Y en el Vado de Manes tenía compañeros nuevos: Hombro Viejo, Uliam, Rubí, Enoch, Kit. Se palpaba una especie de entusiasmo entre los forajidos de Toro. Sus vidas eran diferentes, más ricas y tenues, porque eran peligrosas.
Si me cogen ahora, no se limitarán a encerrarme
, pensaba Ori.
Seguro que me rehacen, como poco. O puede que me ejecuten
.
Ahora daban golpes en Gran Aduja casi todas las semanas. Había problemas en el Meandro de las Nieblas. Los calamitas habían atacado el gueto khepri de Ensenada. La milicia irrumpió en la Perrera, Piel del Río y el Aullido y se llevó a varios sindicalistas, maleantes de poca monta y novistas. En una de estas incursiones, el más destacado exponente de la corriente poética conocida como GotaGota recibió una paliza que le costó la vida, y su funeral degeneró en un pequeño motín. Ori estuvo en el sepelio, y arrojó piedras como todos los presentes.
Se sentía como si estuviese despertando. Su ciudad era una alucinación. La tensión se mascaba en el aire. Podría haberla cortado con un cuchillo. A diario veía piquetes y cantaba con sus ocupantes.
—Ya queda menos —dijo Hombro Viejo. Parecía encantado—. Cuando acabemos… Cuando nuestro amigo pueda pasar finalmente y… eh, encontrarse con ya sabéis quién…
La banda entera lo miró de soslayo, y Ori se dio cuenta de que varios ojos se volvían un momento hacia él. No sabían si debían hablar de aquello delante de él. Pero no podían guardar silencio total. Tuvo cuidado y no cedió al deseo de preguntar, «¿quién? ¿Quién es ya sabéis quién?».
Pero Hombro Viejo estaba mirando fijamente un quiosco de un callejón, cuyo grueso pilar tenía varias pieles superpuestas, hechas de carteles viejos. Había un heliotipo xilografiado, la austera rendición de un rostro conocido, y Ori, al ver que Hombro Viejo no apartaba los ojos de él mientras seguía hablando, comprendió lo que le estaba diciendo.
—Acabaremos con todo —dijo el viejo cacto—. Lo cambiaremos todo cuando nuestro amigo conozca a alguien.
Llevaba varios días sin ver a Espiral Jacobs. Cuando finalmente fue a buscarlo, el vagabundo se mostró distraído. No había visitado el refugio desde hacía algún tiempo, y parecía exhausto, más descuidado y mugriento que de costumbre.
Ori había seguido las pistas que le habían facilitado otros hombres y mujeres olvidados hasta encontrarlo, en El Cuervo. Caminaba arrastrando los pies entre las grandes tiendas del distrito central de la ciudad, con sus estatuas y sus fachadas de grandioso mármol y piedra blanca y cuidada. Jacobs tenía una tiza en la mano, y cada pocos pasos se detenía, murmuraba algo para sus adentros y dibujaba un signo casi invisible y carente de significado en la pared.
—Espiral —dijo Ori y el vagabundo se volvió, tan furioso por haber sido interrumpido que el muchacho se sobresaltó. Pasó un momento antes de que se recompusiera.
Se sentaron en la plaza BilSantum, entre los malabaristas. Bañada en las cálidas tonalidades del atardecer, la estación de la Calle Perdido se erguía frente a ellos. Su variopinta arquitectura, las cinco líneas que emergían de sus elevadas bocas-arco como las puntas de una estrella y se alejaban en direcciones diferentes, resultaba inquietante, colosal e impresionante. La Espiga, el minarete de la milicia, se ascendía hacia los cielos sobre su extremo occidental. La estación de la Calle Perdido parecía apoyarse en ella, como un hombre con su bastón.
Ori dirigió la mirada hacia las siete vías férreas que salían de la cima de la Espiga. Siguió una de ellas en dirección sudeste, sobre las luces rojas del salubre distrito llamado Hogar de Esputo, sobre la Ciénaga Brock, barrio de los eruditos, hasta otra torre, y luego hasta la isla Strack, y hasta el propio Parlamento, rodeado por los ríos convergentes.
—Es el Alcalde —dijo Ori, mientras Espiral, aparentemente ajeno a sus palabras, seguía jugando con su tiza y pensando en sus cosas—. La banda de Toro está harta de liquidar cabos de la milicia y otros desgraciados. Quieren montar una buena. Van a matar al Alcalde.
Cualquiera hubiese pensado que Espiral Jacobs estaba demasiado ido como para que le importara, pero Ori vio sus ojos. Vio cómo se abría y cerraba aquella boca desdentada. ¿Era un gesto de sorpresa? ¿Qué otra cosa podía hacer aquel bandido proletario?
Y aunque Ori se hubiese dicho que solo se lo contaba a Espiral movido por una especie de sentido del deber, por la sensación de que el viejo luchador, el camarada de Jack Mediamisa, merecía saberlo, en realidad había algo más. Espiral Jacobs estaba implicado desde el momento en que, a su caótica manera, había conducido a Ori hasta aquel brutal y liberatorio acto político. Aquel había sido el comienzo.
—Ven a la sopa mañana —dijo Espiral Jacobs de repente—, prométemelo.
Ori lo hizo. Y puede que supiera lo que había en la bolsa que Jacobs le llevó. Pero cuando la abrió en su cuarto, mucho más tarde, solo junto a su vela, no pudo silenciar sus exclamaciones de asombro.
Dinero. En rollos y fajos. Un enorme botín de monedas y billetes, docenas de numerarios diferentes, shekels; nobles y guineas, sí, con varias décadas de antigüedad las más modernas, pero también ducados, y dólares y rupias y arenarios y arcanos baubis, monedas cuadradas, pequeños lingotes de provincias marítimas, de Shankell, de Perrick Nigh y de ciudades a cuya existencia Ori no estaba seguro de dar crédito. Las heces de la vida de un salteador de caminos o un filibustero.
«Una contribución», decía la nota que lo acompañaba. «Para ayudar a un buen plan. En recuerdo de Jack».
El gólem vigilaba a los dormidos viajeros. Se encontraba de pie junto a las brasas, más alto que un hombre o un cacto. Achaparrado, con unos brazos demasiado largos que colgaban delante de sí, vagamente simiesco. Tenía la espalda doblada y con forma de silla de montar. El sol había agrietado su piel de arcilla.
Al alba lo envolvieron los insectos que despertaban. No se movió. Soplaron zumbidos y esporas sobre la hoyada en la que dormían los viajeros. La brisa les acarició la piel. Se encontraban al norte del implacable calor.
Drogon fue el primero en levantarse. Cuando se despertaron los demás ya había salido a explorar, y Pomeroy y Elsie se fueron también, para que Cutter pudiera estar a solas con el amo del gólem.
Cutter dijo:
—No deberías haberte marchado. Judah, no tendrías que haberte ido.
Judah dijo:
—¿Recibiste el dinero que te dejé?
—Por supuesto que lo recibí, y también tus puñeteras instrucciones, pero no las seguí, ¿sabes? ¿No te alegras? Te los he traído. —Dio unas palmadas a su mochila—. No estaban preparados cuando te marchaste.
—Y ahora uno está roto. —Judah sonrió con tristeza—. Con uno no es suficiente.
—¿Roto? —Cutter estaba consternado. Había arrastrado aquellas máquinas desde muy lejos—. No tendrías que haberte ido, Judah. —Respiró hondo—. Deberías haberme esperado.
Cutter lo besó, con la misma urgencia que sentía siempre, con desesperación. Judah respondió como siempre: con algo que parecía afecto y algo que parecía paciencia.
Incluso entonces, advirtió Cutter con asombro, Judah Low no parecía completamente concentrado en lo que estaba haciendo. Que él recordara, siempre había sido así. El típico científico distraído con la mente en otro sitio, había pensado al principio. La tienda de Cutter se encontraba en la Ciénaga Brock, y su clientela estaba formada por eruditos. Le había sorprendido encontrar los vestigios de un acento de los suburbios en la voz de Judah.
Hacía más de diez años que se conocían. Al salir de la trastienda, Cutter se lo había encontrado mirando las estanterías repletas de piezas de esoterismo: cuadernos de notas, mecanismos de meta-relojería, secretos vegetales. Un hombre alto y flaco, de pelo seco y descuidado, mucho mayor que él, con el rostro marchito y los ojos permanentemente abiertos de par en par. Acababa de terminar la guerra de los vertederos y Cutter había tenido que entregar su constructo limpiador. Tenía que fregar los suelos él mismo y no estaba de buen humor. Se portó como un grosero.
En la siguiente visita de Judah había tratado de disculparse y el viejo se había limitado a mirarlo fijamente. En la tercera aparición de Judah —para abastecerse de alcaloides y arcilla densa de la mejor calidad— Cutter le había preguntado su nombre.
—¿Prefiere que le llame Judah, Jude, o Dr. Low? —había dicho Cutter, y Judah había sonreído.
Cutter nunca se había sentido tan unido a alguien, tan comprendido, como con aquella sonrisa. Sus motivaciones habían quedado al descubierto sin esfuerzo y sin cinismo alguno. Supo que no se encontraba frente a un hombre distraído, como tantos otros eruditos, sino frente a una criatura beatífica. No tardó mucho en amarlo.
Se mostraron tímidos. No solo Cutter y Judah, sino Judah y Pomeroy, y Judah y Elsie. Él les pidió que le contaran una vez tras otra la historia de la muerte de Drey, y la de Ihona y Fejh. Cuando le habían dicho a quiénes habían perdido, pareció horrorizado. Se derrumbó.
Hizo que relataran las muertes como si fueran cuentos. Ihona en su columna de agua; la caída cruciforme de Drey; la disolución de Fejhechrillen bajo una descarga de plomo no fue fácil de santificar con narrativa.
Intentaron que les explicara lo que había hecho. Él sacudió la cabeza como si no fuera nada.
—Cabalgué —les dijo—. En mi gólem. Me llevó al sur cruzando el bosque, y luego siguiendo los nexos y líneas. Compré un pasaje para cruzar el mar Escaso. Me dirigí al oeste, por las aldeas de los cactos. Ellos me ayudaron. Crucé aquel desfiladero. Supe que me seguían. Preparé una trampa. Gracias a Jabber que te diste cuenta, Cutter. —Una expresión terrible apareció fugazmente en su rostro.
Parecía cansado. Cutter no sabía lo que había tenido que afrontar, lo que había podido costarle. Tenía cicatrices frescas: evidencia de historias que no contaría. Mantener aquel gólem con vida no le suponía gran esfuerzo, pero era un peaje más entre los muchos que su fuga le había impuesto.
Cutter apoyó una mano en el flanco grisáceo de la criatura.
—Déjalo ir, Judah —dijo. El anciano lo miró con su perenne sorpresa. Sonrió lentamente.
—Descansa —dijo. Tocó la tosca cara del gólem. El hombre de arcilla no se movió, pero algo lo abandonó. Algo animado. Se hundió imperceptiblemente, y la película de polvo que lo cubría levantó una nubecilla, mientras las grietas de la arcilla parecían de repente un poco más secas. Se quedó en el mismo sitio, de donde no volvería a moverse. Se iría desmoronando lentamente, y sus agujeros servirían como madrigueras para las aves y los insectos. Sería un hito del paisaje, y al fin desaparecería.
Cutter sintió el impulso de derribarlo y ver cómo se hacía pedazos, de salvarlo de ser pasto del tiempo de aquel modo, pero se contuvo.
—¿Quién es Drogon? —preguntó Judah. El susurrero parecía perdido sin su caballo. Estaba atareado con otras cosas mientras ellos hablaban.
—Si fuera por mí, no estaría aquí —dijo Pomeroy—. Para ser un susurrero, tiene demasiado poder. Y no sabemos de dónde viene.
—Es un nómada —dijo Cutter—. Jornalero, rastreador, ya sabes. Un amante de los caballos. Se enteró de que te habías ido… Los dioses saben qué rumores circulan ahora. Se unió a nosotros porque quiere encontrar al Consejo de Hierro. Por sentimentalismo, creo. Nos ha salvado más de una vez.
—¿Viene con nosotros? —preguntó Judah. Todos lo miraron.
Con mucho cuidado, Cutter dijo:
—¿Sabes…? No tienes por qué seguir. Podríamos volver. —Judah le lanzó una mirada extraña—. Sé que crees que quemaste tus naves con la trampa del gólem en tu habitación, y es cierto que estarán buscándote, pero, maldición, Judah, podrías esconderte. Sabes que el Caucus te protegería.
Judah los observó, y uno a uno apartaron la mirada, avergonzados.
—No creéis que siga allí —dijo—. ¿Se trata de eso? ¿Estáis aquí por mí?
—No —dijo Pomeroy—. Yo siempre he dicho que no estaba aquí sólo por ti.
Pero Judah continuó hablando.
—¿Creéis que se ha ido? —Hablaba con una certeza tranquila, casi sacerdotal—. No lo ha hecho. ¿Cómo quieres que vuelva, Cutter? ¿No comprendes por qué estoy aquí? Van a ir a por el Consejo. Cuando lo encuentren, lo destruirán. Antes eran solo los teshi, pero ahora que lo han descubierto, no pueden dejar que el Consejo siga existiendo. Me enteré por un viejo amigo. Me dijo que lo habían descubierto y me contó lo que iban a hacer. Tengo que avisarles. Sé que el Caucus no lo entendería. Probablemente me maldijera.
—Les hemos enviado un mensaje —dijo Cutter—. Desde Myrshock. Saben que fuimos a buscarte.
Judah sacó de su hatillo varios papeles y tres cilindros de cera.
—Del Consejo —dijo—. La carta más antigua tiene casi diecisiete años. El primer cilindro más. Casi veinte. Las últimas llegaron hace tres años y solo tenían dos años cuando las recibí. Sé que el Consejo sigue allí.
Los mensajes habían viajado por rutas desconocidas. Desde el bosque Felido hasta el mar, en barco hasta el estrecho de Fuegagua, hasta Shankell y Myrshock, y luego a la bahía Hierro y a Nueva Crobuzón. O por los pasos de las colinas, o cruzando los bosques por veredas de cientos de kilómetros hasta llegar a las ciénagas bajo Mar de Telaraña. O hasta la propia Mar de Telaraña en las grandes llanuras. O por aire, o taumaturgia, hasta llegar de algún modo a manos de Judah Low.
¿
Pudiste responder, Judah
?, pensó Cutter.
Sabes que están esperando. ¿Saben ellos que vas? ¿Cuántos de sus mensajes se perdieron
? Vio austeros barrancos sembrados de fragmentos de cera. Brisas que empujaban papelillos codificados sobre los prados, como brotes nuevos.
Estaba asombrado desde que había visto aquellos papeles, los cilindros grabados, sonido petrificado en el tiempo. Artefactos extraídos de un rumor del Caucus, de las historias de viajeros y disidentes.
¿Qué sabía él? La primera vez que había oído hablar del Consejo de Hierro no era más que un niño, y aquello una leyenda popular, como Jack Mediamisa, o Toro, o la Contumancia. Cuando se hizo lo bastante mayor como para comprender que tal vez el Parlamento le hubiese mentido —que tal vez no se hubiese producido ningún accidente en los pantanos del sur—, el Consejo de Hierro, nacido allí según algunos, había desaparecido. Incluso aquellos que decían que lo habían visto no podían hacer otra cosa que señalar hacia el oeste.