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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

Dos velas para el diablo (3 page)

BOOK: Dos velas para el diablo
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No puedo seguir hablando. He dicho antes que hacía un mes que no sonreía, ¿verdad? Pues bien… también hacía un mes que no pronunciaba tres frases seguidas. Y no es tan sencillo volverse locuaz de repente.

Parece que a Jotapé le cuesta asimilarlo.

—¿Has venido a Valencia desde Polonia? ¿Tú sola?

Y eso que aún no le he contado nada.

—Sí, eso he dicho. ¿Puedo quedarme en tu casa esta noche, por favor?

Parece incómodo. Se lo piensa.

Jotapé vive en un piso viejo y pequeño cerca de la parroquia. Solo tiene una habitación, la suya; luego hay un despacho y una pequeña sala de estar que hace las veces de comedor. Hasta la cocina y el baño son minúsculos.

Lo sé porque ya nos alojamos con él en una ocasión, la última vez que estuvimos aquí. Entonces yo ocupé el sofá y mi padre, como de costumbre, no durmió en absoluto, porque no le hacía falta. Recuerdo que Jotapé estaba muy apurado porque creía que lo decía por cortesía, para no molestar, pero es cierto que mi padre no necesitaba dormir. Se pasó la noche en el despacho de su anfitrión leyendo los libros que tenía por allí. Desde que nos conoció, Jotapé se ha aficionado a la angelología. La última vez que estuvimos en su casa, ya tenía una notable colección de libros y tratados sobre el tema, así que no es de extrañar que mi padre los leyera con cierta curiosidad. En cuanto a mí… bueno, yo dormí a pierna suelta en el sofá. Después de todo, tenía diez u once años y era bastante más canija de lo que soy ahora.

En todos los sentidos. Y supongo que para un cura no es lo mismo alojar a una cría de diez años que va con su padre, que acoger a una jovencita de dieciséis que viaja sola. Sobre todo si se da el caso de que tiene vecinas cotillas.

—Sigues viviendo en el mismo sitio, ¿verdad? Me conformo con el sofá. —Y añado rápidamente, antes de que pueda negarse—: En serio, no necesito más. Será una gran mejora, en comparación con los asientos de las estaciones y la parte trasera de los autobuses.

Parpadea. Sé que no tiene corazón para dejarme en la calle.

Para ser la hija de un ángel, hay que ver lo manipuladora que soy.

—¿A… asesinado? —balbucea Jotapé.

Tarda en asimilarlo. Se sienta en la silla que queda libre, anonadado.

—Por un grupo de demonios —puntualizo, y le doy otro mordisco al bocadillo que mi amigo ha tenido a bien prepararme. Jamón serrano… buah… y me ha prometido tortilla de patatas para mañana… buah, buah, qué lujo. Y un sofá para dormir. Y un cuarto de baño. Si no fuera por mi misión, y por la memoria de mi padre, y porque a Dios pongo por testigo que pagarán por ello, me quedaba aquí fijo. Y hago de monaguilla en la parroquia si es preciso.

Jotapé se quita las gafas y se las limpia con la orilla del jersey, nervioso y desconcertado.

—Demonios —repite; supongo que para un sacerdote debe de ser difícil de asumir. Sabes que existe el demonio, cómo no, pero esperas no tener nunca noticias de él. O, al menos, no de un modo tan claro y directo—. ¿Estás segura, Cat? ¿Los viste?

—No, no los vi —respondo, y no puedo evitar que se me forme un nudo en la garganta. Bebo un trago de agua, pero eso no hace que me sienta mejor—. Pero mi padre está muerto, Juan Pedro, y no es tan sencillo matar a un ángel. ¿Comprendes?

Nunca le hemos hablado de las espadas. Es mejor para él no saberlo.

—Eso es lo que no entiendo. Tu padre era un ángel, Cat. No puede estar muerto.

Intento reprimir la rabia que lucha por adueñarse de mi corazón.

—Olvídate del rollo ese de los espíritus puros y tal, ¿vale? Los ángeles de ahora tienen cuerpo. Un cuerpo que se cura solo, que no envejece y que no enferma, pero que es vulnerable a ciertas cosas. Como al ataque de un demonio. Solo ellos podrían haberlo matado. Y por eso sé que han sido ellos, y no cualquier otro. Aunque no los haya visto.

Jotapé se inclina sobre la mesa y me mira, muy serio.

—¿Cómo pasó, Cat? ¿Cómo fue todo?

—Ya te lo he contado —gruño, más que respondo.

—Me lo has contado por encima. Y yo quiero conocer los detalles.

—¿Para qué? —Noto que estoy dejando escapar mi rabia en forma de mal humor, y lo estoy pagando con alguien que no lo merece, pero no me importa—. Unos demonios atacaron a mi padre, le mataron, y cuando yo llegué ya estaba muerto, punto. ¿Para qué necesitas más detalles? No seas morboso.

—¿Te sientes culpable por algo?

—¿Por qué me voy a sentir culpable? —le ladro—. Yo no maté a mi padre, me lo encontré muerto. Y deja ya de interrogarme, que no estamos en confesión.

Jotapé no dice nada. Yo tampoco. Me limito a devorar lo que queda del bocadillo, con cierta ferocidad.

Entonces él se levanta para marcharse y dejarme a solas. Pero antes de salir por la puerta, dice con suavidad:

—Si tu padre fue asesinado por un demonio, o por varios, ha sido mejor que no estuvieras presente. No podrías haber hecho nada para salvarlo.

Aparto la mirada, molesta. ¿Y él qué sabe?

De pronto, ya no tengo hambre.

Paramos en aquella gasolinera porque yo estaba cansada, tenía hambre y necesitaba ir al servicio. Por supuesto, siempre era yo la que entorpecía la marcha, la que tenía que detenerse constantemente, a comer, a dormir, a mil pequeñas cosas que a mi padre no le afectaban lo más mínimo. Pero él decía que no tenía prisa, y nunca le importaba esperar el tiempo que hiciera falta.

Habíamos estado avanzando campo a través, pero salimos del bosque para ir al encuentro de la autopista y de algún lugar donde parar. Estábamos a punto de llegar a la ciudad, pero decidimos hacer un alto en la estación de servicio. Mi padre se quedó entre los árboles. Solía decir que el olor del combustible le resultaba molesto. Así que le dije que iría yo sola y que no tardaría. Y aquella fue la última vez que lo vi.

Y, en realidad, no tardé tanto. Vale, tuve que ir a pedir la llave del baño a la tienda, y me costó lo mío hacerme entender porque no hablo polaco (tengo cierta facilidad para los idiomas, pero no llego al nivel de mi padre, que era capaz de hablar absolutamente todas las lenguas que existen y que han existido con total fluidez), y luego encima se equivocó y me dio la llave de los baños para tíos, que estaban asquerosos —y yo no soy una tiquismiquis, así que podéis imaginar tranquilamente un grado sumo de guarrería sin sospechar que exagero lo más mínimo— y tuve que volver por la otra llave (los de mujeres no estaban mucho mejor, pero en fin). Y resultó que el baño de chicas estaba ocupado por una cría que tardó un siglo en salir.

Yo creo que entre unas cosas y otras no me entretuve mucho. No pude tardar más de quince minutos. Luego rodeé la estación de servicio, y me abrí paso entre los camiones que estaban aparcados detrás…

Y entonces vi un cuerpo tendido en el suelo, sobre un charco de grasa y sangre. Lo primero que pensé fue que aquel era el resultado de alguna pelea de borrachos. Pero cuando me acerqué más vi… que el muerto era mi padre.

Y pensé que era un mal sueño, una pesadilla, una alucinación. En fin, que no podía estar pasando realmente. Que mi padre era un ángel, y los ángeles no pueden morir.

Pero era él. Y estaba muerto.

No recuerdo muy bien qué hice ni qué pensé entonces. Solo se me ocurrió coger sus cosas, espada incluida, y salir corriendo.

Pensaréis que qué clase de hija desnaturalizada deja a su padre muerto, tirado en un charco de porquería. Estaba asustada, ¿vale? Y, además, tenía dos buenas razones para escapar:

1) Estaba claro que habían matado a mi padre con una espada. Y aunque, por norma general, los humanos no nos fijemos en las espadas angélicas, cualquiera que deduzca que a alguien lo han matado con una espada, y busque un arma semejante con cierto interés, si hay una espada angélica tirada a un metro del cuerpo, la encontrará. Y a ver cómo explicamos eso.

2) Estaba sola en un país extraño y mi padre había sido asesinado en extrañas circunstancias. Y yo no tenía más parientes que pudieran hacerse cargo de mí, ni en Polonia ni en ningún otro lado. Lo cual significaba que, como soy menor de edad y no me puedo ganar la vida como una persona adulta, acabaría en un orfanato, institución para menores, reformatorio o lo que fuera. O en una familia que no era la mía. Y qué queréis que os diga, estoy demasiado acostumbrada a ir a mi aire.

Por eso escapé de la escena del crimen. Y conste que la posibilidad de que los asesinos todavía rondaran por allí no influyó ni media pizca en mi decisión de salir por pies.

Me he preguntado muchas veces qué habrá sido del cuerpo de mi padre. Me imagino que lo llevarían a un instituto anatómico forense, le harían una autopsia y como no lograrían identificarlo, pues… sería un John Doe cualquiera. Un Juan Nadie, por si no conocíais la expresión. Así es como llaman a los cadáveres sin identificar que se encuentran por ahí.

No me preocupa que en la autopsia descubriesen que mi padre era un ángel, porque en realidad su anatomía era igual que la del resto de los humanos. Y el tipo de cosas que lo hacían diferente, como su resistencia sobrenatural, su forma de mirar o sus reflexivos comentarios, llenos de sabiduría, se fueron con él.

Tampoco me preocupa no saber dónde está ahora el cuerpo de mi padre. Después de todo, él fue inmaterial la mayor parte del tiempo mientras existió, y por eso sé que para él su cuerpo era lo menos importante de su ser. La pregunta es: ¿sigue existiendo un ángel transubstanciado cuando se le mata? La respuesta solo la conocen los muertos. Porque el espíritu de un ángel atrapado en un cuerpo que muere sigue el mismo camino que las almas humanas cuando abandonan la vida. Si ese camino lleva a alguna parte, probablemente me encontraré con mi padre al otro lado cuando muera. Y si existen el cielo y el infierno, no creo que Dios me mire con malos ojos si me cargo a un par de demonios antes de morir.

Supuestamente, debería saber algo más acerca del cielo y el infierno, de la vida después de la muerte, ¿no? Pues no, no lo sé. Mi padre me contó muchas cosas, pero ese era un tema del que nunca quiso hablarme.

Capítulo II

M
E
despierto por la mañana con el sonido del claxon de una furgoneta, cuyo dueño parece encontrar algún misterioso placer en destrozar los oídos del personal. Me cuesta un poco situarme.

¿Qué es esto? ¿Una casa? ¿Una cama mullida? Ah, no, es un sofá. El sofá de Jotapé. Al final resultó que había cambiado aquel viejo trasto por un nuevo sofá-cama mucho más cómodo. De lujo.

Me incorporo con precaución y aguzo el oído, pero no oigo nada más. Parece que estoy sola en casa. ¿Qué hora es? ¿Y dónde está Jotapé?

Me levanto, ya sin precaución alguna. Suelo dormir con una camiseta a modo de pijama; igual a mi amigo le incomoda un poco verme de esta guisa, pero, si estoy sola, entonces da igual. Me desperezo (sí, ya lo sé, igual que un gatito) y me voy a la cocina a ver qué hay para desayunar.

Allí me encuentro con una nevera surtida de cosas básicas, pero vacía de golosinas, picoteo y marranadas en general, y una nota manuscrita sobre la mesa.

Cat,

he tenido que salir, y estaré fuera toda la mañana.

Sírvete tú misma. Te he dejado una copia de las llaves sobre la mesa del recibidor, por si necesitas ir a alguna parte, y también un poco de dinero. Nos vemos a la hora de comer.

JP

Algunas cosas nunca cambian: recuerdo de Jotapé su tendencia a dejar notas para avisar del más mínimo movimiento que hacía. Y todas ellas las firmaba siempre con sus iniciales, de ahí que yo empezara a llamarle Jotapé.

Bien, se está muy a gusto aquí y no tengo intención de reemprender mi viaje corriendo; pero no me vendrá mal dar una vuelta y, además, tengo las llaves para volver cuando quiera. Y tengo… ¡veinte euros! Vale que no es como para comprarme un yate y perderme en el horizonte, pero es más dinero del que he visto junto en el último mes.

Pero basta ya de lloros y lamentos, o vais a acabar pensando que no sé cuidar de mí misma. Y eso no es del todo cierto.

Después de todo, he llegado hasta aquí yo sola, ¿no?

Por lo que tengo entendido, la gente que llega a Valencia suele visitar la catedral, la plaza del ayuntamiento y una especie de complejo que parece futurista y que, por lo que sé, es un acuario o algo por el estilo. Eh, no me echéis en cara lo poco informada que estoy. Hace mucho que no vengo por aquí y, después de todo, he venido a vengar la muerte de mi padre, no a hacer turismo.

Sin embargo, las dos veces que he visitado esta ciudad he acabado en el mismo sitio, y dicen que no hay dos sin tres… así que aquí estoy de nuevo.

Ante las puertas de la Biblioteca Municipal.

Bibliotecas municipales hay muchas en la ciudad, pero esta es distinta. Puede que sea la más antigua de Valencia, y si no lo es, a mí me lo parece. Cierto es que he visto bibliotecas más grandes y más impresionantes a lo largo de mis viajes. Pero a esta le tengo un cariño especial. Aquí fue donde conocí a Jotapé.

Empujo la puerta y entro en silencio, un poco intimidada. Me alegra ver que la biblioteca sigue siendo tal como la recordaba. Bueno, para hacer honor a la verdad, hay muchos más ordenadores, cedes y deuvedés, pero espero que eso no signifique que hay menos libros. Recuerdo la primera vez que entré aquí. Entonces tenía siete años y las columnas me parecían altísimas. Y miraba hacia arriba, hacia la cúpula, y tenía la sensación de que estaba muy, muy lejos, rozando el cielo.

Ahora, las columnas ya no me parecen tan altas, ni el pasillo, tan largo. Es porque he crecido; lógicamente, las bibliotecas no suelen encoger.

Me acuerdo también de la bibliotecaria que me vio dirigirme a la sección de préstamo y me indicó que la puerta que buscaba era la de enfrente, la de la sección infantil. Sí; solían cometer ese error a menudo. Pero, como era muy cansado explicar una y otra vez que yo no era como las demás niñas, pronto aprendí otras tácticas de persuasión: le puse carita-de-niña-buena y le dije que andaba buscando a mi papá.

En realidad no recuerdo dónde estaba mi padre ese día ni por qué entré en la biblioteca yo sola. Pero el caso es que me colé en el ala de préstamo de libros para adultos.

Y allí me encontró Jotapé un rato más tarde, en la sección de Religión. El pobre fue a sacar un libro de la estantería y se encontró con que lo tenía una enana de siete años que estaba sentada en un escalón, bajo la ventana.

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