El ascenso de Endymion (75 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El ascenso de Endymion
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—¿ Minmum? —pregunté. Miré por la pared traslúcida. Una estrella brillante, más pequeña que el sol de Hyperion. Increíbles geometrías curvas se extendían desde esta habitación ovoide—. ¿Dónde estoy? ¿Cómo llegamos aquí?

Rachel rió entre dientes.

—Primero responderé la segunda pregunta. Dentro de pocos minutos verás la respuesta a la primera. Aenea ordenó a la nave que saltara a este lugar. El padre capitán De Soya, el sargento Gregorius y el oficial Carel Shan conocían las coordenadas de este sistema estelar. Todos estaban inconscientes, pero el otro superviviente, Hoag Liebler, el ex prisionero, sabía dónde se ocultaba este sitio.

Miré de nuevo a través de la pared. La estructura parecía enorme, una retícula de luces y sombras estirándose en todas direcciones desde esta cápsula. ¿Cómo podían ocultar algo tan vasto? ¿Y quién lo ocultaba?

—¿Cómo llegamos a tiempo al punto de traslación? —grazné, bebiendo agua—. Creí que las naves de Pax estaban cerca.

—Y así era. No podríamos haber llegado a un punto de traslación Hawking antes de que nos destruyeran. Ven, ya no necesitas estar amarrado a la pared. —Arrancó las correas adhesivas y quedé en libertad. Aun en gravedad cero, me sentía muy débil.

Orientándome de tal modo que aún veía la cara de Rachel en la luz penumbrosa, pregunté:

—¿Entonces cómo lo logramos?

—No nos trasladamos. Aenea dirigió la nave a un punto del espacio desde donde nos teleyectamos a este sistema.

—¿Teleyectamos? ¿Había un portal teleyector activo? ¿Como los que usaban las naves de FUERZA de la Hegemonía? Creí que ninguno había sobrevivido a la Caída.

Rachel meneó la cabeza.

—No había portal teleyector. Nada. Sólo un punto arbitrario a pocos cientos de kilómetros de la segunda luna. Fue toda una persecución. Las naves de Pax seguían enviando órdenes y amenazando con disparar. Al final lo hicieron... lanzaron haces láser desde todas partes. Ni siquiera habríamos dejado escombros, sólo una mancha de gas. Pero entonces llegamos al punto adonde Aenea nos dirigía. De pronto estuvimos aquí.

No volví a preguntar dónde estábamos, sino que me acerqué a la pared curva y traté de mirar. La pared era cálida, esponjosa, orgánica, y filtraba la mayor parte de la luz solar. La luz interior resultante era tenue y bella, pero impedía mirar hacia fuera. Sólo se veía la estrella y una sombra de esa increíble estructura geométrica.

—¿Preparado para ver dónde estamos? —dijo Rachel.

—Sí.

—Vaina, superficie transparente, por favor.

De pronto nada nos separó del exterior. Casi grité de terror. Agité los brazos y las piernas tratando de encontrar una superficie sólida para aferrarme, hasta que Rachel se acercó y me estabilizó con una mano firme.

Estábamos en el espacio. La vaina había desaparecido y parecíamos flotar en el espacio, salvo por el aire respirable, y estábamos en el extremo de la rama de un...

Árbol no es la palabra correcta. Yo había visto árboles, y esto no era un árbol.

Había oído hablar de los viejos árboles-mundo templarios, había visto el Arbolmundo en Bosquecillo de Dios, reducido a un tocón, y había oído hablar de las naves arbóreas de kilómetros de longitud que surcaban los sistemas estelares en tiempos de la peregrinación de Martin Silenus.

Esto no era un arbolmundo ni una nave arbórea.

Había oído leyendas fantasiosas —contadas por Aenea, en verdad, así que quizá no fueran leyendas— acerca de un anillo arbóreo que rodeaba una estrella, un anillo trenzado de materia viviente que rodeaba un sol semejante al de Vieja Tierra. Una vez había tratado de calcular cuánta materia viviente se requeriría, y decidí que era un disparate.

Esto no era un anillo arbóreo.

Lo que se extendía ante mí, en superficies curvas demasiado vastas para que mi mentalidad planetaria las asimilara, era una esfera de ramas y trenzas de materia vegetal viviente, troncos de cientos de kilómetros, tallos de kilómetros de anchura, hojas de cientos de metros, raíces que se estiraban miles de kilómetros en el espacio, como si fueran las sinapsis de Dios, vástagos formando pérgolas en todas las direcciones, troncos con la longitud del Mississippi de Vieja Tierra que parecían ramillas en la distancia, formas arbóreas del tamaño de mi continente natal de Aquila mezclándose con miles de aglomeraciones de verdor, en todos lados, en todas las direcciones. Había muchos huecos negros, agujeros por donde se veía el espacio, algunos más grandes que los troncos y la urdimbre de verdor, pero siempre atravesados por entrelazamientos de troncos y ramas y raíces, abriendo un sinfín de hojas verdes a la estrella que ardía en el centro de...

Cerré los ojos.

—Esto no puede ser real —dije.

—Lo es —dijo Rachel.

—¿Los éxters?

—Sí —dijo la amiga de Aenea, la niña de los
Cantos
—. Y los templarios. Y los ergs. Y... otros. Está vivo pero es una construcción... una cosa con mente.

—Imposible. Llevaría millones de años desarrollar esta... esfera.

—Biosfera —dijo Rachel, sonriendo.

Sacudí la cabeza.

—Biosfera es una palabra antigua. Es sólo el sistema cerrado de vida de un planeta.

—Esto es una biosfera —insistió Rachel—. Sólo que aquí no hay planetas. Cometas, sí. Pero no planetas.

Señaló. En lontananza, a cientos de miles de kilómetros, donde el interior de la esfera viviente se diluía en un borrón verde a pesar del diáfano vacío, una estría blanca se movía despacio entre los troncos, cruzando un hueco negro.

—Un cometa —repetí estúpidamente.

—Para irrigar. Tienen que usarlos por millones. Por suerte hay miles de millones en la nube de Oort. Y más en el cinturón de Kniper.

Miré deslumbrado. Vi otras motas blancas, cada cual con su cola larga y reluciente. Algunas se desplazaban entre los troncos y las ramas, dándome una idea de la escala de esta biosfera. Los cometas surcaban los huecos que había en la materia vegetal.
Si esto es realmente una esfera, los cometas tienen que volver a cruzar la esfera viviente para salir del sistema. ¿Qué clase de confianza se necesita para construir semejante cosa?

—¿Qué es este sitio donde estamos? —pregunté.

—Una vaina ambiental. Un bulbo vital. Éste está adaptado para servicios médicos. No sólo ha controlado tu alimentación intravenosa, tus signos vitales y la regeneración de tus tejidos, sino que ha desarrollado y manufacturado muchas medicinas y otras sustancias químicas.

Extendí la mano para palpar el material casi transparente.

—¿Qué grosor tiene?

—Un milímetro. Pero es muy fuerte. Puede protegernos del impacto de un micrometeorito.

—¿Dónde obtienen los éxters este material?

—Ellos biofacturan los genes y el material se autogenera. ¿Tienes ganas de ver a Aenea y conocer gente? Todos han esperado tu despertar.

—Sí —dije, pero pronto me retracté—. ¡No! Rachel...

Ella se quedó flotando, esperando. Noté que sus ojos oscuros eran lustrosos en esa luz asombrosa. Muy parecidos a los de mi amada.

—Rachel... —repetí torpemente.

Ella esperó, apoyándose en la pared transparente para orientarse hacia mí.

—Rachel, no hemos hablado mucho...

—Yo no te gustaba —dijo la joven con una sonrisa.

—No es verdad... Es decir, sí lo era, en cierto modo, pero porque al principio yo no entendía. Para Aenea hacía cinco años que me había ido... era difícil... Supongo que estaba celoso.

Rachel enarcó las cejas.

—¿Celoso, Raul? ¿Pensabas que Aenea y yo habíamos sido amantes durante todos esos años estándar en que no estuviste?

—Bien, no... Es decir, no sabía...

Rachel extendió la mano, ahorrándome nuevas perplejidades.

—No lo somos —dijo—. Nunca lo fuimos. Aenea nunca habría pensado en semejante cosa. Theo pudo haber pensado en la posibilidad, pero sabía desde el principio que Aenea y yo estábamos destinadas a amar a ciertos hombres.

La miré inquisitivamente.
¿Destinadas?

Rachel sonrió de nuevo. Podía imaginar esa sonrisa en la niña de que hablaba Sol Weintraub en uno de los
Cantos
.

—No te preocupes, Raul. Sé con certeza que Aenea no ha amado a nadie salvo a ti. Aun cuando era niña. Aun antes de conocerte. Tú siempre has sido el elegido. —La sonrisa se volvió triste—. Ojalá todos tuviéramos tanta suerte.

Quise hablar, vacilé. Rachel se puso seria.

—Ah... ¿Ella te habló de ese interregno de un año, once meses, una semana y seis horas?

—Sí. Y me contó que había tenido... —Me detuve. Sería tonto sollozar frente a esa mujer fuerte. Nunca me miraría del mismo modo.

—¿Un hijo? —concluyó Rachel.

La miré como tratando de encontrar una respuesta en sus hermosos rasgos.

—¿Aenea te habló de ello? —pregunté, con la sensación de que traicionaba a mi amiga al sonsacarle información a otra persona. Pero no pude detenerme—. ¿En ese momento sabías...?

—¿Dónde estaba? —preguntó Rachel, mirándome con intensidad—. ¿Qué le sucedía? ¿Que iba a casarse?

Sólo pude asentir.

—Sí —dijo Rachel—. Lo sabíamos.

—¿Estabas con ella?

Rachel pareció vacilar, como si sopesara su respuesta.

—No —dijo al fin—. A. Bettik, Theo y yo esperamos su regreso durante casi dos años. Continuamos con su ministerio o misión o como quieras llamarlo, difundiendo sus lecciones, encontrando gente que deseara participar de la comunión, informándoles cuándo volvería.

—¿Entonces sabías cuándo volvería?

—Sí —dijo Rachel—. Con precisión.

—¿Cómo?

—Porque era el momento indicado para su regreso —dijo la mujer de cabello oscuro—. Se había tomado hasta el último minuto posible sin poner en jaque la misión. Al día siguiente Pax nos persiguió... nos habrían capturado a todos si Aenea no hubiera regresado para teleyectarnos.

Asentí, pero no pensaba en momentos de riesgo frente a Pax.

—¿Le conociste? —pregunté, tratando en vano de usar una voz neutra.

Rachel conservó su expresión sena.

—¿Te refieres al padre de su hijo? ¿Al esposo de Aenea?

Noté que Rachel no quería ser cruel, pero sus palabras eran más desgarradoras que las zarpas de Nemes.

—Sí —dije—. Él.

Rachel sacudió la cabeza.

—Ninguno de nosotros lo conocía cuando ella se marchó.

—¿Pero sabes por qué lo escogió como padre de su hijo? —insistí, sintiéndome como el gran inquisidor que habíamos dejado en T'ien Shan.

—Sí —dijo Rachel, mirándome en silencio.

—¿Tenía algo que ver con su misión? —dije con un nudo en la garganta—. ¿Es algo que tenía que hacer... tenía que ser hijo de ellos por algún motivo? ¿Puedes contarme algo, Rachel?

Rachel me aferró la muñeca con fuerza.

—Raul, sabes que Aenea te explicará esto cuando sea el momento oportuno.

Me zafé con rudeza.

—Cuando llegue el momento oportuno —rezongué—. Por amor de Dios, estoy harto de esa frase. Estoy harto de esperar.

Rachel se encogió de hombros.

—Enfréntate a ella entonces. Amenaza con aporrearla si no te cuenta. Hiciste pedazos a Nemes. Con Aenea será más fácil.

La fulminé con la mirada.

—En serio, Raul, esto es entre Aenea y tú. Sólo puedo decirte que eres el único hombre de quien ella ha hablado. Por lo que sé, el único hombre que ha amado.

—¿Cómo puedes...? —Pero me obligué a callarme. Le palmeé torpemente el brazo, y el movimiento me hizo girar en torno de mi propio eje. Era difícil estar cerca de alguien en cero g sin tocarlo—. Gracias, Rachel.

—¿Listo para ver a los demás?

—Casi. ¿Esta superficie puede ser reflectante?

—Vaina —dijo Rachel—, noventa por ciento de transparencia. Alta reflexión interna. —Se volvió hacia mí—. ¿Quieres mirarte en el espejo antes de la gran cita?

La superficie era reflectante como un charco de agua. No era un espejo perfecto, pero su brillo bastó para mostrarme a un Raul Endymion calvo, con cicatrices en la cara y piel rosada de bebé. Y delgado, muy delgado. Los huesos y músculos de mi cara y mi torso parecían bosquejados con trazos de lápiz. Mis ojos se veían diferentes.

—Por todos los cielos —repetí.

Rachel movió la mano.

—El autocirujano quería retenerte otra semana, pero Aenea no podía esperar. Las cicatrices no son permanentes, en su mayoría. El medicamento que recibes por vía intravenosa se encarga de la regeneración. Tu cabello comenzará a crecer dentro de dos o tres semanas.

Me toqué el cuero cabelludo. Era como palpar el blando trasero de un bebé monstruoso, lleno de cicatrices.

—Dos o tres semanas —dije—. Sensacional.

—No hagas tanta alharaca. Estás bastante guapo. Yo que tú conservaría ese aspecto. Además, he oído decir que Aenea se siente atraída por los hombres mayores, y en este momento pareces mayor.

—Gracias —dije secamente.

—De nada. Vaina, abre la puerta. Acceso al principal conector de tallos.

La pared se abrió y Rachel me condujo afuera.

Cuando entré en esa habitación —o vaina— Aenea me estrechó con tanta fuerza que me pregunté si me había vuelto a romper las costillas. La abracé con igual vehemencia.

El viaje por el conector presurizado no deparaba ninguna sorpresa, si uno no se sorprendía de lanzarse por un tubo flexible y traslúcido de dos metros de anchura a velocidades que estimé en sesenta kilómetros por hora. Usaban corrientes de oxígeno fluyendo en direcciones contrarias para favorecer el desplazamiento. Uno pateaba y nadaba mientras otras personas, en general muy delgadas, lampiñas y excepcionalmente altas, pasaban silenciosamente en dirección contraria a pocos centímetros y a más de ciento veinte kilómetros por hora. Al llegar a las vainas centrales, Rachel y yo aceleramos como corpúsculos disparados por los ventrículos y aurículos de un corazón enorme; rodamos, pateamos, eludimos a otros viajeros y salimos por otro conector. A los pocos minutos me perdí, pero Rachel parecía orientarse bien. Explicó que en cada salida había colores sutiles encastrados en la carne vegetal, y pronto entramos en una vaina no mucho mayor que la mía, pero llena de cubículos, asientos y personas. Algunas de esas personas —Aenea, A. Bettik, Theo, la Dorje Phamo y Lhomo Dondrub— me eran familiares. Conocía de vista a otras: el padre capitán De Soya, recobrado de sus heridas y con pantalones negros, túnica y cuello de sacerdote; el sargento Gregorius, con el uniforme de combate de la Guardia Suiza. Otros, como los largos y delgados éxters y los encapuchados templarios, eran maravillosos y extraños pero comprensibles, mientras que algunos individuos —a quienes Aenea presentó como Het Masteen, Verdadera Voz del Árbol, y el ex coronel Fedmahn Kassad de FUERZA— me provocaron desconcierto. Más que Rachel o Brawne Lamia, la madre de Aenea, ellos no sólo pertenecían a los
Cantos
del viejo poeta sino que eran arquetipos de un mito profundo, muerto tiempo atrás, y resultaban un poco irreales en el firmamento de las cosas prosaicas y cotidianas.

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