Se puede medir un cuerpo político de dos maneras, a saber: por la extensión del territorio y por el número de habitantes, y existe entre ambas medidas una relación conveniente para dar al Estado su verdadera extensión. Los hombres son los que hacen el Estado, y el territorio el que alimenta a los hombres. Esta relación consiste, pues, en que la tierra baste a la manutención de sus habitantes, y que haya tantos como la tierra pueda alimentar. En esta proporción es en la que se encuentra el máximun de fuerza de un número dado de pueblo; porque si hay terreno excesivo, su custodia es onerosa; su cultivo, insuficiente; su producto, superfluo; es la causa próxima de las guerras defensivas. Si no fuese el territorio bastante, el Estado se encuentra, con respecto al suplemento que necesita, a discreción de sus vecinos; es la causa próxima de las guerras ofensivas. Todo pueblo que, por su posición, no tiene otra alternativa que el comercio o la guerra, es débil en sí mismo; depende de sus vecinos; depende de los acontecimientos; no tiene nunca sino una existencia incierta y breve. Subyuga y cambia de situación o es subyugado y no es nada. No puede conservarse libre si no es a fuerza de insignificancia o de extensión.
No se puede dar en cálculo una relación fija entre la extensión de tierra y el número de hombres de modo que baste aquélla a éstos, tanto a causa de las diferencias que se encuentran en las cualidades del terreno, en sus grados de fertilidad, en la naturaleza de sus producciones, en la influencia de los climas, como por la que se observa en los temperamentos de los hombres que los habitan, de los cuales, unos consumen poco en un país fértil y otros mucho en un suelo ingrato. Es preciso, además, tener en cuenta la mayor o menor fecundidad de las mujeres: lo que puede haber en el país de más o menos favorable a la población; el número de habitantes que el legislador puede esperar llegue a alcanzar; de suerte que no debe fundar su juicio sobre lo que ve, sino lo que prevé, sin detenerse tanto en el estado actual de la población, cuanto en aquel a que, naturalmente, debe llegar. Finalmente, hay mil ocasiones en que los accidentes particulares del lugar exigen o permiten que se abarque más terreno del que parece necesario. Así, se extenderá uno mucho en un país montañoso, donde las producciones naturales, bosques y pastos, exigen menos trabajo; donde la experiencia enseña que las mujeres son más fecundas que en las llanuras, y donde un extenso suelo inclinado no da sino una pequeña base horizontal, la única con que es preciso contar la vegetación, Por el contrario, se puede uno ceñir a la orilla del mar aun en rocas y arenas casi estériles, porque la pesca puede suplir allí en gran parte las producciones de la tierra, porque los hombres deben estar más reunidos para rechazar a los piratas y porque se tiene más facilidad para librar al país, mediante las colonias, de los habitantes que le sobren.
A estas condiciones para instituir un pueblo es preciso añadir una que no puede sustituir a ninguna otra, pero sin la cual todas son inútiles: la de que se disfrute de abundancia y paz; porque la época en que se organiza un Estado es, como aquella en que se forma un batallón, el instante en que el cuerpo es menos capaz de resistencia y más fácil de destruir. Mejor se resistirá en un desorden absoluto que en un momento de fermentación, en que cada cual se ocupa de su puesto y no del peligro. Si tiene lugar en esta época de crisis una guerra, un estado de hambre, una sedición, el Estado será trastornado infaliblemente.
No es que no haya muchos gobiernos establecidos durante estas tempestades; pero estos mismos gobiernos son los que destruyen el Estado. Los usurpadores producen o eligen siempre estos tiempos de turbulencia para hacer pasar, a favor del terror público, leyes destructoras que el pueblo no adoptaría nunca a sangre fría. La elección del momento de la institución es uno de los caracteres más seguros mediante los cuales se puede distinguir la obra del legislador de la del tirano.
¿Qué pueblo es, pues, propio para la legislación? Aquel que, encontrándose ya ligado por alguna unión de origen, de interés o de convención, no ha llevado aún el verdadero yugo de las leyes; el que no tiene costumbres ni supersticiones muy arraigadas; el que no teme ser aniquilado por una invasión súbita; el que, sin mezclarse en las querellas de sus vecinos, puede resistir él solo a cada uno de ellos o servirse de uno para rechazar al otro; aquel en el cual cada miembro puede ser conocido por todos y en el que no se está obligado a cargar a un hombre con un fardo mayor de lo que es capaz de llevar, el que puede pasarse sin otros pueblos y del cual pueden, a su vez, éstos prescindir
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; el que no es rico ni pobre y puede bastarse a sí mismo; en fin, el que reúne la consistencia de un antiguo pueblo con la docilidad de un pueblo nuevo. Lo que hace penosa la obra de la legislación es menos lo que se precisa establecer que lo que es necesario destruir, y lo que hace el éxito tan raro es la imposibilidad de encontrar la sencillez de la Naturaleza junto a las necesidades de la sociedad. Ciertamente que todas estas condiciones se encuentran difícilmente reunidas, y por ello se ven pocos Estados bien constituidos.
Hay aún en Europa un país capaz de legislación: la isla de Córcega. El valor y la constancia con que ha sabido recobrar y defender su libertad este valiente pueblo merecerían que algún hombre sabio le enseñase a conservarla. Tengo el presentimiento de que algún día esta pequeña isla asombrará a Europa.
Si se indaga en qué consiste precisamente el mayor bien de todos, que debe ser el fin de todo sistema de legislación, se hallará que se reduce a dos objetos principales: la
libertad
y la
igualdad
; la libertad, porque toda dependencia particular es fuerza quitada al cuerpo del Estado; la igualdad, porque la libertad no puede subsistir sin ella.
Ya he dicho lo que es la libertad civil; respecto a la igualdad no hay que entender por esta palabra que los grados de poder y de riqueza sean absolutamente los mismos, sino que, en cuanto concierne al poder, que éste quede por encima de toda violencia y nunca se ejerza sino en virtud de la categoría y de las leyes, y en cuanto a la riqueza, que ningún ciudadano sea bastante opulento como para poder comprar a otro, y ninguno tan pobre como para verse obligado a venderse
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; lo que supone, del lado de los grandes, moderación de bienes y de crédito, y del lado de los pequeños, moderación de avaricia y de envidias.
Esta igualdad, dicen, es una quimera de especulación, que no puede existir en la práctica. Pero si el abuso es inevitable, ¿se sigue de aquí que no pueda al menos reglamentarse? Precisamente porque la fuerza de las cosas tiende siempre a destruir la igualdad es por lo que la fuerza de la legislación debe siempre pretender mantenerla.
Mas estos objetos generales de toda buena constitución deben ser modificados en cada país por las relaciones que nacen tanto de la situación local como del carácter de los habitantes, y en estos respectos es en lo que se debe asignar a cada pueblo un sistema particular de institución que sea el mejor, acaso no en sí mismo, sino para el Estado a que está destinado. Por ejemplo: si el suelo es ingrato y estéril o el país demasiado estrecho para sus habitantes, volveos del lado de la industria, de las artes, con las cuales cambiaréis las producciones con los géneros que os falten. Por el contrario, ocupad ricas llanuras y costas fértiles; en un buen terreno, careced de habitantes; prestad todos vuestros cuidados a la agricultura, que multiplica los hombres, y desterrad las artes, que no harían sino acabar de despoblar el país, agrupando en algún punto del territorio los pocos habitantes que haya
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. Ocupad costas extensas y cómodas, cubrir el mar de barcos, cultivad el comercio y la navegación y tendréis una existencia breve, pero brillante. El mar no baña en vuestras costas sino rocas casi inaccesibles; permaneced bárbaros e
ictiófagos
; entonces viviréis más tranquilos, mejor, quizá, y seguramente más felices. En una palabra: además de las máximas comunes a todos, cada pueblo encierra en sí alguna causa que le ordena de una manera particular y hace su legislación propia para sí solo. Así es como en otro tiempo los hebreos, y recientemente los árabes, han tenido como principal objeto la religión; los atenienses, las letras; Cartago y Tiro, el comercio; Rodas, la marina; Esparta, la guerra, y Roma, la virtud. El autor de
El espíritu de las leyes
ha mostrado, en multitud de ejemplos, de qué artes se vale el legislador para dirigir la institución respecto a cada uno de estos objetos.
Lo que hace la constitución de un Estado verdaderamente sólida y duradera es que la conveniencia sea totalmente observada, que las relaciones naturales y las leyes coincidan en los mismos puntos y que éstas no hagan, por decirlo así, sino asegurar, acompañar, rectificar a las otras. Mas si el legislador, equivocándose en un objeto, toma un principio diferente del que nace de la naturaleza de las cosas, si uno tiende a la servidumbre y otro a la libertad, uno a las riquezas y otro a la población, uno a la paz y otro a las conquistas, se verá que las leyes se debilitan insensiblemente, la constitución se altera y el Estado no dejará de verse agitado, hasta que sea destruido o cambiado y hasta que la invencible Naturaleza haya recobrado su imperio,
Para ordenar el todo y para dar la mejor forma posible a la cosa pública hay que considerar diversas relaciones. Primeramente, la acción del cuerpo entero obrando sobre sí mismo, es decir, la relación del todo con el todo o del soberano con el Estado, y esta relación se compone de aquellos términos intermediarios que veremos a continuación.
Las leyes que regulan esta relación llevan el nombre de leyes políticas, y se llaman también leyes fundamentales, no sin alguna razón, si estas leyes son sabias; porque si no hay en cada Estado más que una buena manera de ordenar, el pueblo que la ha encontrado debe atenerse a ella; mas si el orden establecido es malo, ¿por qué se han de tomar como fundamentales leyes que nos impiden ser buenos? De otra parte, un pueblo es siempre, en todo momento, dueño de cambiar sus leyes, hasta las mejores. Porque si le gusta hacerse el mal a sí mismo, ¿quién tiene derecho a impedirlo?
La segunda relación es la de los miembros entre sí o con el cuerpo entero, y esta relación debe ser, en el primer respecto, todo lo pequeño posible, y, en el segundo, todo lo grande posible; de suerte que cada ciudadano se halla en una perfecta independencia de todos los demás y en una excesiva dependencia de la ciudad. Esto se hace siempre por los mismos medios; porque sólo la fuerza del Estado hace la libertad de sus miembros. De esta segunda relación nacen las leyes civiles.
Se puede considerar una tercera clase de relación entre el hombre y la ley, a saber: la de la desobediencia a la pena, y ésta da lugar al establecimiento de leyes criminales que, en el fondo, más bien que una clase particular de leyes, son la sanción de todas las demás.
A estas tres clases de leyes se añade una cuarta, la más importante de todas, y que no se graba ni sobre mármol ni sobre bronce, sino en los corazones de los ciudadanos, que es la verdadera constitución del Estado; que toma todos los días nuevas fuerzas; que, en tanto otras leyes envejecen o se apagan, ésta las reanima o las suple; que conserva a un pueblo en el espíritu de su institución; que sustituye insensiblemente con la fuerza del hábito a la autoridad. Me refiero a las costumbres, a los hábitos y, sobre todo, a la opinión; elemento desconocido para nuestros políticos, pero de la que depende el éxito de todas las demás y de la que se ocupa en secreto el gran legislador, mientras parece limitarse a reglamentos particulares, que no son sino la cintra de la bóveda, en la cual las costumbres, más lentas en nacer, forman, al fin, la inquebrantable clave.
De entre estas diversas clases de leyes, las políticas, que constituyen la forma de gobierno, son las únicas en que he de ocuparme.
Antes de hablar de las diversas formas de gobierno procuremos fijar el sentido preciso de esta palabra, que aún no ha sido muy bien explicada.
Advierto al lector que este capitulo debe ser leído reposadamente y que desconozco el arte de ser claro para quien no quiere prestar atención.
Toda acción libre tiene dos causas que concurren a producirla; una moral, a saber: la voluntad, que determina el acto; otra física, a saber: el poder, que la ejecuta. Cuando marcho hacia un objeto es preciso primeramente que yo quiera ir; en segundo lugar, que mis piernas me lleven. Si un paralítico quiere correr o si un hombre ágil no lo quiere, ambos se quedarán en su sitio. El cuerpo político tiene los mismos móviles; se distinguen en él, del mismo modo, la fuerza y la voluntad; ésta, con el nombre de
poder legislativo
; la otra, con el de
poder ejecutivo
. No se hace, o no debe hacerse, nada sin el concurso de ambos.
Hemos visto cómo el poder legislativo pertenece al pueblo y no puede pertenecer sino a él. Por el contrario, es fácil advertir, por los principios antes establecidos, que el poder ejecutivo no puede corresponder a la generalidad, como legisladora o soberana, ya que este poder ejecutivo consiste en actos particulares que no corresponden a la ley ni, por consiguiente, al soberano, todos cuyos actos no pueden ser sino leyes.
Necesita, pues, la fuerza pública un agente propio que la reúna y la ponga en acción según las direcciones de la voluntad general, que sirva para la comunicación del Estado y del soberano, que haga de algún modo en la persona pública lo que hace en el hombre la unión del alma con el cuerpo. He aquí cuál es en el Estado la razón del gobierno, equivocadamente confundida con el soberano, del cual no es sino el ministro.
¿Qué es, pues, el gobierno? Un cuerpo intermediario establecido entre los súbditos y el soberano para su mutua correspondencia, encargado de la ejecución de las leyes y del mantenimiento de la libertad, tanto civil como política.
Los miembros de este cuerpo se llaman magistrados o reyes, es decir,
gobernantes
, y el cuerpo entero lleva el nombre de
príncipe
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. Así, los que pretenden que el acto por el cual un pueblo se somete a los jefes no es un contrato tiene mucha razón. Esto no es absolutamente nada más que una comisión, un empico, en el cual, como simples oficiales del soberano, ejercen en su nombre el poder, del cual les ha hecho depositarios, y que puede limitar, modificar y volver a tomar cuando le plazca. La enajenación de tal derecho, siendo incompatible con la naturaleza del cuerpo social, es contraria al fin de la asociación.