Intensos rigidam in frontem ascendere canos Passus erat.
(Lucano, De Catone)
(…un hirsuto pelmazo).
Traducción
[102]
Corramos a las murallas —dijo Abel-Phittim a Buzi-Ben-Levi y a Simeón el Fariseo, el décimo día del mes de Tammuz del año del mundo tres mil novecientos cuarenta y uno—. Corramos a las murallas, junto a la puerta de Benjamín, en la ciudad de David, que dominan el campamento de los incircuncisos; pues es la última hora de la cuarta guardia y va a salir el sol; y los idólatras, cumpliendo la promesa de Pompeyo, deben de estar esperándonos con los corderos para los sacrificios.
Simeón, Abel-Phittim y Buzi-Ben-Levi eran los Gizbarim o subcolectores de las ofrendas en la santa ciudad de Jerusalén.
—Bien has dicho —replicó el Fariseo—. Apresurémonos, porque esta generosidad por parte de los paganos es sorprendente, y la volubilidad ha sido siempre atributo de los adoradores de Baal.
—Que son volubles y traidores es tan cierto como el Pentateuco —dijo Buzi-Ben-Levi—, pero ello tan sólo para con el pueblo de Adonai. ¿Cuándo se ha sabido que los amonitas descuidaran sus intereses? ¡No me parece que sea tan generoso facilitarnos corderos para el altar del Señor y recibir en cambio treinta siclos de plata por cabeza!
—Olvidas, Ben-Levi —replicó Abel-Phittim—, que el romano Pompeyo, impío sitiador de la ciudad del Altísimo, no tiene la seguridad de que los corderos así adquiridos serán dedicados a alimento del espíritu y no del cuerpo.
—¡Cómo, por las cinco puntas de mi barba! —gritó el Fariseo, que pertenecía a la secta de los llamados Tundidores (pequeño grupo de santos, cuya manera de tundirse y lacerarse los pies contra el suelo era desde hacía mucho una espina y un reproche para los devotos menos ahincados, y una piedra de toque para los transeúntes menos dotados)—. ¡Por las cinco puntas de esa barba, que, por ser sacerdote, me está vedado afeitarme! ¿Habremos vivido para ver el día en que un blasfemo idólatra advenedizo romano nos acuse de destinar a los apetitos de la carne los elementos más santos y consagrados? ¿Habremos vivido para ver el día en que…?
—No nos preocupemos de las razones del filisteo —lo interrumpió Abel-Phittim—, pues hoy nos beneficiamos por primera vez de su avaricia o de su generosidad; apresurémonos a llegar a las murallas, no sea que las ofrendas falten en ese altar cuyo fuego las lluvias del cielo no pueden extinguir, y cuyas columnas de humo ninguna tempestad puede alterar.
La parte de la ciudad hacia la cual se encaminaban nuestros excelentes Gizbarim ostentaba el nombre de su arquitecto, el rey David, y era considerada como la zona mejor fortificada de Jerusalén, hallándose situada sobre la abrupta y majestuosa colina de Sión. Un ancho y profundo foso circunvalatorio, tallado en la roca viva, estaba defendido por una solidísima muralla que nacía en su borde interno. A intervalos regulares surgían en la muralla torres cuadradas de mármol blanco, las menores tenían sesenta pies de alto, y las mayores, ciento veinte. Pero en las cercanías de la puerta de Benjamín la muralla no nacía del borde mismo del foso. Por el contrario, entre el nivel de éste y la base del baluarte alzábase un risco de doscientos cincuenta codos que formaba parte del abrupto monte Moriah. Así, cuando Simeón y sus compañeros llegaron a lo alto de la torre llamada Adoni-Be-zek —la más alta de las torres que rodeaban Jerusalén y lugar habitual de parlamentos con el ejército sitiador— pudieron contemplar el campamento del enemigo desde una eminencia que sobrepasaba en muchos pies la pirámide de Keops y en no pocos el templo de Belus.
—En verdad digo —suspiró el Fariseo, mientras se inclinaba sobre el vertiginoso precipicio—, los incircuncisos son tantos como las arenas de la playa… como las langostas del desierto. El valle del Rey se ha convertido en el valle de Adommin.
—Y, sin embargo —agregó Ben-Levi—, no podrías señalarme un solo filisteo… ¡No, ni siquiera uno, desde Aleph a Tau, desde el desierto hasta las fortificaciones, que parezca más grande que la letra Jod!
—¡Bajad la cesta con los siclos de plata! —gritó de pronto, con acentos tan broncos como ásperos, un soldado romano que parecía haber surgido de las regiones de Plutón—. ¡Bajad esa cesta con el maldito dinero, cuyo solo nombre basta para dislocar la mandíbula de un noble romano! ¿Es así como mostráis vuestra gratitud hacia nuestro amo Pompeyo, que, en su condescendiente bondad, ha creído oportuno escuchar vuestras importunidades de idólatras? El dios Febo, que es un dios verdadero, corre en su carro desde hace una hora. ¿Y no teníais vosotros que estar en las murallas cuando asomara? ¡Ædepol! ¿Creéis que nosotros, conquistadores del mundo, no tenemos otra cosa que hacer que esperar a la puerta de cada perrera para traficar con los perros de este mundo? ¡Vamos, abajo… y atención a que vuestras baratijas tengan el color y el peso debidos!
—¡El Elohim! —profirió el Fariseo, mientras los discordantes acentos del centurión resonaban en los peñascos del precipicio y se perdían contra el templo—. ¡El Elohim! ¿
Quién
es el dios Febo? ¿A quién invoca el blasfemador? ¡Dilo tú, Buzi-Ben-Levi, que eres versado en las leyes de los gentiles, y has habitado entre los que se contaminan con los Teraphim! ¿Habló de Nergal el idólatra? ¿O de Ashimah? ¿De Nibhaz… de Tartak… de Adramalech… de Anamalech… de Succoth-Benith… de Dagon… de Belial… de Baal-Perith… de Baal-Peor… o de Baal-Zebub?
—De ninguno de ellos, en verdad… pero ten cuidado que la cuerda no resbale demasiado rápidamente entre tus dedos, pues si la cesta quedara colgada de aquel peñasco saliente harías caer lamentablemente las santas cosas del santuario.
Con ayuda de una máquina de construcción bastante grosera, la cesta pesadamente cargada descendió entonces con lentitud hasta llegar a la muchedumbre de abajo; desde el vertiginoso pináculo podía verse a los romanos que se amontonaban confusamente en torno de ella, pero la gran altura y la niebla no permitían divisar con precisión lo que pasaba.
Transcurrió así media hora.
—¡Llegaremos demasiado tarde! —suspiró el Fariseo al cumplirse este período, mientras miraba hacia el abismo—. ¡Llegaremos demasiado tarde, y los Katholim nos despojarán de nuestras funciones!
—¡Nunca más nos regalaremos con lo mejor de la tierra! —agregó Abel-Phittim—. ¡Nuestras barbas perderán su perfume de incienso y nuestros cuerpos el hermoso lino del Templo!
—¡Raca! —juró Ben-Levi—. ¿Pretenderán robarnos el dinero de la compra? ¡Santísimo Moisés! ¿Estarán acaso pesando los siclos del tabernáculo?
—¡Han dado la señal! —gritó el Fariseo—. ¡Por fin han dado la señal! ¡Tira de la cuerda, Abel-Phittim… y también tú, Buzi-Ben-Levi! ¡Pues en verdad digo que los filisteos están sujetando todavía la cesta o el Señor ha dulcificado sus corazones y la han cargado con un animal de gran peso!
Y los Gizbarim tiraron de la cuerda, mientras su carga ascendía balanceándose pesadamente entre la espesa niebla.
—¡Booshoh! ¡Booshoh!
Tal fue la exclamación que brotó de los labios de Ben-Levi cuando, después de una hora de trabajo, empezó a verse algo en la extremidad de la cuerda.
—¡Booshoh! ¡Oh vergüenza! ¡Es un carnero de los sotos de Engedi… y más arrugado que el valle de Jehoshaphat!
—Es un primer nacido del rebaño —opuso Abel-Phittim—. Lo reconozco por su balido y por su manera inocente de doblar las patas. Sus ojos son más hermosos que las joyas del Pectoral, y su carne es como la miel del Hebrón.
—Es un becerro engordado en las praderas de Bashan —dijo el Fariseo—. ¡Los paganos se han portado admirablemente con nosotros! ¡Que nuestras voces se alcen en un salmo! ¡Demos las gracias con el shawm y el salterio! ¡Con el arpa y el huggab, con la cítara y el sacabuche!
Sólo cuando la cesta se hallaba a pocos pies de los Gizbarim, un sordo gruñido les reveló que contenía un
cerdo
de enorme tamaño.
—¡El Emanu! —gritó el trío, levantando los ojos y soltando la cuerda, con lo cual el cerdo se volvió de cabeza entre los filisteos—. ¡El Emanu! ¡Dios sea con nosotros…! ¡
Es la carne innominable
!
Un relato de la reciente campaña
contra los cocos y los kickapoos
Pleurez, pleurez, mes yeux, et fondez vous en eau! La moitié de ma vie a mis l’autre au tombeau.
(Corneille)
No recuerdo ahora dónde o cuándo vi por primera vez a aquel apuesto militar, el brigadier general honorario John A. B. C. Smith. Sin duda,
alguien
me presentó a él en alguna ceremonia pública, ¡naturalmente!, presidida por alguna persona muy importante, ¡claro está!, en un sitio o en otro, ¡por supuesto!, aunque me haya olvidado inexplicablemente de su nombre. Debo decir que esperé aquella presentación en un estado de nervios que me impidió formarme una idea bien definida del lugar y del tiempo. Soy constitucionalmente nervioso; es un defecto de familia, y no lo puedo impedir. La menor apariencia de misterio, la cosa más ínfima que no alcance a comprender, bastan para sumirme de inmediato en un estado de lamentable agitación.
Había por así decir algo notable —sí,
notable
, aunque el término es muy débil para expresar plenamente lo que quisiera dar a entender— en la apariencia de aquel personaje. Tenía probablemente seis pies de estatura y un aspecto muy imponente. Se notaba en él un
air distingué
que hablaba de una refinada cultura y hacía suponer una alta cuna. Sobre este tema —el de la apariencia personal de Smith— siento una especie de melancólica satisfacción en ser minucioso. Su cabello hubiera hecho honor a un Bruto; ondulábase de la manera más extraordinaria, y tenía un brillo incomparable. Era de un negro azabache, y este color —o, mejor dicho, este no-color— era asimismo el de sus inimaginables patillas. Ya habréis advertido que no puedo hablar sin entusiasmo de estas últimas; no es decir demasiado si afirmo que eran el más hermoso par de patillas existentes bajo el sol. Flanqueaban, y a veces hasta cubrían en parte la más perfecta boca imaginable, donde lucían los dientes más regulares y más blancos que concebirse puedan. En cada ocasión apropiada nacía de aquella boca una voz sumamente clara, melodiosa y bien timbrada. Con respecto a los ojos, Smith estaba igualmente muy bien dotado. Cada uno de los suyos valía por un par de órganos oculares ordinarios. Muy grandes y brillantes, tenían pupilas de un color castaño profundo, y una que otra vez se advertía en ellos esa ligera e interesante oblicuidad que da tanta fuerza a la expresión.
El torso del general era sin duda alguna el más hermoso que haya visto jamás. En vano se hubiera querido encontrar alguna falla en sus maravillosas proporciones. Tan rara peculiaridad ponía de manifiesto, muy ventajosamente, unos hombros que hubieran provocado el rubor de la humillación en el Apolo de mármol. Me apasionaban los hombros, y puedo decir que jamás había visto perfección semejante. Los brazos estaban igualmente bien modelados, y los miembros inferiores no les iban en zaga en cuanto a perfección. Eran realmente el
nec plus ultra
de las piernas hermosas. Todo conocedor de la materia reconocía que aquellas piernas eran notables. Ni demasiado carnosas, ni demasiado flacas; ni rudeza ni fragilidad. Imposible imaginar una curva más graciosa que la del
os femoris
; ni siquiera faltaba la suave prominencia de la parte posterior de la
fibula
, que contribuye a la conformación de una pantorrilla debidamente proporcionada. Hubiera pedido a los dioses que a mi amigo y talentoso escultor Chiponchipino le fuera dado contemplar las piernas del brigadier general honorario John A. B. C. Smith.
Empero, aunque los hombres tan apuestos no abundan tanto como las razones o las zarzamoras, me resultaba imposible creer que lo
notable
a que he aludido, ese extrañó
je ne sais quoi
que envolvía a mi reciente conocido, procediera tan sólo de la acabada perfección de sus dones corporales. Quizá emanara de su
actitud
, pero tampoco en esto puedo ser demasiado afirmativo. Había un estiramiento, por no decir rigidez, en su actitud, un grado de precisión mesurada y, si se me permite decirlo así, rectangular, en todos sus movimientos, que en una persona más pequeña hubiera parecido lamentable afectación o pomposidad, pero que en un caballero de las dimensiones del general no podía atribuirse más que a reserva, a
hauteur
y, en una palabra, al loable sentido de lo que corresponde a la dignidad de las proporciones colosales.
El excelente amigo que me presentó al general Smith me dijo al oído algunas frases elogiosas sobre el militar. Era un hombre notable, muy notable, y en realidad uno de los
más
notables de la época. Gozaba de especial favor ante las damas, sobre todo por su alta reputación de hombre valeroso.
—En ese terreno es insuperable. No hay nadie más temerario que él. Un verdadero paladín, sin la menor duda —dijo mi amigo con un susurro, llenándome de excitación por el misterio que había en su voz.
—Sí, un paladín completo, a no dudarlo. Y lo demostró, a fe mía, durante la última y terrible lucha en los pantanos del sur, contra los indios cocos y los kickapoos. (Aquí mi amigo abrió mucho los ojos). ¡Dios me asista! ¡Cuánta sangre, pólvora… todo lo imaginable! ¡
Prodigios
de valor! Supongo que ha oído usted hablar de él… Probablemente no ignora que es el hombre que…
—¡Vaya, vaya! ¿Cómo está usted? ¿Cómo le va? ¡Cuánto me alegro de encontrarlo! —lo interrumpió en ese momento el general en persona, tomando del brazo a mi amigo e inclinándose rígida pero profundamente cuando le fui presentado.
Pensé en aquel momento (y lo sigo pensando) que jamás había escuchado una voz tan clara y resonante, ni contemplado semejante dentadura. Pero debo reconocer que lamenté que nos hubiera interrumpido justamente cuando, después de los murmullos y las insinuaciones que anteceden, me sentía interesadísimo por el héroe de la campaña contra los cocos y los kickapoos.
Empero, la deliciosa y brillante conversación del brigadier general honorario John A. B. C. Smith no tardó en disipar completamente mi disgusto. Como nuestro amigo se marchó casi de inmediato, sostuvimos un largo
tête-à-tête
, y no sólo quedé muy complacido sino que aprendí muchas cosas. Jamás he oído a un narrador más fluido, ni a un hombre más informado. Con loable modestia, sin embargo, se abstuvo de tocar el tema que más me apasionaba —aludo a las misteriosas circunstancias referentes a la guerra contra los cocos—, y por mi parte, una delicadeza que considero oportuna me vedó mencionar la cuestión, pese a que me sentía tentadísimo de hacerlo. Noté asimismo que el valeroso militar prefería los tópicos de interés filosófico y que se complacía especialmente en comentar el rápido progreso de las invenciones mecánicas. Cualquiera fuera el rumbo de nuestro diálogo, volvía invariablemente a ocuparse del asunto.