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Authors: Federico Andahazi

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción

El conquistador (15 page)

BOOK: El conquistador
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Sólo cuando todo hubo cesado, me dispuse a revisar la nave para comprobar si había daños. Con verdadera preocupación, Maoni y yo examinamos palmo a palmo cada ápice del barco. Después de inspeccionar hasta el último resquicio, para nuestra dicha pudimos verificar que el barco estaba realmente bien construido: salvo ligeras roturas que podían repararse fácilmente a bordo, no encontramos averías mayores. Supuse que podíamos continuar con nuestra empresa sin complicaciones.

Pero aún ignoraba que estábamos a las puertas de un peligro todavía mayor que la tormenta. La tempestad se había instalado en el corazón de mis hombres.

(…)

M
ONO
12

El cielo estaba claro y el viento calmo. Sin embargo, los rostros de muchos de los hombres estaban sombríos y sus ánimos se adivinaban tempestuosos. Nos acercábamos al plazo que yo había vaticinado para tocar nuevas tierras, pero nada indicaba que eso fuese a suceder en lo inmediato. La euforia que había producido en la tripulación el hecho de sobrevivir a la tormenta duró poco. Esa alegría pronto se transformó en rencor. Los hombres se preguntaban qué podía haber desatado la ira de los dioses. Yo podía notar que los mexicas murmuraban entre ellos, a la vez que me miraban de reojo sin disimular cierto encono. De modo que, para evitar que aquel sordo clima de deliberación pudiera crecer, ordené que todos guardaran silencio. Les advertí con firmeza que quien fuese sorprendido rumoreando sería confinado a la bodega, atado de pies y manos.

Un mexica viejo, el mayor de todos ellos, soltó el remo, se incorporó y se acercó hasta mí. Sin mirarme a los ojos, en señal de respeto, me dijo que los dioses tenían razones para estar enfurecidos: si queríamos tener éxito en nuestra empresa debíamos hacer alguna ofrenda a Tláloc. Era evidente, continuó, que aquella tormenta había sido una advertencia del Dios de la Lluvia. En el mismo tono, me dijo que habíamos cometido un error al no intentar tomar prisioneros en las islas para sacrificarlos. Entonces el hombre miró hacia uno y otro lado y, bajando la voz, acercó su boca a mi oído y, apelando a mi condición mexica, me dijo: «deberíamos entregar la sangre de uno de ellos para contentar a Tláloc y así obtener sus favores». Desde luego, al decir «uno de ellos», se refería a un huasteca. Al escuchar estas palabras mi sangre ardió como si estuviese hirviendo por un gran fuego. Tuve que contenerme para no apretar su cuello. Ni siquiera podía yo castigarlo; si así lo hacía pondría en evidencia sus palabras y, si eso sucedía y los huastecas se enteraban de sus deseos, sería el comienzo de una batalla mortal entre ambos bandos. De modo que me contuve y le contesté que haría como si jamás hubiese escuchado yo sus palabras, que, si se atrevía a repetirlas, no me iba a temblar el pulso para matarlo con mis propias manos. El hombre volvió a su puesto y continuó remando. Pero sabía yo que la semilla de la rebelión acababa de ser sembrada.

H
IERBA
13

Navegamos con rumbo Este. Hay buenos vientos y el mar está calmo. Hemos avanzado una gran distancia. Los ánimos de los hombres están impacientes.

C
AÑA
1

He comentado con Maoni, bajo promesa de que no dijera nada a los suyos, lo que estaban pensando los mexicas sobre la necesidad de ofrecer sacrificios al Dios de la Lluvia. Se ha mostrado muy preocupado. Su pueblo, sometido por el nuestro, viene nutriendo desde hace mucho tiempo la sed de sangre de los dioses mexicas. He podido adivinar, detrás de su gesto de inquietud, un dejo de irritación; tiene sobradas razones para guardar rencor: han sido muchos años de yugo y ahora, al fin, los huastecas están en igualdad de condiciones con sus viejos enemigos en esta pequeña patria flotante. Sé que muchos de ellos estarían dispuestos a morir con tal de hacer justicia.

Ruego a Quetzalcóatl mantenga la paz.

J
AGUAR
2

Unas nubes negras asomaron hoy desde el horizonte y todos miraron hacia el cielo con pánico. El recuerdo fresco de la tormenta reciente ha hecho estragos en la moral de mis hombres. El oleaje comenzó a ganar altura y los vientos arreciaban con furia. En el mismo momento en que el barco se quejó con un chirrido hondo, aquel mexica que me había increpado se puso de pie y, mirándome con odio, me exigió que le diese a Tláloc lo que estaba exigiendo. Dijo esto a viva voz, sin medir las consecuencias. Los huastecas, conocedores de los sentimientos de aquellos mexicas y acostumbrados al rigor con que solían ser tratados por ellos, comprendieron de inmediato esas palabras. La mayor parte de los mexicas soltaron sus remos y corrieron formando un círculo en torno de mí. De inmediato me increparon tratándome de loco y de mentiroso. Me decían que los estaba conduciendo hacia el lugar donde las aguas se precipitan a los abismos infinitos, que volviésemos de inmediato y que ofrendáramos en sacrificio a uno de los huastecas. En primer lugar, les dije que no iba a permitir que se derramase una sola gota de sangre; luego intenté convencerlos de que era más largo el camino de vuelta que el que teníamos por delante, hacia el Este; les dije que si continuábamos navegando hacia el Levante, tocaríamos tierra más pronto. Pero no había forma de convencerlos. A medida que se iban aproximando las nubes oscuras, los ánimos se impacientaban cada vez más. Los huastecas, encabezados por Maoni, se levantaron para interceder, pero en un rápido movimiento, uno de los mexicas, el mismo que había dañado el barco con un golpe de remo, me sujetó desde atrás y posó sobre mi cuello un cuchillo de obsidiana. Sabiendo que los huastecas guardaban gran aprecio por mí, les ordenó que no se acercaran, a menos que quisieran verme muerto. Así, teniéndome como garantía para que se hiciera su voluntad, le dijeron a Maoni que cambiara el curso en sentido opuesto y emprendiéramos el regreso. Mi segundo les dijo que eso significaría una muerte segura, ya que no teníamos comida ni agua suficiente para tantos días. Con sabiduría, les hizo ver que cada una de las vidas de quienes estábamos a bordo era indispensable para conducir la nave, que si habíamos podido sobrevivir a la tormenta fue por el trabajo de toda la tripulación: un hombre menos hubiese significado el fin. Yo podía sentir la helada hoja de obsidiana sobre mi garganta y la presión cada vez más intensa. Viendo el hilo de sangre que comenzó a brotar desde mi cuello, Maoni le dijo a mi captor que yo era el único que estaba en condiciones de darle curso preciso al barco, que si me mataba quedaríamos a la deriva. Fue éste un gesto noble y astuto, ya que mi segundo sabía navegar tan diestramente como yo. Pero todos los argumentos fueron en vano: «Huitzilopotchtli nos guiará si le damos lo que nos pide», opuso tercamente el más viejo de los mexicas. Y tras esta afirmación los demás comenzaron a gritar el nombre del Dios de los Sacrificios, del mismo modo que se hacía en Tenochtitlan antes del ritual de las ofrendas de sangre.

Una vez más, Huitzilopotchtli venía a reclamarme y nada parecía poder impedir que me degollaran para luego, esta vez sí, entregarle mi corazón.

Á
GUILA
3

En el mismo instante en que se disponían a enterrar el cuchillo en mi garganta, se produjo un hecho que, bajo esas circunstancias, supuse una alucinación. Sin embargo, todas la miradas, absortas, confluyeron en el mismo punto. En dirección opuesta a la nuestra, venía una nave. Era un barco de madera negra, presidido por una cabeza de dragón en lo alto de la roda. Tenía las velas desplegadas y una extensa hilera de remos asomaba desde la cubierta. Navegaba con tal velocidad y ligereza que se diría que se deslizaba en el aire y que su quilla no tocaba siquiera el agua. La nave pasó tan cerca de la nuestra que, con asombro, pudimos ver el rostro inconfundible de quien la capitaneaba: Quetzalcóatl. Tenía unos inmensos cuernos en la cabeza, la piel muy blanca y una barba larga y roja que flameaba al viento. Exactamente así eran las tallas que representaban a Quetzalcóatl cuando era hombre. Él, el Dios de la Vida, nos miraba con unos ojos tan absortos como los nuestros. Cuando ambos barcos se cruzaron, Quetzalcóatl pronunció una palabra misteriosa: «Wodan».

(…)

S
ERPIENTE
7

Nadie tuvo dudas sobre quién era aquel que capitaneaba el barco. Los mexicas se pusieron de rodillas y sus labios cambiaron el nombre de Huitzilopotchtli por el de Quetzalcóatl. Ninguno sabía el significado de aquella misteriosa palabra, pero creyeron entender que el Dios de la Vida hecho hombre había aparecido para interceder en mi favor. De inmediato me liberaron y volvieron a ponerse bajo mis órdenes. La tormenta en ciernes se alejó de nosotros tan rápidamente como la barca de Quetzalcóatl, hecho este que reafirmó en ellos la convicción sobre el carácter divino de aquel que comandaba el barco. Desde ese momento navegamos con rumbo Este en aguas calmas y con vientos favorables.

Más tarde Maoni me llamó aparte y, en voz muy baja, me dijo que probablemente aquel barco fuera parte de una de aquellas míticas expediciones de los
viquincatl
de las que tantas veces escuchara hablar en la Huasteca. Nadie sabía de dónde prevenían estos hombres rojos que, según las crónicas, solían aparecer cerca de las costas del Norte. Yo, sin embargo, me inclinaba a pensar que era Quetzalcóatl, el Dios de la Vida, el que tantas veces me había rescatado de las manos ensangrentadas de Huitzilopotchtli. De cualquier manera, mi segundo iba a guardarse su sospecha para que ninguno de los mexicas dudara de que se trataba de una aparición divina y no volvieran a sublevarse.

(…)

C
AÑA
2

Mucho he pensado en nuestro encuentro con Quetzalcóatl. Su prodigiosa aparición no sólo fue un advenimiento salvador, sino, además, una clara señal. Igual que las estrellas del firmamento, nos había indicado el camino; su llegada desde el Levante indicaba que venía desde algún sitio ubicado en el Este; es decir, tenía que haber tierra firme no muy lejos. Incluso, considerando la posibilidad sugerida por Maoni, si realmente se trataba de una expedición de los
viquincatl
, aun así, significaba un hecho alentador. Era una nave más pequeña que la nuestra, así que no podía llevar más provisiones que las que teníamos nosotros; de modo que, por fuerza, debía venir desde un lugar bastante próximo.

No era ésta una noticia menor, dado que los racionamientos empezaban a escasear. Era un secreto muy bien guardado por mí la cantidad de provisiones que traíamos. Las circunstancias me habían obligado a reducir las raciones de agua y comida. Todavía podía apelar a algunos recursos para que los hombres no notaran la mengua: hacía servir la comida en cuencos un poco más pequeños, de modo que la porción se viera desbordante. Lo mismo con el agua: daba de beber agua a mi tripulación con más frecuencia, pero en recipientes menos generosos. Pero, ¿cuánto tiempo podían funcionar estos trucos? Puede engañarse a los ojos por algún tiempo, pero el estómago termina por descubrir la verdad.

J
AGUAR
3

Todo continúa igual.

Á
GUILA
4

Mis hombres están empezando a dar muestras de hambre y debilidad. Los remeros se fatigan con rapidez. No estaríamos en condiciones de soportar otra tormenta. Yo me encuentro demasiado flaco y muy débil, ya que casi no he comido; prefiero reservar mis raciones para la tripulación. El hambre hace que la gente esté irritable y aparezcan aquí y allá conatos de discusiones. Ya no puedo ocultar que los víveres están escaseando; lo más preocupante es el agua: queda para muy pocos días. Apenas tengo ánimo para escribir.

Z
OPILOTE
5

Mis esperanzas empiezan a agotarse junto con las provisiones. El plazo que estimaba para tocar tierra se aproxima, inexorable, y nada indica que la haya cerca. Tres hombres han caído enfermos y temo por sus vidas. Maoni, mi fiel y querido Maoni, hace varios días que no come para que no le falte a nuestra tripulación. Si no ha habido un nuevo motín, es porque los potenciales rebeldes no tienen fuerzas para sublevarse.

T
EMBLOR
6

Mi querida Ixaya, es el fin. Ya no queda nada, ni agua ni alimentos. Los hombres están exhaustos y los enfermos, agonizantes. Soy el único culpable de esta tragedia. Quizá debí permitir que me entregaran en sacrificio.

P
EDERNAL
7

Hoy, mientras estaba echado boca arriba esperando la muerte, he visto un pájaro que sobrevolaba la nave. Era un
atotl
. Tardé en comprender la importancia del hallazgo. Señalé hacia el cielo con mis últimas fuerzas y los que estaban tendidos junto a mí siguieron con la mirada la dirección de mi índice. Uno de mis hombres se incorporó y descubrió que cerca de la nave había algunas hierbas flotando. Eran indudables señales de tierra. Uno de los hombres, que hasta entonces parecía exánime, se levantó de un salto y, velozmente, trepó al mástil; con un brazo se sujetaba del palo y con la mano del otro se echaba sombra sobre los ojos para ver sobre la excesiva claridad. Giró su cabeza hacia uno y otro lado y, entonces, con la mirada puesta en el Este, gritó con todas sus fuerzas la palabra anhelada: «¡Tierra!»

Todos nos levantamos como si acabáramos de resucitar.

TRES
1. EL ÍDOLO EN LA CRUZ

El diario de viaje de Quetza se interrumpió desde su llegada a las nuevas tierras. A partir de entonces ya no escribía todos los días, sino cuando las circunstancias se lo permitían. La mayor parte de las crónicas de sus avatares en el continente nuevo surge de recuerdos muy posteriores a su hazaña y de los relatos de los acompañantes que sobrevivieron a la gesta.

Cuando los tripulantes, exhaustos algunos, moribundos otros, después de navegar durante unas setenta jornadas, divisaron por fin una franja irregular de color incierto sobre el horizonte, recobraron la llama vital que, por entonces, era apenas un rescoldo £ punto de extinguirse. Eran demasiados los indicios de la proximidad de tierra firme para que pudiera tratarse de una falsa percepción. Las gaviotas sobrevolando el barco y los juncos cada vez más abundantes flotando sobre el agua, eran señales indudables. Y a medida que se acercaban a esa franja que se ofrecía hospitalaria hacia el Levante, podían distinguir el generoso verdor de la vegetación. El aroma de la tierra húmeda y el de los bosques pronto se hizo perceptible. Una columna de humo grisáceo oliente a carne asada se elevaba hasta el cielo. Todos se llenaron los pulmones con aquel perfume que se presentaba como una promesa. Navegaron paralelos a la costa, hasta que encontraron una suerte de muro natural de rocas, donde podían fondear y alcanzar tierra sin siquiera tener que nadar. El primero en pisar suelo fue Quetza. Puso una rodilla en tierra y con los brazos abiertos agradeció a Quetzalcóatl. Nadie nunca había llegado tan lejos.

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