Columba descabalgó y me pidió que la ayudara a desmontar las grandes alforjas que traíamos, en las que había pan, ciruelas secas, garbanzos y harina. Las buenas mujeres que se encargaban de cuidar a los enfermos acudieron animosas y se pusieron a repartir los alimentos.
La iglesia era pequeña y estaba rodeada por un cementerio, abarrotado de sepulcros de piedra o de simples tumbas en la tierra, con sencillas lápidas de barro. Entramos en la única nave, bajo cuyo ábside, como en tantos templos de Córdoba, reposaban numerosos mártires. Allí, frente al altar, Columba me contó la historia del santuario. Al parecer, reinando Flavio Recaredo, hermano del mártir san Hermenegildo, el obispo Agapio fundó la iglesia y el cementerio para los peregrinos que venían a venerar las reliquias, después de que se le apareciera el mártir san Félix para indicarle el terreno donde descansaba su cuerpo. Pasados muchos años, una madre y una hija, llamadas Especiosa y Tranquila, erigieron el hospital para acoger y cuidar a los enfermos abandonados. Me indicó también el lugar donde ambas estaban sepultadas y una lápida recordaba las piadosas obras que realizaron en vida.
Muchas más historias misteriosas y ejemplares me contó Columba. Como la de la santa Trahamunda, monja gallega como yo, que fue cautivada en una de las razias que los mauros hicieron en Gallaecia. Llevada a Córdoba como botín valioso, pues era muy hermosa, el propio emir Abderramán II quedó pendido de su belleza. Pero ella no cedió a sus halagos, sino que se negó a complacerle, por lo que fue encarcelada y permaneció durante años en su encierro, entre consuelos divinos y sufrimientos por hallarse tan lejos de su tierra.
Sorprendida al escuchar aquel relato, exclamé:
—¡Es increíble! He oído mil veces esa historia en Gallaecia. Allí se la conoce como Tramunda y se cuenta de ella que fue monja en el monasterio de San Juan de Poyo y que, en efecto, fue hecha cautiva y traída a Córdoba por los sarracenos. La leyenda dice que cuando estaba encarcelada, desolada por el dolor que le causaban los recuerdos de su tierra, oró a Dios con insistencia y que el Señor, conmovido, envió a los ángeles, que la arrebataron con la suavidad de la brisa y la trasladaron por los aires hasta Poyo. Allí, en el monasterio, crece una palmera que dicen haber sido plantada por la santa, después de haber sembrado un dátil que llevó desde Córdoba como prueba del milagro. Yo he visto la sepultura de Tramunda y la palmera vigorosa junto a ella, brotando de la misma tierra.
Columba se quedó pensativa un rato y luego observó:
—Es curioso… Todo está tan cerca y a la vez tan lejos…
—Sí —dije admirada—. Siempre pensé que había una distancia enorme, insalvable, entre este mundo vuestro y el nuestro; sin embargo, ahora veo que, en el fondo, no hemos estado tan lejos…
Desde el barrio de San Félix proseguimos nuestro recorrido por las afueras de la muralla, entre unos huertos muy llanos que parecían no tener fin. A derecha e izquierda del sendero se veían altos muros, por los que trepaban trenzas de jazmín, hiedras y floridas enredaderas. Aquí y allá asomaban las palmeras y los delgados cipreses. Más adelante, en medio de tupidas arboledas, se alzaban algunos palacios solitarios, majestuosos, con sus dos plantas, que se dejaban entrever casi ocultos por las ramas de las altas copas de los árboles.
Una vereda sinuosa nos llevó hasta unos campos sembrados de habas, hortalizas y frutales. La luz del mediodía caía vertical, haciendo refulgir los arbustos, las hojas y la hierba; y los guijarros del camino lanzaban destellos semejantes al metal pulido. A continuación, después de ascender por una pendiente, divisamos la cúpula y las cruces de un santuario. Todo ofrecía un aspecto agradable, apacible y ensimismado, con grandes nogales en los cercados y ciruelos con frutos en sazón.
—Eso que ves ahí —señaló Columba— es el monasterio de Tábanos. Fue fundado hace dos siglos por los virtuosos esposos Jeremías e Isabel. Sabemos que san Eulogio adoraba este sagrado lugar y que era su preferido para retirarse en oración y descanso.
—Es, ciertamente, un plácido sitio —dije, admirando el verde brillante de los árboles y las flores que engalanaban el paisaje.
Unos muros altos cercaban el conjunto del monasterio y tuvimos que rodearlo para encontrar la puerta. Al entrar en el recinto, unas mujeres que estaban barriendo el enlosado con grandes escobones de tamujo nos recibieron cariñosas. Después salieron las mojas y nos saludaron con asombro y veneración. Compartimos el almuerzo con ellas y, durante el asueto de la sobremesa, me contaron la historia de la mártir santa Digna, que había vivido consagrada en el cenobio hasta su gloriosa muerte. Fue aquello, como tantos otros martirios, en el pasado siglo, durante el reinado del segundo Abderramán. Según recordaban los fieles testigos de aquellos hechos, y así lo habían transmitido las generaciones siguientes, Digna era de familia mozárabe muy piadosa y siempre le dolió que los musulmanes insultaran a los cristianos llamándoles «politeístas del infierno». Cuando supo que Félix y Atanasio habían sido martirizados, pidió permiso a la abadesa para ir a la ciudad a defender su fe. Se presentó ante el cadí y le dijo con sencillez y valentía: «Nosotros los cristianos no somos politeístas. Cometéis un gran error al tratarnos como tales. Adoramos al mismo Dios que vosotros, los musulmanes. Si somos hermanos, ¿por qué nos tratáis así?». Ante tanto atrevimiento, el cadí se enfureció y ordenó que la decapitaran aquel mismo día, el 14 de junio.
En el monasterio de Tábanos vivió también santa Benilda, que dedicó toda su vida a los pobres. Iba y venía cada día a la ciudad para practicar la misericordia y era conocida en toda Córdoba, porque no hubo enfermo o necesitado que no hubiera recibido por entonces la ayuda de aquella samaritana. Anciana ya, agotada por los trabajos y la misma vida, se empeñó en ir a socorrer a los cautivos cristianos que el cadí tenía condenados a muerte durante la persecución de aquellos terribles días. Fue apaleada y quemada. Sus cenizas, como las de tantos otros mártires, fueron a mezclarse con las aguas del Guadalquivir el día 15 del mes de junio, un día después que la hermana Tramunda.
Muchas otras historias de mártires me contaron: la de Anastasio, Félix, Argimio, Áurea, Elías, Pablo, Isidoro, Natalia, Liliosa, Rodrigo…
Venerable hermano Gemondo, deberías haber estado allí y sentir lo mismo que yo al caminar por aquel suelo sagrado y hollar con mis pies los senderos de aquel santuario. Porque toda Córdoba guarda en sí misma la gloriosa memoria de sus mártires. Entonces comprenderías, como hombre sabio y sensible que eres, lo mal que hemos juzgado a estos hermanos nuestros del sur. Porque no son hombres y mujeres tibios, acomodados al siglo, como se piensa en nuestros cristianos reinos, sino todo lo contrario; en sus propias carnes han sufrido persecuciones aún más recias que aquellas de los primeros padres de Roma.
Por la tarde, después de un día tan largo e intenso, cuando Columba y yo regresábamos a lomos del asno, eché desde las alturas una mirada a la ciudad, tras la que aparecía una llanura que se me hacía infinita. El sol declinante arrojaba luz sobre la parte alta de los árboles, las palmeras, los olivos y los macizos de enredaderas y jazmines que cubrían los muros por todas partes. Todo me resultaba misteriosamente extraño y, a la vez, conocido; como si lo recordara y perteneciera a mi ser. En verdad, Córdoba es hermosa y parece languidecer al final de la jornada, incluso en el temor vago que causa escuchar la voz aullante de los almuédanos y contemplar los arrabales infinitos que se derraman desde el pie mismo de las murallas, extendiéndose hasta donde abarca la vista.
La crónica de Justo Hebencio
Al día siguiente de nuestra llegada a León amaneció con lluvia. Aun siendo ya la primavera, hacía un frío grande que nos obligó a estar pegados a la chimenea. Los criados que cuidaban de la casa nos miraban con asombro y les daba risa vernos calentarnos junto al fuego las manos y los pies; como si acaso estuviéramos exagerando.
—Señal de que ellos están hechos al frío —dijo Hasday—. El invierno aquí es más largo que en Córdoba. ¿No os disteis cuenta del atraso que tenían los sembrados?
—¡Inaguantable! ¡Esto es inaguantable! —refunfuñó sombrío el obispo de Isvilia—. Nos han alojado en este caserón húmedo y helado, donde a buen seguro enfermaremos. Esto no es manera de tratar a unos embajadores.
Como siempre, el obispo de Pechina se unió a sus quejas:
—Hace más de dos horas que amaneció y todavía no ha venido el conde antipático ese que debía encargarse de atendernos… ¿Cómo dijo que se llamaba?
—Gundesindo Eriz —respondió el de Elvira.
Yo, avergonzado, no sabía qué hacer ni qué decir.
Un instante después llegó el susodicho conde, como si hubiera sido atraído por la conversación que manteníamos. Venía acompañado de dos hombres: el uno era, según lo presentó, el obispo de Lugo, de nombre Ero; el otro, un caballero de la corte que tenía, al parecer, gran interés en conocer a los embajadores del califa. El primero de ellos, el obispo, era hombre de grandes barbas blancas, edad provecta, aire inspirado y manos temblorosas. Se aproximó a nosotros e hizo un saludo reverencioso, inclinándose levemente, con los ojos brillantes.
Luego hubo un momento de tenso silencio, en el que se cruzaron miradas interpelantes. Pero entonces, repentinamente, el obispo de Elvira, pequeño y dicharachero, abrió los brazos y exclamó eufórico:
—¡Venga un abrazo, hermano nuestro!
El anciano Ero dio un pequeño respingo, como asustado; pero enseguida esbozó una media sonrisa, contestando:
—¡Naturalmente! ¡Somos sucesores de los apóstoles! ¡Somos siervos del único Señor!
A esta reacción, como era de esperar, siguieron los abrazos y los ósculos de paz. Y a continuación el trágico obispo de Isvilia derramó lágrimas y, torciendo su boca grande, pronunció con voz llorosa:
—¡Esto es lo menos que esperábamos de vosotros, gente cristiana del norte! ¡Por la gloria de Dios, tratadnos como a iguales! ¡Somos hermanos en el Señor!
El obispo de Pechina también se emocionó y comenzó a hablar ensimismado. Dijo que la Iglesia de al-Ándalus era tan verdadera, única y apostólica como la de Roma; que en el sur de Hispania moraban los cristianos desde los originarios tiempos de la conversión de los paganos; que en aquella tierra sagrada reposaban las reliquias de miríadas de mártires y santos: Félix, Eulalia, Victoria, Justa, Rufina, Acisclo, Zoilo, Servando, Germán…; que los huesos del gran Isidoro se veneraban en Isvilia desde antes de la llegada de los invasores ismaelitas… En fin, soltó un largo e inoportuno discurso, que a buen seguro tenía bien meditado con antelación, deseando impresionar a los de León. ¡Qué manera de hablar! Fue aquello un chaparrón de palabras monótonas, como el aguacero que caía afuera. Cuando concluía con una explicación, sin darse respiro, comenzaba con otra, como para no perder el derecho a seguir hablando. Grandón, moreno y de negras barbas, alzaba las manos gesticulando.
—Vosotros, los cristianos del norte —decía—, creéis que nosotros, los mozárabes de al-Ándalus, os guardamos rencor, porque abandonasteis aquellas tierras que fueron vuestras un día y huisteis hacia los montes de la Gallaecia. Pero no, no, no… ¡Nosotros no tenemos odio! ¡Nosotros amamos toda Hispania! Consideramos que tanto el norte como el sur pertenecen al mismo país sagrado que se convirtió a Cristo, todos a una, primero con el viejo Imperio de Roma y luego, cuando los antepasados godos, con Recaredo… No os odiamos, os consideramos hermanos. Sí, sí, creedlo, creedlo. Sí…, sí…, sí…
Y seguía así, con aire inspirado, alzadas las manos y los ojos brillantes. Hasta que Hasday no tuvo más remedio que intervenir, para que el conde Gundesindo Eriz y sus acompañantes pudieran expresar el motivo de su visita. Carraspeó y dijo:
—Bien, bien… Habrá tiempo suficiente para que todo eso se hable con la calma necesaria y se vea que, en efecto, no estamos tan lejos unos de otros. Pero ahora dejemos que estos ministros del rey nos digan qué debemos hacer para que el serenísimo Radamiro nos reciba en su palacio.
Gundesindo estaba serio. Meditó un momento y, con cara impasible, dijo:
—Nuestro señor el rey os envía sus saludos y desea que seáis felices durante vuestra estancia en León. Nosotros somos los administradores de su generosa hospitalidad y tenemos la obligación de cumplir con sus deseos. El obispo Ero de Lugo, aquí presente, tiene encomendado enseñaros la ciudad regia y contaros su historia. Él se encargará de acompañaros a ver las iglesias, palacios y fortalezas; pues nadie mejor que él conoce sus secretos.
Dicho esto, se volvió hacia el caballero y añadió:
—Aquí tenéis a don Bermudo. Él se ocupará de que no os falte de nada y compartirá el almuerzo con vosotros siempre que sus obligaciones se lo permitan.
El caballero era un hombre joven, de unos seis pies de alto, bien proporcionado, de hermosa presencia y rostro agraciado, risueño, que inspiraba confianza a primera visita.
—Dignísimos señores —dijo con el mayor agrado y cordialidad—. Me encantará atenderos durante las próximas semanas. Como bien ha dicho el conde, mi cometido será haceros compañía y proporcionaros todo aquello que se os antoje.
—¿Os envía el propio rey? —le preguntó Hasday.
—No exactamente —respondió él, con una sonrisa llena de franqueza—. Obro por cuenta propia; aunque, como es natural, aquí en León nadie hace nada sin el consentimiento de nuestro serenísimo Radamiro. Digamos que me ofrecí voluntariamente para sufragar los gastos de vuestra estancia en la corte.
—¡Oh, qué desprendimiento, qué gentileza! —exclamó Abas de Isvilia—. ¡Dios os lo pagará!
—Gracias, gracias… —murmuró el obispo de Elvira.
El caballero se inclinó en una reverencia y contestó:
—Nada tenéis que agradecer. Hago esto por mi rey; pero también por otro motivo. No os ocultaré que siento una gran curiosidad desde hace mucho tiempo por todo lo que hay en vuestra prodigiosa Córdoba y en al-Ándalus. Yo os serviré mientras estéis en León y, a cambio, vosotros me hablaréis de lo que allí hay. He oído maravillas de la boca de muchos que han viajado allí y quisiera corroborar esos relatos. Sé que seréis sinceros de corazón y que solo puedo esperar verdades de hombres tan letrados y piadosos.
—¡Estaremos encantados! —contestó el obispo de Pechina—. Aquella ciudad maravillosa y aquellas tierras nuestras, son, en efecto, el ornato de Hispania… Sí, sí, será para nosotros deleitoso contarte cómo es allí la vida, las costumbres, el transcurso de las estaciones…