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Authors: Edgar Allan Poe

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Cuentos completos (43 page)

BOOK: Cuentos completos
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Cuando entré en su habitación me recibió con una sonrisa jovial, y aunque evidentemente sus dolores físicos eran grandes, su ánimo parecía muy tranquilo.

—Lo mandé buscar esta noche —dijo— no tanto para que mitigara mi dolencia como para que me explicara ciertas impresiones psíquicas que últimamente me han causado gran ansiedad y sorpresa. No necesito decirle cuan escéptico he sido hasta hoy con respecto a la inmortalidad del alma. No puedo negar que siempre ha existido, quizá en esa misma alma que he negado, una especie de vago sentimiento de su propia existencia. Pero esta especie de sentimiento no llegó en ningún instante a la convicción. Era cosa que nada tenía que ver con la razón. Todas las tentativas de investigación lógica me dejaban, a decir verdad, más escéptico que antes. Me aconsejaron que estudiara a Cousin. Lo estudié en sus obras, así como en sus repercusiones europeas y americanas. El
Charles Elwood
de Mr. Brownson, por ejemplo, cayó en mis manos. Lo leí con profunda atención. Lo encontré lógico de una punta a la otra, pero las partes que no eran
simplemente
lógicas constituían, desgraciadamente, los argumentos iniciales del incrédulo héroe del libro. En sus conclusiones me pareció evidente que el razonador no había logrado siquiera convencerse a sí mismo. El final había olvidado por completo el principio, como el gobierno de Trínculo. En una palabra: no tardé en advertir que, si el hombre ha de persuadirse intelectualmente de su propia inmortalidad, nunca lo logrará por las meras abstracciones que durante tanto tiempo han constituido el método de los moralistas de Inglaterra, Francia y Alemania. Las abstracciones pueden ser una diversión y un ejercicio, pero no se posesionan de la mente. Aquí, en la tierra por lo menos, la filosofía, estoy convencido, siempre nos pedirá en vano que consideremos las cualidades como cosas. La voluntad puede asentir; el alma, el intelecto, nunca.

»Repito, pues, que sólo había sentido a medias, pero nunca creí intelectualmente. Mas en los últimos tiempos el sentimiento se ha ahondado hasta parecerse tanto a la aquiescencia de la razón, que me resulta difícil distinguirlos. Creo también poder atribuir este efecto simplemente a la influencia mesmérica. No sé explicar mejor mi pensamiento que por la hipótesis de que la exaltación mesmérica me capacita para percibir una serie de razonamientos que en mi existencia normal son convincentes, pero que, en total acuerdo con los fenómenos mesméricos, no se extienden, salvo en su
efecto
, a mi estado normal. En el estado hipnótico, el razonamiento y la conclusión, la causa y el efecto están presentes a un tiempo. En mi estado natural, la causa se desvanece; únicamente el efecto, y quizá sólo en parte, permanece.

»Estas consideraciones me han llevado a pensar que podrían obtenerse algunos buenos resultados dirigiéndome, mientras estoy mesmerizado, una serie de preguntas bien encaminadas. Usted ha observado a menudo el profundo conocimiento de sí mismo que demuestra el hipnotizado, el amplio saber que despliega sobre todo lo concerniente al estado mesmérico, y de este conocimiento de sí mismo pueden deducirse indicaciones para la adecuada confección de un cuestionario».

Accedí, claro está, a realizar este experimento. Unos pocos pases sumieron a Mr. Vankirk en el sueño mesmérico. Su respiración se hizo inmediatamente más fácil y parecía no padecer ninguna incomodidad física. Entonces se produjo la siguiente conversación (en el diálogo, V. representa al paciente y P. soy yo):

P. —¿Duerme usted?

V. —Sí…, no; preferiría dormir más profundamente.

P. —
(Después de algunos pases)
. ¿Duerme ahora?

V. —Sí.

P. —¿Cómo cree que terminará su enfermedad?

V. —
(Después de una larga vacilación y hablando como con esfuerzo)
. Moriré.

P. —¿Le aflige la idea de la muerte?

V. —
(Muy rápido)
. ¡No…, no!

P. —¿Le desagrada esta perspectiva?

V. —Si estuviera despierto me gustaría morir, pero ahora no tiene importancia. El estado mesmérico se avecina lo bastante a la muerte como para satisfacerme.

P. —Me gustaría que se explicara, Mr. Vankirk.

V. —Quisiera hacerlo, pero requiere más esfuerzo del que me siento capaz. Usted no me interroga correctamente.

P. —Entonces, ¿qué debo preguntarle?

V. —Debe comenzar por el principio.

P. —¡El principio! Pero, ¿dónde está el principio?

V. —Usted sabe que el principio es Dios.
(Esto fue dicho en tono bajo, vacilante, y con todas las señales de la más profunda veneración)
.

P. —Pero, ¿qué es Dios?

V. —
(Vacilando durante varios minutos)
. No puedo decirlo.

P. —Dios, ¿no es espíritu?

V. —Mientras estaba despierto, yo sabía lo que usted quiere decir con «espíritu», pero ahora me parece sólo una palabra, tal como, por ejemplo, verdad, belleza; una cualidad, quiero decir.

P. —Dios, ¿no es inmaterial?

V. —No hay inmaterialidad; ésta es una simple palabra. Lo que no es materia no es nada, a menos que las cualidades sean cosas.

P. —Entonces, ¿Dios es material?

V. —No.
(Esta respuesta me sobrecogió)
.

P. —¿Y qué es?

V. —
(Después de una larga pausa, entre dientes)
. Lo veo… pero es una cosa difícil de decir.
(Otra larga pausa)
. No es espíritu, pues existe. Tampoco es materia,
como usted la entiende
. Pero hay gradaciones de la materia de las que el hombre nada sabe, en que la más basta impulsa a la más sutil, la más sutil invade la más basta. La atmósfera, por ejemplo, impulsa el principio eléctrico, mientras el principio eléctrico penetra la atmósfera. Estas gradaciones de la materia crecen en tenuidad o sutileza hasta que llegamos a una materia
indivisa
—sin partículas—, indivisible —
una
—, y aquí la ley de la impulsión y de la penetración se modifica. La materia última o indivisa no sólo penetra todas las cosas, sino que las impulsa, y de esta manera
es
todas las cosas en sí misma. Esta materia es Dios. Lo que el hombre intenta formular con la palabra «pensamiento» es esta materia en movimiento.

P. —Los metafísicos sostienen que toda acción es reductible a movimiento y pensamiento, y que el último es el origen del primero.

V. —Sí, y ahora veo la confusión de la idea. El movimiento es la acción de la
mente
, no
del pensamiento
. La materia indivisa o Dios, en reposo, es (en la medida en que podemos concebirlo) lo que los hombres llaman mente. Y el poder de automovimiento (equivalente en efecto a la volición humana) es, en la materia indivisa, el resultado de su unidad y de su omni-predominancia;
cómo
, no lo sé, y ahora veo claramente que nunca lo sabré. Pero la materia indivisa, puesta en movimiento por una ley o cualidad existente en sí misma, es el pensamiento.

P. —¿No puede darme una idea más precisa de lo que usted designa materia indivisa?

V. —Las materias que el hombre conoce escapan gradualmente a los sentidos. Tenemos, por ejemplo, un metal, un trozo de madera, una gota de agua, la atmósfera, el gas, el calor, la electricidad, el éter luminoso. Ahora bien, llamamos materia a todas esas cosas, y abarcamos toda la materia en una definición general; sin embargo, no puede haber dos ideas más esencialmente distintas que la que referimos a un metal y la que referimos al éter luminoso. Cuando llegamos al último, sentimos una inclinación casi irresistible a clasificarlo con el espíritu o con la nada. La única consideración que nos detiene es nuestra idea de su constitución atómica, y aun aquí debemos pedir ayuda a nuestra noción de átomo como algo infinitamente pequeño, sólido, palpable, pesado. Destruyamos la idea de la constitución atómica y ya no seremos capaces de considerar el éter como una entidad o, por lo menos, como materia. A falta de una palabra mejor podríamos designarlo espíritu. Demos ahora un paso más allá del éter luminoso, concibamos una materia mucho más sutil que el éter, así como el éter es más sutil que el metal, y llegamos en seguida (a pesar de todos los dogmas escolásticos) a una masa única, a una materia indivisa. Pues, aunque admitamos una infinita pequeñez en los átomos mismos, la infinita pequeñez de los espacios interatómicos es un absurdo. Habrá un punto, habrá un grado de sutileza en el cual, si los átomos son suficientemente numerosos, los interespacios desaparecerán y la masa será absolutamente una. Pero al dejar de lado ahora la idea de la constitución atómica, la naturaleza de la masa se deslizará inevitablemente a nuestra concepción del espíritu. Está claro, sin embargo, que es tan materia como antes. La verdad es que resulta imposible concebir el espíritu, puesto que es imposible imaginar lo que no es. Cuando nos jactamos de haber llegado a concebirlo, hemos engañado simplemente nuestro entendimiento con la consideración de una materia infinitamente rarificada.

P. —Me parece que hay una objeción insuperable a la idea de la absoluta unidad, y ella es la ligerísima resistencia experimentada por los cuerpos celestes en sus revoluciones a través del espacio, resistencia que ahora sabemos, es verdad, existe en
cierto
grado, pero que, sin embargo, es tan ligera que aun la sagacidad de Newton la pasó por alto. Sabemos que la resistencia de los cuerpos es principalmente proporcionada a su densidad. La unidad absoluta es la densidad absoluta. Donde no hay interespacios no puede haber paso. Un éter absolutamente denso detendría de una manera infinitamente más efectiva la marcha de una estrella que un éter de diamante o de acero.

V. —Su objeción se contesta con una facilidad que está casi en proporción con su aparente irrefutabilidad. Con respecto a la marcha de una estrella, no puede haber diferencia entre que la estrella pase a través del éter o el éter
a través de ésta
. No hay error astronómico más inexplicable que el que relaciona el conocido retardo de los cometas con la idea de su paso a través del éter, pues por sutil que se suponga ese éter detendría toda revolución sideral en un período mucho más breve que el admitido por esos astrónomos, quienes han intentado suprimir un punto que consideraban imposible de entender. El retardo experimentado es, por el contrario, aproximadamente el mismo que puede esperarse de
la fricción
del éter en el pasaje instantáneo a través del astro. En un caso, la fuerza de retardo es momentánea y completa en sí misma; en el otro, es infinitamente acumulativa.

P. —Pero en todo esto, en esta identificación de la simple materia con Dios, ¿no hay nada de irreverencia?
(Me vi obligado a repetir esta pregunta antes de que el hipnotizado comprendiera cabalmente su sentido)
.

V. —¿Puede usted decir por
qué la
materia ha de ser menos reverenciada que la mente? Usted olvida que la materia de la cual hablo es, en todo sentido, la verdadera «mente» o «espíritu» de las escuelas, sobre todo en lo que concierne a sus elevadas propiedades, y es, al mismo tiempo, la «materia» para estas escuelas. Dios, con todos los poderes atribuidos al espíritu, es tan sólo la perfección de la materia.

P. —¿Afirma usted, entonces, que la materia indivisa, en movimiento, es pensamiento?

V. —En general, el movimiento es el pensamiento universal de la mente universal. Este pensamiento crea. Todas las cosas creadas no son sino los pensamientos de Dios.

P. —Usted dice «en general».

V. —Sí. La mente universal es Dios. Para las nuevas individualidades es necesaria la
materia
.

P. —Pero usted habla ahora de «mente» y de «materia» como lo hacen los metafísicos.

V. —Sí, para evitar la confusión. Cuando digo «mente» me refiero a la materia indivisa o última; cuando digo «materia» me refiero a todo lo demás.

P. —Usted decía que «para las nuevas individualidades es necesaria la materia».

V. —Sí, pues la mente, en su existencia incorpórea, es simplemente Dios. Para crear los seres individuales, pensantes, era necesario encarnar porciones de la mente divina. Así es individualizado el hombre. Despojado de su envoltura corporal sería Dios. El movimiento particular de las porciones encarnadas de la materia indivisa es el pensamiento del hombre, así como el movimiento del todo es el de Dios.

P. —¿Dice usted que despojado de su envoltura corporal el hombre sería Dios?

V. —
(Después de mucho vacilar)
. No pude haber dicho eso, es un absurdo.

P. —
(Recurriendo a mis notas)
. Usted dijo que «despojado de su envoltura corporal el hombre sería Dios».

V. —Y es verdad. El hombre así despojado
sería
Dios, sería desindividualizado. Pero no puede despojarse jamás de esa manera —por lo menos nunca podrá—, a menos que imaginemos una acción de Dios que vuelve sobre sí misma, una acción inútil, sin finalidad. El hombre es una criatura. Las criaturas son pensamientos de Dios. Está en la naturaleza del pensamiento ser irrevocable.

P. —No comprendo. ¿Usted dice que el hombre nunca podrá desprenderse de su cuerpo?

V. —Digo que nunca será incorpóreo.

P. —Explíquese.

V. —Hay dos cuerpos: el rudimentario y el completo, que corresponden a las dos condiciones de la crisálida y la mariposa. Lo que llamamos «muerte» es tan sólo la penosa metamorfosis. Nuestra presente encarnación es progresiva, preparatoria, temporaria. Nuestro futuro es perfecto, definitivo, inmortal. La vida definitiva constituye la finalidad absoluta.

P. —Pero de la metamorfosis de la crisálida tenemos un conocimiento palpable.

V. —Nosotros sí, pero la crisálida no. La materia que compone nuestro cuerpo rudimentario está al alcance de los órganos de este cuerpo, o, más claramente, nuestros órganos rudimentarios se adaptan a la materia que forma el cuerpo rudimentario, pero no al que compone el cuerpo definitivo. Éste escapa así a nuestros sentidos rudimentarios, y sólo percibimos la envoltura que cae al morir, desprendiéndose de la forma interior, no esa misma forma interior; pero esta última, así como la envoltura, es apreciable para los que ya han adquirido la vida definitiva.

P. —Usted ha dicho a menudo que el estado mesmérico se asemeja estrechamente a la muerte. ¿Cómo es eso?

V. —Cuando digo que se parece a la muerte, aludo a que se asemeja a la vida definitiva, pues cuando estoy en trance los sentidos de mi vida rudimentaria quedan en suspenso y percibo las cosas exteriores directamente, sin órganos, a través de un intermediario que emplearé en la vida definitiva, inorganizada.

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