Read El cuento número trece Online
Authors: Diane Setterfield
En mi habitación, sobre la bandeja y junto a los sándwiches de jamón, encontré un sobre marrón grande.
El señor Lomax, el abogado, había contestado a mi carta a vuelta de correo. Acompañando su breve pero amable nota había copias del contrato de Hester, que ojeé por encima y dejé a un lado; de una carta de recomendación de una tal lady Blake de Nápoles que hablaba de manera muy favorable de las aptitudes de Hester y, lo más interesante de todo, de una carta de aceptación de la oferta de empleo escrita por la propia Hester.
Estimado doctor Maudsley:
Le agradezco la oferta de trabajo que tan amablemente me hace.
Será un placer para mí incorporarme al puesto de Angelfield el 19 de abril, como usted propone.
He hecho indagaciones y, al parecer, los trenes solo llegan a Banbury. Tal vez pueda aconsejarme sobre la mejor forma de trasladarme a Angelfield desde allí. Llegaré a la estación de Banbury a las diez y media.
Atentamente,
HESTER BARROW
Se advertía la firmeza de las robustas mayúsculas, la regularidad de la inclinación de las letras, la fluidez de los comedidos rizos de las «g» y las «y». El tamaño de la carta era el justo: lo bastante leve para permitir ahorro de tinta y papel y lo bastante extensa para ser clara. No había adornos. Tampoco intrincados bucles ni florituras. La belleza de la caligrafía provenía de la sensación de orden, equilibrio y proporción que regía cada carácter. Era una letra pulcra y clara. Era Hester hecha palabra.
En el ángulo superior derecho aparecía una dirección de Londres.
«Bien —pensé—. Ahora ya puedo encontrarte.»
Alcancé un folio y antes de ponerme a transcribir redacté una carta para el genealogista que papá me había recomendado. Era una carta más bien larga; tenía que presentarme, pues seguro que el hombre ignoraba que el señor Lea tenía una hija; tenía que mencionar el asunto de los almanaques para justificar mi petición de sus servicios; tenía que enumerarle todo lo que sabía de Hester: Nápoles, Londres, Angelfield. El mensaje de mi carta, con todo, era simple. Encuéntrela.
L
a señorita Winter no hizo comentario alguno sobre mis contactos con su abogado, aunque no me cabe duda de que estaba al corriente de todo ya que los documentos que solicité no me habrían sido facilitados sin su consentimiento. Me pregunté si ella lo veía como una manera de hacer trampas, como ese «adelantarse en la historia» que tanto desaprobaba, pero el día que recibí las copias del señor Lomax y envié al genealogista mi carta pidiéndole ayuda, la señorita Winter no dijo una palabra al respecto, simplemente retomó la historia donde la había dejado como si esos intercambios de información por correo no se estuvieran produciendo.
Charlie era la segunda pérdida. La tercera contando a Isabelle, aunque a efectos prácticos ya la habíamos perdido hacía dos años, así que ella no contaba.
John estaba más afectado por la desaparición de Charlie que por la de Hester. Tal vez Charlie fuera un ermitaño, un excéntrico, pero era el señor de la casa. Cuatro veces al año, a la sexta o séptima insistencia, garabateaba su firma en una hoja de papel y el banco cedía fondos para que la casa siguiera funcionando. Y ya no estaba. ¿Qué pasaría con la casa? ¿Qué harían para conseguir dinero?
John pasó unos días espantosos. Se había empeñado en limpiar las habitaciones de los niños —«De lo contrario enfermaremos todos»—, y cuando el hedor se le hacía intolerable se sentaba en los escalones de fuera y aspiraba el aire limpio del jardín como un hombre recién salvado de morir ahogado. Por la noche se daba largos baños en los que gastaba una pastilla de jabón y se restregaba hasta que la piel le quedaba rosada y brillante. Se enjabonaba incluso las fosas nasales.
Y cocinaba. Habíamos observado que el ama perdía la noción del tiempo en medio de la preparación de sus platos. Las verduras hervían hasta hacerse una pasta y luego se calcinaban en el fondo de la cacerola. La casa tenía un olor permanente a comida carbonizada. Así que un día encontramos a John en la cocina. Las manos que siempre habíamos visto sucias, desenterrando patatas, enjuagaban esos tubérculos amarillos en agua, los pelaban y trajinaban con tapaderas en los fogones. Comíamos buena carne o pescado con abundantes verduras, bebíamos té fuerte y caliente. El ama se sentaba en un rincón de la cocina, aparentemente ajena al hecho de que esas solían ser sus tareas. Después de fregar los platos, cuando caía la noche, John y el ama se quedaban charlando ante la mesa de la cocina. Sus inquietudes eran siempre las mismas. ¿Qué iban a hacer? ¿Cómo iban a sobrevivir? ¿Qué sería de todos nosotros?
—No te preocupes, ya saldrá —dijo el ama.
¿Salir? John suspiró y meneó la cabeza. Ya había oído eso otras veces.
—No está, ama. Se ha ido. ¿Es que ya lo has olvidado?
—Con que se ha ido, ¿eh? —El ama negó con la cabeza y rompió a reír, como si John acabara de contarle un chiste.
El día en que se enteró de la desaparición de Charlie el suceso había pasado rozando por su conciencia, pero no había encontrado un lugar donde aposentarse. Los pasadizos, corredores y escaleras de su mente, que conectaban sus pensamientos pero también los mantenían separados, estaban socavados. El ama tomaba por un extremo el hilo de un pensamiento, lo seguía a través de boquetes en las paredes, se adentraba en túneles que se abrían bajo sus pies y hacía paradas vagas, presa del desconcierto: ¿no había algo...? ¿No había estado...? Cuando pensaba en Charlie, encerrado en el cuarto de los niños enloquecido de dolor por la muerte de su adorada hermana, caía sin darse cuenta por una trampilla en el tiempo y aterrizaba en el recuerdo del padre recién enviudado, recluido en la biblioteca para llorar la pérdida de su esposa.
—Sé cómo sacarlo de allí —dijo con un guiño—. Le llevaré a la niña. Eso le hará reaccionar. Ahora que lo pienso, voy a ver si la pequeña está bien.
John no volvió a explicarle que Isabelle había muerto, pues eso solo generaría en el ama una dolorosa impresión y preguntas sobre el cómo y el porqué.
—¿Un manicomio? —exclamaría atónita—. ¿Por qué nadie me dijo que la señorita Isabelle estaba en un manicomio? ¡No quiero ni pensar en su pobre padre! ¡Con lo que la adora! La noticia lo matará.
Y durante horas el ama se perdería por los desvencijados pasadizos del pasado, apenándose por antiguas tragedias como si hubiesen ocurrido la víspera y olvidándose de los pesares de aquel día. John ya había pasado por eso media docena de veces y no se veía con ánimos de vivirlo otra vez.
Lentamente el ama se levantó; arrastrando con dificultad un pie después de otro salió de la cocina para ir a ver a la niña que durante los años que su memoria ya no recordaba había crecido, se había casado, había tenido gemelas y había fallecido. John no la detuvo. Olvidaría adonde se dirigía antes de alcanzar la escalera. Pero de espaldas a ella hundió la cabeza entre sus manos y suspiró.
¿Qué podía hacer con respecto a Charlie, con respecto al ama con respecto a todo? Esa era la preocupación constante de John. Transcurrida una semana las habitaciones de los niños ya estaban limpias y una especie de plan había surgido de tantas noches de reflexión. No habían tenido noticias de Charlie, ni cercanas ni lejanas Nadie lo había visto marcharse y nadie ajeno a la casa sabía que se había marchado. Dados sus hábitos ermitaños, tampoco era probable que alguien se percatara de su ausencia. ¿Estaba en la obligación —se preguntaba John— de informar al médico o al abogado de la desaparición de Charlie? Se hacía esa pregunta una y otra vez, y todas las veces se decía que la respuesta era no. Un hombre estaba en su perfecto derecho de abandonar su hogar si así lo decidía, y de marcharse sin informar a sus empleados de su destino. John no veía beneficio alguno en contárselo al médico, cuya última intervención en la casa solo había implicado problemas, y en cuanto al abogado...
Aquí la reflexión en voz alta de John se volvía más pausada y compleja, pues si Charlie no volvía, ¿quién iba a autorizar las retiradas de dinero del banco? En el fondo sabía que si la desaparición de Charlie se alargaba no le quedaría más remedio que involucrar al abogado, pero así y todo... Su renuencia era comprensible. En Angelfield habían vivido durante años de espaldas al mundo. Hester había sido la única persona extraña que había entrado en su universo, ¡y mira lo que había ocurrido! Además, los abogados le inspiraban desconfianza. John no tenía nada en contra del señor Lomax, que parecía un tipo decente y razonable, pero no se veía capaz de confiar los problemas de la casa a un profesional que obtenía sus ingresos metiendo la nariz en los asuntos privados de los demás. Además, si la ausencia de Charlie llegaba a ser de dominio público, como ya lo era su rareza, ¿accedería el abogado a poner su firma en los documentos bancarios de Charlie para que John y el ama pudieran seguir pagando las cuentas de la comida? No. Sabía lo suficiente de abogados para comprender que no sería tan sencillo. John arrugaba la frente al imaginarse al señor Lomax en la casa, abriendo puertas, hurgando en armarios, escudriñando cada recodo y cada sombra cultivada con esmero en el universo de la casa Angelfield. No terminaría nunca.
Además, el abogado solo necesitaría aparecer una vez para advertir que el ama no estaba bien. Insistiría en hacer llamar al médico. Sucedería lo mismo que había pasado con Isabelle y Adeline. Se la llevarían. ¿Qué bien podía reportarles eso?
No. Acababan de deshacerse de un extraño; no era buen momento para invitar a otro. Era mucho más seguro lidiar con los asuntos privados en privado. Y eso significaba, tal y como estaban las cosas, que debía lidiar con la situación él solo.
No había prisa. La última retirada de fondos se había realizado hacía tan solo unas semanas, de modo que todavía tenían dinero. Además, Hester se había marchado sin recoger su sueldo, así que disponían de dinero en efectivo si no escribía reclamándolo y la situación se volvía desesperada. No era preciso comprar mucha comida, ya que en el huerto había hortalizas y fruta para alimentar a un ejército y los bosques estaban llenos de urogallos y faisanes. Y si era necesario, si se producía una emergencia o una calamidad (John no sabía muy bien qué quería decir con eso; ¿acaso no era una calamidad todo lo que ya habían padecido?, ¿era posible que estuviera por venir algo peor?, en cierto modo así lo creía), sabía de alguien que aceptaría discretamente algunas cajas de clarete de la bodega a cambio de uno o dos chelines.
—Estaremos bien durante un tiempo —le comentó al ama disfrutando de un cigarrillo una noche en la cocina—. Probablemente podamos apañarnos durante cuatro meses si somos prudentes. Después no sé qué haremos. Ya se verá.
Era un intento de conversación que le reconfortaba, pero por más que había dejado de esperar respuestas coherentes del ama la costumbre de hablarle estaba tan afianzada en él que no podía abandonarla sin más, así que seguía sentándose al otro lado de la mesa de la cocina para compartir sus pensamientos, sus sueños y sus preocupaciones con ella. Y cuando ella contestaba —una serie de palabras sin ton ni son— John daba vueltas a sus respuestas tratando de encontrar la relación con sus preguntas. Pero el laberinto dentro de la cabeza del ama era demasiado complejo para que John pudiera navegar por él, y el hilo que la llevaba de una palabra a la siguiente se le había escurrido de los dedos en la oscuridad.
John seguía cosechando alimentos en el huerto. Cocinaba, cortaba la carne en el plato del ama y le metía trocitos diminutos en la boca. Le vertía el té helado y le preparaba otra taza fría. No era carpintero pero clavaba tablas nuevas sobre las podridas, mantenía vacías las ollas de las estancias principales y subía al desván para examinar los agujeros del tejado sin dejar de rascarse la cabeza. «Tenemos que arreglarlo», comentaba en un tono resuelto, pero no estaba lloviendo mucho y tampoco nevaba, así que ese trabajo podía esperar. Había tanto que hacer. John lavaba las sábanas y la ropa, que se secaban tiesas y pegajosas por los restos de jabón en escamas. Despellejaba conejos, desplumaba faisanes y los asaba. Fregaba los platos y limpiaba el fregadero. Sabía qué había que hacer. Se lo había visto hacer al ama cientos de veces.
De vez en cuando pasaba media hora en el jardín de las figuras, pero no conseguía disfrutar del momento. El placer de estar allí se veía ensombrecido por la intranquilidad de lo que pudiera estar sucediendo dentro de la casa en su ausencia. Además, para hacerlo bien necesitaba más tiempo del que podía dedicarle. Al final, la única zona del jardín que mantenía en buen estado era el huerto. Del resto se desentendió.
Una vez que nos acostumbramos, conseguimos que nuestra nueva existencia gozara de cierto desahogo. La bodega demostró ser una fuente de ingresos sólida y discreta, y con el paso del tiempo nuestro estilo de vida empezó a parecer sostenible. Tanto mejor si Charlie seguía ausente. Desaparecido, ni vivo ni muerto, no podía hacer daño a nadie.
De modo que no le revelé a nadie mi descubrimiento.
En el bosque había una cabaña. Abandonada desde hacía muchísimo tiempo, tomada por los espinos y rodeada de ortigas, era el lugar al que solían ir Charlie e Isabelle. Cuando Isabelle ingresó en el manicomio, Charlie siguió yendo a su refugio; yo lo sabía porque lo había visto allí, lloriqueando, grabándose cartas de amor en los huesos con aquella vieja aguja.