué cosas, mamá? ¿Qué habrías hecho de otro modo?

Pero Dorothy ya no estaba escuchando. Su mirada se extraviaba en la lejanía; sus dedos se afanaban recorriendo los bordes de la manta que le cubría el regazo.

—Mi padre solía decirme que me iba a meter en líos si no tenía cuidado…

—Todos los padres dicen eso —aseguró Laurel con cautela y ternura—. No me cabe duda de que no hiciste nada peor que el resto de nosotros.

—Trató de avisarme, pero yo nunca lo escuché. Pensé que sabía lo que me hacía. Fui castigada por mis malas decisiones, Laurel… Lo perdí todo…, todo lo que amaba.

—¿Cómo? ¿Qué pasó?

Pero el discurso anterior, y los recuerdos que trajo consigo, dejaron agotada a Dorothy y se desplomó sobre los cojines. Sus labios se movieron un poco, pero no emitieron sonido alguno y, al cabo de un momento, se dio por vencida y giró la cabeza hacia la ventana empañada.

Laurel estudió el perfil de su madre y deseó haber sido otro tipo de hija, disponer de más tiempo, poder volver atrás y comenzar de nuevo, no dejarlo todo para el final y encontrarse sentada junto al lecho de su madre con tantos espacios en blanco por rellenar.

—Oh, vaya —dijo con alegría, probando una táctica diferente—, Rose me mostró algo muy especial. —Buscó el álbum de familia en el estante y sacó la fotografía de su madre y Vivien. A pesar de todos sus intentos por mantener la compostura, notó que le temblaban los dedos—. Estaba en un baúl, creo, en Greenacres.

Dorothy tomó la fotografía que le ofrecía y la miró.

En el pasillo se abrieron y cerraron unas puertas, un timbre sonó a lo lejos, los coches frenaban y aceleraban en la rotonda.

—Erais amigas —comentó Laurel.

Su madre asintió, vacilante.

—Durante la guerra.

Asintió de nuevo.

—Se llamaba Vivien.

Esta vez Dorothy alzó la vista. En su cara arrugada se reflejó fugazmente la sorpresa, seguida de algo más. Laurel estaba a punto de explicarse acerca del libro y su dedicatoria cuando su madre, en voz tan baja que Laurel casi no lo oyó, dijo:

—Murió. Vivien murió en la guerra.

Laurel recordó haberlo leído en el obituario de Henry Jenkins.

—En un bombardeo —dijo.

Su madre no mostró señal alguna de haberla oído. De nuevo miraba la fotografía, fijamente. Tenía los ojos bañados en lágrimas y de repente sus mejillas estaban húmedas.

—Casi no me reconozco —dijo con una voz débil y remota.

—Fue hace muchísimo tiempo.

—En otra vida. —Dorothy sacó un pañuelo arrugado de algún lugar y lo apretó contra las mejillas.

Su madre aún hablaba en voz queda tras el pañuelo, pero Laurel no comprendió todas las palabras: hablaba de bombas y el ruido y de tener miedo de volver a empezar. Se acercó, con un hormigueo en la piel al presentir que las respuestas estaban al alcance.

—¿Qué has dicho, mamá?

Dorothy se volvió hacia Laurel y la miró asustada, como si hubiera visto un fantasma. Agarró la manga de Laurel; cuando habló, su voz estaba crispada.

—Hice algo, Laurel —susurró—, durante la guerra… No pensaba con claridad, todo salió terriblemente mal… No sabía qué otra cosa hacer y parecía el plan perfecto, que lo arreglaría todo, pero él lo descubrió… y se enfadó.

A Laurel le dio un vuelco el corazón. Él.

—¿Por eso vino ese hombre, mamá? ¿Por eso vino ese día, en el cumpleaños de Gerry? —Se le comprimió el pecho. Una vez más, tenía dieciséis años.

Su madre aún agarraba la manga de Laurel, tenía la cara pálida y su vocecilla oscilaba como un junco:

—Me encontró, Laurel… Nunca dejó de buscarme.

—¿Por lo que hiciste en la guerra?

—Sí. —Apenas audible.

—¿Qué fue, mamá? ¿Qué hiciste?

La puerta se abrió y apareció la enfermera Ratched con una bandeja.

—La hora de comer —dijo bruscamente, colocando la mesa en su sitio. Llenó a medias un vaso de plástico con té tibio y comprobó que quedaba agua en la jarra—. Toca el timbre cuando hayas terminado, cielo —canturreó con voz atronadora—. Cuando vuelva, te ayudo a ir al baño. —Echó un vistazo a la mesa para asegurarse de que todo estaba en orden—. ¿Necesitas algo más antes de que me vaya?

Dorothy estaba aturdida, exhausta, y sus ojos exploraron el rostro de la mujer.

La enfermera sonrió de buen humor, se agachó para estar más cerca.

—¿Necesitas algo más, cielo?

—Oh. —Dorothy pestañeó y ofreció una sonrisa desconcertada y tenue que rompió el corazón a Laurel—. Sí, sí, por favor. Necesito hablar con el doctor Rufus…

—¿El doctor Rufus? Querrás decir el doctor Cotter, cielo.

La confusión se extendió como una sombra por su rostro pálido y dijo:

—Sí. —Su sonrisa eran aún más tenue—. Por supuesto, el doctor Cotter.

La enfermera, tras asegurarle que se lo pediría en cuanto pudiese, se volvió hacia Laurel con una mirada cómplice y se dio unos golpecitos en la frente con un dedo. Laurel resistió la tentación de estrangular con la correa del bolso a la mujer, que recorría la habitación haciendo ruido con el calzado de suela blanda.

La espera para que se marchara fue interminable: recogió las tazas usadas, tomó notas en el historial médico, se detuvo para hacer comentarios ociosos sobre la lluvia. Laurel estaba a punto de perder la paciencia cuando al fin se cerró la puerta detrás de ella.

—¿Mamá? —comenzó, más alto de lo que le hubiera gustado.

Dorothy Nicolson miró a su hija. Había una agradable inexpresividad en su rostro y Laurel se sobresaltó al comprender que había caído en el olvido lo que tanto le urgía decir antes de la interrupción. Se había retirado, allá donde los viejos secretos descansan. La frustración fue abrumadora. Podría preguntar de nuevo, por ejemplo: «¿Qué hiciste para que ese hombre te persiguiese? ¿Tenía algo que ver con Vivien? Por favor, dímelo, para olvidarme de toda esta historia», pero esa cara tan querida, esa cara anciana y agotada, la miraba ahora en un estado de leve perplejidad y una leve sonrisa se dibujó cuando dijo:

—¿Sí, Laurel?

Reuniendo toda la paciencia de la que era capaz (mañana, lo intentaría de nuevo mañana), Laurel le devolvió la sonrisa y dijo:

—¿Te ayudo con la comida, mamá?

Dorothy no comió mucho; se había marchitado durante la última media hora y una vez más a Laurel le impresionó lo frágil que era. El sillón verde, que habían traído de casa, era bastante humilde, y Laurel había visto a su madre ahí sentada muchísimas veces a lo largo de los años. No obstante, las proporciones del sillón habían cambiado en los últimos meses y era ahora una cosa descomunal que devoraba a mamá como un oso hambriento.

—¿Y si te cepillo el pelo? —dijo Laurel—. ¿Te gustaría?

El fantasma de una sonrisa se esbozó en los labios de Dorothy, que asintió levemente.

—Mi madre solía cepillarme el pelo.

—¿De verdad?

—Fingía que no me gustaba, quería ser independiente, pero era maravilloso.

Laurel sonrió mientras alcanzaba el cepillo de un estante detrás de la cama; lo pasó suavemente entre esas pelusas de diente de león y trató de imaginar a su madre de niña. Aventurera sin duda, traviesa en ocasiones, pero su forma de ser inspiraría cariño. Laurel supuso que nunca lo sabría, no a menos que su madre se lo contase.

Los párpados de Dorothy, finos como el papel, se cerraron y de vez en cuando se contraían ante las misteriosas imágenes que se formaban bajo esa oscuridad. Su respiración se volvió más pausada mientras Laurel le acariciaba el pelo y, cuando adquirió el ritmo del sueño, Laurel dejó el cepillo tan silenciosamente como pudo. Cubrió bien el regazo de su madre con la manta de ganchillo y la besó con ternura en la mejilla.

—Adiós, mamá —susurró—. Vuelvo mañana.

Estaba saliendo de puntillas, con cuidado de no mover demasiado el bolso ni hacer ruido con los zapatos, cuando una voz somnolienta dijo:

—Ese muchacho.

Laurel se giró, sorprendida. Los ojos de su madre aún estaban cerrados.

—Ese muchacho, Laurel —farfulló.

—¿Qué muchacho?

—Ese con el que andas…, Billy. —Sus ojos brumosos se abrieron y giró la cabeza hacia Laurel. Levantó un dedo y habló con una voz suave y triste—: ¿Es que crees que no me entero? ¿Es que crees que yo no fui joven una vez? ¿Que no sé qué es soñar con un muchacho apuesto?

Laurel comprendió que su madre ya no estaba en la habitación del hospital, que estaba de vuelta en Greenacres, hablando con su hija adolescente. Era un hecho desconcertante.

—¿Me estás escuchando, Laurel?

Tragó saliva, encontró la voz:

—Te estoy escuchando, mami. —Hacía mucho tiempo que no llamaba a su madre así.

—Si te pide que te cases con él y tú lo quieres, entonces di que sí… ¿Me comprendes?

Laurel asintió. Se sintió extraña, aturdida, acalorada. Las enfermeras le habían dicho que últimamente su madre divagaba entre el presente y el pasado como un sintonizador de radio que pierde el canal, pero ¿qué la había traído hasta aquí? ¿Por qué ese interés por un joven al que apenas había conocido, un idilio fugaz de Laurel de hace muchísimo tiempo?

Dorothy movió los labios uno contra el otro, suavemente, y dijo:

—He cometido tantos errores…, tantos errores. —Las lágrimas bañaban sus mejillas—. Amor, Laurel, esa es la única razón para casarse. Por amor.

Laurel necesitó entrar en los baños del pasillo del hospital. Abrió el grifo, juntó las manos y se echó agua en la cara; apoyó las palmas en el lavabo. Cerca del desagüe había unas grietas finísimas, que se fundieron cuando su visión se volvió borrosa. Laurel cerró los ojos. Le latía el pulso como un taladro contra los oídos. Dios, estaba perturbada.

No era el mero hecho de que le hablara como si fuera adolescente, de haber borrado al instante cincuenta años, el conjuro de la juventud de antaño, la lejana sensación del primer amor que la rodeaba. Eran las palabras en sí, el apremio en la voz de su madre, la sinceridad que sugería que lo que ofrecía a su hija adolescente era su propia experiencia. Que presionaba a Laurel para que tomase las decisiones que ella, Dorothy, no había tomado…, para que evitase los mismos errores que ella cometió.

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