Read El cuento número trece Online
Authors: Diane Setterfield
—Jamás habría adivinado que era Angelfield, pero si usted lo dice... —comentó con suma frialdad. Luego, con un movimiento en apariencia ingenuo, recogió las fotos y al tendérmelas se le cayeron—. Lo siento mucho, mi mano —murmuró mientras yo me agachaba a recogerlas, pero no me dejé engañar.
Y retomó la historia donde la había dejado.
Más tarde volví a mirar las fotos. Aunque la caída las había desordenado, no me fue difícil adivinar cuál era la que tanto le había impactado. En ese montón de imágenes grises y borrosas solo una destacaba realmente del resto. Me senté en el borde de la cama contemplando la foto y rememorando el instante. El desvanecimiento de la neblina y el calor del sol se habían unido en el momento justo para permitir que un rayo de luz cayera sobre un niño que posaba rígido ante la cámara con el mentón alto, la espalda recta y unos ojos que revelaban el temor a que en cualquier momento el casco amarillo se le resbalara de la cabeza.
¿Por qué le había impresionado tanto esa foto? Escudriñé el fondo, pero la casa, a medio demoler, era solo una mancha gris sobre el hombro derecho del niño. Más cerca, apenas se veían los barrotes de la valla de seguridad y una esquina del letrero de «No pasar».
¿Era el niño lo que había despertado su interés?
Estuve media hora dándole vueltas a la foto, y cuando decidí guardarla nada había resuelto. Tan perpleja me tenía que la metí en mi libreta, junto con la foto de una ausencia en un espejo.
Aparte de la foto del niño y el juego de
Jane Eyre
y el horno, poco más me perturbaba. A menos que el gato cuente. Sombra reparó en mis extraños horarios y arañaba mi puerta en busca de mimos a cualquier hora del día y de la noche. Apuraba trocitos de huevo o pescado de mi plato. Podía pasarme horas escribiendo y deambulando en el oscuro laberinto de la historia de la señorita Winter, pero por mucho que me olvidara de mí misma nunca era del todo ajena a la sensación de estar siendo observada, y cuando me abstraía más de la cuenta, era la mirada del gato la que parecía penetrar en mi confusión e iluminarme el camino de regreso a mi cuarto, mis notas, mis lápices y mi sacapuntas. Algunas noches hasta dormía conmigo en mi cama y me acostumbré a dejar las cortinas abiertas para que, si despertaba, pudiera sentarse en el alféizar y ver movimientos en la oscuridad invisibles para el ojo humano.
Eso es todo. Aparte de esos detalles, no había nada más. Solo el eterno crepúsculo y la historia.
I
sabelle se había ido. Hester se había ido. Charlie se había ido. La señorita Winter me habló entonces de otras pérdidas.
Arriba, en el desván, apoyé la espalda contra la crujiente pared y empujé para obligarla a ceder. Luego aflojé. Así una y otra vez. Estaba tentando a la suerte. ¿Qué ocurriría, me preguntaba, si la pared se desplomara? ¿Se hundiría el tejado? ¿Cederían las tablas del suelo con el peso de la caída? ¿Era posible que las tejas, las vigas y la piedra atravesaran los techos, hundiendo camas y cajas, como si de un terremoto se tratara? ¿Y qué pasaría luego? ¿Se detendría ahí? ¿Hasta dónde podría llegar? Seguí empujando, provocando a la pared, desafiándola a caer, pero no cayó. Incluso bajo coacción, resulta sorprendente lo que una pared muerta es capaz de aguantar.
En medio de la noche me desperté con un retumbo en los oídos. El estruendo ya había cesado, pero aún me resonaba en los tímpanos y el pecho. Salté de la cama y corrí hasta las escaleras seguida de Emmeline.
Alcanzamos el descansillo al mismo tiempo que John, que dormía en la cocina, llegaba a las escaleras. De pie, en medio del vestíbulo, estaba el ama, en camisón, mirando hacia arriba. A sus pies había un enorme bloque de piedra y en el techo, directamente encima de su cabeza, un agujero. En el aire flotaba un polvo gris que subía y bajaba, sin decidirse a aposentarse. Fragmentos de yeso, argamasa y madera seguían cayendo de arriba, con un sonido que hacía pensar en ratones dispersándose, y yo notaba los respingos de Emmeline cada vez que un tablón o un ladrillo se desplomaba en las plantas superiores.
Los escalones de piedra estaban fríos, luego astillas y pedacitos de yeso se me fueron clavando en los pies. En medio de los cascotes con los remolinos de polvo asentándose lentamente a su alrededor, el ama semejaba un fantasma. Polvo gris en el pelo, polvo gris en la cara y las manos, polvo gris en los pliegues de su largo camisón. Estaba completamente inmóvil, mirando hacia arriba. Me acerqué a ella y uní mi mirada a la suya. Vimos el agujero en el techo y a través de él otro agujero en otro techo y encima otro techo con otro agujero. Vimos el papel de peonías del primer dormitorio, el dibujo del enrejado de hiedra de la habitación superior y las paredes de color gris claro del pequeño cuarto del desván. Y por encima de todo eso, muy por encima de nuestras cabezas, vimos el agujero del tejado y el cielo. No había estrellas.
Le cogí la mano.
—Vamos —dije—, no sirve de nada mirar.
Tiré de ella y me siguió como una niña pequeña.
—Voy a acostarla —le dije a John.
Blanco como un fantasma, asintió con la cabeza.
—Sí —dijo con la voz espesa como el polvo. Casi no podía mirar al ama. Hizo un gesto lento en dirección al techo. Fue el gesto lento de un hombre a punto de ahogarse en una corriente—. Y yo empezaré a arreglar todo esto.
Una hora después, cuando el ama ya dormía bien arropada en su cama, con un camisón limpio y recién lavada, él seguía allí. Tal como lo había dejado, mirando fijamente el lugar donde el ama había estado.
A la mañana siguiente, cuando el ama no apareció en la cocina, fui yo quien entró en su cuarto para despertarla, pero no pude. Su alma se había marchado por el agujero del tejado.
—La hemos perdido —le dije a John en la cocina—. Está muerta.
El semblante de John no se alteró un ápice. Siguió mirando por encima de la mesa de la cocina, como si no me hubiera oído.
—Sí —dijo al fin con una voz que no esperaba ser oída—. Sí.
Parecía que el mundo se hubiera detenido. Yo solo deseaba una cosa: quedarme sentada como John, inmóvil, contemplando el vacío, sin hacer nada. Pero el tiempo no se había detenido. Todavía notaba los latidos de mi corazón midiendo los segundos. Notaba el hambre creciendo en mi estómago y la sed en mi garganta. Me sentía tan triste que pensé que me moriría, pero estaba escandalosa y absurdamente viva, tan viva que juro que podía notar cómo me crecían las uñas y el pelo.
Pese al peso insoportable que me aplastaba el corazón, no podía, como John, entregarme al sufrimiento. Hester se había ido; Charlie se había ido; el ama se había ido; John, a su manera, se había ido, aunque esperaba que encontrara la forma de volver. Entretanto, la niña en la neblina iba a tener que salir de las sombras. Había llegado el momento de dejar de jugar y crecer.
—Pondré agua a hervir —dije—. Te prepararé una taza de té.
No era mi voz. Otra muchacha, una muchacha sensata, competente y normal, se había abierto paso a través de mi piel y había tomado el mando. Parecía saber exactamente qué debía hacerse. Mi asombro era solo parcial. ¿Acaso no me había pasado media vida observando a la gente vivir sus vidas? ¿Observando a Hester, observando al ama, observando a los vecinos del pueblo?
Me replegué en silencio mientras la muchacha competente ponía agua a hervir, calculaba las hojas, las removía y servía el té. Puso dos cucharadas de azúcar en la taza de John, tres en la mía. Entonces bebí, y cuando el té dulce y caliente alcanzó mi estómago, dejé finalmente de temblar.
A
ntes de despertar por completo tuve la sensación de que algo había cambiado. Un instante después, antes incluso de abrir los ojos, supe de qué se trataba: había luz.
Adiós a las sombras que habían estado merodeando por mi habitación desde el comienzo del mes, adiós a los rincones sombríos y el aire lúgubre. La ventana era un rectángulo claro y por ella entraba una claridad que iluminaba cada detalle de mi habitación. Llevaba tanto tiempo sin verla que la dicha se apoderó de mí, como si no fuera únicamente una noche lo que había terminado, sino el invierno entero. Como si hubiese llegado la primavera.
El gato estaba en el antepecho de la ventana mirando fijamente el jardín. Al oírme, bajó de un salto y arañó la puerta con las patas, pidiendo salir. Me vestí, me puse el abrigo y bajamos con sigilo a la cocina.
Caí en la cuenta de mi error en cuanto salí. No era de día. Lo que brillaba en el jardín, ribeteando de plata las hojas y acariciando el contorno de las estatuas, no era el sol sino la luna. Me detuve en seco y la miré. Era un círculo perfecto, suspendido pálidamente en un cielo sin nubes. Hechizada, me habría quedado allí hasta el alba, pero el gato, impaciente, se arrimó a mis tobillos pidiendo mimos y me agaché para acariciarlo. En cuanto lo toqué se apartó de mí, luego se detuvo a unos metros y miró por encima de su hombro.
Me subí el cuello del abrigo, hundí mis ateridas manos en los bolsillos y lo seguí.
Primero me llevó por el camino herboso que transcurría entre los largos arriates. A nuestra izquierda el seto de tejos brillaba con fuerza; a nuestra derecha, de espaldas a la luna, el seto estaba oscuro. Doblamos por el jardín de las rosas, donde los arbustos podados semejaban estacas de ramas muertas, pero los cuidadísimos macizos de boj que los rodeaban formando sinuosos dibujos isabelinos jugaban al escondite con la luna, mostrando aquí plata, allí ébano. Me habría detenido una docena de veces —una hoja de hiedra girada lo justo para atrapar por completo la luz de la luna, la aparición repentina del enorme roble dibujado con una claridad sobrenatural contra el cielo blanquecino—, pero no podía. El gato seguía avanzando resuelto, con la cola en alto como la sombrilla de un guía turístico indicando «por aquí, síganme». En el jardín tapiado se subió al muro que rodeaba el estanque de la fuente y recorrió la mitad de su perímetro sin prestar atención al reflejo de la luna que centelleaba en el agua como una moneda brillante en el fondo. Cuando estuvo frente a la entrada arqueada del invernadero, saltó del muro y caminó hacia ella.
Se detuvo debajo del arco. Miró a izquierda y derecha con detenimiento. Divisó algo y se escabulló en esa dirección, desapareciendo de mi vista.
Intrigada, me acerqué de puntillas al arco y miré a mi alrededor.
Un invernadero rebosa de colorido si lo ves en el momento adecuado del día, en el momento adecuado del año. Para cobrar vida, necesita en gran medida de la luz del día. El visitante de medianoche ha de aguzar la vista para apreciar sus atractivos. Demasiada oscuridad para distinguir las hojas de eléboro, bajas y espaciadas, sobre la tierra negra; demasiado pronto en la estación para disfrutar del brillo de las campanillas de invierno; demasiado frío para que el torvisco desprendiera su fragancia. Había incluso avellana de bruja; pronto sus ramas se cubrirían de trémulas borlas amarillas y naranjas, pero por ahora las ramas eran su principal atracción. Delgadas y desnudas, se retorcían con elegante contención, formando delicados nudos.
A sus pies, encorvada sobre el suelo, divisé la silueta de una figura humana.
La miré petrificada.
La figura respiraba y se movía con mucho esfuerzo, emitiendo jadeos y gruñidos entrecortados.
Durante un largo y lento segundo mi mente trató de explicarse la presencia de otro ser humano en el jardín de la señorita Winter en mitad de la noche. Algunas cosas las supe al instante, sin necesidad de pensarlas. Para empezar, la persona arrodillada en el suelo no era Maurice. Pese a tratarse de la persona con más probabilidades de estar en el jardín, en ningún momento se me pasó por la cabeza que pudiera ser él. Esa no era su constitución enjuta y nervuda, esos no eran sus movimientos comedidos. Tampoco era Judith. ¿La pulcra y sosegada Judith, con sus inmaculadas uñas, su pelo impecable y sus zapatos lustrosos, arrastrándose por el jardín en mitad de la noche? Imposible. No necesitaba tener en cuenta esas dos opciones, de modo que no lo hice.
Durante ese segundo mi mente viajó cien veces entre dos pensamientos.
Era la señorita Winter.
Era la señorita Winter porque... porque lo era. Lo intuía. Lo sabía. Era ella, seguro.
No podía ser ella. La señorita Winter estaba débil y enferma. La señorita Winter nunca abandonaba su silla de ruedas. La señorita Winter estaba demasiado dolorida para ponerse a arrancar hierbajos y no digamos acuclillarse en el suelo helado y remover la tierra de manera tan frenética.
No era la señorita Winter.
Pero no obstante, increíblemente, pese a todo, lo era. Ese primer momento fue largo y desconcertante. El segundo, cuando finalmente llegó, fue inesperado.
La figura se detuvo en seco... se dio la vuelta... se levantó... y lo supe.
Eran los ojos de la señorita Winter. Verdes, brillantes, sobrenaturales.
Pero no era la cara de la señorita Winter.
Carne parcheada cubierta de manchas y cicatrices, surcada de grietas más profundas que las que podía abrir la edad. Dos bolas disparejas por mejillas. Los labios torcidos: una mitad un arco perfecto que hablaba de una antigua belleza, la otra un injerto contrahecho de carne blanquecina.
¡Emmeline! ¡La hermana gemela de la señorita Winter! ¡Viva y habitando en esta casa!
Mi mente era un torbellino, la sangre estallaba en mis oídos, la impresión me tenía paralizada. Ella me miraba sin pestañear y advertí que estaba menos asustada que yo. No obstante, ambas parecíamos igual de fascinadas. Semejábamos dos estatuas.