Read El cuento número trece Online
Authors: Diane Setterfield
—Una historia sobre cohetes.
—Yo no quiero ser un cohete. Seamos barcos.
—Ayer ya fuimos barcos.
Al oír el pestillo de la verja sacaron la cabeza del árbol. Con las capuchas ocultándoles el pelo eran difíciles de distinguir.
—¡Es el señor de los pasteles!
Karen salió de la casa y se acercó por el césped.
—¿Queréis saber quién es? —preguntó a los niños mientras sonreía tímidamente a Aurelius—. Es vuestro tío.
Aurelius miró a Karen, después a los niños y de nuevo a Karen. Sus ojos apenas le alcanzaban para abarcar todo lo que deseaba. Se había quedado sin palabras, pero Karen le tendió una mano vacilante y él se la estrechó.
—Todo esto es un poco... —comenzó.
—Lo sé —coincidió ella—. Pero nos acostumbraremos, ¿verdad?
Él asintió.
Los niños contemplaban con curiosidad aquella escena de los mayores.
—¿Qué vais a representar? —preguntó Karen para distraerlos.
—No lo sabemos —dijo la niña.
—No nos ponemos de acuerdo —añadió su hermano.
—¿Conoces alguna historia? —le preguntó Emma a Aurelius.
—Solo una —dijo.
—¿Solo una? —La niña le miró sorprendida—. ¿Salen ranas?
—No.
—¿Dinosaurios?
—No.
—¿Pasadizos secretos?
—No.
Los niños se miraron. Estaba claro que no sería una buena historia.
—Nosotros conocemos un montón de historias —dijo Tom.
—Un montón —le secundó su hermana con ojos soñadores—. De princesas, ranas, castillos encantados, hadas madrinas...
—Orugas, conejos, elefantes...
—Toda clase de animales.
—Sí.
Guardaron silencio, absortos en su recreación de incontables mundos diferentes.
Aurelius los miraba como si fueran un milagro.
Finalmente regresaron al mundo real.
—Millones de historias —dijo el muchacho.
—¿Quieres que te cuente una historia? —preguntó la niña.
Pensé que quizá Aurelius ya había tenido suficientes historias aquel día, pero asintió con la cabeza.
Emma recogió un objeto imaginario y lo colocó en la palma de su mano derecha. Con la izquierda hizo ver que abría la tapa de un libro. Levantó la vista para asegurarse de que sus compañeros la atendían. Entonces devolvió la mirada al libro que sostenía en la mano y comenzó.
—Érase una vez...
Karen, Tom y Aurelius: tres pares de ojos concentrados en Emma y su narración. Seguro que les iría bien juntos.
Con sigilo, retrocedí hasta la verja y me alejé por la calle.
N
o publicaré la biografía de Vida Winter. Quizá el mundo se muera por conocer su historia, pero no me corresponde a mí contarla. Adeline y Emmeline, el incendio y el fantasma, son historias que ahora pertenecen a Aurelius. Y también las tumbas del cementerio y el cumpleaños que ahora podrá celebrar como desee. La verdad ya es lo bastante pesada sin la carga adicional del escrutinio del mundo sobre sus hombros. Si los dejan tranquilos, él y Karen podrán pasar página, empezar de nuevo.
Pero el tiempo pasa. Un día Aurelius ya no estará y un día también Karen abandonará este mundo. Sus hijos, Tom y Emma, se encuentran más lejos de los acontecimientos que he narrado aquí que su tío. Con la ayuda de su madre han empezado a forjar sus propias historias; historias fuertes, sólidas y verdaderas. Llegará un día en que Isabelle y Charlie, Adeline y Emmeline, el ama, John-the-dig y la niña sin nombre pertenezcan a un pasado tan remoto que sus viejos huesos ya no tendrán poder para provocar miedo ni dolor. No serán más que una vieja historia incapaz de dañar a nadie. Y cuando llegue ese día —entonces también yo seré vieja— entregaré este documento a Tom y Emma. Para que lo lean y, si quieren, lo publiquen.
Confío en que ellos sí lo publiquen, pues el espíritu de la niña fantasma me perseguirá hasta entonces. Rondará por mis pensamientos, habitará en mis sueños, mi memoria será su único lugar de recreo. Como vida póstuma no es mucho, pero no caerá en el olvido. Con ello bastará hasta el día que Tom y Emma publiquen este manuscrito y la niña fantasma pueda existir con mayor plenitud después de muerta de lo que pudo en vida.
Así pues, la historia de la niña fantasma tardará muchos años en ser publicada, en caso de que lo sea. Sin embargo, eso no significa que yo no tenga nada que dar al mundo en estos momentos para satisfacer su curiosidad con respecto a Vida Winter. Porque sí hay algo. Al finalizar mi última reunión con el señor Lomax, ya me disponía a marcharme cuando el hombre me detuvo. «Solo una cosa más.» Abrió su escritorio y sacó un sobre.
Llevaba ese sobre conmigo cuando me marché sigilosamente del jardín de Karen y me encaminé de nuevo hacia las verjas de entrada de la casa del guarda. El terreno para el nuevo hotel había sido allanado y cuando intenté recordar la vieja casa, en mi memoria solo encontré fotografías. Entonces recordé que la casa siempre había dado la impresión de estar mirando en la dirección equivocada. Eso iba a cambiar. El nuevo edificio estaría mejor orientado. Miraría directamente a quien se acercara a él.
Me desvié del camino de grava para cruzar el césped nevado en dirección al coto de caza y el bosque. La nieve se amontonaba en las negras ramas y caía a mi paso en suaves tiras. Finalmente llegué al claro situado en lo alto de la loma. Desde allí se puede contemplar todo el panorama. La iglesia con su cementerio, las coronas de flores radiantes sobre la nieve. Las verjas de la casa del guarda, blancas como la tiza contra el cielo azul. La cochera, despojada de su mortaja de espinos. Solo la casa había desaparecido, y lo había hecho por completo. Los obreros de casco amarillo habían reducido el pasado a una página en blanco. Había llegado el momento clave. Ya no podía considerarse un edificio en demolición. Al día siguiente, quizá ese mismo día, los obreros regresarían y se convertiría en un solar en construcción. Demolido el pasado, había llegado el momento de empezar a construir el futuro.
Saqué el sobre de mi bolso. Había estado esperando el momento adecuado, el lugar adecuado.
Las letras del sobre eran extrañamente deformes. Los irregulares trazos se desvanecían en la nada o dejaban una profunda marca en el papel. Aquella caligrafía no era fluida; daba la impresión de que cada letra había sido escrita por separado, con gran esfuerzo, acometida como una nueva y colosal empresa. Era la caligrafía de un niño o de un anciano. Iba dirigida a la señorita Margaret Lea.
Levanté la solapa del sobre; saqué el contenido y me senté en un árbol caído porque nunca leo de pie.
Querida Margaret:
Aquí tiene el relato del que le hablé.
He intentado terminarlo, pero veo que ya no puedo. Por tanto, tendrá que bastar esta historia por la que el mundo ha armado tanto alboroto. Es una cosa endeble: apenas nada. Haga con ella lo que quiera.
En cuanto al título, me viene a la mente El hijo de Cenicienta, pero conozco lo suficiente a mis lectores para saber que independientemente de como decida titularlo, siempre será conocido por un solo título, que por supuesto no será el mío.
No había firma ni nombre.
Pero había una historia.
Era una versión de la historia de Cenicienta que no había leído antes. Lacónica, dura y rabiosa. Las palabras de la señorita Winter eran astillas de cristal brillantes y letales.
Así comenzaba la historia:
Imagina esto. Un muchacho y una muchacha; él rico, ella pobre. Casi siempre es la muchacha la que no tiene dinero y así ocurre en la historia que estoy contando. No hizo falta que hubiera un baile. Un paseo por el bosque bastó para que ellos dos se cruzaran en sus respectivos caminos. Hubo una vez un hada madrina, pero el resto de ocasiones no apareció. Esta historia trata de una de esas ocasiones. La calabaza de nuestra muchacha es solo una calabaza, y la muchacha se arrastra hasta su casa después de medianoche con sangre en las enaguas, violada. Al día siguiente no habrá un lacayo en la puerta con zapatillas de piel de topo. Ella lo sabe. No es tonta. Pero está embarazada.
La historia cuenta entonces que Cenicienta da a luz a una niña, la cría en la pobreza y la miseria y transcurridos unos años la deja en el jardín de la casa de su violador. La historia termina bruscamente.
A medio camino de un sendero de un jardín en el que no ha estado antes, hambrienta y muerta de frío, la niña de repente se da cuenta de que está sola. Detrás de ella está la puerta del jardín que lleva al bosque. Está entornada. ¿Sigue su madre ahí, detrás de la puerta? Delante de ella hay un cobertizo que, para su mente infantil, tiene el aspecto de una casita. Un lugar donde podría refugiarse. Quién sabe, puede que dentro hasta haya algo de comer.
¿La puerta del jardín o la casita?
¿Puerta o casa?
La niña duda.
Duda...
Y ahí termina la historia.
¿El primer recuerdo de la señorita Winter? ¿O simplemente una historia? ¿La historia inventada por una niña imaginativa para llenar la laguna que había dejado la ausencia de su madre?
El cuento número trece. La última, la célebre, la historia inacabada.
Leí la historia y lloré.
Poco a poco mis pensamientos se desviaron de la señorita Winter hacia mí. Quizá no fuera perfecta, pero por lo menos tenía una madre. ¿Era demasiado tarde para hacer algo por nosotras? Pero eso era otra historia.
Guardé el sobre en mi bolso, me levanté y me sacudí la capa de polvo de los pantalones antes de echar a andar hacia la carretera.
Me contrataron para escribir la historia de la señorita Winter y he cumplido con mi obligación. Así ya he satisfecho las condiciones de mi contrato. Entregaré una copia de este documento al señor Lomax, que la guardará en la cámara acorazada de un banco y se encargará de enviarme una sustanciosa suma de dinero. Al parecer, ni siquiera tiene que comprobar que las páginas que yo le entregue no están en blanco.
—Ella confiaba en usted —me dijo.
Efectivamente, confiaba en mí. El propósito que formalizó en el contrato que nunca leí ni firmé es inequívoco. Quería contarme la historia antes de morir, quería que yo dejara constancia de ella. Lo que yo hiciera después con la historia era asunto mío. Le he explicado al abogado mis intenciones con respecto a Tom y Emma, y hemos fijado un día para reunimos y formalizar mis deseos en un testamento, por si las moscas. Y ahí debería terminar todo.
Sin embargo, siento que me queda algo pendiente. No sé quién ni cuántas personas leerán finalmente mi trabajo, pero por pocas que sean, por mucho tiempo que deba transcurrir, me siento responsable ante ellas. Y aunque he contado cuanto hay que saber sobre Adeline, Emmeline y la niña fantasma, comprendo que para algunas personas no bastará. Sé lo que supone terminar un libro y encontrarte un día o una semana más tarde preguntándote qué le ocurrió al carnicero o quién se quedó con los diamantes o si la viuda se reconcilió con su sobrina. Puedo imaginarme a algunos lectores preguntándose qué fue de Judith y Maurice, si alguien conservó aquel espléndido jardín, quién acabó viviendo en la casa de Vida Winter.
Así pues, si ya os lo estáis preguntando, dejad que os lo cuente. La casa no fue puesta en venta y Judith y Maurice siguieron viviendo allí. La señorita Winter había dispuesto en su testamento que el jardín y la casa se convirtieran en una especie de museo literario. El verdadero valor, naturalmente, está en el jardín («una gema insólita», según una revista de horticultura), pero la señorita Winter era consciente de que sería su reputación como escritora y no sus aptitudes como jardinera lo que atraería a la multitud. Así pues, habrá visitas guiadas a las habitaciones, un salón de té y una librería. Los autocares que llevan a los turistas al Museo Brontë podrán visitar después el «Jardín secreto de Vida Winter». Judith seguirá como ama de llaves y Maurice como jardinero jefe. La primera tarea de ambos, antes de poner en marcha la transformación, consistirá en vaciar las habitaciones de Emmeline. No habrá nada que ver en ellas, así que los turistas no se acercarán hasta allí.
Y ahora Hester. Creo que esto os sorprenderá; por lo menos a mí me sorprendió. Recibí una carta de Emmanuel Drake. Lo cierto es que me había olvidado por completo de él. Lenta y metódicamente, había continuado investigando y, por increíble que parezca, al final dio con ella. «Fue la conexión italiana lo que me despistó —explicaba en su carta— pues en realidad su institutriz se había marchado en la otra dirección, ¡a América!» Hester trabajó durante un año como ayudante de un neurólogo universitario y al cabo de un tiempo, adivina quién se reunió con ella. ¡El doctor Maudsley! Su esposa había muerto (de algo tan poco sospechoso como una gripe, lo comprobé), y unos días después del entierro ya se había embarcado. Era amor. Ambos han fallecido ya, pero disfrutaron de una larga y feliz vida juntos. Tuvieron cuatro hijos. Uno de ellos me ha escrito y le he enviado el original del diario de su madre para que lo conserve. Dudo que logre comprender más de una palabra de cada diez; si me pide alguna aclaración, le contaré que su madre conoció a su padre en Inglaterra, cuando él estaba casado aún con su primera mujer, pero si no me la pide, no le diré nada. En su carta incluía una lista de las publicaciones conjuntas de sus padres. Investigaron y escribieron docenas de artículos muy bien considerados (ninguno sobre gemelos; creo que supieron que había llegado el momento de decir basta) y los publicaron conjuntamente: Dr. E. y Sra. H. J. Maudsley.
¿H. J.? Hester tenía un segundo nombre: Josephine.
¿Qué más desearíais saber? ¿Quién se hizo cargo del gato? Sombra vive conmigo en la librería. Se sienta en los estantes, en los espacios entre libros, y cuando los clientes topan con él les devuelve la mirada con apacible ecuanimidad. De vez en cuando se sienta en la ventana, pero no por mucho tiempo. Le abruman la calle, los vehículos, los transeúntes y los edificios de enfrente. Le he enseñado el atajo hasta el río por el callejón, pero se niega a salir.
—¿Qué esperas? —dice mi padre—. Un río no le sirve a un gato de Yorkshire. Está buscando los páramos.
Creo que tiene razón. Expectante, Sombra salta a la ventana, contempla la calle y luego me clava una larga mirada de decepción.
No me gusta pensar que echa de menos su casa.
El doctor Clifton apareció un día en la librería de mi padre. Estaba de visita en la ciudad, dijo, y al recordar que mi padre tenía una librería pensó que valdría la pena visitarla, aunque le quedara un poco lejos, para ver si tenía un volumen de medicina del siglo XVIII en el que estaba interesado. Por casualidad lo teníamos, y el doctor Clifton y mi padre conversaron amigablemente sobre aquel libro hasta la hora de cerrar. Como compensación por habernos retenido hasta tan tarde, nos invitó a cenar. Fue una velada muy agradable y como todavía pasaría una noche más en la ciudad, mi padre le invitó a cenar al día siguiente con la familia. En la cocina mi madre me dijo que era «un hombre muy agradable, Margaret, muy agradable». Aquella sería su última tarde. Fuimos a dar un paseo por el río, pero esa vez él y yo solos, porque papá estaba demasiado ocupado escribiendo cartas para poder acompañarnos. Le conté la historia del fantasma de Angelfield. Él escuchó atentamente y cuando terminé, continuamos con nuestro paseo, despacio y en silencio.