En aquellos días tuve tiempo suficiente para empaparme de la curiosa vida de esas gentes del mediodía, a la que siempre hemos considerado opuestas a nosotros, los habitantes del norte. Salíamos como he referido, venerable hermano Gemondo, cada mañana y nos lanzábamos a descubrir la ciudad. En los mercados se congregaban igualmente ricos comerciantes y mendigos, de todas las razas y procedencias. Los forasteros, tales como los de Levante, han acabado haciendo sus propios barrios, y sus actividades y privilegios están regulados cuidadosamente por las leyes que dictan los cadíes, según los convenios que hacen antes de poder asentarse. Vienen desde los puertos de al-Ándalus y traen esclavos, animales exóticos, pieles, materiales preciosos, tejidos, perfumes, esencias, marfil y especias; y a su vez envían miel, cera, otras pieles y vestidos a los lejanos países. Los comerciantes locales y los artesanos se organizan por calles, en las cuales predominan los olores de sus productos y las peculiares maneras de exponerlos en sus tenderetes. Es asombroso ver hombres de Bizancio, Persia, África, Egipto y Arabia, con su diversidad en las formas de vestir, los tocados y los adornos. Todo eso puede resultar desconcertante al principio, pero luego te transporta como mágicamente a otros universos; será por los aromas, el bullicio, el elevado tono de las voces o el contraste cosmopolita de los atavíos en una Babel que reúne todas las lenguas. ¡Con cuánta razón ha llegado a decirse que Córdoba es el ornato del mundo!
En aquel deambular diario lleno de maravillas, la encantadora abadesa Columba me tenía reservada una sorpresa muy especial para completar mi peregrinaje. Ella era así, tan misteriosa como la ciudad donde se había criado y a la que consagraba su vida. Nos detuvimos en una plazuela, frente a la que —según dijo— sería la última de las iglesias que íbamos a visitar. Era un lugar poco diferente a otros que habíamos visto; o al menos eso me pareció, después de tal cantidad de templos de todos los tamaños y formas. Descabalgamos allí y ató el asno a una reja. Ella estaba emocionada, según advertí en el brillo de sus ojos, con los cuales me miró fijamente y, de manera algo enigmática, anunció:
—Por fin hoy vas a descubrir cosas sobre tu venerado Paio… Cosas que muy poca gente conoce…
Tanto misterio me desconcertó y me quedé sin decir nada, sosteniéndole la mirada. Entonces Columba se volvió hacia la iglesia y, señalándola con el dedo, explicó:
—Esta iglesia que ves es la de San Cipriano; la he dejado para el final porque a ella pertenecen los fieles que recogieron el cuerpo del pobre muchacho mártir. Aquí, en este barrio, viven las únicas personas que podrán contarte lo que pasó con él hace diecisiete años, aquel caluroso día de julio…
Mi corazón dio un vuelco y mi cuerpo se aflojó, desmadejado por la emoción que me hacía temblar las piernas. Miraba a Columba a la cara, interrogándola con los ojos, sin hablar, y ella volvió a dar explicaciones veladas, a través de medias palabras:
—Ya te dije que yo poco podía contarte… Pero aquí es posible que encuentres lo que buscas. Aunque… ¿quién sabe? Solo Dios…
En su rostro apareció la duda y el respeto; la sumisión de quien tiene miedo a liberar su pecho; y murmuró con una voz temblorosa:
—Pero debemos ser muy discretas tú y yo. Hemos de poner sumo cuidado a la hora de preguntar, no sea que despertemos los viejos temores, el pánico de la gente…
No comprendía yo nada de lo que trataba de decirme.
Así que, ansiosa y decepcionada, exclamé:
—¡Háblame claro! He venido desde muy lejos y…
—¡Chis! —susurró llevándose el dedo a los labios—. Esto es precisamente lo que no debes hacer. Modera tu ímpetu o solo conseguirás levantar recelos y no te contarán nada.
Agitando nerviosamente la cabeza a la vez que reprimía mi emoción y mi impaciencia, le supliqué:
—Hagamos todo como creas que debe hacerse, pero, ¡por Dios bendito!, preséntame de una vez a esas personas. Seré prudente y discreta.
—Bien —contestó poniéndose extremadamente seria—. Tú limítate a seguirme y a permanecer todo lo callada que puedas. Ahora entraremos a la iglesia para conocer al sacerdote y él nos guiará mejor que nadie hacia lo que estamos buscando. ¿Comprendes?
—Sí, sí, sí… —asentí anhelante—. Hágase todo como dices.
Entramos en la iglesia. La nave no era muy grande y de inmediato llegamos frente al ara, donde encendimos velas como era costumbre. Unas mujeres estaban allí arrodilladas rezando y nos miraron de reojo. Columba les preguntó:
—¿Está por aquí el maestro Isacio?
Una de las mujeres señaló hacia la puerta e indicó:
—Hace un rato que se marchó. Debe de estar en la escuela.
Cuando volvimos a salir, Columba me explicó:
—Esta iglesia dedicada a san Cipriano es una de las más antiguas; digamos que ha estado aquí toda la vida. Bueno, se entiende que toda la vida cristiana; es decir, desde los tiempos de los romanos. Ahí reposan varios mártires de aquella lejana época.
La casa del sacerdote estaba justo enfrente de la iglesia. Cruzamos la plaza y llamamos a la puerta. Salió una anciana alta y delgada que sonrió al ver a Columba y exclamó:
—¡Hermana! ¡Alabado sea Dios!
Columba la besó y luego me dijo:
—Esta es Teódula, la hermana del maestro Isacio.
Entramos las tres y fuimos hasta el final de la casa, a la cocina, donde la anciana hermana del sacerdote debía estar pendiente del puchero para que no se le quemase la comida. Allí sentadas estuvimos charlando, esperando a que el maestro concluyese las enseñanzas que impartía en la escuela que estaba en el piso alto. De vez en cuando, nos llegaban las voces de los alumnos, repitiendo monótonamente sus lecciones.
Teódula era una mujer reservada, poco habladora y meditabunda; parecía estar sumida en sus adentros y apenas musitó al principio algunas frases de cortesía. Luego, mientras Columba hablaba y hablaba dicharachera, únicamente dijo «sí», «no» y poco más. Se levantaba, abría la tapa del puchero y daba vueltas con un cucharón a lo que había dentro, mientras nos miraba de soslayo. Yo a mi vez la observaba a ella con disimulo: su cabeza canosa, su nariz, su largo cuello y su flaca figura. Sonreía con dificultad cuando salía en la conversación la persona de su hermano, para el que Columba solo tenía elogios. Por eso supe antes de conocerle que era un hombre sobrio y juicioso, respetado por todo el mundo; un insigne maestro entregado por entero a su escuela, en la cual tenía puesta el obispo de la diócesis toda su confianza para la formación de los futuros sacerdotes.
En torno al mediodía se escuchó un canto, entonces Teódula levantó la cabeza, se llevó la mano a la oreja y avisó concisamente:
—Ya terminan.
Un momento después Isacio entró. Lo vi venir por el largo y estrecho pasillo de la casa. Era más alto todavía que la hermana y tan delgado como ella; vestía túnica deshilachada, pardusca, que no obstante nada restaba a la dignidad de su presencia. Su cabeza era alargada y sus barbas blancas, crecidas; los ojos serenos y llenos de humildad.
Nos pusimos de pie. Nos miró, sonrió discretamente y dijo:
—¿Y esta sorpresa? ¿A qué se debe esta visita?
Columba le besó la mano con veneración. Después respondió:
—Esta hermana nuestra es la abadesa Goto, del monasterio de Castrelo de Miño, allá en la Gallaecia. Ha venido en peregrinación para venerar y rezar a nuestros santos mártires de Córdoba.
El maestro posó en los míos sus ojos tranquilos, sonrió de nuevo y exclamó:
—¡Ah, la reina Goto!
Transcurrió un momento de silencio, cargado de apuro, hasta que Columba, que se había quedado tan pasmada como yo, preguntó con turbación:
—Pero… ¿cómo lo sabes?
Isacio se echó a reír de repente, como para disminuir la tensión que se había creado, antes de decir:
—Todo el mundo sabe ya en Córdoba que han venido los embajadores del rey Radamiro y que entre ellos está nada menos que la viuda del anterior rey de la Gallaecia.
—¡Me sorprendes tú a mí! —replicó Columba afectada—. Puede que la gente sepa que esos embajadores están aquí; pero hemos sido muy cuidadosas en lo que a la reina Goto se refiere; no hemos revelado en ninguna parte que ella se hospeda en nuestro monasterio, para no excitar a los curiosos. Durante estas tres últimas semanas hemos visitado los monasterios, iglesias y ermitas de Córdoba y en ningún sitio hemos dicho quién era ella. Siempre la hemos presentado como una sencilla monja del norte.
El maestro inclinó la cabeza hacia mí y su boca se dilató en una amplia sonrisa. Inmediatamente después se puso muy serio al decirme:
—Como veis, dómina, sé quién sois… Y también sé lo que habéis venido a buscar.
Me turbé y eché una rápida ojeada a Columba, para ver qué efecto habían producido en ella esas palabras, teniendo en cuenta lo que me había dicho por la mañana y las advertencias que me hizo antes de entrar en la iglesia de San Cipriano. Su pálido rostro se sonrojó; frunció el ceño y luego sonrió confusa. Apurada y disgustada, se lamentó:
—Está visto que en esta Córdoba habladora no se puede guardar ningún secreto.
—Estad tranquilas —dijo Isacio, tomando por fin asiento—, os diré cómo lo he sabido.
Nos sentamos y permanecimos ansiosas un instante, pendientes de su explicación. Hasta que él declaró:
—Estuvo aquí don Julián, el obispo de Palencia, para indagar acerca de la muerte de aquel muchacho gallego, el mártir Paio.
—¡Dios bendito! —exclamé irritada—. ¡Eso es tarea mía!
—Lo sé —dijo el maestro con su voz tan segura—. En eso fue honesto. Me confesó que se estaba adelantando a los planes previstos y que no tenía otra intención que preparar el terreno para vuestra visita. Pero yo me di cuenta enseguida de que un hombre tan impetuoso como él no había podido aguantarse las ganas de hacer las cosas por cuenta propia.
En ese momento, Columba intervino para decirle:
—Maestro, durante todos estos días he estado muy cerca de esta hermana nuestra y he conocido sus intenciones. No me atrevería a pedírtelo si no estuviera completamente segura de lo que hay en su corazón. Debes escucharla y atender a sus ruegos, puesto que ya sabes lo que ha venido a buscar.
El maestro asintió, moviendo la cabeza mientras me miraba y sentí que su mirada penetrante trataba de reconocer lo que de verdad había en mis interioridades. Entonces yo, empujada por mis sentimientos y deseos acumulados durante tanto tiempo, supliqué con vehemencia:
—¡Por el amor del Dios vivo y verdadero, atiéndeme! ¡He hecho un largo y fatigoso viaje! ¡Ya no soy una mujer joven!
Isacio sonrió con un poso de tristeza y compresión en su rostro tranquilo. Después dijo:
—Antes de nada debo conocer tus propósitos. Di con toda sinceridad y exactamente a qué has venido desde tan lejos.
En mi corazón estalló una arrolladora excitación de interés, y lo pasé muy mal tratando de vencer sus manifestaciones externas. Así que permanecí un rato en silencio, dominándome y meditando lo que debía contestar. Después, entre lágrimas, manifesté:
—Conocí a Paio desde que era un pequeño niño y pude despedirme de él cuando partió con su tío, el obispo Hemogio, a la guerra. Para entonces vivía aún mi esposo el rey y yo era la reina de la Gallaecia. El bello muchacho era paje en nuestro palacio…
Los tristes recuerdos ahogaron mi voz y estuve sollozando durante un largo rato, sin poder continuar. Columba entonces me consoló con cariñosas caricias en los hombros y en la espalda. Cuando por fin reuní fuerzas para continuar, dije:
—¡Es como si hubiera sido hijo mío! ¡Tanto lo quería…! ¡Por el amor de Dios, decidme cómo murió!
El maestro se puso de pie, visiblemente conmovido. Echó una ojeada a cuanto lo rodeaba, pasando revista a los ojos de las tres mujeres que estábamos pendientes de él, al techo, a la lumbre y a la ventana que daba a un pequeño patio con tiestos. Luego suspiró y habló en tono serio y apenado:
—Muchos han venido desde la Gallaecia antes que tú para preguntar por los oscuros sucesos que rodearon la muerte del muchacho; muchos han tratado de llevarse al norte sus huesos, incluso pagando grandes sumas por ellos… Nunca cedimos a esos deseos, pues consideramos que san Paio forma parte ya para siempre de la gloriosa memoria de nuestros mártires… Además, no hemos querido remover el pesado y negro telón que oculta lo que sucedió, pues sería como abrir una vieja herida…
Dicho esto, me miró con compasión y añadió:
—Pero lo tuyo es diferente… Tú no vienes solo en busca de una reliquia más… Por eso, aunque es muy doloroso recordarlo, sabrás con detalle cómo murió el muchacho…
Me incliné hacia él y besé sus manos rebosando agradecimiento. Entonces el maestro, posando en mí sus ojos bondadosos, llenos de ternura, afirmó:
—No deberás agradecérmelo a mí, sino a la persona que fue testigo de aquel crimen horrendo. Hasta el día de hoy, esa persona ha guardado el secreto por miedo. Únicamente mi hermana Teódula y yo sabemos por su testimonio lo que pasó. Pero creo llegado el momento en que alguien más debe saberlo… Le pediré que te lo cuente con todo detalle; le convenceré para que haga memoria y recuerde lo que ha querido olvidar durante todos estos años…
—¿Y si se niega a contármelo? —pregunté con ansiedad.
—Si yo se lo ordeno, me obedecerá —respondió él suspirando—. Aunque cierto es que se trata de una persona nada corriente…
—¿Cuándo podré encontrarme con él? —dije.
El maestro miró a Columba y murmuro pensativo:
—Aguardad a que yo prepare el momento y el lugar… Entonces os enviaré aviso al monasterio…
La crónica de Justo Hebencio
Recordaréis, señor reverendísimo y obispo nuestro Asbag aben Nabil, que me referí más atrás a un caballero de nombre Bermudo, el cual vino al principio de nuestra estancia en León al caserón donde nos hospedábamos. Era un hombre de unos cuarenta años, de magnífica presencia, aspecto saludable, barba espesa de color castaño y ojos grisáceos de mirada centelleante. Es de justicia reconocer que, no obstante los primeros recelos hacia su persona, supo ganarnos la confianza casi desde aquel primer día que le conocimos. Venía a estar con nosotros, según manifestó, con la única intención de hacernos pasar de manera más llevadera la espera en que nos mantenía el rey Radamiro antes de recibirnos. También nos dijo, en un alarde de humildad, que deseaba acompañarnos para conocer por boca nuestra cómo era en verdad Córdoba, nuestra prodigiosa ciudad, la cual admiraban aun sin haber estado nunca en ella.