—¿Lo dice usted en serio? —preguntó un incrédulo Ubach.
—No le diré que sea un precepto inviolable, pero así lo dicen las escrituras, cuando explican el episodio en el que el profeta Mahoma, la paz sea con Él, se encontró con unos caballos que ya eran admirados y temidos por todas partes. Él entendió la importancia de la caballería para conseguir sus objetivos y por eso los anza defienden, y nunca mejor dicho, a pie y a caballo, este territorio de lo que considera una agresión.
—Veo que no sólo los conoce muy bien, sino que también los trata con un respeto exquisito —reconoció Ubach.
—Verá, es que creo que para combatir a un adversario primero tienes que conocerlo y entender el porqué de sus actos.
—Pero eso ¿no es una contradicción interna importante, teniente?
—Sí, por supuesto —admitió el militar—. Supongo que sería parecido a que usted descubriera que ciertos pasajes de la Biblia no se corresponden a la realidad.
—Ciertamente, James, ciertamente… —reconoció Ubach recordando algún lugar de la península del Sinaí de existencia dudosa.
—¿Y no es cierto que por eso ni olvida su objetivo ni renuncia a lo que ha venido a hacer aquí? —prosiguió Terrier.
—Tiene toda la razón, teniente, pero… —y Ubach pensó muy bien lo que quería decir— tiene que admitir que son cuestiones diferentes. Y si no, dígame, cómo aguantar tener que reprimir por la fuerza a unas personas que han nacido y han vivido toda la vida en un territorio que ahora quieren arrebatarles o sencillamente echarlos de él porque molestan. Y más sabiendo, como usted ha dicho, que su manera de vivir gira en torno a esta preciada tierra.
El teniente James Terrier dibujó una sonrisa en medio de su cara pecosa que le hizo subir unos centímetros el bigote, alzó las cejas y abrió los brazos, en señal de rendición.
—Padre, ya sé que piensa que hay muchas contradicciones en todo lo que le explico, pero es mi trabajo y tengo que cumplir mi deber, ¿lo entiende?
—Sí, hijo, sí. Que Dios Nuestro Señor y la Madre de Dios lo amparen, porque a fe mía que lo necesita.
Una gran carcajada del teniente James Terrier puso punto y seguido a aquella conversación. Durante la sobremesa, trataron otros temas y la cháchara prosiguió por otros vericuetos de política y religión hasta que, una vez apuradas las tazas de té y después de fumar unos cuantos cigarrillos, todos los comensales se retiraron a dormir.
A la mañana siguiente retomaron la marcha con la intención de visitar Hit, una pequeña población que, a pesar de no ser bíblica, tenía cierta relación con las Sagradas Escrituras que la hacía merecedora de una visita. Resulta que allí había unos cráteres de los que brotaba un estanque de agua sulfurosa y grasienta, y unos hornos de betún. Según el libro del Génesis, la nueva generación del arca de Noé habría usado aquel material para construir la torre de las lenguas, sobre esa tierra regada por el Éufrates. Ya se veía en el horizonte una columna negra y densa que anunciaba la humareda que emanaba de aquellos pozos, pero Djamil, el chófer, iba en dirección contraria, y se comportaba de una manera muy extraña. No conseguían saber qué le pasaba. No sabían si había hablado con alguien o si había ingerido algo que pudiera hacerlo conducir de forma tan insensata.
—¡Djamil! ¡Djamil! —gritaba el judío y socio del armenio.
—¿Qué hace, Djamil? ¡¿Acaso ha visto al demonio?! —preguntó Bakos.
—¿Quiere hacer el favor de reducir la velocidad? —exigió el padre Ubach mientras el chií y el suní buscaban algún sitio al que agarrarse.
Toda la carcasa del Ford T temblaba porque, desde que había salido del jan de Abu Kemal, Djamil había cogido el volante y había forzado al vehículo a ir a la velocidad máxima que le permitía su motor viejo y destartalado. Por eso, los cinco viajeros se habían cogido a los asideros, a los pomos de las puertas o allá donde podían para no saltar de un lado a otro.
Djamil actuaba como si estuviese poseído. Despavorido, no apartaba la vista del frente y, de repente, con la misma mirada de temor en la cara, escrutaba a izquierda y a derecha, pendiente de cualquier movimiento sospechoso en el horizonte.
—¡Tiene miedo de un ataque de los anza! —gritó en medio de los ruidos de muelles y latas el chií.
—¿Cómo dice? —le preguntó Ubach.
—¡Qué tiene pánico de que nos asalten los hombres anza! —respondió gritando el chií, que dobló la nuca hacia delante y hacia atrás por un movimiento brusco del conductor.
—Ayer por la noche, en la cantina del mercado del jan, le llenaron la cabeza con historias de los hombres de esta tribu que cabalgan por esta parte del desierto con unos caballos que son capaces de alcanzar al viento.
Djamil pisaba el acelerador una y otra vez, lo que provocaba que el Ford T avanzase a trompicones.
Los pasajeros se quejaban lanzando improperios e insultos contra aquel hombre que había perdido el oremus y el norte, aunque no podían ni imaginarse que acabarían dándole la razón que pensaban que había perdido.
De repente, como surgidos de la nada, los vieron envueltos en una nube de arena. Como si pretendieran custodiar el coche, una partida de ocho hombres cabalgaba sobre el viento a un lado y otro del vehículo. Djamil gritó de miedo mientras pisaba a fondo el acelerador. Ubach, cogido a un asidero que colgaba de la capota plegable del coche, observaba el espectáculo. Las poderosas patas de los caballos iban tan rápidas que parecían no tocar el suelo, como si acariciaran la misma arena del desierto, que se había encargado de modelar sus cuerpos, que eran poderosos, relucientes, fuertes, esbeltos y tensos, con el cuello arqueado y sinuoso, y la cola siempre en alto. El caballo y el jinete eran uno solo: el hombre y la bestia alcanzaban una comunión revestida de una magia especial.
La luz del sol que se colaba por los lados de las nubes de arena y polvo los hacía parecer divinidades envueltas en ropas vaporosas que elevaban a los anza a la categoría de espectros, de figuras ancestrales que se aparecían ante aquellos pobres mortales que osaban perturbar la paz de su desierto. Los ojos de los jinetes se fijaron en los del padre Ubach. Sólo fue un instante, pero bastó con eso.
Mientras tanto, el motor del Ford T se ahogaba y la sinfonía metálica hería los oídos de los ocupantes (la mayoría con la mirada extraviada y presas del pánico) del vehículo, que estaba a punto de rendirse ante las fuerzas desbocadas de la naturaleza. La mirada del anza al padre Ubach fue providencial y determinante para dar la vuelta a la situación. Había sido una mirada escrutadora, y que le permitió valorar positivamente y con respeto al padre, porque el líder soltó un grito y, al instante, los caballos, aquellos a los que Mahoma había bendecido, cambiaron su rumbo y dejaron que aquella tartana llegara a su destino. Por mucho que Ubach analizase ese instante, no sabía hallar una explicación para el comportamiento del anza.
¿Qué pudo transmitir la mirada límpida de Ubach a aquel hombre? ¿Una sensación, una impresión? ¿Qué efecto había tenido sobre su espíritu vivaz? Fuese lo que fuese, el padre Ubach nunca podría saberlo porque, de aquella cabalgata, ya sólo quedaba una nube de polvo en suspensión que rodeaba el coche. No obstante, se le habían quedado grabadas en la memoria un par de cosas de aquel encuentro huidizo con los temidos anza: la fuerza y la convicción de los criadores de los caballos de Mahoma. Y, por otro lado, que, como por arte de magia, le vino a la memoria en forma de proverbio árabe lo que, tal vez, era una explicación de lo inexplicable: «Quien no comprenda una mirada tampoco entenderá una larga explicación».
Ubach miraba a sus compañeros de viaje y se daba cuenta de que en poco más de un metro cuadrado (el espacio del Ford T) estaban representadas las principales religiones que movían el mundo. Objetivamente, la religión consistía en aquellas verdades y aquellos principios éticos en virtud de los cuales la vida del hombre está ordenada hacia Dios. Tanto objetiva como subjetivamente la religión es el vínculo entre el hombre y Dios, su creador. Y la religión afecta al hombre en toda su condición: en su pensamiento, su voluntad y sus acciones externas. Entre todos los hombres, sea cual sea su cultura, siempre hay alguna manifestación de religión, porque la religión responde a una necesidad profunda del hombre de creer en un ser superior, amo del universo, y de rendirle culto como es debido.
La religión basada en el conocimiento de Dios que el hombre puede adquirir sin la ayuda divina es una religión natural. La que se basa en una revelación divina es una religión sobrenatural. El cristianismo es sobrenatural porque la relación de Dios y el hombre está basada en la revelación de Dios a través de Cristo. Además, también es sobrenatural porque el objetivo que propone para la vida humana y los medios para conseguirlo trascienden los poderes de la naturaleza humana, van más allá de lo que humanamente puede hacer un individuo.
El monje no dejaba de dar vueltas a un hecho. Si habían sido capaces de compartir un trayecto y ponerse de acuerdo a la hora de resolver los problemas y los obstáculos que habían ido surgiendo durante la travesía, es decir, que les había planteado la vida, la existencia, ¿cómo era posible que no hubiese manera de ponerse de acuerdo en cuestión de creencias? Pensaba sobre esa terrible contradicción mientras los miraba a todos y cada uno de ellos. Delante, al lado de Djamil, el armenio, estaba sentado su socio, un judío. Joseph Nahum practicaba el judaísmo, la más antigua de las tres religiones monoteístas mayoritarias, y una de las tradiciones religiosas más antiguas que se practicaban. La mayoría de los dogmas y de la historia del judaísmo eran las bases de la religión que él practicaba, el cristianismo, y el origen del islam está también vinculado a él teológicamente a través de la figura de Abraham. En los asientos del medio, brazo con brazo y como si fuesen hermanos (cosa que de hecho eran, pero unos hermanos malavenidos), estaban sentados Abdalá, suní, y Alí, chií. La doctrina suní es la rama principal del islam. Son los seguidores de la sunna, «el camino recto», y su doctrina se basa en el ejemplo personal del profeta Mahoma. La práctica totalidad de los musulmanes son suníes.
No obstante, a lo largo de los siglos, los suníes sufrieron diversas escisiones, a propósito de las polémicas sobre liderazgo y teología. Todos tienen en común, no obstante, el papel central que conceden a la voluntad divina, a la que tiene que someterse la libertad del ser humano. Las diferentes escuelas interpretativas de los textos sagrados se reconocen unas a otras —cosa que no ocurre con otras ramas islámicas—; y cada persona elige cuál se adapta mejor a su visión de la religión. Los suníes tienen un enemigo declarado: los chiíes, quienes comparten ese mismo sentimiento. Su nombre etimológicamente significa «partido de Alí» o «facción de Alí». Los chiíes son la segunda variante más importante de la fe islámica, después de la suní, aunque representan un porcentaje muy pequeño de los musulmanes. Aunque los chiíes siguen las enseñanzas de Mahoma, sólo aceptan como guías religiosos a quienes consideran descendientes de la familia del Profeta.
A propósito de religiones, Ubach hizo una petición a sus compañeros de viaje:
—Querría pedirles un favor. Me interesaría mucho conocer a un grupo de personas que profesan una doctrina particular de adoración del maligno y que tienen su santuario en estas montañas.
—Como usted quiera, abuna Ubach. Nosotros —y el chií miró al judío, al suní y al chófer que asentían con la cabeza— lo esperaremos aquí. Vaya, vaya, pero no deje que lo convenzan —le advirtió.
La región montañosa los obligó a dejar el coche e ir a pie. El padre Bakos conocía el emplazamiento del templo e iba delante; y tardaron dos horas en franquear los contrafuertes bajos de la sierra de Mar Matta; por suerte, al final del trayecto se recuperaron con agua fresca que manaba de la roca viva de forma muy parecida a como ocurría en la montaña de Montserrat.
El esfuerzo valdría la pena porque Ubach quería llegar a un santuario donde se decía que se veneraba al demonio. Jeque Adi era el templo y centro de oración y peregrinaje —pues allí estaba la tumba del fundador— de una secta conocida como los adoradores del diablo.
Escondidas entre una vegetación escandalosa, lujuriosa, aparecieron de repente dos cúpulas blancas: habían encontrado el santuario. Antes de entrar en el templo, los fieles daban un huidizo beso a la estatua de una gran serpiente, pintada cuidadosamente de negro, en el margen derecho de la pared de entrada en el lugar de culto. Una vez dentro, hacían un pequeño recorrido durante el cual salvaban unos fuegos sagrados antes de hacer una genuflexión ante una estatua dorada de un imponente pavo. La imagen estaba rodeada por seis candelabros, encima de los cuales había seis imágenes de bronce del mismo animal pero de un tamaño más reducido. Era Melek Tauus, la representación que veneraban los adoradores del diablo, una secta que Ubach tenía ganas de conocer porque le habían explicado que realizaban rituales satánicos para satisfacer al señor de las tinieblas. No obstante, hasta ese momento, no había visto nada que le hiciera pensar que celebraban ninguna liturgia fuera de lo normal. Permaneció expectante, sentado delante del jeque, el representante supremo de esa religión.
—El Dios de un pueblo es, a veces, el demonio de otro. —La sentencia del jeque lo dejó sin palabras.
—¿Por qué lo dice? —preguntó Ubach todavía con cierto asombro.
—Lo entenderá enseguida. Cuando Dios creó el mundo y delegó en siete seres el cuidado de este lugar donde vivimos, que es la Tierra, ocurrió un hecho excepcional.
»Esos seres eran ángeles y el de mayor rango era Melek Tauus, el ángel de Dios, que no quiso arrodillarse ante Adán —dijo señalando la estatua dorada del pavo.
—¿Por qué?
—Melek Tauus no quería inclinarse ante él porque aquella criatura estaba hecha de barro y ellos, que eran ángeles de Dios, estaban hechos de luz espiritual. Los yazidíes creemos que aquel acto que otras religiones interpretaron como un acto de rebelión y orgullo fue en realidad una demostración de amor.
—¿Una demostración de amor? —repitió Ubach en tono de pregunta y con las cejas arqueadas para expresar su incredulidad.
—Sí, porque Melek Tauus sólo quería venerar a Dios. Su desobediencia le acarreó como castigo tener que permanecer siete mil años en el Infierno. Por eso nos consideramos adoradores del diablo. Como para su religión, el ángel caído, Lucifer, es el demonio y la encarnación del mal, nuestros rituales y cultos en torno al fuego han sido muy perseguidos; pero Melek Tauus se arrepintió durante su estancia en el Infierno de lo que había hecho y se dice que sus lágrimas apagaron las llamas.