Read El cuento número trece Online
Authors: Diane Setterfield
Y ahora, a casa.
Estoy a punto de llegar cuando mi futuro se rompe hecho añicos. Fragmentos de cristal volando por los aires, una ventana reventada, luego otra, y una luz viva, siniestra, a sus anchas por la biblioteca. El marco vacío de la ventana me muestra un fuego líquido lloviendo sobre la estancia, latas de gasolina estallando con el calor. Y dos siluetas.
¡Emmeline!
Corro. El olor del fuego invade mis fosas nasales en el vestíbulo aunque el suelo y las paredes están frías porque el fuego todavía no ha llegado ahí, pero cuando alcanzo la puerta de la biblioteca me detengo: las llamas se persiguen por las cortinas, las estanterías escupen fuego, la chimenea es un infierno. En el centro de la habitación, las gemelas. En medido del calor y el fragor del fuego, me quedo paralizada, atónita. Porque Emmeline, la dócil y pasiva Emmeline, está devolviendo todos los golpes, todas las patadas, todos los mordiscos que ha recibido. Hasta entonces nunca había tomado represalias contra su hermana, pero ahora golpea, patea, muerde. Por su hijo.
Y a su alrededor, sobre sus cabezas, una explosión de luz tras otra a medida que las latas de gasolina explotan y llueve fuego sobre la estancia.
Abro la boca para gritar a Emmeline que el bebé está a salvo, pero el calor que inhalo me ahoga.
Salto por encima del fuego, lo rodeo, esquivo las llamas que me caen de arriba, me sacudo el fuego con las manos, aporreo las llamas que crecen en mis ropas. Cuando llego hasta las hermanas no puedo verlas, pero alargo los brazos a ciegas a través del humo. Cuando las toco se sobresaltan y se separan en el acto. En un momento dado veo a Emmeline, la veo con claridad, y ella me ve a mí. Agarro con fuerza su mano y la arrastro a través de las llamas, a través del fuego, hasta la puerta. Cuando cae en la cuenta de lo que estoy haciendo —alejándola del fuego, llevándola a un lugar seguro—, me frena. Tiro de ella.
—El bebé está a salvo. —Mis palabras emergen roncas pero son lo bastante claras.
¿Por qué no me entiende?
Lo intento de nuevo.
—El bebé. He salvado al bebé.
Tiene que haberme oído. Inexplicablemente, Emmeline se resiste al tirón de mi mano y logra soltarse. ¿Adonde ha ido? Solo veo negrura.
Me interno a trompicones en las llamas, choco contra su cuerpo, la agarro y tiro de ella.
Pero ella se resiste a acompañarme, irrumpe de nuevo en la biblioteca.
¿Por qué?
Está ligada a su hermana.
Está ligada.
Ciega y con los pulmones ardiéndome, la sigo.
Yo romperé ese vínculo.
Con los ojos cerrados contra el calor y los brazos extendidos, me sumerjo en la biblioteca, buscándola. Cuando mis manos la encuentran entre el humo, no la dejo escapar. No dejaré que muera. Voy a salvarla. Y aunque se resiste, tiro ferozmente de ella y la saco de la habitación.
La puerta es de roble. Es una puerta pesada. No arde con facilidad. La cierro y corro el pasador.
A mi lado, Emmeline se adelanta con intención de abrirla. La fuerza que la impulsa hacia esa habitación es más fuerte que el fuego.
La llave que descansa en la cerradura, que no había sido usada desde que se fue Hester, arde. Me quema la palma de la mano cuando la giro. Hasta entonces no había sentido ningún dolor, pero la llave me abrasa la palma de la mano y huelo a carne quemada. Emmeline alarga una mano para agarrar la llave y abrir. Al sentir el metal ardiendo tarda un poco en reaccionar y entonces le aparto la mano.
Un fuerte grito me perfora la cabeza. ¿Un grito humano? ¿El fragor del fuego? No sé si viene de dentro o de fuera de la biblioteca. Tras un arranque gutural gana fuerza, alcanza su punto álgido de estridencia, y cuando creo que está al final de su aliento, persiste, increíblemente bajo, increíblemente largo, un sonido inagotable que inunda el mundo, lo envuelve y lo contiene.
Entonces calla y ya solo se oye el rugido del fuego.
Ya estamos fuera. Llueve. La hierba está empapada. Nos derrumbamos, rodamos por la hierba mojada para humedecer nuestras ropas y cabellos inflamados, notamos el agua fría en nuestra piel chamuscada. Descansamos boca arriba, con la espalda pegada a la tierra. Abro la boca y bebo la lluvia que cae sobre mi cara. Me refresca los ojos y por fin vuelvo a ver. Nunca ha existido un cielo igual, de un añil intenso y atravesado por raudos nubarrones negros como la pizarra, la lluvia cayendo como cuchillas de plata, y de vez en cuando un penacho, un rocío naranja intenso, un manantial de fuego, que sale volando de la casa. Un relámpago parte el cielo en dos, una vez, y otra, y otra.
El bebé. Debo decírselo a Emmeline. Se alegrará al saber que he salvado a su bebé. Eso arreglará las cosas.
Me vuelvo hacia ella y abro la boca para hablar. Su cara...
Su pobre cara, su preciosa cara, está negra y roja, toda humo, sangre y fuego.
Su ojos, su verde mirada, arrasados, perdidos, ajenos.
Miro su cara y no puedo encontrar en ella a mi amada.
—¿Emmeline? —susurro—. ¿Emmeline?
No contesta.
Siento morir mi corazón. ¿Qué he hecho? ¿He...? ¿Es posible que...?
No soporto saberlo.
No soporto no saberlo.
—¿Adeline? —Mi voz es apenas un susurro.
Pero ella —esta persona, este alguien, esta o la otra, esta que podría ser o no ser, esta preciosidad, este monstruo, esta que no sé quién es— no contesta.
Se acerca gente. Corriendo por el camino de grava, voces apremiantes gritando en la noche.
Me pongo de cuclillas y me alejo. Mantengo el cuerpo bajo. Me escondo. Llegan hasta la muchacha en la hierba y cuando me aseguro de que la han visto, les dejo con ella. En la iglesia me cuelgo del hombro el zurrón, aprieto al bebé contra mi costado y salgo.
En el bosque reina la calma. La lluvia, ralentizada por el dosel de hojas, cae suavemente sobre la maleza. El niño gimotea, luego se duerme. Mis pies me llevan a una casita situada en la otra linde del bosque. Conozco la casa; la he visto muchas veces en mis años de fantasma. Una mujer vive allí, sola. Cuando desde la ventana la veía tejer o preparar pasteles, siempre pensaba que parecía una buena mujer, y cuando leo acerca de abuelas y hadas madrinas bondadosas, les pongo su cara.
Le entregaré al bebé. Me asomo a la ventana, como he hecho tantas otras veces, la veo en su lugar de siempre junto al fuego, tejiendo. Pensativa y tranquila. Está deshaciendo los puntos que ha tejido, tirando de ellos uno por uno. Tiene las agujas al lado, sobre la mesa. En el porche hay un lugar seco. Dejó ahí al bebé y espero detrás de un árbol.
Abre la puerta. Levanta al pequeño. Al ver la expresión de su cara sé que estará seguro con ella. La mujer alza la vista y mira a su alrededor, en mi dirección, como si hubiera visto algo. ¿He movido las hojas desvelando así mi presencia? Se me pasa por la cabeza salir de mi escondite. Seguro que la mujer me ayuda. Dudo, y el viento cambia de dirección. Huelo el fuego al mismo tiempo que ella. Se vuelve, dirige la vista al cielo, suelta un grito ahogado al ver el humo que se eleva por encima de la casa de Angelfield. Y el desconcierto se dibuja en su cara. Se acerca el bebé a la nariz y olisquea. Por el contacto con mi ropa, huele a fuego. Tras un último vistazo al humo entra con determinación en su casa y cierra la puerta.
Estoy sola.
Sin nombre.
Sin hogar.
Sin familia.
No soy nada.
No tengo adonde ir.
No tengo a nadie.
Me miro la palma abrasada, pero no puedo sentir dolor.
¿Qué soy? ¿Estoy siquiera viva?
Podría ir a cualquier lugar, pero regreso a Angelfield. Es el único lugar que conozco.
Emergiendo de los árboles, me acerco a la casa. Un coche de bomberos. Aldeanos con cubos, algo apartados, aturdidos y con la cara tiznada, viendo cómo los profesionales lidian con las llamas. Mujeres contemplando hipnotizadas el humo que se eleva hacia el cielo negro. Una ambulancia. El doctor Maudsley arrodillado sobre una silueta en la hierba.
Nadie me ve.
En la linde del campo donde se desarrolla toda esa actividad me detengo, invisible. Quizá sea cierto que no soy nada. Quizá nadie pueda verme. Quizá perecí en el incendio y todavía no me he dado cuenta. Quizá, por fin, soy lo que siempre he sido: un fantasma.
Una de las mujeres se vuelve hacia mí.
—Mirad —grita, señalándome—. ¡Está ahí!
Y todos se vuelven. Me clavan sus miradas. Una de las mujeres corre a avisar a los hombres. Los hombres apartan los ojos del fuego y me miran también.
—¡Gracias a Dios! —exclama alguien.
Abro la boca para decir... no sé el qué. Pero no digo nada. Me quedo quieta, haciendo muecas con la boca, sin voz, sin palabras.
—No intentes hablar. —El doctor Maudsley está ahora a mi lado.
Tengo la mirada fija en la muchacha que yace en la hierba.
—Sobrevivirá —dice el médico.
Miro la casa.
Las llamas. Mis libros. No creo que pueda soportarlo. Recuerdo la página de
Jane Eyre
, la pelota de palabras que salvé de la pira. La he dejado con el bebé.
Empiezo a sollozar.
—Está bajo el efecto del trauma —le dice el médico a una de las mujeres—. Manténgala abrigada y quédese con ella mientras metemos a su hermana en la ambulancia.
Una mujer se me acerca chasqueando la lengua con preocupación. Se quita el abrigo y me envuelve en él, con ternura, como si estuviera vistiendo a un bebé, y murmura:
—No te preocupes, te pondrás bien, tu hermana se pondrá bien. Oh, mi pobre chiquilla.
Levantan a la muchacha de la hierba y la trasladan a la camilla de la ambulancia. Luego me ayudan a subir. Me sientan frente a ella. Y nos llevan al hospital.
Ella tiene la mirada perdida. Los ojos abiertos y vacíos. Tras un primer instante desvío los ojos. El hombre de la ambulancia se inclina sobre ella, se asegura de que respira y se vuelve hacia mí.
—¿Qué me dices de esa mano?
Aunque mi mente no haya advertido el dolor, mi cuerpo desvela mi secreto: estoy apretando con mi mano izquierda la derecha.
El hombre me toma la mano y dejo que me estire los dedos. Tengo la marca profunda de una quemadura en la palma. La llave.
—Cicatrizará —me dice—. No te preocupes. ¿Quién eres tú, Adeline o Emmeline?
Señala a la otra muchacha.
—¿Ella es Emmeline?
No puedo responder, no puedo sentirme, no puedo moverme.
—No te preocupes —dice—. Todo a su tiempo.
Renuncia a intentar hacerse entender. Masculla para sí:
—Pero tenemos que llamarte de alguna manera. Adeline, Emmeline, Emmeline, Adeline. Mitad y mitad, ¿no es cierto? Se pasará todo cuando te lavemos.
El hospital. Abren las puertas de la ambulancia. Ruido y bullicio. Voces hablando deprisa. Trasladan la camilla a una cama con ruedas y empujan a gran velocidad. Una silla de ruedas. Unas manos en mi hombro, «Siéntate, cariño». La silla avanza. Una voz a mi espalda: «No te preocupes, criatura. Cuidaremos de ti y de tu hermana. Ya estás a salvo, Adeline».
La señorita Winter dormía.
Observé la suave flojedad de su boca entreabierta, el mechón de pelo rebelde sobre la sien. Mientras dormía me pareció muy, muy vieja y muy, muy joven. Con cada respiración las sábanas subían y bajaban sobre sus hombros huesudos, y con cada descenso las cintas del borde de la manta le rozaban el rostro. No parecía notarlo, pero de todos modos me incliné para doblarla y devolver el rizo de pelo blanco a su lugar.
No se movió. ¿Dormía realmente, me pregunté, o había entrado ya en un estado de inconsciencia?
No sé cuánto tiempo estuve contemplándola. Había un reloj, pero el movimiento de sus manecillas significaban tan poco como un mapa de la superficie marina. Las olas del tiempo me lamían mientras mantenía los ojos cerrados pero despiertos, como una madre atenta a la respiración de su hijo.
No sé muy bien qué decir sobre lo que ocurrió entonces. ¿Es posible que alucinara a causa del cansancio? ¿Me quedé dormida y soñé? ¿O es cierto que la señorita Winter habló una última vez?
«Le daré el mensaje a su hermana.»
Abrí los ojos de golpe, pero ella los tenía cerrados. Parecía tan profundamente dormida como antes.
No vi venir al lobo. No lo oí. Solo hubo esto: poco antes del alba tomé conciencia del silencio reinante, y me di cuenta de que la única respiración que se oía en la habitación era la mía.
L
a señorita Winter falleció y la nieve siguió cayendo. Cuando Judith llegó pasó un rato conmigo ante la ventana, contemplando la luz fantasmagórica del cielo nocturno. Más tarde, cuando una alteración en la luz nos indicó que ya era de día, me mandó a la cama.
Desperté al atardecer.
La nieve que había cortado la línea telefónica alcanzaba los alféizares de las ventanas y trepaba por las puertas. Nos separaba del resto del mundo con tanta eficacia como la llave de una celda. La señorita Winter se había fugado; también la mujer a la que Judith llamaba Emmeline y que yo evitaba nombrar había logrado huir. El resto de nosotros, Judith, Maurice y yo, seguíamos atrapados.
El gato estaba inquieto. La nieve lo enervaba; no le gustaba esa alteración en el aspecto de su universo. Saltaba de una ventana a otra buscando su mundo perdido y nos maullaba con apremio a Judith, a Maurice y a mí, como si restablecerlo estuviera en nuestras manos. En comparación con aquel encierro forzado, la pérdida de sus dueñas era un hecho nimio que, si reparó en él, no lo perturbó en absoluto.