—No lo engaño —respondió Ubach con toda la serenidad del mundo—. Como usted sabe muy bien, según las Sagradas Escrituras, Moisés guió a su pueblo desde Egipto hasta Israel a través del desierto. Y eso es lo que yo hago.
El resistente del castillo de Kérak seguía amenazándolo con el garrote, pero la expresión de su cara era diferente.
Ubach prosiguió:
—Debido a mis estudios sobre la Biblia, me propuse pisar todos y cada uno de los lugares que los que nos precedieron en el camino de la fe ya recorrieron y eso implicaba pasar, entre otros sitios, por el país de los moabitas, es decir, Moab, hacer una parada en esta ciudad que tiene aquí, bajo sus pies, Kérak, y visitar la fortaleza. ¡Y aquí me tiene! —Abrió los brazos en un gesto que pretendía ser conciliador.
Dio resultado, porque el hombre vestido con tela de saco bajó el garrote y se acercó a Ubach.
—Está bien, está bien. Admito que es una historia creíble, pero… —dudó— me resulta difícil entender qué hace un hombre de fe por estos lugares plagados de mahometanos. Y es evidente que si usted está aquí, es porque ha hablado con el mutessarrif y, además, ha conseguido permiso para acceder al castillo. ¿Cómo le ha permitido subir? —quiso saber.
Ubach se lo explicó.
—Es muy sencillo: le he dicho que usted y yo somos hombres de Dios y que, por tanto, nos entenderíamos.
Respondió con un gruñido, sacudiendo la cabeza de izquierda a derecha y repitiendo:
—Hombres de Dios, hombres de Dios…
—Sí, tengo entendido que usted sirvió en esta iglesia cuando era la sede del arzobispado —le recordó Ubach—. Explíqueme qué ocurrió.
—No es necesario, no tengo ganas de explicarle mi vida a forasteros.
—Muy bien, lo respeto, pero dígame, ¿qué lo retiene aquí? ¿Por qué no puede bajar a vivir a la ciudad?
—No puedo abandonar la casa de Dios. —Y sus ojos iban de un lado al otro de las paredes derruidas de la capilla—. Si abandono el castillo, esos descreídos entrarán y se lo llevarán todo.
—¿Pero qué pueden llevarse? —preguntó Ubach—. No hay nada.
—Se llevarán el espíritu de este sitio…—Hizo una pausa mientras se pasaba la mano por los cabellos, se le humedecieron los ojos y continuó—: Todo se conservaría intacto si no fuese porque estos malditos turcos arrancan poco a poco y sin miramientos los preciosos sillares de esta construcción única.
—¿Y por qué lo hacen?
—¡Para construir y levantar otras construcciones vaya usted a saber dónde! —dijo con un gesto de desprecio.
—Pero me dicen que la ciudad, Kérak, tiene una comunidad cristiana de casi un millar de personas, entre las que hay casi unas trescientas católicas con una iglesia bajo la tutela espiritual de dos misioneros latinos. ¿Por qué no se quiere integrar en esta comunidad? Lo acogería con los brazos abiertos.
—Ése no es mi destino.
—¿Y cuál es su destino?
—Resistir aquí, hasta el final.
Ésa era la voluntad del hombre al que Ubach consideraba el último cruzado.
La inquietud por llegar lo antes posible a Jerusalén era enorme. Y por eso, tras cumplir con los ejercicios espirituales y las despedidas pertinentes a las autoridades de Kérak, iniciaron el último tramo del periplo antes de llegar a la ciudad santa. No obstante, antes de salir de los límites de Kérak, el padre Ubach no pudo evitar girar la cabeza y fijar la vista en los muros de la fortaleza que atalayaba la ciudad.
No dejaba de pensar en aquel espíritu rebelde, que representaba una manera de entender el cristianismo coherente con lo que sentía y pensaba y que, por tanto, obraba en consecuencia. Eso lo convertía en un resistente, en el último cruzado por derecho propio.
—¿Qué miras, Ventura? ¿Sigue fascinándote la imponencia del castillo de Kérak? —le preguntó Vandervorst.
—No exactamente, querido Joseph, no es eso —respondió Ubach, y enseguida cambió de tema.
Tomaron la carretera que hizo construir el emperador Trajano y que llegaba hasta el mar Rojo, pasando por Rabá, el Ar Moab antiguo y metrópoli de los moabitas. Cruzaron el torrente del Arnon, el Qasr, Dibon-Gad y entraron en el territorio de los amorreos. Así transcurrió el último y asqueroso tramo del viaje.
A la mañana siguiente, antes de entrar en Jerusalén, tenían previsto visitar la tumba de Moisés en Madaba, en el monte Nebón. Ubach recordó una leyenda árabe sobre la tumba de Moisés que la situaba en otro lugar, cerca del convento de San Eutimio, y que monseñor Jacint Verdaguer recogió en su Diario de un peregrino en Tierra Santa. Esa leyenda cuenta que Dios había prometido a Moisés alargarle la vida hasta que él mismo se metiese en la tumba. Pasaron años y años, y Moisés se iba haciendo cada vez más viejo. No obstante, nadie moría porque nunca se metía en ninguna tumba. Resulta que una vez que Moisés pasaba por aquella montaña y el sol caía con fuerza, decidió entrar en una cueva en busca de sombra y descanso. Moisés ignoraba que en otros tiempos aquella cueva se había usado como tumba. El ángel de la muerte, al verlo dentro de aquella cueva, cerró la entrada y Moisés quedó encerrado, literalmente enterrado bajo montones de piedras donde años más tarde se levantaría el convento de San Eutimio, que los árabes con esta leyenda bautizaron como Nabi-Musa, la tumba de Moisés. No obstante, Ubach sabía que los verdaderos restos de Moisés reposaban más allá del río Jordán, en el monte Nebón.
Con la puesta de sol, decidieron reposar bajo el ramaje de una acacia. Su principal preocupación era buscar unas cuantas ramas para hacer fuego antes de que oscureciera y empezasen a rondarles los depredadores del desierto. Extenuados por el cansancio, ni el salchichón ni las conservas que Ubach sacó del morral les apetecieron; al contrario, notaban un nudo en el estómago y cierta repugnancia.
Les resultaba más apetitoso comer con los beduinos un par de puñados de harina de trigo candeal o de maíz, y alimentarse con aquel pan cocido bajo la ceniza que comieron con unas olivas y un poco de café.
—¡Auu! —Unos aullidos les erizaron el vello de la nuca.
De repente, todos dejaron de masticar. Parecían asustados y se miraron preocupados.
—¡Auu, auu, auuuu! —Una segunda tanda de aullidos los puso en tensión.
—¿Lobos? —preguntó Ubach.
—Me parece que no —le respondió Saleh—. Estamos en tierra de chacales —le aseguró.
Efectivamente, al poco aparecieron, precedidos por más aullidos, y empezaron a rondar el campamento. Era una jauría de chacales que habían ido a marcar el territorio. La presencia de esos animales los obligó a vigilar de vez en cuando y a dormir con un ojo abierto con las armas a mano, por si acaso y por si, a pesar del fuego, aquellos animales a medio camino entre hienas y lobos se atrevían a atacar.
Al alba, Saleh despertó a Ubach muy preocupado.
—Nos ha desaparecido un camello.
—¿Han sido los chacales? —preguntó Ubach con voz de sueño, mientras se frotaba los ojos.
—No lo sé, no creo. No hay señales de violencia, ni tampoco manchas de sangre en ningún sitio.
—Es muy extraño —dijo Ubach.
—Desde luego —reconoció el beduino—. Durante la noche debe de haber conseguido librarse de las ataduras que le sujetaban la pata al árbol, porque esto es lo único que he encontrado. —Y le enseñó al monje la cuerda deshecha—. Bueno, y también están las pisadas.
—¿Qué dirección puede haber tomado? ¿Crees que habrá llegado muy lejos?
—No lo sé, quizá se asustó con los aullidos de los chacales o quizá tenía hambre. No muy lejos de aquí hay jadá y zatar, poleo y tomillo, y bazaran y rimz, unas matas de arbustos parecidos a los tamarindos, que a esos animales les encantan. ¡Vaya usted a saber! Esos bichos son un poco descerebrados.
—¿Y qué hay del rastro de sus pisadas? —se extrañó Ubach—. Será muy difícil seguirlo si el viento mueve la arena y borra cualquier huella de ésta. ¡Y además, hay muchas más pisadas de otros camellos! —exclamó—. ¿No es imposible seguirle el rastro?
—No crea, abuna. —Y Saleh prosiguió—. Igual que usted distingue fácilmente a las personas por las facciones de la cara, hay beduinos que conocen las pisadas de un camello determinado, y ése era uno de los más altos, uno de los más robustos… Debería ser fácil.
—Y tú, Saleh, ¿puedes hacerlo? ¿Tienes esa habilidad? —preguntó Ubach.
—No, abuna, yo no, pero Djayel sí.
—Pues llámalo.
Saleh fue a buscar a Djayel. El beduino miró al suelo, siguió con la vista aquellas partes de la arena hundidas, marcadas con las pezuñas del camello, y al cabo de un rato de dar vueltas y rodeos alrededor del campamento, se dirigió al padre Ubach.
—Mire, abuna. —Y le señaló una porción de tierra—. Ésas son las huellas de su camello.
Ubach miró hacia donde señalaba la mano de Djayel.
—¿Lo ve, abuna?, aquí, aquí.
El monje era incapaz de distinguir nada más, aparte de la tierra revuelta.
—¿Dónde se supone que están? —se atrevió a preguntar finalmente.
—Aquí, cuidado, no las pise —lo alertó el beduino—. Éstas son las pisadas, y ha ido al noroeste. —Djayel alargó el brazo en la dirección que debían tomar para llegar a Madaba.
—De acuerdo; por lo menos, va en la dirección correcta de la marcha. Confiemos en encontrarlo por el camino —se resignó Ubach.
Después de desayunar una sopa de leche ácida, harina de trigo y un poco de mermelada de naranja, prosiguieron la travesía. Resultó un poco más larga y pesada porque les faltaba un camello. Parecía que el Todopoderoso los pusiese a prueba. La subida hasta llegar al monte Nebón resultó penosa, pero la desilusión al llegar a la cima del lugar donde murió y fue enterrado Moisés fue todavía más lastimosa. Se le cayó el alma a los pies al ver un descampado lleno de ruinas entre las que se distinguían muy bien los cimientos de una iglesia de tres naves y un antiguo convento en la memoria y veneración del gran guía.
—Ojalá pudiésemos hacer excavaciones para encontrar el lugar de la sepultura de Moisés —deseó Ubach en voz alta mientras paseaba la vista por aquel espacio venerable. Y añadió—: ¿Y cómo sería poder adivinar dónde está la cueva en la que el profeta Jeremías escondió el Arca de la Alianza?
Un bramido que les sonó muy familiar llamó la atención de Ubach y de toda la caravana. Dirigieron la mirada hacia una pequeña colina que se levantaba al lado de aquellas ruinas. Un segundo grito, mucho más gutural, propio de un rumiante, les permitió ver qué era lo que profería aquel escándalo en un lugar tan silencioso. Era el camello extraviado que los saludaba mientras masticaba unas matas de rimz que brotaban tras unas piedras. Desde el lugar en el que se alzaba la iglesia se obtenía, en un día sereno como aquél, una vista maravillosa del valle del Jordán y el mar Muerto. También podían vislumbrar Jerusalén y Jericó, que ya los esperaban.
Rashid estaba inquieto. La preocupación se había adueñado del ánimo del líder de los Guardianes. Llevaban demasiados días sin noticias de Mahmud y eso le preocupaba.
—¡Tendremos que asumir que no lo ha conseguido! —reconoció.
—¿Por qué? —le contestó uno de sus hombres.
—Desde que se fue, la única noticia que hemos tenido de él es que se dirigía al Sinaí siguiendo al beduino en una caravana liderada por dos religiosos occidentales, dos benedictinos. En la nota, Mahmud decía que los dos monjes eran estudiosos de la Biblia y que la estudiaban en Jerusalén. Uno de ellos, el que parecía llevar la voz cantante, provenía de un monasterio español, y el otro, más retraído, era de Bélgica. Desde entonces, y de eso hace ya un montón de días, no hemos sabido nada más… ¿No te parece extraño? —preguntó Rashid.
—Sí, es cierto. Pero quizá no ha podido contactar con nosotros por algún motivo. No tiene por qué querer decir necesariamente que haya fracasado.
—Tendríamos que hacer algo más —apuntó Rashid, quien parecía tener la cabeza en otra parte, seguramente buscando una posible solución.
—¿Alguna sugerencia?
—Había pensado que, en lugar de ir nosotros a buscar a ese beduino y al monje, podríamos hacer que ellos vinieran a nosotros.
—¿Cómo lo conseguiremos?
—Muy sencillo: les haremos creer que tenemos lo que quieren —dijo esbozando una sonrisa de satisfacción maléfica—. No obstante, para garantizar que realmente vengan aquí, creo que deberíamos escaparnos.
—Así lo haremos, Rashid. —Se inclinó delante de su líder, y salió del despacho del jefe de los Guardianes, con las dos órdenes. Por un lado, había que redactar una carta y enviarla con urgencia a Jerusalén. Por otro, sólo había que avisar a su hombre de Bagdad.
Cuando llegaron nuevamente a la Escuela de Jerusalén, Ubach recibió una noticia totalmente inesperada.
—Hay una carta para usted, padre Ubach.
—¿Para mí? —respondió con sorpresa y perplejidad.
—Sí, y, según parece, es de Montserrat.
Se le abrieron los ojos y, a pesar del cansancio que arrastraba del viaje, salió corriendo hasta el despacho del padre Lagrange, que se ocupaba de la correspondencia. Llamó a la puerta con los nudillos de la mano derecha.
—Adelante, ¡está abierto! —respondió desde dentro de la habitación el padre Lagrange.
Ubach entró con una sonrisa de oreja a oreja.
—Buenos días, padre Lagrange.
El monje francés, al verlo, se levantó de detrás del escritorio para saludarlo con un caluroso abrazo.
—Bonaventura, dichosos los ojos, ya hacía tiempo que lo esperaba. —Y se fundió entre sus brazos—. ¿Y el padre Vandervorst? —preguntó interesándose por el belga.
—Vendrá a verlo más tarde —anunció Ubach, que ya sabía que el sacerdote belga le comunicaría su decisión de colgar los hábitos.
—De hecho, padre, acabamos de llegar. Venía a buscar la correspondencia porque el padre Janssen me ha dicho que había recibido una carta de Montserrat, ¿es así?
—Sí. —Y se giró para volver tras el escritorio. Abrió un cajón y sacó un sobre—. Han llegado dos cartas, una para el padre Vandervorst y otra para usted. Aquí la tiene. —Y le tendió el sobre con la carta.
A Ubach le costó reconocer el sello de la abadía porque estaba medio borrado; la letra con la que estaba escrito su nombre tenía una caligrafía excelente, pero no sabía distinguirla. No habría sabido decir si pertenecía al padre abad o al padre que actuaba como secretario. En cualquier caso, era consciente de su poca habilidad para descifrar quién lo había escrito, pero no tenía importancia, venía de donde venía, y con eso ya se daba por satisfecho. Después de charlar un poco más con el padre Lagrange, se despidió, y en cuanto salió, ansioso por conocer las noticias de su monasterio, rasgó el sobre para sacar la carta y leerla.