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Authors: Abelardo Castillo

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Cuentos completos - Los mundos reales (38 page)

BOOK: Cuentos completos - Los mundos reales
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Cuando intentó ponerse de pie para dejar el saco y el chaleco en el portaequipajes, comprobó que no había estado borracho, sino que, técnicamente hablando, todavía estaba borracho. Y de qué modo. Mirando desde allí el portaequipajes, comprobó otra cosa: no se veía valija ni bolso de mano, ni objeto alguno que fuera suyo, sobre todo, no un portafolio. Y él recordaba perfectamente un portafolio, negro, con manija, baratísimo y suyo, sin valor para nadie que no fuera el hombre que ahora volvía a transpirar y se aflojaba la corbata con un tirón tan brusco que le saltaron dos botones de la camisa, su portafolio de material sintético, negro estuche de su alma, dicho sea con toda ironía, o Caja de Pandora de tres por cinco donde sin embargo, dicho sea sin la menor ironía, anidaba la Esperanza, por no llamarla Redención. Esteban recordó haber llegado a su casa sin Mara (¿dónde la habría dejado?, Mara o la que fuera), vale decir, solo. Vale decir que no pudo haber entrado en ningún bar. Nunca bebía solo. Nunca, o todavía. ¡Bah!, anda al carajo con tus interrupciones, pensó. O sí, el único lugar donde aceptaba beber sin compañía era su casa, pero no hasta emborracharse, y esto sí que era extraño y hasta novedoso, era un poco anormal desde el punto de vista clásico, ya que esta gente (los borrachos, pensó, los enfermos alcohólicos), como los drogadictos, tienen una manifiesta tendencia a la soledad cuando están en racha, al anonimato, a los bodegones sórdidos, cosa que a Esteban le resultaba bastante inexplicable porque, según pensaba ahora ya totalmente olvidado del portafolio y hasta de su alma inmortal cautiva en el portafolio bajo la especie de un gran cuaderno Leviatán de hojas cuadriculadas, la soledad únicamente se soporta estando sobrio, sólo es bella y contiene al hombre como en el centro de una perla negra, si se está sobrio, en cambio, el mundo, que repentinamente había derivado desde una redonda transparencia con azules flores de campanilla hasta la forma algo arbitraria de una escupidera cuyo contenido venía a ser la Civilización, y sobre todo ciertos borrachos, y sobre todo ciertos escritores borrachos (excepto los muertos venerables), en cambio el mundo no puede ser soportado con menos de medio litro de whisky bajo la camiseta, pensó Esteban como si cantara en medio de un incendio, imagen que estuvo a punto de revelarle una teoría general y algo catastrófica sobre el destino de la Cultura Occidental, y sobre el arte, esa borrachera de la cultura, y sobre sí mismo como una especie de cordero borracho inmolado por amor a la sobriedad, al equilibrio y a las flores azules. Y sabe Dios adonde habría ido a parar si la necesidad de escribir todo esto (
de escribir una carta
), —penso— no le hubiese hecho recordar el portafolio.

Tenía la costumbre de apoyarlo junto a la pata de las mesas, en los bares, pero, por las razones filosóficas ya apuntadas, él no había entrado en ningún bar. O sí. ¿El bar de la estación? Imposible. Y no porque esta misma mañana no se hubiera sentido capaz de refutar su sana teoría sobre él y los bares, sino porque en la estación de ómnibus no había ningún bar, no uno abierto. Ni tampoco en los alrededores, porque ahora se recordó a sí mismo, portafolio en mano, buscando con alguna desesperación un bar abierto por la calle Hornos.

—«Nortespierto» —oyó, junto a la oreja.

Una dulce electricidad le erizó los pelos de la nuca. Y mientras alcanzaba a pensar que esa expresión no era un giro literario, comprobando al mismo tiempo que a su lado no había nadie, cosa que ya sabía, recordó el nombre de la calle (¡Hornos!) y sintió que se le helaban los dedos debajo de las uñas. Su asiento estaba reclinado; el contiguo, no. En el hueco vio una nariz y un ojo. El ojo era más bien verde, pero Esteban, por una cuestión de cábala, lo miró como si fuera azul. Ojo que pertenecía a una encantadora anciana que acababa de preguntarle al señor del asiento de adelante, o sea a él, si ya estaba despierto. Esteban, con la espalda muy rígida contra el respaldo y la cabeza vuelta en dirección al ojo, tenía, o le pareció, un vago aspecto de persona a punto de ser fusilada, y, a causa de la torsión del cuello y de los ojos, cierto aire de pánico que de todos modos no lograría atenuar mientras debiera atender por entre los asientos a la anciana dama, quien, créase o no, le estaba hablando a Esteban de su portafolio.

—Usted me lo puso en la falda, al subir —decía la bella mujer antigua del asiento de atrás—. «Cuídemelo bien», me dijo, y se fue a dormir a su asiento.

—Me acuerdo —dijo soñadoramente Esteban.

—Pero yo me bajo acá cerca, en Zarate —decía el Hada de los Poetas—. Así que no sé.

Yo debí tener una abuela así, pensó Esteban casi con lágrimas, o aunque más no fuera un ama de llaves como ella. Nunca me habría atrevido a defraudarla. Nunca me hubiese caído de cabeza en la bañadera al volver de madrugada, nunca me hubiese deslizado en la oscuridad para robarle el Licor de las Hermanas. Y todo, lo sé, todo habría sido distinto.

—Démelo, démelo nomás —dijo.

La abuela, que hasta ese momento seguía con el portafolio sobre su falda, hizo ademán de levantarse.

No, pensó horrorizado Esteban. Ella no debía ponerse de pie. Y él, menos. Perder el equilibrio justamente ahora hubiera sido horrible, hubiera sido infame. Dios lo perdona todo, menos cosas como ésta.

—Por el agujero nomás —dijo, deslizando la mano entre los dos asientos—. Pásemelo por el agujero.

De inmediato, y olvidándose por completo de dar las gracias y quizá hasta olvidando a la anciana, descorrió el cierre del portafolio, sacó el cuaderno, sacó un frasquito de anfetaminas, se tragó dos de un golpe y buscó una lapicera: encontró tres. Como equipaje, era representativo: un enorme cuaderno, las anfetaminas, tres lapiceras, una camisa, un libro de Jack London y una bombilla para tomar mate cuya procedencia y utilidad ya iría descubriendo con las horas, aparte del citado cepillo de dientes que, vaya a saber por cuál arranque de ternura, había decidido llevar no en el portafolio, sino junto a su corazón. Apoyó sobre las rodillas el cuaderno abierto en una página en blanco. Lo veía todo muy claro ahora. Y todo quería decir
todo
. El mundo. Y su relación con el mundo. El porqué de su relación con el mundo y el porqué de su relación con Mara (con todas las mujeres, sí, pero especialmente con Mara), y el porqué de que a veces, durante la noche, todavía se creyera capaz de terminar su libro, y aun muchos otros libros que les hablaran a los hombres de otro hombre, de Esteban Espósito, con una voz tan angelicalmente bella y demoníaca que ellos se espantarían de sí mismos si eran perversos y, si no lo eran, quizá comprenderían que él de veras se había crucificado inmundamente, y se estaba matando, y se había hecho odiar por todos los que alguna vez lo amaron y ya había dejado de amar, y casi no podía sentir un solo sentimiento humano, por la pasión de ser feliz, de que todo hombre fuera feliz, por la locura de que todo hombre y aun toda cosa fueran bellos y felices, motivo por el cual se fue convirtiendo en lo que era, un egoísta hijo de puta, un sórdido egoísta hijo de puta que se emborrachaba por miedo a vivir y se acostaba con otras mujeres por miedo a vivir y no era capaz de confesarle a Mara que nunca la había querido por miedo a vivir, y a dejarla vivir, y ya ni siquiera escribía por miedo a vivir. Pero esta vez iba a decirlo palabra por palabra, a confesarlo todo. Iba, siquiera por una sola vez en su vida, a hacer algo irremediable, algo absolutamente sincero y honrado, e irremediable, pensó, o quizá ya lo estaba escribiendo porque desde hacía unos minutos se había puesto a escribir frenéticamente, ahogado por el calor y casi a ciegas, sacudido por los bandazos del ómnibus y los propios bandazos de su corazón mientras comprendía en algún lugar de su conciencia que le era absolutamente necesario conservar este delirio, esta embriaguez, porque si no escribía hoy esta carta no se iba a atrever a escribirla nunca. Hoy lo había emborrachado Dios.

Y en el mismo momento en que empezaba a meditar en el sentido cabal (religioso) de la palabra embriaguez, advirtió que el ómnibus estaba deteniéndose. Zarate. La Balsa. En la Balsa había una especie de confitería. Se pasó la mano por la frente empapada. No, no iba a bajarse.

Como aureolada, la Abuela Mística del asiento de atrás pasó junto al asiento de Esteban. No llevaba valija ni bolsón, llevaba un paquete, porque todas las abuelas del mundo viajan por el mundo con paquetes. Ella le sonreía. Y Esteban también sonrió, sólo que en dirección a su rodete, vale decir un poco a destiempo porque ella ya había pasado. De modo que no la vería nunca más. Y de modo que ella había venido custodiando, desde la mismísima calle Hornos, su portafolio y, sobre todo, su ancho cuaderno Leviatán, de cuatrocientas páginas y, sobre todo, doscientas de esas cuatrocientas páginas cuadriculadas de su gran cuaderno de tapas duras, robado, seis años atrás, en una ruinosa librería de Córdoba que, por si no se cree en el destino, se llamaba nada menos que Fausto. Bruscamente, Esteban se puso de pie, mejor dicho se puso de pie sin pensarlo y eso lo ayudó a pararse. O quizá ya le estaban haciendo efecto las anfetaminas, porque se encontró dando grandes zancadas por el pasillo del ómnibus detrás del rodete de la abuela, al que alcanzó a decirle «gracias» en el momento exacto en que llegaba a la puerta. Ella se dio vuelta y volvió a sonreír. «Pero hijo», murmuró como una música. Y Esteban la vio irse de su vida, con su gran paquete y rodeada de ángeles o de parientes que la esperaban, parientes o ángeles a los que no quiso mirar porque también le pareció oír la voz de un chico quien, en contados segundos, le robaría para siempre el amor de la abuela, que sin saberlo, y más que nada sin importarle, había venido custodiando los diez primeros capítulos de algo que en términos generales podía llamarse su apuesta contra el tiempo, o el embrión, informe, pero el embrión, de su grande y verdadera conversación con el demonio: su Pacto con el Diablo. En el pasillo del ómnibus algunos impacientes parecían tener una idea distinta de la de Esteban acerca del uso de la puerta, pero ¿qué hubiera pensado la abuela de conocer el contenido del cuaderno?; esa pregunta lo hizo sonreír y, por el momento, le impidió moverse. Mejor ni imaginar qué hubiera pensado, como también era mejor no imaginar (y dejó de sonreír) al niño o los niños de ahí abajo, a los que detestaba sin ningún escrúpulo, aunque (y volvió a sonreír) todo el mundo había podido escuchar que Esteban fue llamado «hijo» y no, como la primera vez, «señor». Y en cuanto al problema del Bien y el Mal, al fácil símbolo del demonio durmiendo protegido en el regazo de la abuela, al combate milenario entre la luz y las tinieblas, se lo regalaba a los pasajeros sin imaginación, ya que él había adivinado, hacía seis años, y también en un ómnibus, sólo que aquel iba al Cerro de las Rosas, que nunca hubo tal combate y que el gran Dostoievski le había errado fiero cuando murmuró aquella cochinada de «si Dios no existe, todo está permitido» (donde Dios viene a ser una especie de cuco o Cabo de Guardia boyando entre las nubes para que el pequeño Fiodor se porte bien y tome toda la sopa), porque lo realmente trágico es que
todo está permitido siempre
, exista Dios o no, o dicho de otro modo, que el único problema es el del Mal, y ahí sí que te quiero ver, escopeta, se dijo Esteban y dejó libre la puerta un segundo antes de que se desatara un motín en el pasillo, y, luego de guiñarle un ojo a un señor petisito, caminó con asombrosa firmeza hacia su asiento.

Ya sentado advirtió dos cosas: que, excepto el chofer, en el ómnibus no quedaba nadie; que había caminado con demasiada firmeza. La segunda, lo alarmó. Y estaba a punto de descubrir por qué, cuando oyó que ningún pasajero podía quedarse en el coche durante el cruce del río.

—Pero yo necesito terminar una carta —dijo Esteban algo absurdamente, pero con voz normal.

—En el ferry hay bar —dijo el chofer.

Qué ferry, de qué me está hablando este hombre. Y qué quiere insinuar con lo del bar. Quién le preguntó si había o no bar.

Cuando lo comprendió estaba en el
ferry-boat
. Pidió un café y una jarra de agua. Abrió el cuaderno. Miró el reloj del bar. Ea sombra fresca y el aire de río le hicieron cerrar un segundo los ojos.

—Esto es suyo —oyó.

Abrió los ojos y vio que el mozo le alcanzaba el cuaderno; pensó que no lo había oído caer y volvió a mirar el reloj. Casi grita.

—¿Qué hora es ya?

Habían pasado quince minutos. Entonces comprendió por qué lo había alarmado, en el ómnibus, caminar con cierta seguridad; si se le pasaba la borrachera, si descansaba, nunca seguiría escribiendo esa carta.

—Un whisky —dijo—. Doble.

Era insensato, sí, era una locura o un suicidio o era simplemente la excusa más formidable que se le había ocurrido nunca para seguir emborrachándose (porque ¿podía jurar que no se trata de una excusa?, ¿no había sido esto precisamente lo primero que pensó hacer al despertarse?), pero, fuera lo que fuese, ya no le importaba. Iba a escribir incluso lo que estaba haciendo y hasta la ambigüedad de lo que estaba haciendo. Sin tocar el whisky escribió de un tirón otra página; cuando comenzaba la tercera notó que ya se lo había bebido y llamó al mozo.

—Otro —dijo.

—¿Igual? —preguntó el mozo.

—Va a ser difícil que sea peor —dijo Esteban.

El mozo se reía, era su cómplice. Un mozo que reconoce la jerarquía alcohólica de sus clientes, un mozo al que se le pueden pedir favores. Cuando volvió con el whisky, Esteban le preguntó cuánto faltaba para terminar el cruce.

—Una media hora —dijo el mozo.

—Perfecto. Hágame un favor: dentro de diez minutos me sirve otro. Igual. Y un momento antes de atracar me trae una botellita de agua tónica; antes la destapa y le echa una medida o dos de algo, gin o ginebra. Y la vuelve a tapar. Es para llevármela al ómnibus. Esta noche tengo que dar una conferencia en Entre Ríos, y si no consigo dormirme en el viaje, se imagina.

Estaba hablando demasiado. De cualquier modo, el mozo pareció imaginarse.

—Sí, yo tampoco puedo dormir en los viajes —dijo, como si el diálogo estuviera ocurriendo a medianoche.

Esteban no tenía la menor idea de cómo iba a pagar nada de lo que había pedido. Y aunque te parezca mentira, escribió, lo único que lamentaría si llego a armar un escándalo es haberlo defraudado al mozo. Parecía absurdo, sí, y seguramente lo era, pero él se había pasado la vida sintiendo (cómo escribirlo, sin embargo, cómo no adivinar tu gesto de fastidio ante la inminencia de las grandes palabras, cómo ignorar los efectos que produce en el ritmo de tu respiración, en los músculos de tus párpados y de tu boca, mi arrebatador estilo), sintiendo que tenía una deuda con todos los hombres. Especie de locura mesiánica o consecuencia de haber leído de muy chico a Dostoievski y haberse tomado en serio aquello de que todos somos responsables de todo ante todos. O la conciencia de haber llegado a los treinta y tres años sin cumplir una sola de las fastuosas promesas que había hecho, y se había hecho, en la adolescencia. Como todos los hombres, claro, pero sin que esa excusa, a él (que era el rey de las excusas, el archimago de las coartadas), justamente esa excusa le estuviera permitida. No iba a cambiar su manera de vivir después de esto (lo escribió mientras se tomaba el whisky y miraba furtivamente la hora), más bien tenía la sospecha de que éste era un Rito de Pasaje, la antesala de algo parecido al Infierno, si se le permitía la expresión; no, no iba a cambiar de vida ni, mucho más modestamente, de hábitos; pero él sabía que después de un acto como éste ya no iba a poder mentirse, ni mentirle, porque ni ella volvería a creerle cuando él, y sintió que no se iba animar a escribirlo y de un trago acabó con el tercer whisky que misteriosamente había aparecido sobre la mesa, notando al mismo tiempo que la longitud de sus párrafos no guardaba relación alguna con el tiempo que le llevaba redactarlos (suponiendo, pensó con un vago temor, pero sin atreverse a leer lo escrito, que realmente estuviera escribiendo las cosas que pensaba), ni ella volvería a creerle cuando él fe dijera que sólo existía la literatura y no otras mujeres, mujeres a carradas, hechas no de palabras, hechas no de estas sombras, sino de carne y hueso, Mara, y hasta de una especie de ternura que también era vagamente parecida al amor, o lo era ciertas noches como la que seguramente tendría hoy mismo después de su conferencia en Concordia, por qué no, ni ella volvería a creerle ni él a usar la cama para justificar la impotencia de lo que en una época le gustaba llamar su alma, ni a usar su alma para justificar la sordidez de su cuerpo, ni el alcohol para insultarla como ahora, que era la última vez, pero hoy no por humillarla, no por odio (y de reojo vio al mozo parado junto a su mesa con la botellita de agua tónica, lo que significaba que era necesario dejar de escribir y sobre todo pagarle, y, sobre todo, ponerse de pie), sino como un acto de fe, ya que entre ellos era un poco grotesco hablar de actos de amor.

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