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Authors: Abelardo Castillo

Tags: #Cuentos

Cuentos completos - Los mundos reales (16 page)

BOOK: Cuentos completos - Los mundos reales
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—Va a tener el chico.

Antenor volvió la cara hacia la pared. Después, cada noche la volvía.

VI

Nació en invierno; era varón. Paula lo tuvo ahí mismo. No mandó llamar a la Tomasina: el día anterior le había dicho a Fabio que no iba a necesitar nada, ningún encargo del pueblo.

—Ni hace falta que venga en la semana —y como Fabio se había quedado mirándole el vientre, dijo: —Mañana a más tardar ha de venir la Tomasina.

Después pareció reflexionar en algo que acababa de decir Fabio; él había preguntado por la mujer que ayudaba en la casa. No la he visto hoy, había dicho Fabio.

—Ha de estar en el pueblo —dijo Paula. Y cuando Fabio ya montaba, agregó: —Si lo ve al Tomás, mándemelo. Luego vino Tomás y Paula dijo:

—Podes irte nomás a ver tu chica. Fabio va a cuidar la casa esta semana.

Desde la ventana, arriba, Antenor pudo ver cómo Paula se quedaba sola junto al aljibe. Después ella se metió en la casa y el viejo no volvió a verla hasta el día siguiente, cuando le trajo el chico.

Antes, de cara contra la pared, quizá pudo escuchar algún quejido ahogado y, al acercarse la noche, un grito largo retumbando entre los cuartos vacíos; por fin, nítido, el llanto triunfante de una criatura. Entonces el viejo comenzó a reírse como un loco. De un súbito manotón se aferró a las correas de la cama y quedó sentado, riéndose. No se movió hasta mucho más tarde.

Cuando Paula entró en el cuarto, el viejo permanecía en la misma actitud, rígido y sentado. Ella lo traía vivo: Antenor pudo escuchar la respiración de su hijo. Paula se acercó. Desde lejos, con los brazos muy extendidos y el cuerpo echado hacia atrás, apartando la cara, ella, dejó al chico sobre las sábanas, junto al viejo, que ahora ya no se reía. Los ojos del hombre y de la mujer se encontraron luego. Fue un segundo: Paula se quedó allí, inmóvil, detenida ante los ojos imperativos de Antenor. Como si hubiera estado esperando aquello, el viejo soltó las correas y tendió el brazo libre hacia la mujer; con el otro se apoyó en la cama, por no aplastar al chico. Sus dedos alcanzaron a rozar la pollera de Paula, pero ella, como si también hubiese estado esperando el ademán, se echó hacia atrás con violencia. Retrocedió unos pasos; arrinconada en un ángulo del cuarto, al principio lo miró con miedo. Después, no. Antenor había quedado grotescamente caído hacia un costado: por no aplastar al chico estuvo a punto de rodar fuera de la cama. El chico comenzó a llorar. El viejo abrió la boca, buscó sentarse y no dio con la correa. Durante un segundo se quedó así, con la boca abierta en un grito inarticulado y feroz, una especie de estertor mudo e impotente, tan salvaje, sin embargo, que de haber podido gritarse habría conmovido la casa hasta los cimientos. Cuando salía del cuarto, Paula volvió la cabeza. Antenor estaba sentado nuevamente: con una mano se aferraba a la correa; con la otra, sostenía a la criatura. Delante de ellos se veía el campo, lejos, hasta el Cerro Patrón.

Al salir, Paula cerró la puerta con llave; después, antes de atar el sulky, la tiró al aljibe.

Los muertos de Piedra Negra

Ese que va ahí, alto entre los diez que acaban de entrar en el regimiento saltando las alambradas que dan al Tapalqué, contento y con ganas de gritar viva Perón en medio de la noche, vestido con una garibaldina militar reglamentaria verde oliva pero en zapatillas de soga y con una zapa o un pico de mango corto sujeto al cinturón, no es soldado: es Anselmo, carretillero de las canteras de Piedra Negra. Anselmo Iglesias, el más chico de los dos últimos Iglesias. El otro, Martín, viene corriendo solo por mitad del campo, lejos: Anselmo no lo sabe. Ni sabe que, cuando lleguen a la Plaza de Armas, los van a matar a todos. Es la madrugada del 9 de octubre de 1956. Por el puesto de guardia número uno que da sobre la ruta de Buenos Aires a Bahía Blanca, ha entrado en el cuartel, con otros veinte hombres de las canteras, el coronel Lago; diez guarniciones, rebeldes al gobierno de facto que destituyó a Juan Perón, esperan a que Lago, apoderándose del regimiento, ordene marchar sobre Buenos Aires. La cantinera de El Arbolito, doña Isabela Trotta, repartió vino fiado esta noche, y algún soldado del Ejército Argentino duerme ahora con ella. Martín Iglesias va a gritar: Anselmo.

Cuando todavía no habían salido de las canteras ni entrado en el cuartel, Anselmo se asomó al paredón y levantó la mano. Y él mismo se asombró del gesto, de haber sido él y no Martín quien alzara la mano en la noche imponiendo silencio, mandando a los otros que se estuvieran quietos ahí atrás. Los diez de atrás se detuvieron y él saltó el talud y se dejó caer, sentado, resbalando por el declive entre el rumor sordo del pedregullo. Mientras caía volvió a sentir eso en el estómago (como un vacío, o acaso ganas de reírse) y vio las letras. Enormes y blancas, pintadas en el paredón. Una P y una V. Oyó a su espalda el murmullo apagado de otro cuerpo sobre las piedras: Martín. Iglesias el mayor descolgándose entre las sombras. Mi hermano. Treparse y saltar, de chicos lo habían hecho muchas veces, sólo que no tan de noche y que antes el parapeto parecía más alto y el terraplén más largo, y no había ningún camión esperándolos. Un camión del Ejército, en marcha: un Mack donde un teniente leal a Perón y al coronel Lago espera a los diez hombres de ahí arriba. Diez sin contar a los Iglesias, que juntos venimos a ser como otros diez, pensó el más chico riéndose hacia adentro. El chillido largo de un pájaro entre los eucaliptus, en dirección al horno viejo, y después, extendiéndose a lo ancho de la tierra socavada, la luz de la luna que asomó sobre el cerro haciendo estallar como lentejuelas las piedras laminadas de mica. Las toscas, sus vetas azules: que a uno lo maten y no ver más las piedras, pensó Anselmo, y pensó ¿me hizo mal el vino o estoy loco? Y volvió a tener ganas de reírse y más tarde a pensarlo, cuando ya habían entrado en el regimiento y él, Anselmo Iglesias, el más chico de los dos últimos Iglesias, solo en medio de la noche (porque haber llegado al cuartel sin Martín, por más que hubiera diez hombres y un teniente a su lado y otros veinte entrando por el puesto número uno al mando del coronel Lago, y todos peronistas, igual era lo mismo que estar solo), creyó entender que ahí había algo raro, en la noche o en ellos, sintió de golpe que lo del vino no era una casualidad y supo que todos, no sólo él, tenían ganas de gritar.

Viva Perón, leyó. O mejor lo vio, escrito con grandes letras de cal en el paredón de la cantera. Ellos lo habían pintado un mes antes. En realidad no decía Viva Perón, sino Perón Vuelve; pero no había necesidad de saber leer para escribirlo: como el nombre de uno. Los Iglesias lo pintamos, pensó. Y pensó ¡piiiuuu… ju!, contento bajo las estrellas.

—¿Qué? —oyó a su lado.

La voz del vasco Iturrain, dinamitero de Los Polvorines. Y antes de darse cuenta de que aquélla no era, no, la voz de su hermano, Anselmo comprendió que de contento (o por el vino) había estado hablando en voz alta. Llevándose un dedo a la boca, chistó al vasco.

Cuando volvió la sombra se arrastraron en silencio hasta el borde del alero de piedra, sobre el camino; desde allí podía verse el horno viejo. Ese es el camión, ¿no?, murmuró Anselmo, ¿dónde quedó Martín?, murmuró: las dos preguntas como si fueran una. El vasco dijo sí, el camión. Y Martín estaba con la gente, atrás, en el parapeto. Echados de boca contra las piedras, se miraron; el vasco Iturrain habló primero. Se descompuso, dijo. Anselmo levantó el brazo e hizo señas a los de arriba sin dejar de mirarlo y, mientras volvía a oírse el rumor como de lluvia de las toscas y la tierra, preguntó cómo, quién se descompuso. Levantándose a medias echaron a correr hacia abajo, casi en cuclillas. Me parece que fue el vino, dijo Iturrain siempre corriendo, le ha de haber caído mal el vino. Saltaron al segundo alero; de ahí, al suelo. Gorda yegua, murmuró el más chico: pensaba en Isabela, la cantinera de El Arbolito. Se dejó caer sobre la barriga para ocultarse de la luz de un coche que pasaba rumbo al cruce del Cerro Negro. Comenzaron a gatear velozmente recatándose a trechos entre los recovecos del socavón. Anselmo miró hacia atrás: entre el movedizo bulto de las sombras que los seguían, no distinguió a Martín. Justo esta noche se le daba a la Isabela por fiar vino, gorda jetona. Justo hoy, pensó. Y una arruga vertical, como una cicatriz súbita, le rayó la frente. Después se detuvo en seco y se dio vuelta, porque una mano se había apoyado sobre su hombro. Martín no era. Era López, de los dinamiteros de la calera Norte. Anselmo lo miró. López miró al vasco Iturrain y luego nuevamente a Anselmo. El más chico de los Iglesias, ahora, habló en voz alta.

—Mi hermano —dijo—. Qué pasa con el Martín. En el horno viejo, los faros del Mack se encendieron dos veces, como un pestañeo.

—Lo volteó el vino. Dice que no llega, que vayas.

Gran puta, murmuró Anselmo. Miró hacia el horno, dijo crucen, gateando pasó entre medio de los que llegaban y volvió a subir. Y ahora está de nuevo frente a las letras, blanquísimas, como fosforescentes sobre las piedras veteadas. El y el borracho de su hermano (Martín, susurró buscándolo, Martín) las habían pintado la noche que los apalabró el coronel, ellos, que esta madrugada van a ser muertos entre una zarabanda de gritos, estallidos y disparos y parábolas de cohetes luminosos como una fiesta, porque esta madrugada Anselmo sentirá ganas de pegar un grito en el silencio del cuartel y se dará cuenta de que todos sienten lo mismo, como si estuvieran contentos o electrizados o borrachos, y mordiéndose los labios resecos apretará el mango de fierro del pico, pensando falta poco, pensando Martín, mientras al otro lado de la Plaza de Armas el coronel Lago ya cruza en sigilo los sotos de la Intendencia (con otros veinte hombres que a lo mejor también sienten crecer aquello en la garganta), en el mismo instante en que Martín llegará y saltará la tranquera que da al arroyo.

Perón Vuelve. El más chico había dejado el balde en el suelo aquella noche, la noche que les habló Lago. Martín retocaba con su brocha esa letra, la torcida. Y Anselmo, cuando fue a levantar el balde, presintió algo, a su espalda: agachó del todo la cabeza y miró hacia atrás entre las piernas. Vio las botas militares, y mientras metía la mano entre la camisa buscando el pico, murmuró el nombre de Martín, quien cambió de mano la brocha. Ya habían calculado la distancia entre ellos y el de las botas cuando se oyó la voz. A ver si pintan como la gente esos Iglesias, dijo la voz. Y después hablaron. Y ellos aseguraron que en las canteras había por lo menos treinta dinamiteros capaces de todo. No sólo de volar el puente de pontones sobre el Tapalqué, sino también de dinamitar el Depósito de Arsenales del regimiento, ni bien les dijeran cómo entraban. De eso me encargo yo, había dicho el coronel Lago, y explicó que entrar en un cuartel es fácil. Jodido va a ser salir, dijo Anselmo, riéndose. Iglesias el mayor lo miró con severidad y el coronel le palmeó el hombro: buena gente estos Iglesias, medio locos pero corajudos y peronistas. Los cuatro iguales. Sólo que de los cuatro quedaban dos. A Humberto Iglesias, el del medio, lo mataron en la Capital nomás cruzando el Riachuelo el 17 aquel de octubre en que el gobierno ordenó levantar el puente de Avellaneda y la indiada lo mismo cruzó a nado. Al padre, Casimiro, un viejo chiquito que había quedado medio tullido en su juventud por apostar de puro bárbaro que él levantaba ese carro cargado con bolsas de cemento caído en la cuneta, a Casimiro Iglesias lo voló la descarga de un blindado en noviembre de 1955: el viejo se paró delante del busto de Eva Duarte en pleno patio de la estación de ferrocarril, y el teniente coronel Cuadros que traía la orden (o la voluntad) de hacer volar el busto de Eva Perón le dio diez segundos para apartarse. El viejo dijo viva Perón la puta que te parió, y Cuadros comenzó a contar. Buena madera esos Iglesias, sí. Lago, que nunca había sido peronista, ni lo era, pero que no se iba a poner a explicarles a unos carretilleros que restituir el Honor de la Nación exige, de sus hombres, ciertas decisiones, el coronel Federico José Lago que también será muerto esta noche, sabía en efecto elegir a su gente. Afirmó que Perón iba a volver, y se juramentaron. Y siguieron viéndose en la cantina de Piedra Negra, o junto al paredón donde ahora Anselmo anda buscando al borracho de su hermano, o en algún bar del Pueblo Nuevo.

Lo encontró por fin, boca arriba, tendido bajo una especie de cornisa. Martín dijo:

—Estoy borracho, Anselmito. Descompuesto estoy —y lo decía como si el más chico, y no él, fuera quien necesitaba ayuda—. Vas a tener que seguir solo —decía, y lo repitió muchas veces como si se quejara de algo, de una injusticia. Anselmo lo acomodó estirado bajo la saliente, más al reparo—. Para peor vas a tener que seguir solo. —Apretaba con empecinamiento la botella contra el pecho; se reía ahora. —La gorda me la dio, Isabela, cuando salíamos.

De pronto, se echó a llorar.

Anselmo tomó la botella con intención de tirarla lejos; pero se arrepintió.

—Dormite, dormite acá —le dijo—. Yo le explico al coronel que te pasó cualquier cosa. Dormite.

Le tocó la cara.

Se escuchó abajo el acelerador del camión. Martín, sentado a medias, se mordía el labio inferior con un gesto cómico, moviendo de un lado a otro la cabeza, lagrimeando.

—Hacerle esto al general. Un Iglesias hacerle esto a Perón.

Golpeaba el suelo rítmicamente con el puño; después buscó en la oscuridad la mano de Anselmo y la apretó. Anselmo oía ahora el motor del Mack regulando entre las sombras. Comprendió que debía hacer algo, un gesto, algo: levantó la botella y echó un trago, largo, como de complicidad o despedida, y le guiñó un ojo al mayor que ahora volvía a golpear la tierra con el puño y que después, haciéndole describir al brazo un gran giro, se dio un puñetazo tremendo en el pecho.

Anselmo, con un movimiento de cabeza, le señaló el parapeto, arriba: las letras blanquísimas. Cuando ya se iba, Martín lo detuvo.

—Anselmito —le dijo simplemente.

—Antes de Navidad —dijo Anselmo—. Antes de Navidad vuelve.

El mayor dijo:

—Cuidate, Anselmo.

El más chico echó a correr hacia el horno viejo.

Nos emborracharon adrede, pensó Martín. Unos minutos más tarde, cuando el camión pasaba por el camino hacia el cruce, lo dijo en voz alta, con los brazos abiertos. Se había puesto de pie y tenía los brazos abiertos y la botella en una mano y gritaba. Después corría cortando campo en dirección al cuartel, tropezando entre la tierra removida.

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