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Authors: Federico Andahazi

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción

El conquistador (14 page)

BOOK: El conquistador
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En pocas horas los canibas habían levantado un campamento y me invitaron a que descansara en una de aquellas chozas a las que llamaban «bohíos». Todavía no tenía noticia de Maoni. Contra mi voluntad, me dormí profundamente.

M
ONO
11

Desperté sobresaltado a causa de un sacudón. Cuando abrí los ojos pude ver que un caniba, nada amigable, pintado como para el combate, me zarandeaba por los hombros. Tardé en comprender que era el que oficiaba de lenguaraz; me costó reconocer sus rasgos detrás de las líneas de pigmentos blancos y rojos que le daban a su expresión un sino de fiereza. Aproveché que estábamos en soledad para preguntarle cómo conocía el náhuatl. Pero por toda respuesta, sólo me dijo que me preparara, que el cacique había tomado una resolución y quería comunicármela. Era para mí un enigma por qué aquel hombre, cuya fisonomía era indudablemente mexica, vivía entre aquellos lejanos nativos con quienes jamás habíamos tenido trato. Sin embargo, había otros interrogantes para mí más urgentes: saber si Maoni había vuelto y conocer la decisión del cacique, en cuyas manos estaba nuestra vida. Pero el hombre no me dijo una sola palabra; sólo me condujo hasta su jefe.

Era noche cerrada. El cacique permanecía sentado sobre la misma manta como si el tiempo no hubiese pasado. Se lo veía tranquilo; ya no tenía aquel rictus encrespado con el que me había hablado durante la tarde. Encendió una hoja enrollada de
coiba
y me invitó a que la compartiera con él. Era este un gesto de amistad que podía deparar buenas nuevas. Mientras aspiraba el humo espeso de la hoja ardiente, le pregunté por mi segundo, Maoni. Consultó a uno dé sus oficiales, intercambió algunas palabras, pero no dio respuesta alguna. En cambio me preguntó cómo había descansado. Su silencio me llenó de miedo, pero supe que no sería bueno insistir. Luego pregunté por el resto de mi tripulación; entonces me señaló hacia un sitio: para mi tranquilidad, pude ver que mis hombres ya no estaban atados y que se hallaban sentados en torno de otra fogata, mezclados con varios canibas, fumando e intercambiando gestos y sonidos, ya que era la única forma en que podían entenderse. Parecían haber entrado en confianza también con los perros-hombre, con quienes jugueteaban alegremente. El cacique me invitó a que me sentara y, con calma, me dijo que ya tendríamos tiempo para conversar y hacer negocios mientras comíamos. Me sirvieron una bebida amarga pero sabrosa. Bebí con una sed largamente contenida, tanto que vacié el cuenco de un solo trago. Entonces un hombre lo volvió a llenar y, con la misma facilidad, lo volví a vaciar. Descubrí que estaba plácidamente mareado. Sabía que eso no era bueno y, sin embargo, quise beber más. Estaba yo al corriente de que existían pueblos para los cuales beber no era condenable y éste, evidentemente, era uno de ellos. Pero en Tenochtitlan beber licor de maguey o de cualquier otra cosa estaba prohibido. Sin embargo, me parecía una descortesía no aceptar el homenaje que, para los canibas, significaba ofrecer licor. Cuando miré mejor hacia la fogata alrededor de la cual se reunían mis hombres, comprobé que aquella tranquilidad y camaradería con sus captores nacía de la más profunda de las borracheras. Entonces decidí dejarme llevar por las circunstancias. Nunca antes había experimentado yo los efluvios del licor y comprendí el porqué del peligro: tan grato era su efecto que no resultaría nada difícil quedar preso de sus engañosos encantos. Aquel agasajo que nos daban los canibas no podía significar sino una aceptación de mi amistad. Mientras llenaban otra vez mi vasija, me sirvieron un cuenco con comida. Descubrí que estaba hambriento. Vaciaba en mi boca aquel adobo caliente y delicioso. Tomaba con mis dedos la carne sumergida en ese caldo con tanta voracidad que no me importaba quemarme un poco. El cacique me preguntaba cosas sobre mi barco y me hacía saber que jamás había visto una «piragua», así lo llamaba, tan adornada y bien construida. Mientras le agradecía sus palabras y le devolvía sus adulaciones, alabando a mi vez sus naves, seguía yo comiendo y bebiendo. De pronto me atoré con algo duro, carraspeé y quité de mi boca lo que supuse un hueso. Lo puse en mi mano y cuando vi de qué se trataba, creí morir de espanto. Era la inconfundible argolla de obsidiana que Maoni siempre llevaba prendida en el cartílago de la nariz. Recuerdo que me puse de pie y arrojé aquel cuenco sobre el cacique, que se reía otra vez con sus carcajadas maléficas. Todo me daba vueltas y apenas podía mantenerme en pie. Empuñé mi espada dispuesto a matar a quien fuera cuando, desde el follaje, vi a un grupo de canibas que, también riendo a carcajadas, traían un hombre con la cara cubierta. Cuando le quitaron la tela que ocultaba su rostro, pude ver que era mi segundo. Estaba sano y salvo. Sólo le faltaba su nariguera, la cual, ciertamente, estaba en mi mano.

H
IERBA
12

Zarpamos a la madrugada llevando con nosotros todas la provisiones que nos hacían falta para los próximos cincuenta días, plazo que estimaba para alcanzar las tierras al otro lado del mar. Luego del mal momento que me hiciera pasar el cacique caniba, decidí evitar acercarme a las demás islas. La broma, sin embargo, no resultó inocente: más tarde me enteraría de que aquella carne deliciosa era la del cacique ciguayo, aquel que había caído de los brazos de su edecán durante la huida. Me sentía terriblemente mal con mi cuerpo y mi conciencia: así le había pagado yo su cortesía, de ese modo le agradecía los deleites del
cocomordán
.

El cacique caniba nos dejó partir sabiendo que era mejor estar bien con las huestes de Huitzilopotchtli, que enfrentados al poder de Tenochtitlan. Por otra parte, para que nos fuésemos en paz, nos dio gran cantidad de un pan que ellos llaman
casabe
, hecho con
yuca
, que resultaría muy provechoso, ya que puede almacenarse durante mucho tiempo sin echarse a perder.

Mi tripulación estaba completa, la bodega cargada de avíos, la cubierta reparada y el remo sustituido. Si bien aquellos ingratos episodios se debieron a la irreflexión de un par de marineros, sirvieron para que la tripulación quedara cohesionada. Desde entonces pudieron comprobar que el enemigo y el peligro no estaban precisamente a bordo.

C
AÑA
13

Atrás quedaron las islas. Nuevamente el horizonte se convirtió en un círculo extenso y perfecto de agua. A partir de ese momento todo fue incertidumbre. Nadie antes se había aventurado más allá de la isla de Quisqueya; al menos, no existía crónica de viajero alguno, ni carta que indicara qué había en adelante. Yo nunca tuve dudas sobre la forma de la Tierra: si nada se interponía en nuestro camino, debíamos poder dar la vuelta completa y llegar a las costas occidentales de los dominios mexicas. Sin embargo, ignoraba yo con qué podíamos encontrarnos. Las tierras de Aztlan, si realmente existían, y según mis conjeturas, debían estar más cerca de Oriente que de Occidente, de modo que estábamos haciendo el camino más largo; era muy probable que encontráramos antes otras tierras.

Con la excepción de Maoni, eran pocos los que entendían claramente mis ideas. Luego de muchas explicaciones e incontables ejemplos con frutas redondas y cuanto objeto esférico había en el barco, viendo que era imposible hacerles entender que navegando hacia el Este podía llegarse al Oeste, decidí renunciar a ser comprendido por mi propia tripulación. Ellos se tranquilizaban con la idea del regreso, sea por Oriente o por Occidente. Para los mexicas el principal aliciente, aquello que hacía que remaran con entusiasmo, era la idea de convertirse en señores de las tierras que pudiésemos conquistar. A los huastecas, en cambio, los animaba un anhelo de libertad; la aventura era para ellos el modo de escapar del cruel dominio que sufrían en su propia tierra. Aquellas ilusiones todavía podían imponerse sobre las creencias de unos y otros acerca del mundo: la mayoría suponía que si llegábamos hasta el horizonte nos despeñaríamos hacia un abismo sin fin. Otros creían en la existencia de un maléfico Dios del Mar que impedía que los hombres se adentraran en sus dominios. Algunos habían mencionado a
Amalinalli
, el Gran Remolino, una suerte de ojo en torno del cual las aguas se precipitaban en una violenta espiral hacia las profundidades, hasta mezclarse con la lava que hervía en el centro de la Tierra.

Yo podía ver con exactitud en qué momentos se imponían las negras creencias sobre sus ilusiones de gloria y viceversa. Mientras avanzábamos sobre aguas tranquilas, los ánimos se mantenían optimistas y todas las conversaciones giraban en torno de sus futuras riquezas. Pero si en algún momento las corrientes que nos impulsaban se tornaban un poco turbulentas y el barco se sacudía de un lado a otro, se hacía un silencio mortuorio, las caras se llenaban de pálido terror y las oscuras convicciones de la tripulación se hacían carne, mientras invocaban la protección de todos los dioses. Y todavía ni siquiera imaginábamos la furia que podía albergar el Señor de los Mares.

Como he dicho, cada quien tenía sus motivos para haber emprendido esta travesía. A los huastecas los impulsaba un afán de libertad largamente contenido, la firme voluntad de desembarazarse del humillante yugo de los invasores, una suerte de huida hacia un futuro incierto, aunque nunca tan aciago como el pasado inmediato. A los mexicas, además del anhelo de ser libres, los guiaba la ambición: no sólo querían convertirse en los dueños de las tierras descubiertas, sino investirse de un señorío que ocultara su pelaje de ladrones y asesinos. Podía adivinar cuáles eran las razones de cada uno de mis hombres, pero aún no lograba ver con claridad qué me impulsaba a mí.

Mi querida Ixaya, te he dicho ya que no me lleva el deseo de adueñarme de las tierras descubiertas, ni el de extender los dominios del Imperio. Oscuros designios están escritos en 11 calendario y, tal como le dijera yo al
tlatoani
si nuestro pueblo no avanza hacia el futuro, él vendrá por nosotros para convertirnos en pasado. Tengo la íntima y aún inexplicable certeza de que este viaje podría salvar a Tenochtitlan de la destrucción que vaticina el calendario. Muchas veces te he dicho que el mar es la puerta que une el pasado con el futuro y que navegando hacia Levante se llega al Poniente, es decir, que el lugar del origen puede coincidir con el del ocaso. Y eso es lo que me propongo: navegar, exactamente, hacia el Lugar del Principio: Aztlan. Guardo la certeza de que allí, en la lejana Tierra de las Garzas, conociendo por fin nuestro origen, podremos evitar el ocaso de nuestra propia patria. Por el momento no puedo decir más que esto; tal vez, al avanzar, mis vacilaciones se conviertan en certezas y mis preguntas en respuestas.

J
AGUAR
1

Las calmosas corrientes que nos habían impulsado hasta el momento, los suaves vientos que henchían los juncos de las velas y el cielo diáfano, soleado de día y estrellado por las noches, de pronto nos abandonaron. Mientras navegábamos con rumbo Este, divisamos una tormenta que venía veloz a nuestro encuentro. Por más que cambiáramos el curso en el sentido que fuese, no había forma de escapar de ella. El cielo se veía negro; como si fuésemos a entrar en una caverna, el firmamento no parecía hecho de nubes sino un alto techo de piedra. Un viento frío soplaba de frente y tuvimos que arriar las velas para que no se volaran llevándose el mástil. Los relámpagos caían al mar tan cerca de nosotros que los truenos sonaban al mismo tiempo que los rayos, levantando paredes de agua aquí y allá. Todas las juntas del barco crujían con un estrépito ensordecedor, como si fuese a partirse en mil pedazos. De no haber sido por las innumerables tareas que había que hacer a bordo para que el barco se mantuviese a flote, me habría invadido el terror. Tal como me enseñó mi padre, sabía que el miedo se vence con la razón, manteniendo la cabeza ocupada con pensamientos de orden práctico, tendientes a salir del atolladero y no entregándose al pánico que enceguece y se convierte en nuestro verdugo. Por otra parte, veía que cuantas más órdenes daba a mis hombres, mientras más faenas les encomendaba, por inútiles que fuesen, mejor sobrellevaban también ellos el temor.

Nunca había visto el mar tan furioso: de pronto la nave se elevaba como si fuese a echarse a volar; en un momento estábamos en la cima de una montaña de agua y de inmediato nos precipitábamos hasta caer en un pozo tan profundo que parecía no tener fin. Las olas estaban hechas de una espuma como salida de la boca de un animal furibundo. El viento llevaba al barco a su antojo, de aquí para allá. Por mucho que remaran mis hombres, por más que hundieran los remos verticales, de punta, no había forma de darle dirección. Temiendo que los remos pudiesen quebrarse, ordené que los alzaran y dejáramos que la corriente nos guiara. Debíamos mantenernos bien sujetos, incluso agarrándonos entre nosotros, para no salir despedidos de la nave: las olas entraban a la cubierta con tal fuerza que, una vez que pasaban, teníamos que comprobar que no se hubiesen llevado a nadie. Jamás vi un cielo tan espantoso: no podía distinguirse si era día o noche; estábamos iluminados por la hoguera que ardía dentro de las nubes, así se veían los relámpagos. Los rayos arreciaban de tal forma que parecían querer incinerar el mástil. Se hubiera dicho imposible que el barco se mantuviera a flote. Lejos de cesar, la lluvia se hacía tan intensa que ya no se distinguía cuáles aguas venían del mar y cuáles del cielo.

Mis hombres imploraban a sus dioses: los taínos suplicaban clemencia a Juricán, Señor de los Vientos, y los mexicas rogaban a Tláloc, el Dios de la Lluvia, que se apiadara de nosotros. Tan exhaustos estaban todos, que algunos parecían desear la muerte para terminar de una vez con ese martirio. Pero no podía permitir yo que se impusiesen esos pensamientos: había que pelear contra la tormenta si realmente queríamos salir con vida.

Dos días enteros anduvimos bajo esa tempestad. De pronto, con la misma espontaneidad con la que se había gestado, la tormenta se extinguió. Dejó de llover, las aguas se calmaron y el cielo comenzó a despejarse. Una brisa suave barría las nubes, dejando al descubierto un cielo tan azul como el que nos había acompañado durante los primeros días. Pude ver lágrimas en los ojos de varios de los marinos. Aquellos mexicas duros, ladrones algunos, asesinos otros, cegados por la ambición todos, de pronto no tenían pudor en mostrarse llorando como niños. Había sido tanta la angustia, tanto el miedo y el esfuerzo, que aquellas lágrimas estaban hechas con la mezcla del padecimiento y la felicidad. El desempeño de los huastecas fue heroico; jamás habían enfrentado una tempestad semejante en altamar, aunque conocían los peligros que entrañaba el océano; de hecho, se criaron sobre una canoa. Pero los mexicas habían protagonizado una verdadera epopeya. Para estos hombres nacidos en medio de la montaña, acostumbrados a las aguas quietas del lago que rodeaba Tenochtitlan, el mar era algo extraño y ajeno.

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