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Authors: Kate Morton

Tags: #Intriga, #Drama

El cumpleaños secreto (19 page)

BOOK: El cumpleaños secreto
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El hecho es que Dolly le había dicho la verdad al doctor Rufus. Tras un inicio titubeante, lady Gwendolyn, cuya reputación (acrecentada por sus propios relatos) de despreciar a todos los seres humanos era sobradamente conocida, se había quedado prendada de su joven acompañante. Lo cual era una gran noticia. Lástima que Dolly hubiese tenido que pagar un precio tan alto por el afecto de la anciana.

La llamada telefónica llegó en noviembre; la cocinera respondió y exclamó que era para Dorothy. Ahora era un recuerdo doloroso, pero Dolly se alegró tanto al saber que la llamaban por teléfono en esa grandiosa mansión que bajó las escaleras a toda prisa, agarró el receptor y adoptó su tono más solemne: «Diga. Al habla Dorothy Smitham». Y entonces oyó a la señora Potter, amiga de su madre, vecina de Coventry, que hablaba a gritos sobre su familia: «Todos muertos, todos. Una bomba incendiaria… No hubo tiempo para ir al refugio».

Se abrió un abismo en el interior de Dolly en ese momento: era como si, en vez de estómago, tuviese un gran torbellino esférico de dolor, desamparo y miedo. Dejó caer el teléfono, y se quedó ahí, en el enorme vestíbulo del número 7 de Campden Grove; se sentía diminuta y sola, a merced de los caprichos del viento. Todas las partes de Dolly, los recuerdos de diferentes momentos de su vida, cayeron como una baraja de cartas, desordenadas, cuyos dibujos ya palidecían. La ayudante de la cocinera llegó en ese momento y dijo: «Buenos días», y Dolly quiso gritarle que era un día horrendo, que todo había cambiado, ¿o acaso no lo veía aquella estúpida? Pero no lo hizo. Le devolvió la sonrisa y dijo: «Buenos días», y se obligó a subir las escaleras, donde lady Gwendolyn repicaba con furia su campanilla de plata y tanteaba en busca de las gafas que había perdido en un descuido.

Al principio, Dolly no habló con nadie acerca de su familia, ni siquiera con Jimmy, quien, por supuesto, lo sabía y se moría de ganas de consolarla. Cuando Dolly le dijo que estaba bien, que esto era una guerra y todos sufrían pérdidas, Jimmy pensó que trataba de ser valiente, pero no era el valor lo que silenciaba a Dolly. Sus emociones eran tan complejas, tan descarnados los recuerdos de su salida de la casa que consideró mejor no empezar a hablar por miedo a lo que podría decir y sentir. No había visto a sus padres desde que se fue a Londres: su padre le había prohibido hablar con ellos a menos que fuese a «empezar a comportarse de forma decente», pero su madre le había escrito cartas secretas, con frecuencia si no con cariño, en la más reciente de las cuales insinuaba un viaje a Londres para ver por sí misma «esa mansión y a esa gran dama que tanto mencionas». Pero ya era demasiado tarde para todo eso. Su madre jamás conocería a lady Gwendolyn, ni entraría en el número 7 de Campden Grove, ni vería que la vida de Dolly era un gran éxito.

En cuanto al pobre Cuthbert… Para Dolly era demasiado doloroso pensar en él. Recordó también su última carta, palabra por palabra: cómo describía con todo detalle el refugio que estaban construyendo en el jardín, las fotografías de Spitfires y Hurricanes que coleccionaba para decorar el interior, qué planes tenía para los pilotos alemanes que capturase. Qué orgulloso y engañado estaba, qué emocionado con la parte que iba a desempeñar en la guerra, tan regordete y desgarbado, tan feliz y pequeño, y ahora se había ido. La tristeza que embargó a Dolly, la soledad de saberse huérfana, era tan inmensa que no vio más alternativa que dedicarse a trabajar para lady Gwendolyn y no hablar más de ello.

Hasta que un día la anciana se puso a evocar la bonita voz que tuvo de niña, y Dolly se acordó de su madre y de esa caja azul oculta en el garaje, llena de sueños y recuerdos que ahora no eran más que escombros, y rompió a llorar, ahí mismo, al borde de la cama de la anciana, con la lima en la mano.

—¿Qué te ocurre? —dijo lady Gwendolyn, cuya boca, tan pequeña, se quedó abierta de par en par, muestra de la impresión recibida, como si Dolly se hubiese quitado la ropa y empezase a bailar por la habitación.

Sorprendida en un momento de descuido, Dolly se lo contó todo a lady Gwendolyn. Su madre, su padre y Cuthbert, cómo eran, qué cosas decían, cómo la sacaban de sus casillas, cómo su madre le cepillaba el pelo y Dolly se resistía, los viajes a la playa, el cricket y el burro. Por último, Dolly confesó cómo se fue de la casa, sin pararse apenas cuando su madre la llamó —Janice Smitham, quien habría preferido pasar hambre antes que alzar la voz cerca de los vecinos— y salió corriendo con el libro que le había comprado como regalo de despedida.

—Ejem —dijo lady Gwendolyn cuando Dolly terminó de hablar—. Es doloroso, sin duda, pero no eres la primera que pierde a su familia.

—Lo sé. —Dolly respiró hondo. El eco de su propia voz parecía recorrer la habitación, y Dolly se preguntó si estaba a punto de ser despedida. A lady Gwendolyn no le gustaban los arrebatos (a menos que fueran suyos).

—Cuando me despojaron de Henny Penny, pensé que iba a morir.

Dolly asintió, esperando, aún, la caída del hacha.

—Pero tú eres joven; vas a salir adelante. Solo tienes que mirarla a ella, al otro lado de la calle.

Era cierto: al final, la vida de Vivien se había convertido en un camino de rosas, pero había unas cuantas diferencias entre ambas.

—Ella tenía un tío rico que se hizo cargo de ella —dijo Dolly en voz baja—. Es una heredera, casada con un escritor famoso. Y yo soy… —Se mordió el labio inferior, para no llorar de nuevo—. Yo soy…

—Bueno, no estás completamente sola, ¿a que no, niña tonta?

Lady Gwendolyn alzó la bolsa de caramelos y, por primera vez, ofreció uno a Dolly. Tardó un momento en captar lo que la anciana estaba sugiriendo, pero, cuando lo hizo, Dolly ya había metido la mano, tímidamente, dentro de la bolsa para sacar un dulce enorme, rojo y verde. Lo sostuvo en la mano, los dedos cerrados alrededor, consciente de que se derretía contra su palma caliente. Dolly respondió solemnemente:

—La tengo a usted.

Lady Gwendolyn resopló y apartó la vista.

—Nos tenemos la una a la otra, supongo —dijo con la voz aflautada por la emoción imprevista.

Dolly llegó a su dormitorio y añadió el número más reciente de
The Lady
al montón de ejemplares. Más tarde, echaría un vistazo y recortaría las mejores fotos para pegarlas dentro de su Libro de Ideas, pero ahora tenía cosas más importantes de las que ocuparse.

Se puso a gatas y tanteó bajo la cama en busca del plátano que le había dado el señor Hopton, el verdulero, que lo había «encontrado» para ella bajo el mostrador. Tarareando una melodía para sí misma, salió sigilosa por la puerta hacia el pasillo. En un sentido estricto, no existía razón alguna para ser sigilosa (Kitty y las otras estaban ocupadas aporreando máquinas de escribir en el Ministerio de Guerra, la cocinera hacía cola en una carnicería armada con un puñado de cartillas de racionamiento y lady Gwendolyn roncaba plácidamente en la cama), pero era mucho más divertido esfumarse que caminar. Sobre todo porque disponía de una maravillosa hora de libertad por delante.

Subió corriendo las escaleras, sacó la llavecita que había duplicado y entró en el vestidor de lady Gwendolyn. No ese cuchitril diminuto donde Dolly escogía una bata por las mañanas para cubrir el cuerpo de la gran señora; no, no, ese no. El vestidor constaba de un amplio espacio que albergaba innumerables vestidos, zapatos, abrigos y sombreros, de una calidad que Dolly rara vez había visto salvo en las páginas de sociedad. Sedas y pieles colgaban en enormes armarios empotrados, y zapatos de raso hechos a medida reposaban coquetos en los imponentes estantes. Las cajas circulares de sombreros, que lucían con orgullo los nombres de las sombrererías de Mayfair (Schiaparelli, Coco Chanel, Rose Valois), se alzaban hacia el techo en columnas tan altas que se había instalado una escalera blanca con el fin de poder sacarlos.

En el arco de la ventana, con unas lujosas cortinas de terciopelo que rozaban la alfombra (siempre echadas contra los aviones alemanes), una mesilla albergaba un espejo ovalado, un juego de cepillos de plata de ley y una serie de fotografías con marcos lujosos. Mostraban a un par de jóvenes, Penelope y Gwendolyn Caldicott, la mayoría retratos oficiales con el nombre del estudio en la esquina inferior, pero unos pocos tomados en el momento mientras asistían a esta o aquella fiesta de la alta sociedad. Había una fotografía en particular que siempre llamaba la atención de Dolly. Las dos hermanas Caldicott eran mayores que en las otras (treinta y cinco por lo menos) y habían sido fotografiadas por Cecil Beaton en una magnífica escalera de caracol. Lady Gwendolyn estaba de pie con una mano en la cadera mirando a la cámara, mientras su hermana echaba un vistazo a algo (o alguien) que no estaba a la vista. Era una fotografía de la fiesta en la que Penelope se enamoró, la noche en la que el mundo de su hermana se derrumbó.

Pobre lady Gwendolyn; no sabía que su vida iba a cambiar para siempre esa noche. Y estaba tan bonita…; era imposible creer que esa anciana había sido tan joven o tan deslumbrante. (Dolly, tal vez como cualquier joven, ni siquiera imaginaba que a ella le esperaba la misma suerte). Era una muestra, pensó melancólica, de cómo la pérdida y la traición podían corroer a una persona, tanto por dentro como por fuera. El vestido de noche de satén que lady Gwendolyn llevaba en la fotografía era de un color oscuro y luminoso, tan ajustado que realzaba con ligereza sus curvas. Dolly registró los armarios hasta que al fin lo encontró, tendido en una percha entre muchos otros: cuál fue su placer al descubrir que era de un rojo intenso, el más magnífico de los colores.

Fue el primer vestido de lady Gwendolyn que se probó, pero, desde luego, no el último. No, antes de la llegada de Kitty y las otras, cuando las noches de Campden Grove le pertenecían y podía hacer lo que le viniese en gana, Dolly pasó mucho tiempo aquí, con una silla bajo el picaporte, mientras se quedaba en ropa interior y jugaba a los disfraces. A veces también se sentaba a la mesa y se esparcía nubes de talco en el escote desnudo, husmeaba en los cajones con broches de diamantes, se peinaba con el cepillo de cerdas de jabalí… ¡Lo que habría dado a cambio de un cepillo como ese, con su nombre grabado a lo largo del mango…!

Sin embargo, hoy no tenía tiempo para todo eso. Dolly se sentó con las piernas cruzadas en el sofá de terciopelo, bajo la araña de luz, y peló el plátano. Cerró los ojos al dar el primer mordisco, con un suspiro de satisfacción suprema. Era cierto: las frutas prohibidas (o al menos racionadas) eran las más dulces. Lo comió entero, saboreando cada bocado, tras lo cual dejó la cáscara delicadamente en el asiento de al lado. Gratamente saciada, Dolly se limpió las manos y acometió la tarea. Había hecho una promesa a Vivien y tenía intención de cumplirla.

Arrodillada junto a los estantes de vestidos que se mecían, sacó el sombrerero de su escondite. Ya había dado un primer paso el día anterior, al meter el casquete junto a otro y usar la caja vacía para albergar el pequeño montoncito de tela que había reunido. Era una de esas cosas que Dolly imaginaba que habría hecho por su madre si todo hubiese ido de otro modo. El Servicio Voluntario de Mujeres, a cuyas filas se había sumado recientemente, recogía prendas para remendarlas y ajustarlas, y Dolly anhelaba hacer su parte. De hecho, deseaba que quedasen encantados con su contribución y, ya que estaba en ello, ayudar a Vivien, quien organizaba la unidad.

En la última reunión, hubo un debate acalorado acerca de todo lo que era necesario ahora que los ataques aéreos eran más frecuentes (vendas, juguetes para los niños sin hogar, pijamas de hospital para soldados) y Dolly había ofrecido un montón de ropa para cortar en retazos y arreglar lo que hiciese falta. Mientras las otras discutían sobre quién era la mejor costurera y qué patrón debían emplear para las muñecas de trapo, Dolly y Vivien (¡a veces tenía la impresión de que eran las únicas que no habían cumplido cien años!) intercambiaron una mirada cómplice y siguieron trabajando en silencio, murmurando cuando necesitaban más hilo u otro pedazo de material, y trataron de hacer caso omiso de las acaloradas disputas que las rodeaban.

Fue precioso pasar tiempo juntas; era una de las principales razones por las cuales Dolly se había inscrito en el Servicio Voluntario de Mujeres (la otra, la esperanza de que la Oficina de Empleo no la reclutase para algo horroroso, como fabricar municiones). Ahora que lady Gwendolyn estaba tan apegada a ella (se negaba a conceder a Dolly más de un domingo al mes) y Vivien vivía atrapada en el ajetreado horario de esposa perfecta y voluntaria, era casi imposible que se viesen.

Dolly, que trabajaba con rapidez, estudiaba una blusa más bien sosa a fin de decidir si la marca Dior que lucía dentro de la costura le ayudaría a evitar la reencarnación en forma de venda, cuando la sobresaltó un golpe procedente de abajo. La puerta se cerró y enseguida la cocinera llamó a gritos a la chica que venía por la tarde a ayudar con la limpieza. Dolly miró el reloj de pared. Eran casi las tres y, por tanto, hora de despertar al oso durmiente. Cerró el sombrerero y lo escondió, se alisó la falda y se preparó para pasar otra tarde jugando a las solteronas.

—Otra carta de tu Jimmy —dijo Kitty, que la blandió ante Dolly cuando entró en el salón por la noche. Estaba sentada con las piernas cruzadas en la
chaise longue
mientras, junto a ella, Betty y Susan hojeaban un viejo ejemplar de
Vogue
. Habían apartado el piano de cola hacía meses, para horror de la cocinera, y la cuarta muchacha, Louisa, ataviada apenas con ropa interior, llevaba a cabo una desconcertante serie de ejercicios calisténicos sobre la alfombra de Besarabia.

Dolly encendió un cigarrillo y dobló las piernas bajo su cuerpo en el viejo sillón de cuero. Las demás siempre dejaban ese sillón a Dolly. Nadie lo había admitido nunca, pero su posición como doncella de lady Gwendolyn le confería cierto prestigio entre el personal de la casa. Si bien solo había vivido en el 7 de Campden Grove uno o dos meses más que ellas, las chicas siempre acudían a Dolly, con todo tipo de preguntas acerca de cómo eran las costumbres o si les permitía explorar la casa. Al principio le había divertido, pero ahora no entendía por qué: así era como tenían que comportarse.

Con un cigarrillo en la boca, abrió el sobre. Era una carta breve, escrita, decía, de pie en un tren del ejército abarrotado en el que iban como sardinas, y Dolly recorrió esos garabatos en busca de lo importante: había tomado fotografías de los desastres de la guerra en algún lugar del norte, estaba de regreso en Londres unos días y se moría de ganas de verla. ¿Estaba libre el sábado por la noche? Dolly casi gritó de placer.

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