Read El arte del asesino Online
Authors: Mari Jungstedt
A lo mejor podían ir a París, pensó soñador. No podía imaginarse una ciudad más romántica. En primavera o a principios de verano. Sería perfecto.
Estaba a punto de despertar a Emma, cuando cayó en la cuenta de que tendrían que prometerse ahora que él había pedido su mano. ¿Tendría que comprar los anillos de prometidos él o deberían hacerlo juntos? No sabía cómo se hacía eso. Habría que preguntárselo a alguien. Le pasó el dedo a Emma a lo largo de la espalda desnuda. Estaba seguro de que la amaba. Por eso, en realidad, no importaba cómo se casaran. Casarse era lo único importante.
El vacío que seguía siempre a una noche de aquellas le impulsó a salir de casa. Erik había estado en casa un par de horas recuperándose, pero por la tarde dejó el apartamento y subió al autobús que iba al Museo de Waldemarsudde en la isla de Djurgården.
Se apeó en la parada que había junto a la orilla y subió caminando el último trecho hacia la que había sido la residencia del príncipe Eugenio de Suecia durante la primera mitad del siglo XX. Eugenio, el príncipe pintor, que nunca llegó a ceñir la corona pero fue un excelente artista y, sobre todo, un buen paisajista. El príncipe reunió durante toda su vida una amplia colección de pintura, que a su muerte en 1947 donó al Estado, junto con su hermosa casa.
El luminoso edificio con revoque amarillo, en lo alto de la colina, parecía surgir de las rocas. Se levantaba a la orilla del agua en el promontorio que se adentraba en el mar Báltico, y por este lado se prolongaba hasta Estocolmo. Al edificio principal, donde vivió el príncipe, lo llamaban palacio, pero recordaba más bien a una pequeña mansión campestre.
En aquellos momentos precisamente exponían una colección de obras de arte suecas de principios del siglo XX.
Entró y pagó la entrada. No se molestó en acceder a la hermosa galería, sino que se encaminó hacia la escalera que conducía a lo que fue la casa del príncipe, el palacio propiamente dicho.
También allí se exponían obras de arte, y en uno de sus salones era donde estaba colgado el cuadro.
Lo vio desde lejos. La gran pintura al óleo ocupaba una pared entera. La atmósfera del cuadro, los colores, los movimientos suaves y ondulados, el drama y la coquetería. Se sentó con recogimiento en el banco colocado delante de la obra maestra de Nils Dardel,
El dandi moribundo.
La composición era fascinante, y apenas reparó en la presencia de otros visitantes. En su interior se agitaban sentimientos contrapuestos.
Se sentía muy cercano a Dardel, como si existiera entre ellos una unión secreta, un contacto más allá del tiempo y del espacio. El hecho de que no se hubieran visto nunca carecía de importancia. Comprendía que eran dos almas gemelas; lo supo desde la primera vez que vio
El dandi moribundo
en una fiesta de graduación en casa de un conocido de la familia hacía muchos años.
Tenía entonces diecisiete años, y era un tímido aficionado al arte. El cuadro le habló directamente. El pálido y hermoso dandi era la figura central de la composición y la que primero atraía la mirada del observador. El misterio y la reserva que se desprendían del dandi simbolizaban al propio Dardel. ¡Qué joven era!, pensó Erik allí sentado. ¡Qué fragilidad tan atractiva! Tenía los ojos cerrados, pestañas negras y tupidas y pálidas mejillas. El cuerpo delgado aparecía semitumbado en el suelo con las piernas separadas, casi erótico en medio de la tragedia. Una mano del personaje estaba sobre el corazón, como si le doliese y, a juzgar por la palidez, parecía que las fuerzas de la vida ya lo habían abandonado.
A Erik le fascinaba su aspecto: el delicado rostro, la elegante vestimenta, la mano posada con afectación en el suelo y los dedos largos y delgados que sujetaban el mango de un espejo. ¿Qué significaba? ¿Fue la imagen de sí mismo reflejada en el espejo lo que abandonó al morir? ¿No pudo con su existencia, el alcoholismo y la homosexualidad? ¿Quiso huir de su vida decadente, como quería Erik, pero no se atrevía?
Su mirada pasó a las tres mujeres solícitas que rodeaban al dandi. Sus formas suaves, su delicadeza… Una de ellas se disponía a cubrir con una manta la delicada y elegante figura, y parecía como si estuviese a punto de tender un manto sobre un refinado instrumento que había dejado de sonar.
También aparecía un hombre en el cuadro. De pie al fondo, algo apartado del reducido grupo, el joven parecía transido de tristeza y apretaba un pañuelo contra el ojo como si fuese un monóculo. Había algo teatral en él, con sus ojos oscuros y los labios rojos. También vestía como un dandi, con colores atrevidos: chaqueta de color lila, camisa anaranjada y corbata verdosa. Erik estaba convencido de que el joven que aparecía apartado representaba a Rolf de Maré, el amante que mayor importancia tuvo en la vida de Dardel, quien tuvo varias relaciones homosexuales, aunque frecuentaba a mujeres al mismo tiempo.
Erik volvió a buscar la mano posada sobre el corazón. ¿Era el dolor estrictamente físico, acababa de sufrir un ataque al corazón? Al parecer, Dardel padecía una afección cardiaca como consecuencia de una escarlatina grave sufrida en la infancia, pero ¿era todo tan sencillo? Quizá se tratara de un amor roto. ¿Quiso el pintor reflejar que estaba a punto de abandonar a Rolf de Maré y su vertiente homosexual para contraer matrimonio con una mujer? Cuando Dardel pintó esa obra en el verano de 1918, estaba prometido en secreto con Nita Wallenberg, la hija del ministro. ¿Era esa la razón de que estuviera apenado el hombre del fondo?
El cuadro tenía múltiples interpretaciones. Lo conmovía en lo más profundo y trágico de su propia vida. Si al menos se hubieran conocido, se dijo en medio de la desesperación, si hubiesen vivido en la misma época… Cuánto lo habría amado. Cuántas veces se había preguntado qué tenía Dardel en la cabeza cuando pintó el cuadro.
Quizá pueda verme ahora, se dijo y miró inconscientemente al techo. Volvió la vista al cuadro.
La forma de agruparse las tres mujeres alrededor del dandi moribundo le recordaba a
El llanto sobre el Cristo muerto,
de Durero, con el dandi como Cristo. Pensó que la mujer que lo iba a cubrir con una manta parecía un ángel, con las hojas verdes de la palmera que tenía detrás a modo de alas. Otra de las mujeres quizá fuera María, con la clásica vestimenta de la Virgen de color azul, y la joven que sujetaba la almohada debajo de la cabeza podía representar, por sus colores, cabello rojo e indumentaria roja y lila, a María Magdalena. El joven que se veía al fondo tenía los rasgos de Juan, el discípulo bienamado de Jesús. Sí, ¿por qué no?
Simbolizara lo que simbolizase, era indudable que allí se representaba una tragedia. Podía guardar relación con la guerra. Cuando Dardel pintó el cuadro, la Primera Guerra Mundial causaba estragos. Suecia se mantuvo neutral, pero Finlandia acababa de entrar en el conflicto y la guerra, con todo lo que conlleva, estaba cada vez más cerca de Suecia. Ni siquiera en los elegantes salones en que se movía Nils Dardel era posible seguir cerrando los ojos a los horrores a que se veían sometidas muchas personas a su alrededor. Tal vez quiso representar los cambios que experimentó la sociedad en aquel tiempo. Que las fiestas y el alborozo de que disfrutaban él y sus amigos en elegantes salones empezaban a ser absurdos. Que el dandi apartado del mundo debía ser consciente de lo que sucedía alrededor.
Erik creía que Dardel era un idealista, pero también un ser complejo y con numerosas capas y, en muchos aspectos, una persona desdichada, ansiosa de huir de sí misma. Lo hacía a través de la bebida, pero también por medio del arte.
Exactamente igual que él.
La cuestión de si Egon Wallin era o no homosexual mantuvo ocupados a Knutas y a Kihlgård el resto del sábado. Knutas llamó a Monika Wallin y se lo preguntó, pero ella rechazó tal posibilidad. No es que hubiera habido mucha pasión entre ellos, pero le costaba mucho creer que su marido fuera gay. Durante todo el tiempo que estuvieron casados, jamás había notado que le atrajeran los hombres.
Kihlgård habló con las dos empleadas de la galería, y las respuestas que obtuvo fueron muy distintas. Ambas habían intuido que a su jefe le atraían las personas de su mismo sexo.
Por último, Kihlgård empezó a tirar del otro extremo del hilo y comprobó, de entre los hombres que visitaron la exposición y luego se alojaron en el hotel Wisby la noche del crimen, quiénes eran homosexuales. Encontró dos nombres: Hugo Malmberg, uno de los socios de la galería en la que Egon Wallin iba a entrar como socio, y Mattis Kalvalis.
El policía de Estocolmo llamó a la puerta del despacho de Knutas, que estaba abstraído en sus pensamientos, y le expuso la conclusión a la que había llegado.
—Interesante —comentó Knutas—. Kalvalis o Malmberg, entonces. Es probable que fuera a encontrarse con uno de ellos.
—¿Y por qué no con los dos? —sugirió Kihlgård pestañeando—. ¡Quizá practicaban un
ménage à trois!
—Uf, calla, calla… No vayas tan deprisa. ¿Quién de los dos crees que cuenta con más posibilidades?
—Por la edad, yo diría que Malmberg. Wallin le llevaba por lo menos veinte años a Kalvalis. Aunque, bien mirado, eso tampoco tiene por qué tener ninguna importancia.
—No, pero iba a ser socio de Hugo Malmberg —observó Knutas—. Además, Wallin planeaba trasladarse a vivir a Estocolmo. ¿Quién sabe? Igual Malmberg también negociaba con pinturas robadas. Quizá anduvieran los dos involucrados en ello.
—He investigado a Malmberg —dijo Kihlgård—. No figura en el registro de delincuentes y tiene una vida profesional intachable. Conseguí también hablar con él por teléfono. Niega rotundamente haber mantenido relación íntima alguna con Egon Wallin y afirma que no cree que Wallin fuera homosexual. Asegura que, si lo hubiera sido, él lo habría notado.
—¿Y Mattis Kalvalis? ¿Has hablado con él?
—Sí, y su reacción parecía auténtica. Se ha echado a reír a carcajadas cuando le he preguntado si mantenían una relación sexual. «¿Con el viejo? —ha dicho—. ¡Jamás de los jamases!» No obstante, sí está convencido de que Wallin era gay; había tenido esa sensación, aunque el propio Wallin nunca se lo dijo claramente. —Kihlgård miró el reloj—. Oye, mira, debo irme. Tengo una cita para cenar. Con una mujer —añadió risueño.
—¡No me digas! ¿Con quién?
—Ya te gustaría a ti saberlo…
Le hizo un guiñó, cloqueó satisfecho y salió del despacho.
Cuando se quedó solo, el comisario empezó a cargar la pipa.
En cuanto al trapicheo con los cuadros robados, se habían atascado por completo y de momento no conseguían avanzar. El registro efectuado en el piso de Estocolmo no había aportado nada. Los discos duros de los ordenadores no aparecían por ninguna parte. Tanto la contabilidad de Wallin como sus cuentas bancarias eran impecables, ahí no había nada que indujera a pensar en supuestas irregularidades. Monika Wallin había realizado su trabajo administrativo a la perfección.
Knutas no sabía cómo enfocar la investigación del tema de los cuadros, y eso suponía una enorme frustración. Habían investigado al resto de los posibles socios de Wallin en Estocolmo pero ahí tampoco habían encontrado nada de interés.
Estaba repasando atentamente las listas de los asistentes a la inauguración y se sobresaltó al comprobar que Erik Mattson, el de Bukowskis, aparecía en ellas. No había recibido una invitación personal, sino que se envió una invitación no personalizada a la casa de subastas, que había enviado a dos personas; Erik Mattson era una de ellas. Qué extraño, pensó el policía. Mattson se encargó de la valoración de los cuadros robados hallados en la casa de Egon Wallin, pero cuando hablaron por teléfono, no mencionó que él había asistido a la inauguración de la exposición.
Marcó el número de Bukowskis y consiguió hablar con el director, quien estaba preparando la gran subasta de primavera que se celebraría la semana siguiente. El hombre le confirmó que el fin de semana del que hablaban, la casa había enviado a Gotland a dos de sus colaboradores. Debían hacer una tasación en Burgsvik el viernes, y luego aprovecharon para asistir a la inauguración del sábado. Dado que ambos eran expertos en arte moderno, era importante que se mantuvieran al día con cuanto sucediera en el mundo del arte y, por otra parte, todo apuntaba a que Mattis Kalvalis se perfilaría como un gran nombre.
Knutas pidió que le pasara con Erik Mattson, pero no se encontraba allí. Le facilitó el número de su teléfono móvil. Como no respondió nadie, le dejó un mensaje en el contestador.
Eran las seis y pico de un sábado. Knutas trató de encontrar en Internet el número de teléfono del domicilio de Mattson, pero no tuvo éxito. Tendría un número secreto por algún motivo. Hizo otra llamada al móvil, pero nada. Bueno, pues tendría que esperar. Pero no lo abandonó la inquietud, que seguía corroyéndole mientras conducía de vuelta a casa.
Había empezado a anochecer y el cielo presentaba tonos rojizos. Los visitantes de Gotland hablaban mucho de ello. De la luz. De que allí era distinta. Probablemente tenían razón. Él, aunque estaba tan acostumbrado a verlo, a veces contemplaba admirado el resplandor especial que había en la isla.
Su corazón pertenecía por entero a Gotland. Sus raíces eran hondas; su familia había habitado en la isla desde que se tenía memoria de ello. Sus padres vivían en una granja en Kappelshamn, en el noroeste de Gotland. Ya habían superado la edad de jubilación, pero todavía elaboraban
tunnbröd,
un pan crujiente que servían a los restaurantes y tiendas de la isla. Su pan era muy conocido y había turistas que, según afirmaban, viajaban a Gotland sólo para adquirirlo. No se encontraba en ningún otro sitio. Knutas mantenía una buena relación con sus padres, pero prefería tenerlos a prudente distancia. Cuando Line y él decidieron comprar una casa de veraneo, su padre trató de convencerlo de que la compraran en Kappelshamn, pero ellos optaron por Lickershamn, un pueblo cercano. Si sus padres necesitaban alguna ayuda durante el verano, podía acercarse en un momento, sin tenerlos entrando y saliendo de su casa a todas horas.
Tenía una hermana mayor que vivía en Färjestaden, en la vecina isla de Öland, y un hermano gemelo militar que residía en la isla de Fårö. Se veían sobre todo en reuniones familiares. Con su hermana Lena, por lo común coincidía sólo en Navidad y en la fiesta del solsticio de verano. Ella era siete años mayor, y nunca tuvieron muy buena relación. Su hermano, en cambio, llamaba de vez en cuando y proponía salir a comer algo o tomar una cerveza juntos. A pesar de que se veían muy de tarde en tarde, mantenían una buena relación. A veces pensaba que tal vez fuera eso lo que ocurría entre hermanos gemelos, que uno siempre sabía dónde tenía al otro, sin necesidad de demostrar continuamente que la relación aún existía. Cuando iba de visita a Visby, su hermano solía quedarse a dormir en casa de Knutas. Sus hijos apreciaban a su tío. A Petra y a Nils les gustaba escuchar sus increíbles historias de la vida militar y siempre se tronchaban de risa con él.