Read El arte del asesino Online
Authors: Mari Jungstedt
«Le van a dar un buen tirón de orejas, se dijo, pero déjalo. Mejor para nosotros que sea tan incauto».
Él solía ser prudente con la gente normal y corriente, pero no con un policía.
—¿Cómo lo han hecho? —preguntó—. Si no recuerdo mal, ese cuadro es bastante grande.
Johan conocía muy bien la obra de Dardel. La había visto bastantes veces, cuando su madre, en sus múltiples esfuerzos por conseguir que se interesara más por la cultura, lo llevaba al Museo de Arte Moderno.
—El ladrón, o los ladrones, han cortado la tela.
—¿No falta nada más?
—Por lo que parece, no.
—¿No es raro que los ladrones no hayan robado nada más? Habrá muchas cosas valiosas ahí dentro…
—Sí, podría pensarse eso, pero está claro que sólo querían llevarse ese cuadro.
—¿Piensa la policía que se trata de un robo por encargo?
—Todo indica que es así, indudablemente.
El joven inspector de policía comenzó a mostrarse inquieto, como si empezara a darse cuenta de que estaba hablando demasiado. Entonces apareció un policía uniformado de más edad y apartó con brusquedad a su colega de delante de la cámara.
—¿Qué pasa aquí? La policía no concede entrevistas en estos momentos. Tendréis que esperar a la conferencia de prensa de esta tarde.
Johan lo reconoció; era el recién nombrado portavoz de prensa de la Policía Provincial.
El joven inspector parecía aterrado, y desapareció a toda prisa con su colega.
Johan lanzó una mirada a Emil, quien había dejado que la cámara continuara funcionando.
—¿Lo has grabado todo?
El lunes por la mañana, Knutas recibió una llamada de la policía de Estocolmo. Telefoneaba su viejo amigo y colega Kurt Fogestam. Trabaron amistad en unos encuentros para nuevos policías y la habían mantenido desde entonces. Hacían lo posible por verse cada vez que Knutas iba a Estocolmo. Como ambos eran seguidores del club de fútbol AIK, solían asistir a un partido durante la temporada y luego iban a tomarse un whisky de malta, la bebida preferida de los dos. Además, Kurt también había estado algunas veces en Gotland.
—¡Hola! —lo saludó Knutas alborozado—. ¡Cuánto tiempo! ¿Qué tal?
—Hola —correspondió Fogestam—. Bien, gracias, pero te llamo porque tengo novedades que, al parecer, guardan relación con lo que estás investigando.
—¿Ah, sí?
Knutas aguzó el oído. Una pista nueva era justo lo que necesitaba.
—Esta noche se ha cometido un robo en Waldemarsudde. Han sustraído un cuadro muy valioso:
El dandi moribundo,
de Nils Dardel. ¿Lo conoces?
—
El dandi moribundo
—repitió Knutas y por su retina pasaron las imágenes difusas de un joven pálido, medio tumbado, con los ojos cerrados—. Bueno, así, así —reconoció—. Pero ¿qué tiene que ver el robo con mi investigación por asesinato?
—El ladrón ha cortado la tela y ha dejado sólo el marco. Es una pintura muy grande, ¿sabes?
—¿De verdad?
Knutas no sabía dónde quería llegar su colega de Estocolmo.
—El ladrón dejó algo. Una pequeña escultura colocada delante del cuadro. La hemos analizado esta mañana. Se trata de la escultura que desapareció de la galería de Egon Wallin en Visby.
Hugo Malmberg se despertó temprano el lunes por la mañana. Se levantó, fue al cuarto de baño, se refrescó la cara y la parte superior del cuerpo y después se volvió a la cama. Sus dos Cocker Spaniel americanos,
Elvis
y
Marilyn,
dormían en su cesta y parecía que no habían notado que él estaba despierto. Contempló distraído el bien trabajado estucado del techo. No tenía prisa, no debía estar en la galería hasta poco antes de las diez. Se llevaba los perros al trabajo, así que los animales estaban acostumbrados a darse su paseo matinal de camino hasta allí. Deslizó la mirada por el brocado del dosel de la cama, por el oscuro papel pintado de color rojo y dorado, por el suntuoso espejo de la pared de enfrente. Distraído, alargó el brazo y asió el mando a distancia del televisor para ver el informativo matinal. Habían perpetrado un robo espectacular en Waldemarsudde por la noche. El famoso cuadro
El dandi moribundo
había desaparecido, incomprensible. Un reportero informaba en directo desde el museo. Vio el cordón de seguridad y la policía al fondo.
Fue a la cocina y se preparó un huevo a la benedictina y café bien cargado mientras seguía la noticia por la radio y la tele. Un robo increíblemente osado. La policía sospechaba que el ladrón había huido patinando sobre el hielo.
Salió tarde. El aire le pareció vivificante cuando abrió la puerta del portal y salió a la calle. La calle John Ericssongatan unía la Hantverkargatan con el paseo Norr Mälarstrand que discurría al lado del agua desde el extremo del parque Rålambshovsparken hasta el ayuntamiento. Su piso estaba situado en la esquina y tenía vistas tanto al agua como a la hermosa calle arbolada, con anchas aceras y césped delante de las casas.
La capa de hielo era gruesa, pero prefirió el camino de los muelles donde los viejos buques de carga permanecían fondeados en hilera, incluso en pleno invierno. Cuando miró hacia el puente de Västerbron recordó al hombre con quien se había encontrado en el puente el viernes por la noche. Qué experiencia tan extraña.
Dejó a su espalda el puente y aceleró el ritmo de marcha; pasó por delante del soberbio edificio del ayuntamiento de estilo modernista construido a principios del siglo xx, en su opinión, el período más interesante de la historia del arte sueco. Los perros jugaban entusiasmados en la nieve. Pensando en ellos, cruzó sobre el hielo hasta Gamla Stan, el casco antiguo de la ciudad, ya que les gustaba corretear por las amplias superficies que el hielo ofrecía.
Le pareció ver al hombre de Västerbron varías veces a lo largo del día. En una de ellas, un chico joven se detuvo delante de la galería. Llevaba una cazadora acolchada y una gorra del mismo tipo. Un momento después, había desaparecido. ¿Sería el mismo hombre que lo siguiera el viernes por la noche? Desechó la idea. Seguro que eran imaginaciones suyas. Quizá lo que ocurría era que, en el fondo, deseaba encontrarse de nuevo con aquel tipo guapo de mirada profunda. Cabía la posibilidad de que el joven realmente hubiera estado interesado, y luego se arrepintiese.
Poco antes del almuerzo sonó el teléfono. En ese momento la galería estaba vacía y cuando levantó el auricular no respondió nadie.
—¿Sí? —repitió, pero no obtuvo respuesta.
—¿Quién es? —insistió otra vez, al tiempo que miraba hacia la calle.
Silencio.
Tan sólo oyó la respiración de alguien.
El ambiente era expectante cuando el grupo que dirigía la investigación se reunió el lunes por la tarde. Todos habían oído hablar de la escultura abandonada en Waldemarsudde y ardían en deseos de saber más. Hasta Kihlgård estaba callado y con la mirada fija en Knutas, cuando éste se sentó en la cabecera de la mesa.
—Bueno, escuchad —empezó—. Este caso es cada vez más misterioso. Parece evidente que existe relación entre el asesinato y el robo de esta noche en Waldemarsudde.
Les resumió lo que le había contado Kurt Fogestam.
—Y, además, tenemos los cuadros robados que encontramos en casa de Egon Wallin —añadió Karin—. Tiene que haber conexión entre lo uno y lo otro. ¿Y si se tratara del cabecilla de alguna banda con la que Wallin tuviera negocios que, descontento y cabreado por no cobrar su dinero, lo hubiera asesinado y ahora quisiera reivindicarlo de alguna manera?
—¿Qué si no? Es evidente que todo tiene que ver con el negocio de los cuadros robados —apuntó Wittberg.
—Pero, ¿por qué se conformó con robar un solo cuadro?
Kihlgård miró a sus colegas.
—Si se tratara de ladrones de obras de arte dispuestos a dar un golpe contra uno de los museos mejor vigilados de Suecia, ¿por qué iban a robar una única pintura? Y ni siquiera la más valiosa. No entiendo nada —aseguró abriendo el envoltorio de una chocolatina que se había llevado a la reunión.
Alrededor de la mesa se hizo el silencio, todos cavilaban acerca de la enigmática relación.
—De hecho, no sabemos nada del negocio que se traía Egon Wallin con los cuadros robados —manifestó Karin—. ¿A qué nivel era y cuánto tiempo llevaba metido en eso? Ningún interrogatorio aquí en Gotland nos ha permitido avanzar nada en ese sentido y en Estocolmo parece que es un completo desconocido entre los ladrones de obras de arte y los receptadores. Por Dios, tenemos que poder encontrar siquiera una persona que sepa algo de sus negocios sucios con obras de arte. Los cuadros que tenía en casa no eran cualquier cosa…
—La verdad es que debemos alegrarnos del robo en Waldemarsudde —constató Norrby secamente—. Ahora tenemos algo nuevo a lo que agarrarnos y lo necesitábamos, francamente.
—Sí —corroboró Knutas rascándose el mentón—. Pero… ¿por qué ha querido el ladrón servirnos la relación en bandeja? Eso no lo entiendo.
Nadie tenía una buena respuesta que ofrecer.
—Otra cuestión es por qué eligió llevarse precisamente
El dandi moribundo.
Ni siquiera intentó disimular cuál era su objetivo robando al menos un cuadro más.
—En realidad, no tendría ni tiempo —objetó Karm—. Si saltó la alarma…
—Sí, claro, pero la pregunta sigue en pie. ¿Por qué precisamente Dardel? ¿Por qué precisamente
El dandi moribundo?
—Puede haber sido un trabajo por encargo —sugirió Wittberg—. Algún coleccionista fanático que le haya encargado a alguien el robo del cuadro. Según dicen, es imposible venderlo, al menos, aquí en Suecia. ¿Sabemos algo de la pintura?
Lars Norrby consultó sus papeles.
—Me he informado un poco. El cuadro fue pintado en 1918 por Nils von Dardel, o, mejor dicho, Nils Dardel. Descendía de una familia de la nobleza, pero de mayor suprimió el von. Sí, me he informado de algunas anécdotas. —Sonrió satisfecho. Sus colegas lo miraron sin comprender, y prosiguió—: Dardel estuvo activo desde principios del siglo pasado y tuvo su época de esplendor entre 1920 y 1930, aproximadamente.
El dandi moribundo
ha tenido diversos propietarios, pero el Museo de Arte Moderno lo compró al financiero Tomas Fischer a principios de la década de los noventa. También se vendió una vez en una subasta de Bukowskis por una suma de dinero hasta entonces nunca vista. Tal vez lo recordéis, se escribió mucho sobre ello en los periódicos.
Bukowskis, pensó Knutas, es curioso que vuelva a aparecer. Erik Mattson revoloteó de nuevo en su interior. Aún no había obtenido ninguna explicación de por qué Mattson no le contó que había asistido a la exposición de Egon Wallin. Había algo que no encajaba. No debía olvidarse de llamar otra vez a Mattson. Hizo una anotación en su bloc.
—¿Qué personas en Suecia tienen un acusado interés por Dardel concretamente? ¿No deberíamos buscar por ahí? —propuso Karin.
—Pero ¿qué tiene que ver Egon Wallin con Nils Dardel? Ahí no existe ninguna relación, ¿o sí? —preguntó Wittberg.
—Que sepamos hasta ahora, no, pero ese es uno de los hilos de los que debemos tirar —explicó el comisario—. De todos modos, propongo que alguien viaje inmediatamente a Estocolmo y se entreviste con la policía, visite Waldemarsudde e intente averiguar algo más acerca del robo de cuadros. Igual es aconsejable abordar a ese tal Sixten Dahl y Hugo Malmberg en su propio terreno.
—Yo puedo ir —se ofreció Martin.
—Me gustaría, en cualquier caso, que lo acompañase alguno de vosotros —dijo Knutas.
—Iré yo —respondió Karin—. Lo haré encantada.
—Bien, entonces en eso quedamos —concluyó Knutas, mientras le dirigía una mirada de contrariedad. ¿Por qué ella precisamente? ¿Y por qué él?
El alargado salón, en el interior de la casa de subastas Bukowskis, tenía una gruesa alfombra con dibujos sobre el suelo de parqué. Las filas de sillas negras de acero y plástico estaban dispuestas a lo largo de todo el local, hasta en la entrada, donde se encontraban la recepción y el guardarropa. En la parte delantera, por encima del estrado, colgaba una tela grande, un retrato de Henryk Bukowskis, un hombre serio, de frente despejada, con gafas, barba y bigote. Dirigía la mirada hacia el lado, como si contemplara un futuro incierto. Aquel noble polaco exiliado fue en 1870 el fundador de la casa de subastas Bukowskis, que con los años creció hasta convertirse en la principal empresa de subastas de los Países Nórdicos.
Observó la reluciente tribuna de madera blanca con una «B» dorada en el centro. El disfraz era perfecto. No lo reconocería nadie. Echó una ojeada para ver dónde estaba el hombre, pero no lo vio por ninguna parte.
La sala se llenó de efluvios de perfumes sofisticados y caras lociones para después del afeitado. En el guardarropa se recogían y colgaban abrigos y visones. Se vendían los programas y se repartían las papeletas de puja. Flotaba en el ambiente una tensa expectación. Se percibía el deseo y la necesidad de gastar dinero.
Eso le hizo sentirse mal.
Se sentó en la última fila de la izquierda, al fondo de la sala, desde donde tenía una buena vista de la puerta principal.
Entró una mujer de unos cuarenta años y se sentó a su lado. Llevaba un visón marrón y gafas con fina montura de oro. Un ligero bronceado, quizá de las vacaciones navideñas pasadas en alguna playa paradisíaca al otro lado del globo, se dijo no sin cierta envidia. Llevaba el cabello castaño recogido con el clásico moño, y lucía pañuelo, botas de piel y pantalón negro. Un grueso anillo de diamantes le brillaba en el dedo.
La edad media en la sala superaba los cincuenta, la asistencia se repartía por igual entre mujeres y hombres, bien vestidos, adinerados, y todos irradiaban la misma tranquilidad y aplomo. Una seguridad innata y una autoestima que en buena parte la proporciona el dinero.
Consultó el reloj. Faltaban diez minutos para que diera inicio la subasta. Volvió a buscar con la mirada al hombre por cuyo motivo él se encontraba allí. La sala empezaba a llenarse, se oía un sordo murmullo entre las paredes, alguna que otra frase pronunciada en inglés. Al fondo había grupos de personas que hablaban en voz baja. Todo aquello tenía en sí un aire de cóctel. Allí la mayoría se conocía; dispersos hola, hola, ¿qué tal?, qué placer verte, se oían por doquier.
Entonces llegó también el marido de la mujer; canoso y bronceado, vestía una americana de corte perfecto, chaleco amarillo y debajo, una camisa en tono azulado. Los colores de la bandera sueca. Ah, sí. Parecía el típico jerifalte de la industria. Un conocido saludó a la pareja: