Espiral Jacobs regresó al Gran Alquitrán, a las madrigueras de ladrillo y al refugio de Griss Bajo, que era lo más parecido que tenía a una casa. Ori estudió sus andares tambaleantes, estudió cómo se lanzaba sobre los montones de basura al llegar a las intersecciones. Estudió sus hallazgos: desconcertantes restos. Ori examinó con detenimiento cada pieza, como si Espiral Jacobs fuera un mensaje que le enviaban desde el pasado, y que, si ponía el suficiente cuidado, podría llegar a descifrar. Un texto de carne.
La enjuta y pequeña figura atravesó el tráfico de Nueva Crobuzón, entre carromatos repletos de verduras de las granjas y la Espiral de Grano. Por puentes como morones cruzó los canales que surcaban las barcazas cargadas de antracita, y caminó entre multitudes formadas por paseantes vespertinos, niños, hombres que discutían, mendigos, un puñado de gólems, raídos tenderos que frotaban sus escaparates tratando de borrar graffiti heliotipados y eslóganes radicales de sus escaparates, entre paredes húmedas que se elevaban y parecían desmoronarse, como si sus ladrillos fueran de una materia efervescente capaz de evaporarse.
Cuando, al cabo de largo rato, una hemorragia de colores profundos empezó a cubrir el cielo, se percató de que habían llegado a la estación Trauka. Las vías del tren pasaban sobre ellos en una trayectoria ajena a las terrazas que había debajo. Espiral Jacobs volvió a mirar a Ori.
—¿Cómo os conocisteis?
—¿Jack y yo? —Jacobs balanceó las piernas. Se encontraban en la Sombra, junto a la orilla, con las piernas colgando sobre la barandilla. En el río, una forma alquitranada, una casa vodyanoi a oscuras, emergía de las aguas. La voz de Jacobs tenía cierto ritmo, y Ori tuvo la impresión de que estaba escuchando un cuento-canción tradicional de la tierra de Jacobs—. Jack el Man’Tis era algo digno de verse. Sobrevivió a los demonios de la noche. Fue él quien salvó este lugar de aquella maldición onírica, hace años, antes de que tú nacieras. Luchó contra la milicia. —Abrió y cerró los dedos como si fueran unas tijeras—. Yo le conseguía cosas que necesitaba. Era su informador.
A la luz de las farolas de gas, Ori contemplaba el heliotipo. Pasó el dedo sobre la pinza de Jack Mediamisa.
—¿Y los demás?
—Yo vigilo a todos los hijos de Jack. Toro es uno de ellos, uno con grandes ideas. —Jacobs sonrió—. Si conocieras sus planes…
—Cuéntamelos.
—No puedo.
—Cuéntamelos.
—No puedo hacerlo. Toro lo hará.
La información —un lugar, un día— pasó entre ellos. Ori plegó la imagen.
Los periódicos de Nueva Crobuzón estaban repletos de historias de Toro. Había imaginativos grabados de una terrible criatura musculosa con cabeza de toro, y descripciones de salvajes rugidos bovinos que se elevaban sobre los tejados de Mafatón y El Cuervo, las casas de los barrios altos y las oficinas del gobierno.
Todas las hazañas de Toro habían sido bautizadas y los periodistas eran adictos a mencionarlas. Había entrado en la cámara acorazada de un banco y, tras cubrirla profusamente de eslóganes, se había llevado varios miles de guineas, de los cuales había repartido algunos cientos entre los niños de Malado. En el
Digest
, Ori leyó:
Por fortuna, este, E
L CASO DE LOS MILLONES DE
M
ALADO
, no ha tenido un desenlace tan sangriento como E
L CASO DE LA SECRETARIA APISONADA
o E
L CASO DE LA VIUDA ASFIXIADA
. Estos incidentes anteriores deben servir para recordar a la población que el bandido conocido como Toro es un cobarde y un asesino que si se ha granjeado cierto grado de simpatía es solo gracias a su extravagancia.
Ori recibió mensajes por los intrincados y secretos conductos de Nueva Crobuzón. Tuvo que esperar tres veces en la esquina que Espiral Jacobs le había indicado, en el Vado de Manes, bajo unos carteles que indicaban el camino a Crawfoot y la avenida Diente, junto al viejo museo de cera. Había esperado bajo el sol, con la espalda apoyada en una pared enyesada, mientras los niños de las calles trataban de venderle nueces y cerillas en pliegues de papel de colores.
Cada una de aquellas citas le costó la paga de un día y parte de la reputación que se había labrado entre quienes reclutaban a los temporeros en Gran Aduja. Tuvo que espaciarlas en el tiempo para no morirse de hambre o arriesgarse a agotar la paciencia de su casera. Volvió al grupo de lectura del
RR
, a sentarse, un Jack entre otros Jacks, y hablar de las iniquidades de la ciudad. Curdin se alegró de verlo. Ori expresaba ahora su desacuerdo con mucha mayor templanza. Se regodeaba en su secreto.
Ya no soy uno de vosotros
, pensaba, y se veía a sí mismo como un espía de Toro.
En la esquina de la calle lo saludó una niña con un vestido harapiento, que no tendría ni diez años. Le regaló una sonrisa, encantadora a pesar de la ausencia de varios dientes. Le ofreció un cucurucho de papel lleno de nueces y al ver que él sacudía la cabeza, dijo:
—Es un regalo del caballero. Ha dicho que era para usted.
Cuando abrió el cucurucho, el mensaje que contenía el papel resultaba legible a pesar de las manchas de grasa de las nueces tostadas. «Te he visto esperando. Tráeme viandas y plata de la mesa de un hombre rico». Debajo había un circulillo con cuernos, el símbolo de Toro.
Fue más fácil de lo esperado. Escogió una casa en Gidd este. Luego pagó a un muchacho para que rompiera una ventana de la fachada mientras él se colaba por los arbustos, forzaba la puerta del jardín, y cogía cuchillos, tenedores y una gallina de la mesa. Los perros lo persiguieron, pero Ori era joven y ya había escapado otras veces de situaciones parecidas.
Nadie iba a comerse la masa grasienta que pasó toda la noche marinándose en su saco. Era un examen. Al día siguiente, en el sitio de costumbre, dejó la bolsa en el suelo y no la recogió al marcharse. Sentía una gran excitación.
«
Mmm
, bien», decía la siguiente nota, entregada también como envoltorio de alguna delicia de las calles. «Ahora necesitamos el dinero de cuarenta nobles».
Ori cumplió la misión. Hizo lo que se le ordenaba. No era un ladrón, pero conocía a varios. Lo ayudaron o le dijeron lo que había que hacer. Al principio no disfrutaba de aquellas aventuras anárquicas, en las que terminaba corriendo en plena noche, con un saco bamboleándose en las manos y perseguido por los chillidos de elegantes señoras.
Detestaba ser un ratero del lumpen, pero sabía que algo más refinado podía atraer la atención de la milicia. Como cuando huía corriendo por calles abarrotadas, poco antes del amanecer, y tal como estaba previsto, las bandas callejeras inundaban las calles a su paso y los oficiales tenían que abrirse paso a la fuerza, empleando las porras. Dos veces lo hizo, y en ambas, al terminar le costó dejar de temblar. Empezaba a sentirse vivificado, embargado por la vasta excitación que le provocaban aquellos actos, por la sensación de estar haciendo algo palpable. La tercera vez y las veces siguientes no tuvo miedo.
Nunca tomaba un solo estíver del dinero que robaba. Lo entregaba todo a su invisible remitente. Las entregas se multiplicaron. Perdió la cuenta. Los robos se convirtieron en algo rutinario. Toro debió de completar la cuenta de los cuarenta nobles: apareció un encargo nuevo. Esta vez en un tubo de cera cubierto de surcos, que tuvo que llevar al tenderete de un voxiterador.
Sobre el siseo de la aguja escuchó una voz, apenas audible entre crujidos. «Muy bien muchacho ahora vamos a ponernos serios vas a traernos la cresta de un miliciano».
Veía a Espiral Jacobs todas las semanas. Habían desarrollado un idioma de elipsis y evasión. Él no se mostraba locuaz —nunca admitía nada— y Espiral Jacobs seguía hablando con su errática lógica. Ori descubrió que la locura del viejo era en parte una fachada.
—Me han puesto a hacer cosas —dijo Ori—. Tus amigos. No son muy acogedores que digamos, ¿eh?
—No, no lo son, pero cuando consigues su amistad, es para toda la vida. He estado mucho tiempo en ese refugio. Mucho tiempo, preguntándome si encontraría a alguien que pudiera presentarles.
Ori y Espiral Jacobs discutían de política a su cuidadosa y velada manera. Entre los chaverim del
RR
, Ori se mostraba taciturno y vigilante. Su número menguó y volvió a aumentar. Solo una mujer de la fábrica de Vadoculto acudía siempre. Cada vez hablaba más, y cada vez con mayor conocimiento de causa.
Ori escuchaba con una especie de nostalgia y se preguntaba, ¿
cómo voy a hacerlo
?
Fue a la Perrera, donde sabía que sería más difícil encontrar milicianos, pero podría ocultarse. Necesitó dos intentos, un montón de planificación y varios shekels en sobornos. De noche, en la oscuridad que cubría la parte inferior del puente de la Cebada. Una patrulla de dos hombres atraída por un chaval sin aliento que gritaba que habían tirado a alguien al agua, mientras un grupo de camaradas suyos organizaba alboroto. Una joven prostituta chillaba en las negras aguas mientras los trenes pasaban silbando sobre sus cabezas. El temor que exhibía en sus convulsiones era genuino (no sabía nadar, pero la mantenían a flote dos niños vodyanoi que, sumergidos debajo de ella, agitaban el agua con el equivalente submarino a una risilla).
La primera noche, los milicianos se limitaron a quedarse parados en la orilla, apuntando con las linternas a la mujer mientras los niños les pedían a gritos que la salvaran. Los milicianos dijeron a la mujer que aguantara y fueron a pedir ayuda; y Ori emergió, llevó a la prostituta a la orilla y escapó corriendo con todos los demás.
La segunda noche, uno de los agentes dejó la casaca y las botas a su compañero y se zambulló en el agua fría. Los vodyanoi se sumergieron y la mujer reaccionó con evidentes muestras de pánico y empezó a hundirse. El caos en el agua no era fingido. Los demás niños se apelotonaron alrededor del otro miliciano, gritándole que hiciera algo y dándole empujones, hasta que se cansó y, con un rugido, agitó la porra a su alrededor, pero para entonces ya era demasiado tarde. Los chavales habían echado mano al fardo con la ropa de su compañero, a pesar de que seguía sujetándolo, y lo habían desvalijado.
Ori dejó la placa y un zapato viejo en la esquina de Toro. Cuando volvió, dos días después, alguien lo esperaba allí.
Hombro Viejo era un cacto. Delgado y menudo para su raza, más bajo que Ori. Pasearon por el mercado de carne. Ori vio que los precios seguían subiendo.
—No sé quién te ha traído hasta nosotros y no voy a preguntártelo —dijo Hombro Viejo—. ¿Dónde has estado hasta ahora? ¿Con quién?
—El
doble R
—dijo Ori, y Hombro Viejo asintió.
—Sí, bueno, no quiero decir nada malo sobre ellos, pero vas a tener que elegir, chaval. —Miró a Ori con un rostro cuyo verde estaba blanqueado por muchos años de sol. La imagen hizo que Ori se sintiera muy joven—. Con nuestro amigo las cosas son muy diferentes. —Se rascó el puente de la nariz extendiendo el primero y el último de sus espinosos dedos—. Me importa un esputo lo que habría dicho Flex o cualquiera de esos. Se acabó lo de filosofar. A nosotros no nos interesa el concepto de la plusvalía, los gráficos de tendencias de la polarización de la riqueza ni nada de todo eso. Con el
doble R
todo son teorías y más teorías.
»Por mí pueden seguir como si estuvieran en la universidad. —Se habían detenido entre las moscas y el cálido olor de la carne, entre los gritos de los vendedores—. Lo único que me importa es lo que haces tú, colega. ¿Qué puedes hacer por nosotros? ¿Qué puedes hacer por nuestro hombre?
Lo emplearon como mensajero. Tenía que demostrar su valía recogiendo paquetes o mensajes que Hombro Viejo dejaba para él, transportándolos sin investigarlos, y entregándolos a hombres o mujeres que lo miraban con desconfianza y lo despedían antes de abrirlos.
Se emborrachaba en Los dos gusanos, con sus amigos novistas. Seguía acudiendo a los debates del
Renegado Rampante
. Historias ocultas: «Jabber, ¿santo o truhán?»; «El consejero de hierro: la verdad tras el estarcido». La joven hilandera se había convertido en una autoridad en política. Ori se sentía como si estuviera presenciándolo todo a través de una ventana.
En la primera semana de tethis, un día inesperadamente fresco, Hombro Viejo le dijo que iba a trabajar como centinela. Hasta el último instante no le dio más detalles, y Ori volvió a sentir la misma excitación de antes.
Estaban en el Barrio Óseo. Presenciaron cómo se extendía el atardecer formando lívidas sombras entre las siluetas de las garras del Barrio, las Costillas. La ancestral osamenta a la que la zona debía su nombre se elevaba más de setenta metros en el aire, agrietada, amarillenta, enmoheciendo a un ritmo geológico, empequeñeciendo las casas que la rodeaban.
Iba a ser un golpe contra el jefe del hampa, Motley. Ori ni siquiera sabía dónde se produciría. Estaba como extasiado. Vigiló y vigiló, pero la milicia no dio señales de vida. Su mirada llegaba hasta el claro que había bajo los huesos, la maleza urbana en la que los acróbatas y vendedores de imágenes contaban sus ganancias, ajenos a la monstruosa caja torácica que los rodeaba.
Vigiló sin ver nada, frenético, deseando tener una pistola. Pasó una banda de jóvenes. Lo miraron y decidieron no molestarlo. Nadie se le acercó. El silbato permaneció en su puño tenso. Ni siquiera se dio cuenta de que había pasado algo hasta que Hombro Viejo llegó por detrás, lo zarandeó violentamente y dijo:
—A casa, chaval. El trabajo está hecho.
Ori no hubiese podido decir cuándo se convirtió en miembro de la banda. Hombro Viejo empezó a presentarle a otros, a introducirlo en conversaciones furtivas.
En los pubs, en las chabolas y laberintos del Vado de Manes, Ori discutía las tácticas con los hombres de Toro. Estaba a prueba. Sentía una culpa viscosa cuando sus nuevos camaradas se burlaban del Caucus —«la pompa del pueblo» lo llamaban— o del
Renegado Rampante
. Seguía acudiendo a los debates del
doble R
, pero a diferencia de lo que había ocurrido durante los meses que había pasado allí, ahora veía inmediatamente el impacto de sus nuevas actividades. Estaban en la prensa. Ori había sido el vigilante en lo que se llamó «el caso del golpe de Barrio Óseo».
Le pagaban por cada golpe. No mucho, pero lo suficiente para compensar los jornales que estaba perdiendo y un poco más. En Los dos gusanos y el Miserable Mendigo, pagaba rondas generosas y los novistas bebían a su salud. Esto le hacía sentirse nostálgico.